martes, febrero 27, 2007

La cultura bajo el franquismo.

La obra educativa y cultural de la II República

La República surgida de las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 llevó a cabo en su corta existencia una importante tarea educativa y cultural. En su primer año de mandato, el Gobierno de la Coalición Republicano-Socialista creó 7.000 escuelas. En los años siguientes, 1932 y 1933, ponía en funcionamiento otras 2.580 y 3.900 escuelas respectivamente. En 1931 los salarios de los maestros sumaban 5,8 millones de pts; un año después importaban ya la cantidad de 282 millones. Los institutos de segunda enseñanza se triplicaron y se formaron nuevos profesores. La enseñanza universitaria experimentaba el esfuerzo de la adecuación a los métodos educativos más modernos y a las últimas innovaciones científicas. El número de alumnos de las Escuelas de Trabajo –Formación Profesional- pasó de 4.000 a 11.000 alumnos.
Pareja a la labor educativa del Gobierno, intelectuales y artistas intentaban, con las misiones pedagógicas, acercar la cultura al medio rural. “La Barraca”, el teatro de estudiantes dirigido por Federico García Lorca, ha quedado como exponente de aquella tentativa (1).
Por otra parte, con la aprobación de los Estatutos de Autonomía de Cataluña (1932) y Euskadi y Galicia (1936), se oficializaba el empleo de los idiomas catalán, euskera y gallego en sus respectivas nacionalidades.
Uno de los hechos más conocidos de los primeros días de la sublevación militar en el verano de 1936 fue el asesinato por los fascistas de Federico García Lorca, acaso uno de los poetas más extraordinarios que hayan existido nunca. Su posicionamiento con la causa popular, expresada en su teatro, poesía, declaraciones públicas…, su homosexualidad, fueron determinantes en la causa de su muerte. Este acontecimiento adelantaba el tratamiento que iba a dar el franquismo a cualquier manifestación cultural comprometida con la emancipación humana.
La Guerra Civil conocería un extraordinario desarrollo del interés por el saber en amplios sectores populares, iniciado ya desde los primeros tiempos de la revolución. Más de 300.000 personas aprendieron a leer y escribir en la retaguardia republicana durante los años de guerra. En octubre de 1937 ya lo habían hecho 75.000 soldados. Las unidades militares más importantes disponían de sus propias publicaciones y bibliotecas (2). El ímpetu revolucionario de obreros y campesinos tuvo su expresión espiritual en la obra de artistas excepcionales como Miguel Hernández, Pablo Picasso y Pau Casals. Poetas como Alberti, Altolaguirre, Hernández, Machado…, llevarían su poesía hasta las mismas trincheras.
El final de la guerra sería el comienzo del exilio de lo más y lo mejor de científicos, profesores, artistas…, que en su gran mayoría habían permanecido al lado de la República. El panorama cultural y educativo quedaba desierto en el interior del país. Es altamente significativo lo que escribía al respecto el poeta León Felipe:

Franco, tuya es la hacienda,
la casa,
el caballo
y la pistola.
Mía es la voz antigua de la tierra.
Tú te quedas con todo y me dejas desnudo
y errante por el mundo…
Más yo te dejo mudo… ¡mudo!
y ¿cómo vas a recoger el trigo
y a alimentar el fuego
si yo me llevo la canción?

La enseñanza: décadas de retroceso

Aquellos que se quedaron fueron humillados y vejados, expulsados de sus cátedras o relegados a trabajos de categoría inferior, suplantados por individuos cuyos méritos académicos en no pocos casos no iban mucho más allá del hecho de pertenecer al bando vencedor (3).
Disputado su control en la posguerra por católicos y falangistas, la Universidad y el conjunto de la enseñanza serían hegemonizadas posteriormente por la Iglesia Católica, que bautizó como “Santa Cruzada Nacional” el levantamiento fascista de Franco y que sería el soporte espiritual de la dictadura durante décadas.
En 1939 se crea el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, en cuyo control participa ya el Opus Dei. En su decreto fundacional se hace una exposición de sus propósitos:
“Tal empeño ha de cimentarse, ante todo, en la restauración de la clásica y cristiana unidad de las ciencias, destruida en el siglo XVIII… Hay que imponer, en suma, al orden de la cultura las ideas que han inspirado nuestro glorioso Movimiento, en el que se reconjugan las lecciones más puras de la Tradición universal y católica con las exigencias de la modernidad”.
Una de las primeras actuaciones del franquismo en el poder fue la depuración del cuerpo de maestros de primera enseñanza, que se había caracterizado por su afinidad con la izquierda. En su tesis “La depuración del magisterio nacional”, el historiador Francisco Moreno Valero cifra en más de 60.000 el número de docentes represaliados o que tuvieron que pasar a la clandestinidad en 1939 (4). Relativo a la Universidad, el mismo autor señala que “…de los 600 catedráticos que había en el país antes del golpe de Estado, sólo sobrevivieron a las purgas académicas algo más de 300”. Las purgas no se limitaron sólo a los docentes, sino que también se hicieron extensivas a las bibliotecas, de las que fueron sacados miles de libros para ser quemados.
La educación en el franquismo además de tener la impronta ideológica de la Iglesia y la Falange, es una educación clasista, como lo dice en la Ley de Educación Primaria del 17 de julio de 1945, donde se limita el derecho a la enseñanza gratuita “sólo para los niños que no puedan pagar escuela”.
La Iglesia Católica acrecentaría enormemente sus privilegios con la firma en 1953 del Concordato con el Estado franquista. Su influencia se hará omnipresente: desde la enseñanza (donde, por cierto, se elude la educación sexual por considerar “pecaminosas” las prácticas sexuales al margen del matrimonio), el trabajo, la familia, el control de espectáculos, costumbres, modas… En el curso académico 1949-50, de los 217.847 alumnos que cursan Segunda Enseñanza, 133.755 lo hace en centros privados, de los cuales el 65% pertenece a órdenes religiosas (5).
De 1939 a 1950 el número de centros de bachillerato permanece invariable (una muestra más de la influencia religiosa en la enseñanza). De 1945 a 1950 hay un ligero aumento de unidades escolares (de 52.900 a 57.334) y de maestros (de 53.237 a 57.412). El número de alumnos desciende durante el mismo período de dos millones y medio a dos millones. La pésima remuneración de los maestros hizo que el número de estudiantes de Magisterio descendiera en dicho período de 23.900 a 19.400 (6).
"En 1935, los pagos líquidos del Ministerio de Educación fueron de 326,9 millones de pts, lo que supone una inversión de 13 pts por habitante; … Hay que esperar a 1955 para que el gasto se cifre en 417,4 millones, correspondiendo 14 pts por habitante. La participación del Ministerio de Educación en los Presupuestos del Estado no volvería a alcanzar la cota de 1935 (7,17%) –la cual se redujo en los años posteriores a la guerra civil- hasta 1950 (7,30%)” (7). En definitiva, el franquismo tardaría veinte años en alcanzar el nivel de inversión realizado en Educación durante la II República.
Todavía en 1957hay 1.364.000 niños sin escolarizar entre los 6 y los 12 años, y un 13,5% de analfabetos en el país. El sector estatal sólo cubre al 65% de los niños escolarizados (8).
El desarrollo del capitalismo en España iniciado a finales de los años cincuenta hizo necesaria una mayor inversión en educación ante la necesidad de la burguesía de proveerse de trabajadores especializados. Las plazas de formación profesional aumentaron, aunque todavía eran minoritarias (30.000 alumnos) frente a las 474.000 plazas de bachillerato que había en 1960. En 1958 había 119 institutos de enseñanza media estatales y 1.041 centros privados (9).
Por más que en 1966 se llega a un total de 110.591 unidades escolares (de ellas, 87.000 estatales), no se alcanza la escolarización total de niños, máxime cuando la edad obligatoria de escolarización se prolonga de los 12 a los 14 años (10).
En 1956 las demandas de modernización de la Universidad chocan contra la intolerancia del régimen. La revuelta estudiantil que surge en ese año hará que la Universidad permanezca en estado de sitio prácticamente hasta la muerte del dictador. A la protesta se unirán profesores y catedráticos. El problema universitario es poco más que un asunto de orden público para la dictadura.
Si bien con la Ley General de Educación (1970) aumentó considerablemente el número de centros y plazas en la enseñanza, todavía en 1981 la tasa de analfabetismo en el país era superior al 6% (11). Este dato significativo era un indicador de las lacras que dejaba el sistema franquista, que hizo retroceder la educación décadas (tanto en contenidos, métodos, como extensión de la misma), intentando borrar todo lo que de progresista había aportado la II República.

La opresión cultural en las nacionalidades

La definitiva derrota de la Revolución Española en 1939 iba a suponer un tremendo descalabro para la cultura de los pueblos ibéricos. En triunfo de Franco conllevó la más rabiosa represión contra los derechos democráticos nacionales de Cataluña, Euskadi y Galicia.
El uso público y escrito del euskera, catalán o gallego fue prohibido y cualquier manifestación cultural propia, castigada brutalmente. Después de la guerra, Cataluña fue cubierta de carteles agresivos y provocadores con el lema “Españoles, hablad la lengua del imperio”. Más de la mitad del profesorado de la Universidad de Barcelona fue expulsado, así como también más de 25.000 funcionarios de la Administración Pública cesados. En el País Vaco, el euskera retrocedió drásticamente; de hablarlo unas 700.000 personas en los años treinta, descendió en 1954 a unas 525.000 personas. El uso de la lengua, la utilización de la ikurriña, hasta el empleo del euskera en las inscripciones de las lápidas funerarias, eran motivo de palizas, detenciones e incluso encarcelamiento. Asimismo fueron reprimidas y perseguidas las manifestaciones de la cultura gallega. Centenares de maestros de Castilla y Extremadura eran enviados a Cataluña, Euskadi y Galicia a “españolizar” la enseñanza (12).

Oposición cultural a la dictadura

Parecía poco menos que imposible que en la sociedad española de la posguerra, donde los más vivían sometidos a la penuria, el hambre, la injusticia y el terror, pudiera surgir algún tipo de expresión artística que no fuera la oficial, marcada por el triunfalismo fascista de los Ridruejo, Pemán, Panero, Foxá…
Prensa, radio, cine…, estaban sometidos a una férrea censura para impedir la divulgación de cualquier información u opinión disonante con las directrices del Régimen. Por otra parte, la dictadura fomentaba una subcultura de toros, fútbol (especialmente), fotonovelas… como instrumento de evasión para apartar a la gente del encuentro con una cultura auténtica que le ayudara a reflexionar sobre sus problemas reales.
A pesar de todo, en 1944 el poeta Gerardo Diego escribe: “Madrid es una ciudad de un millón de cadáveres…” (Hijos de la ira, 1944), en clara referencia a la angustia que atenazaba a la generalidad del país en aquellas circunstancias. Un ex-legionario, que en plena guerra había ofrecido sus servicios como delator al mismo Franco, el novelista Camilo José Cela, exponía en La Colmena (1951) una muestra realista –hasta cierto punto- de las duras vicisitudes que comportaba la lucha por la supervivencia en aquellos años. En 1949 el régimen franquista no tiene más remedio que autorizar la representación de la obra de teatro de un ex-combatiente republicano, Antonio Buero Vallejo, que ha compartido prisión con Miguel Hernández, pues Historia de una escalera ha obtenido el Premio Nacional de Teatro “Lope de Vega”, en cuyas cláusulas figura el estreno. Buero pone al desnudo las frustraciones de la vida de los habitantes de una casa de vecindad durante tres generaciones.
En la década de los cincuenta aparece en el cine (Bardem, Berlanga, Ferreri…), en el teatro (Alfonso Sastre, Lauro Olmo…), en la poesía (Celaya, Otero, Hierro…), en la novela (Goytisolo, López Salinas, López Pacheco…), en la pintura (Genovés, Canogar, Bajola…) una corriente artística, conocida como realismo social. La sobre-explotación a que es sometida la clase trabajadora, las duras condiciones de vida que sufre la mayoría de la población, tienen su reflejo en una capa de intelectuales y artistas, como así ocurriera durante la revolución de los años treinta. Es un arte que, trascendiendo los límites de la evasión o el puro goce estético, se ocupa de los problemas del hombre real, intenta ser útil, servir para despertar conciencias. En uno de los textos emblemáticos de esta corriente, el poeta Gabriel Celaya hace toda una declaración de intenciones al proclamar que “la poesía es un arma cargada de futuro” (Cantos Íberos, 1955), o, dicho con otras palabras, el arte al servicio de la revolución social.
Paralelamente, en las nacionalidades históricas, Galiza, Euskal Herría y Catalaunya, se producía un movimiento de afirmación y defensa de la identidad nacional. De la mano de escritores, especialmente poetas, como Celso Emilio Ferreiro (Longa noite de pedra, 1962), Gabriel Aresti (Harri eta Herri, 1964), Salvador Espríu (La pell del brau, 1960)…, la reivindicación de la lengua se hace de la mano de una poesía combativa frente a la opresión nacional y social.
La repercusión de la obra de estos autores, como la de sus colegas en castellano, era muy limitada, como no podía ser de otra manera en un país donde la subsistencia diaria constituía la principal preocupación para la inmensa mayoría. Por otra parte, la censura, la prohibición de sus actos (recitales, conferencias…), la edición de sus obras en pequeñas editoriales…, contribuía a acotar aún más el alcance de su labor. Habrían de transcurrir unos años para que este esfuerzo diera sus resultados. Muchos de estos poemas fueron conocidos y coreados por miles de gargantas, cuando por la labor de los cantautores (Paco Ibáñez, Serrat, Raimon…) se convirtieran en canciones de lucha, que perviven en la memoria colectiva.
Posteriormente, y aunque el grueso de la inteligencia mantendría su hostilidad al franquismo, ésta iniciaría un progresivo despegue del compromiso político-social que, salvo contadas individualidades y ocasiones, dura hasta nuestros días. En ello influyeron factores como las exigencias de un nuevo público lector (las nuevas clases medias originadas por el desarrollo capitalista en el franquismo), cuyos gustos tienen que atender las editoriales para negocio propio; las revelaciones del XX Congreso del PCUS donde se revelaron los crímenes de Stalin; la confusión sobre el papel de la clase obrera, producto de la visión empírica de las consecuencias del desarrollo económico en los comportamientos de ésta (el mayor nivel de vida alcanzado por los trabajadores como equivalente a un “aburguesamiento irreversible”), la penetración del imperialismo yanqui, también en el terreno ideológico, con toda su carga de ilusiones y expectativas…
La política de pactos y consensos con la burguesía, llevada a cabo por las direcciones del PSOE y del PCE, condujeron al desengaño y la frustración a millones de trabajadores, mujeres y jóvenes que habían confiado en sus dirigentes para la lucha por una sociedad nueva al final de la dictadura franquista.
La ilusión, el compromiso, el espíritu de sacrificio, el orgullo de ser obrero…, propios del inicio de la “Transición”, se tradujeron al final de ésta en desencanto y pasotismo. El resultado de la “Transición” devolvía a la rutina y al conformismo, “a su casa”, en definitiva, a la enorme mayoría de los que unos meses antes habían ingresado con esperanza y ánimo luchador en partidos y sindicatos de izquierda.
No son éstas precisamente las mejores condiciones para que puedan prosperar la creación artística y literaria. A diferencia de los años de la II República, la “Transición” no experimentó una oleada de creatividad importante. Sin duda, el ambiente reinante en la mayoría de la sociedad hizo mella para décadas en la conciencia de artistas e intelectuales.

Enrique Alejandre Torija

(1) Tuñón de Lara, M. La España del siglo XX, vol. 2. Barcelona. Laia, 1981. pp 410-411.
(2) Tuñón de Lara, M. La España del siglo XX, vol. 3. Barcelona, Laia, 1981. P. 735.
(3) El psiquiatra Carlos Castilla del Pino, joven estudiante en la Universidad de Madrid en los años de la inmediata posguerra proporciona en su primer libro de memorias, Pretérito Imperfecto (1988), un vivo retrato de la situación universitaria en aquellos años.
(4) Prado, Benjamín. Maestros y olvido. El País, 5 de mayo de 2005.
(5) Biescas, J. A. y Tuñón de Lara, M. España bajo la dictadura franquista. Barcelona, Labor, 1981. Pág 474.
(6) Op. cit. Pág 474.
(7) Lucena Ferrero, R. Historia de la Educación en la España Contemporánea. Madrid, Acento, 1999.
(8) Biescas, J. A. y Tuñón de Lara, M. España bajo la dictadura franquista. Barcelona, Labor, 1981. Pág 310.
(9) Op. cit. Pág 412.
(10) Op. Cit. Pág 353.
(11) Lucena Ferrero, R. Historia de la Educación en la España Contemporánea. Madrid, Acento, 1999.
(12) La cuestión nacional en el Estado Español, pág 24. En Alternativa Marxista a la Cuestión Nacional, El Militante, Ezker Marxista, 1998.

1917-2007: A noventa años de la Revolución Rusa.

La Revolución de Febrero de 1917: cuando el proletariado ruso derribó el zarismo

La historia burguesa procura desmoralizar a los trabajadores “demostrando” la imposibilidad de la revolución. Los marxistas, por el contrario, estamos muy interesados en ayudar a comprender a nuestra clase que, a pesar de las dificultades, sí es posible una transformación radical en el orden de cosas. La Revolución Rusa de Febrero de 1917 constituyó una de estas hazañas, tanto más inverosímil para la opinión pública burguesa cuanto que el régimen derrocado no era menos que la aparentemente todopoderosa autocracia zarista y sus sepultureros, obreros iletrados, mujeres y campesinos de uniforme.
El gigantesco imperio ruso constituía un régimen absolutista en el que regía una suerte de feudalismo imperfecto. Su atraso económico se expresaba también políticamente en la forma de monarquía medieval, en cuya cúspide se hallaba el Zar de todas las Rusias, Nicolás el sangriento.
El carácter de potencia imperialista local de Rusia se complementaba con su situación semicolonial de dependencia respecto a Francia y Gran Bretaña, quienes llevaron a cabo una intensa inversión fabril en el país. La inversión extranjera provocó el surgimiento de gigantescos centros industriales (principalmente San Petersburgo —Metal— y Moscú —textil—) en cuyas fábricas existía una concentración obrera muy superior a la de los países capitalistas más avanzados. Mientras que en EE.UU. sólo el 17,8% de los obreros fabriles trabajaban en fábricas de más de mil empleados, en Rusia ese porcentaje ascendía al 44,4%. Con todo, estas ciudades eran islas de proletariado rodeadas por un mar de campesinos. De los 150 millones de habitantes del Imperio, tan sólo 10 millones eran obreros. Pero su papel determinante en la economía, su concentración, homogeneidad, disciplina y conciencia los convertía en la única clase capaz de hacer avanzar la sociedad y en torno a la cual las demás clases sociales tenían que posicionarse.
Este desarrollo peculiar de la economía y la sociedad rusa engendraba, en palabras de Trotsky, una “amalgama de formas arcaicas y modernas” que se expresaba en la pervivencia anacrónica de una monarquía feudal a la que el reloj se le había detenido en el medievo. Nicolás II reflejaba en su psicología la decadencia de un régimen atemporal que se resistía a morir.
La “indigencia de fuerzas anímicas” del Zar —que por otra parte no le impedía hacer gala de una crueldad inhumana— generaban en él una indiferencia imbécil hacia cuanto le rodeaba. En mitad de profundas huelgas obreras y agitación social, escribía en su diario “14 de abril. Me he paseado con camisa-blusa ligera y he reanudado los paseos en lancha. He tomado té en la terraza”. Y así día tras día, año tras año. “He paseado un largo trecho y matado dos cuervos. He tomado té al oscurecer”. Su psicología decadente expresaba el callejón sin salida del régimen que presidía.
Lo cierto es que las imágenes recurrentes de George W. Bush hablando con su perrito Barney, en mitad de la crisis de Iraq, no son muy diferentes de lo descrito. Ambos mandatarios representan a sistemas sociales que hace mucho que dejaron de jugar un papel progresista en la Historia.

El movimiento obrero
en Rusia

Desde principios de siglo, el joven proletariado ruso, sometido a jornadas de trabajo inacabables y salarios de hambre, dio muestras de una gran combatividad. Contaba con poderosas organizaciones obreras y desde el año 1912 con un partido revolucionario —el Partido bolchevique1— en el que, al calor de la situación prerrevolucionaria de 1914 se encuadró el 80% de los obreros organizados de Petersburgo, principal centro industrial de Rusia.
La clase obrera había experimentado en muy pocos años una gran cantidad de acontecimientos, como la revolución de 1905, que puso contra las cuerdas al zarismo y en la que los trabajadores habían desarrollado por primera vez sus propios órganos de poder, los Sóviets o Consejos Obreros. El aplastamiento de la revolución al no haber ganado ésta a tiempo al campesinado —que fue utilizado, en forma de ejército, para ahogar en sangre la revolución— abrió un período de reacción negra. Pero la acumulación de experiencias y las conclusiones que de éstas extrajeron los obreros —proceso acelerado por la labor de educación política de los bolcheviques— unido a una reactivación económica, permitió que en pocos años el movimiento obrero se recompusiera. La primera mitad del año 1914, con ¡1.059.000 huelgas políticas! —no económicas— es el punto álgido de este nuevo período iniciado en 1912. Con todo, esta situación prerrevolucionaria tan avanzada se ve truncada en seco con el estallido de la I Guerra Mundial. Las manifestaciones obreras dan paso a marchas patrióticas y el nacionalismo impregna hasta el tuétano a la clase obrera, que cesa en el acto su actividad huelguística. Los bolcheviques, los dirigentes indiscutidos de la clase, quedan absolutamente aislados y su oposición a la guerra imperialista es rechazada, incluso físicamente, por los trabajadores. Los obreros bolcheviques son sacados de las fábricas y llevados al frente; la fuerza laboral se renueva un 40%, con jóvenes, mujeres y campesinos sin formación política ni experiencia. El régimen aprovecha la situación para atacar salvajemente a la izquierda, encarcelando a los revolucionarios y provocando el exilio de los dirigentes. La represión sobre los bolcheviques es acogida con indeferencia por parte de la clase obrera, envenenada por el chovinismo.
Pero las guerras tienen siempre dos caras. Si en las primeras etapas provocan un retroceso en el nivel de conciencia, el horror de sus consecuencias sobre los trabajadores agudiza más tarde las contradicciones sociales hasta su máxima expresión, al punto de transformarse en “parteras de la revolución”. Así ocurrió en 1905 con la guerra ruso-japonesa y volvería a ocurrir en 1917.

La situación previa
a febrero

A medida que la guerra avanzaba, los fulgores patrióticos iban remitiendo. La Guerra Mundial supone una auténtica carnicería para el pueblo ruso, que con dos millones y medio de muertos supera a las bajas producidas en cualquiera de los países beligerantes. Las continuas derrotas militares no ayudan tampoco a inflamar el espíritu nacional. Los soldados son tratados como bestias por los oficiales y su equipamiento es totalmente insuficiente. Las muertes por frío y por hambre en el frente se equiparan a las producidas por los obuses.
Casi 16 millones de almas son movilizadas durante toda la guerra. Pero este gigantesco ejército de obreros y campesinos es constantemente reducido a una masa de carne muerta. La superioridad técnica y militar alemana es apabullante. El odio a la guerra y hacia quienes les obligan a combatir va prendiendo entre los soldados. Surgen los primeros motines, como el ocurrido en 1915 en el acorazado Hangut. La postura bolchevique de oposición frontal a la guerra imperialista, que tan caro les costó al inicio de ésta, es ahora la única que conecta con los soldados. La izquierda reformista —mencheviques y socialrevolucionarios— claudicó, al sumarse al coro patriótico.
En el interior la situación empeora día a día. La producción dirigida al frente, asciende al 50% de la producción nacional; desorganiza la economía y provoca desabastecimiento. Éste dispara la inflación. A principios de 1916 el consumo de la población se reduce un 50%. Los obreros y las recién incorporadas obreras observan como tras largas jornadas de trabajo extenuante, la inflación ha reducido a la nada sus salarios. Surgen interminables colas para comprar pan. El 20 de febrero de 1917 el hambre azuza y se saquean panaderías en San Petersburgo.
Y entre tanto, con insultante indiferencia, la sociedad burguesa disfruta de la vida en continuas fiestas. Las fábricas textiles logran beneficios del 75% en 1915 y 1916.
Las huelgas resurgen en 1915. Son motivadas por cuestiones inmediatas, como los bajos salarios y la carestía del pan. Los mítines se celebran en todas las fábricas y la propaganda bolchevique circula.
Pronto, las huelgas económicas dan paso a otras de un nivel superior, las huelgas políticas. La represión arrecia. En varias ciudades mueren obreros en enfrentamientos con la policía. Los trabajadores van sacando conclusiones y relacionando sus problemas con la guerra y la autocracia. El año 1917 vive un auténtico auge huelguístico: 570.000 huelgas políticas tan sólo entre enero y febrero. Los días previos al estallido de la revolución, no hay carne en Petersburgo, la harina escasea y se agota el carbón. La temperatura se aproxima al punto de ebullición.
Con todo, el despertar de la clase obrera pilla al partido bolchevique en una situación de debilidad extrema. En San Petersburgo —Petrogrado, después de Febrero— el partido no cuenta con más de 2.000 miembros. En Moscú, tan sólo con 600. Disponen de pequeñas células en las fábricas más importantes —150 militantes en la Putílov, 80 en la Old Lessner…— e incluso en el ejército, especialmente entre los marineros del Báltico, pero apenas hay vinculación entre ellas.
El partido había sido ilegalizado, los cinco diputados obreros de la testimonial Duma —parlamento— detenidos, los dirigentes encarcelados o en el exilio y la dirección tremendamente debilitada por la represión, la clandestinidad, la infiltración policial y el largo período de aislamiento de las masas. El partido estaba diezmado cuando la revolución estalla. Lo cierto es que la dirección del partido en Petersburgo no organiza el inicio de la revolución. Pero decenas de miles de obreros habían sido educados por los bolcheviques durante los años anteriores. Eso fue decisivo.

La mujer y la revolución

La guerra y la movilización de los obreros al frente acrecentó enormemente la entrada de las mujeres a las fábricas. Al iniciarse la guerra, un tercio de los obreros industriales eran mujeres. El Partido bolchevique realizaba una seria labor para organizar y ganar a las mujeres obreras. Desde 1913 Pravda, el periódico bolchevique, publicaba una página dedicada a los problemas de la mujer trabajadora. Un año después lanzaron un periódico destinado a las mujeres, Robotnitsa —Mujer Obrera— que abordaba los problemas específicos de las trabajadoras, vinculándolos a la lucha conjunta con los obreros contra el capitalismo y cerrando el paso al feminismo burgués. La propaganda bolchevique en este frente era vital: su importancia se expresa en que la revolución de febrero la inician las mujeres obreras.
Ellas son uno de los sectores más oprimidos de la clase trabajadora. Sujetas a los abusos más brutales por parte de los patronos, aplastadas culturalmente, constreñidas intelectualmente al opresivo mundo doméstico, constituyen en períodos normales un baluarte importante para la rutina, la inercia, la tradición, la prudencia, el recato, el miedo y el sentido común y la sensatez burguesas. Y por eso mismo, cuando se desatan, cuando se liberan de esa losa tremenda, de ese peso muerto, ascienden hasta lo más alto. No rompen sus prejuicios de forma gradual sino explosiva, y no de uno en uno, sino en bloque. Dialécticamente se convierten en su contrario. De ser el sector más moderado y temeroso, pasan a ser el más radical y audaz. Su odio hacia el viejo poder, que las mantenía al margen de la vida, es infinito y no están dispuestas a volver a la situación anterior. Por eso son más valientes que sus compañeros y las primeras en encararse a la policía y en exigir al soldado que cambie de bando.

Cinco días de Febrero

.Jueves 23 de febrero2: El día 23 se conmemoraba el día de la mujer trabajadora. Nada anticipaba que ese día estallaría la revolución. La dirección bolchevique de Petersburgo aconseja a las obreras no ir a la huelga, por miedo a la represión. Las trabajadoras del textil hacen caso omiso, van a la huelga y mandan delegaciones a las factorías metalúrgicas para pedir a los obreros que apoyen su huelga.
Este comportamiento es un método de actuación recurrente del movimiento obrero también en la actualidad. Salvando todas las distancias, hace unos días podíamos leer en La Voz de Galicia: “La reducción de cinco empleos en la empresa auxiliar Auximetal, desencadenó ayer una movilización en masa, que convocó en la calle a más de mil trabajadores [en Vigo]” (...) “La protesta de ayer se inició en [el astillero] Vulcano, y paralizó la actividad industrial de unos 600 empleados que se encaminaron posteriormente al astillero de Barreras, donde se sumaron también al paro otros 800 trabajadores. A continuación, los manifestantes se dirigieron a las instalaciones de los astilleros Cardama y Freire, donde otros cientos de empleados cesaron también su actividad” (La Voz de Galicia, 10/1/2007).
· Viernes 24: Los trabajadores organizan mítines a primera hora en las fábricas y la mitad de los obreros industriales (200.000) se ponen en huelga. Las reivindicaciones económicas dan paso a las políticas. El grito de “pan” es sustituido por el de “paz” y “abajo la autocracia”. Se producen choques violentos con la policía. Las masas no retroceden ante la represión. El Gobierno saca a la caballería cosaca para reprimir, pero ésta se muestra indecisa, ante la valentía de los manifestantes y sus súplicas de apoyo.
· Sábado 25: 300.000 obreros van a la huelga. La pequeña empresa también para. Es una huelga general política. Los enfrentamientos armados con la policía se recrudecen. Hay muertos en ambos bandos. Los cosacos se resisten a reprimir. Algunos incluso disparan contra la policía.
El Gobierno lleva acabo la fase decisiva del plan de represión: saca a los soldados de los cuarteles, fusil en mano, para aplastar el movimiento (la guarnición de Petersburgo contaba con 150.000 hombres). Pero algunos soldados confraternizan con el pueblo, como ocurre en toda revolución; como ocurrió en Venezuela durante el golpe de Estado de 2002 y en Bolivia durante la insurrección obrera de 2005.
No obstante, presionados por los oficiales, un pelotón abre fuego, asesinando a tres manifestantes.
Este es el momento decisivo. Las cartas están echadas. De la actitud del ejército depende el triunfo de la revolución o su aplastamiento sangriento.
Los obreros se dirigen a los soldados audazmente, los rodean, penetran entre sus filas, les imploran y exigen que vuelvan las bayonetas contra los oficiales. La propaganda previa realizada por los bolcheviques entre la tropa ya desde 1915, cobra ahora una importancia decisiva. Pero romper el ejército exige decisión. No basta con la propaganda, es necesario que los soldados vean valentía en los obreros y decisión de llegar hasta el final. Si se pasan de bando, sólo el triunfo de la revolución les librará de ser fusilados. En su mente se desarrolla una lucha dramática.
· Domingo 26: El día amanece con los barrios obreros de Viborg y Peski tomados por los obreros. La policía ha huido. Han surgido soviets en diferentes puntos. Pero la noche anterior el comité bolchevique de Petersburgo había sido detenido. Es domingo. No se trabaja. Pero los obreros se dirigen desde los barrios hasta el centro de la ciudad. Desde algunos puntos los soldados disparan a la multitud para que cese su avance. Pero este no se detiene. Los muertos ascienden a 40 al final del día. Los obreros exigen a los soldados que no disparen. El regimiento de Pavlosvski se subleva. Son rodeados y apresados. Pero el ejército sabe que al día siguiente será obligado a ametrallar a los obreros.
· Lunes 27: Los obreros vuelven a las fábricas. En asamblea deciden proseguir la lucha. Sólo ahora aparecen panfletos bolcheviques. Los obreros se dirigen a los cuarteles para sublevar a la tropa. Son repelidos por disparos. Es el punto crítico. “O la ametralladora barre la insurrección o la insurrección se apodera de la ametralladora”. Y aconteció lo último. Uno tras otro, los destacamentos se van sublevando cuando son sacados de los cuarteles para reprimir el movimiento. Los oficiales son fusilados. Los soldados sublevados se dirigen al resto de los cuarteles y arrastran a las tropas. Los obreros se ponen a la cabeza de los insurrectos, asaltan las armerías y dan instrucciones. Se producen refriegas por toda la ciudad. Los últimos destacamentos leales al Zar se van pasando de bando o son derrotados. Por la tarde, los obreros y soldados toman el Palacio de Táurida, sede del Zar, que había huido. Éste abdica.
El Gobierno intenta enviar tropas leales del frente, pero el generalato teme que estas se subleven. No queda en toda Rusia un solo regimiento leal al Zar.
La toma de Petersburgo rompe la presa. Todas las ciudades emprenden de inmediato el mismo camino, ahora sin combates. El 27 empiezan las huelgas en Moscú. A las dos de la tarde los soldados acuartelados en Moscú se sublevan. El 1 de marzo, Tver, Nijni-Novogorod, Samara y otras ciudades, siguen los pasos de Petersburgo y Moscú. La revolución llega a las provincias el día 2. Ni un solo soldado estuvo dispuesto a luchar por Nicolás II.
De forma aparentemente espontánea, los obreros petersburgueses, sin dirección al principio, sin un plan y desarmados en los primeros compases de la revolución, acababan en cinco días con el todopoderoso Zar de todas las Rusias.

¿Espontaneísmo?

La dirección del partido bolchevique en Petersburgo no estuvo a la altura al inicio de la revolución. No supieron calibrar correctamente el ambiente entre las masas. Pero si las masas arrojadas a la acción no contaron con un plan centralizado, sí hallaron en los obreros bolcheviques de base una suerte de dirección descentralizada.
Los escasos militantes bolcheviques, obreros y soldados, poseían la ventaja sobre las amplias masas de comprender el proceso general de la revolución, los procesos que se gestan en la mente del soldado, el problema agrario... Habían conquistado una gran autoridad entre los trabajadores a raíz del papel dirigente que el bolchevismo desempeñó en el período prerrevolucionario que precedió al estallido de la guerra. Su formación política y experiencia les permitía convertir en consignas y en un programa las aspiraciones de las masas. Los obreros y soldados bolcheviques de base jugaron un papel de dirección en las jornadas revolucionarias de febrero. Muchos de ellos son héroes anónimos. Pero de otros sí conocemos sus nombres: Raskólnikov, marinero bolchevique de la flota del báltico, jugó un papel importante en los días de febrero. Kayúrov, dirigente bolchevique de la barriada de Viborg lideró a un grupo de obreros para dirigirse a los cosacos y ganarse su apoyo el 25 de febrero.
El 27 de febrero el bolchevique V. Alexeyev formó un grupo de asalto con los trabajadores jóvenes de la fábrica Putílov para atacar a la policía e incautarse de sus armas.
En Moscú, el soldado bolchevique Muralov comandó un regimiento completo que ocupó puntos clave de la ciudad. Chugurin, Schlyápnikov y muchos otros completan el cuadro descrito.
En el momento decisivo, un solo individuo, pertrechado con la teoría marxista y la voluntad revolucionaria, puede aglutinar en torno a sí a miles más. Ahí radica la importancia de la formación política para los obreros revolucionarios.

La paradoja de la Revolución de Febrero

Al calor de la revolución, los obreros desarrollan en Petersburgo y después en toda Rusia sus propios órganos de Poder, recuperando esta forma organizativa que ya desplegaran en 1905: los sóviets. Estos nacieron inicialmente como comités de lucha formados por delegados elegidos y revocables en cualquier momento en cada fábrica para coordinar la movilización, y terminaron uniéndose a nivel de cada barrio, localidad y de todo el país, asumiendo tareas de dirección estatal: control obrero en las fábricas, organización del transporte, reparto de subsistencias, etc., disputando al poder burgués, al Gobierno Provisional formado después de Febrero, sus propias atribuciones.
Pero la Revolución de Febrero llevada acabo por el proletariado era todavía ingenua. Los obreros buscan en un primer momento el camino de menor resistencia para resolver sus problemas, para conseguir el pan, la paz y la tierra para los campesinos. Entregan el poder en los sóviets a los reformistas (mencheviques y socialrevolucionarios) quienes aparentan representar una salida más fácil a sus problemas. Los reformistas entregan de inmediato el poder a la burguesía, representada en el Gobierno Provisional. Los obreros, aliados con los soldados, que tenían en la práctica el poder, ven como éste les es arrebatado sibilinamente. Pero el proletariado adquirirá pronto conciencia de esta situación y resolverá esta paradoja en el transcurso de los siguientes meses.

Lucas Picó

1. El Partido tradicional de la clase obrera rusa era el Partido Obrero socialdemócrata Ruso (POSDR). En 1903 el partido se divide en dos facciones debido a diferencias organizativas. En 1904 estas diferencias se convierten en serias divergencias políticas (en especial acerca de la actitud ha tomar respecto a la burguesía) Las facciones son los mencheviques (reformistas, partidarios de la colaboración con la burguesía) y los bolcheviques (revolucionarios). En 1912 el POSDR se escinde.
2. Hasta la Revolución de Octubre el calendario ruso se correspondía con el viejo calendario bizantino, que se hallaba trece días retrasado respecto al calendario occidental. El 23 de febrero corresponde al 8 de marzo.

Tambores de guerra en Washington o la última posibilidad de Bush.

El sonido de los tambores de guerra están una vez más reverberando en los corredores de poder en Washington. A pesar de todas las negativas oficiales, hay claros signos de que la camarilla que está en la Casa Blanca está contemplando con seriedad llevar a cabo ataques aéreos contra Irán.
Desde esta página web nunca creímos que EEUU invadiría Irán. Si lo hacía eso sería encontrarse con un pueblo en pie que lucharía hasta la muerte para echarles. Además, Irán tiene un ejército poderoso que sería bastante capaz de enfrentarse a las fuerzas norteamericanas y romperles la nariz. Teherán recientemente compró misiles capaces de atacar barcos de guerra norteamericanos en el Mediterráneo. Un ataque a Irán tendría consecuencias imprevistas.
Una guerra terrestre en Irán está por tanto descartada. Pero los ataques aéreos son otra cuestión. Tanto Washington como Tel Aviv están alarmados ante la perspectiva de un Irán armado con armas nucleares y Arabia Saudí lo está aún más. George Bush y la camarilla gobernante de derechas que le asesora está defendiendo en público un “primer ataque” contra las instalaciones iraníes que según ellos están fabricando armas nucleares. Es bastante probable que en algún momento puede poner en práctica estas amenazas, ya sea directamente o, si pudieran zafarse de esto, utilizando la fuerza aérea israelí.
La verdadera razón de esta nueva beligerancia es que están perdiendo la guerra en Iraq. Bush está intentando culpar de todos sus problemas al apoyo iraní a la insurgencia. Pero esto está muy lejos de la realidad. Con o sin la participación iraní, la insurgencia en Iraq continuaría infligiendo bajas a las fuerzas estadounidenses.
Por su parte, Ahmedinayad está jugando a un juego peligroso. Está utilizando el sentimiento antiimperialista natural de las masas iraníes para apuntalar el régimen de los mulás, que después de casi treinta años en el poder es tremendamente impopular. Para conseguir apoyo, está intentando basarse en el anti-americanismo y la hostilidad hacia Israel. La celebración de una conferencia que pretendía demostrar que el Holocausto fue un fraude, era una clara provocación a Israel, donde la clase dominante está buscando una excusa para castigar a Irán y recuperar algo del prestigio perdido cuando recibió un golpe en las narices por parte de Hezbolá en Líbano.
Sin embargo, la postura de Ahmedinayad no es tan fuerte como podría parecer. Las recientes elecciones demostraron una caída de apoyo a su gobierno de línea dura y un aumento del apoyo de los “reformadores”. Está bajo la presión del clero islámico que temen llevar la situación demasiado lejos. Están intentando empujarle hacia una posición más “moderada” y contenerle. Su comportamiento y declaraciones recientes parecerían confirmar que él está doblegándose a esta presión.
Si se intensificara la situación e Israel bombardeara Irán, esto llevaría a una explosión de furia a través de todo Oriente Medio y más allá. Sin embargo, no está claro que los propios israelíes estuvieran dispuestos a hacer el trabajo sucio para Washington (aunque a los halcones sionistas les gustaría hacerlo). Están en una situación difícil después de la debacle del año pasado en Líbano. Por lo tanto, Bush puede no tener otra alternativa que la de dar la orden él mismo.
Bush ha estado haciendo declaraciones contradictorias, en un momento diciendo que no tenía intención de atacar Irán, en otro pronunciando discursos rimbombantes sobre cómo iba a detener tanto a Siria como a Irán. Esto refleja las distintas presiones bajo las que está en EEUU. El hecho es que él está trasladando el material militar necesario a la región del Golfo que le permitiría bombardear Irán. Este hecho va acompañado con más de cien negativas verbales por parte de Bush. Pero si bombardea Irán las consecuencias serán enormes.

La derrota en Iraq

Debemos recordar que el ejército norteamericano sólo invadió Iraq cuando ya estaba de rodillas, desangrado por años de sanciones y con sus fuerzas armadas seriamente debilitadas. Desde un punto de vista estrictamente militar, el resultado de la invasión encabezada por EEUU de Iraq nunca estuvo en duda. Las fuerzas de la coalición tomaron Bagdad con una relativa facilidad. Incluso así, lo que parecía una victoria relativamente fácil se ha convertido en una pesadilla para EEUU. Con 150.000 soldados armados con el armamento más moderno y sofisticado, apoyados por satélites, las fuerzas estadounidenses han fracasado totalmente en su objetivo. Iraq ahora está en una situación de absoluto caos.
El coste para EEUU es extremadamente elevado y continúa aumentando en todo momento. Los estadounidenses ya han perdido más de 3.000 soldados y han sufrido miles de heridos. En cuanto al número de bajas iraquíes, nadie sabe cuál es la situación real, pero algunos cálculos sitúan esa cifra en medio millones de personas. Esto es conocido, en la fría jerga sangrienta del Pentágono, como “daño colateral”.
El objetivo de esta guerra, como de cualquier guerra imperialista, es simple: saqueo. La camarilla derechista que rodea a George Bush hablaba mucho sobre la “introducción de la democracia en Oriente Medio”, hablar ahora sobre eso sólo se encuentra con sonrisas irónicas en los corredores del Congreso. En realidad, detrás de la cara sonriente de la “democracia norteamericana”, estaba (y siempre está) la avaricia voraz de los grandes monopolios, los barones del petróleo (con estrechos vínculos con George Bush y su familia, además de Condoleezza Rice) y grandes empresas contratistas como Halliburton (con vínculos estrechos con Dick Cheney).
George W. Bush, este reaccionario texano, inmediatamente se rodeó de personas similares a él: reaccionarios tenaces como Donald Rumsfeld y Dick Cheney. Ellos tenían una camarilla de asesores, intolerantes religiosos de derechas y fanáticos del libre mercado, como John Bolton y Paul Wolfowitz. Este último ahora ha sido recompensado por sus servicios prestados al ser nombrado presidente del Banco Mundial, en cuyo papel ha adquirido recientemente fama mundial al presentarse en una mezquita turca con agujeros en los calcetines.
El problema con la derecha republicana, sin embargo, no son tanto los agujeros en los calcetines como los que tienen en sus cerebros. Desde el mismo principio esta camarilla de fanáticos religiosos de derechas tuvo un firme control sobre el pensamiento del presidente (si se puede utilizar adecuadamente este término que describe las actividades que suceden dentro del cráneo de George W. Bush).
Un nombre sin una educación apreciable, cuyos horizontes intelectuales no parecen ir más allá de los límites de su rancho tejano y cuyo conocimiento de la literatura mundial no va más allá del Primer Libro del Génesis, escuchó gustosamente las fantasías macabras de esta banda de charlatanes y maleantes, especialmente cuando mencionaban la palabra mágica petróleo.
Mucho antes del 11 de septiembre, es bien conocido que esta banda había elaborado un plan para atacar Irán. Esto no tenía nada que ver con Al Qaeda (que entonces estaba totalmente ausente de Iraq) ni con armas de destrucción masiva (que no existían), y ciertamente no eran el producto de ningún deseo ardiente de ayudar al pueblo iraquí y restaurar la democracia. Detrás de todas las maravillosas frases encontraremos los desnudos intereses de los grandes monopolios, codiciosos por poner las manos en el petróleo de Iraq.
Sin embargo, como en política la codicia por el beneficio no suele inspirar demasiado entusiasmo entre la opinión pública, ni despiertan el espíritu de lucha necesario para conseguir apoyo, o al menos el consentimiento pasivo, en una guerra se deben encontrar otros factores motivadores. Para la camarilla dominante en Washington, los acontecimientos del 11 de septiembre llegaron como un maná caído del cielo. De la noche a la mañana encontraron la excusa necesaria para poner en práctica los planes que ellos habían estado encubando por detrás de las espaldas del pueblo estadounidense.

La ambición personal de Bush

La principal motivación para la carnicería brutal de Iraq era tanto económica como política: el deseo de ocupar y saquear las enormes reservas petroleras iraquíes y la determinación de aplastar un régimen que no estaba dispuesto a “cooperar” con los objetivos del imperialismo norteamericano en el estratégicamente vital Oriente Medio. Sin embargo, para George W. Bush había sin duda otra motivación adicional, de una naturaleza más personal.
George Bush padre había presidido la Primera Guerra del Golfo, que consiguió su objetivo inmediato (echar a Iraq de Kuwait) pero no el objetivo real: derrocar a Sadán Hussein. En aquel momento los estrategas del Capital en Washington consideraron la posibilidad de invadir Iraq pero la descartaron. Pensaron que los riesgos eran demasiado grandes. Así que el ejército estadounidense se quedó en la periferia de Iraq. Miraron hacia el abismo y se retiraron. Esto fue considerado por los apóstoles de la derecha republicana como un acto de debilidad imperdonable, rayando la alta traición.
Ahora tenían un pupilo dispuesto en la Casa Blanca y no iban a desperdiciar la oportunidad. “No seas tan debilucho como tu padre” susurraban a la atenta oreja de George W. Bush. “Puedes triunfar donde él fracasó. Puedes hacerlo. ¡EEUU es grande! Dios está de nuestra parte. ¡Hagámoslo!” Y George W. Bush escuchaba. En su pecho ardía una sed inagotable de Gloria, hacer algo grande por EEUU. ¡Maldición! “¡Aparecer en los libros de historia!” Este ultimo punto sin duda lo conseguirá, pero no exactamente de la forma en que él quería.
Personalmente, George W. Bush es un cobarde y un pelele. Eludió el servicio militar durante la Guerra de Vientam. Pero como todos los cobardes y debiluchos, le gusta proyectar la imagen de un hombre fuerte. De ahí la absurda charada cuando apareció vestido con traje militar (aunque fuera un desertor del ejército) y con chaleco antibalas (aunque no hubiera ninguna bala a la vista) a bordo de un barco de guerra norteamericano (¿no podía encontrar un lugar de aterrizaje más adecuado?) para anunciar ante las ovaciones de los marineros: “Misión cumplida”
Sólo cuatro años más tarde la misión está muy lejos de estar cumplida. Todo lo contrario, la misión ha terminado en un fracaso ignominioso y Bush está luchando por rescatar algo de los restos del naufragio, mientras que públicamente grita que la victoria es aún posible (es dudoso de que incluso él se crea esto).

La clase dominante estadounidense está alarmada

Ni la potencia más rica sobre la Tierra puede tolerar durante tanto tiempo una hemorragia de sangre, sudor y oro. Cuatro años después de la invasión, más de 3.000 soldados norteamericanos han muerto y se han gastado más de 300.000 millones de dólares. Las últimas elecciones al Congreso demostraron claramente que la mayoría de los estadounidenses han perdido la esperanza y quieren salir de Iraq. Pero George W. Bush piensa de otra manera. Sigue firmemente convencido de que la “victoria” está a la vuelta de la esquina, y que Oriente Medio está ansiosamente esperando las bendiciones de la democracia estadounidense.
La clase dominante de EEUU está alarmada. En un intento de inyecto algún elemento de pensamiento racional en el procedimiento, preparó la creación de una comisión especial sobre Iraq (el Grupo de Estudios Iraquíes) copresidida por James Baker, un antiguo secretario de estado. Esta era una comisión bipartidista encabezada por un veterano estadista que es un representante de más confianza para el establishment norteamericano que el presidente titular de la Casa Blanca.
Lo que recomendaba el Grupo de Estudios Iraquíes tenía al menos algo de sentido desde el punto de vista del imperialismo norteamericano. En realidad decía: “Debemos aceptar los hechos: hemos perdido la guerra en Iraq. Es inútil continuar un conflicto invencible. Debemos reducir nuestras pérdidas y salir lo antes posible. Por supuesto, no podemos hacer esto inmediatamente porque eso significaría el caos. Debemos construir un gobierno, un estado y un ejército iraquíes estables. Eso significa que debemos tener un gobierno de coalición. Esto sólo es posible si conseguimos también la ayuda de Siria e Irán. Por lo tanto debemos comenzar construyendo puentes con estos estados”.
Sí, desde el punto de vista del imperialismo norteamericano este era muy buen consejo. ¿Cuál fue la reacción de George Bush? Ignoró la estrategia de “retirada controlada” defendida por el Grupo de Estudios Iraquíes y en su lugar defendió la teoría del “oleaje”, una idea propuesta por el Instituto de Empresa Americana (IEA), un comité de expertos de derechas, apoyados por Jack Keane, un general retirado de cuatro estrellas y antiguo vicejefe del estado mayor del ejército.
El general Keane estaba detrás de un informe del IEA llamado “Eligiendo la victoria: un plan para el éxito en Iraq”, escrito por Frederick Kagan, un académico militar y publicado el 5 de enero. Este defendía un envío de tropas de aproximadamente 35.000 soldados. La seguridad, según escribía Kagan, era la precondición para una solución política, no había otra opción. Sólo ofreciendo una protección creíble los estadounidenses podrían socavar el apoyo a las milicias. Pero en realidad, no se puede garantizar ninguna seguridad ni siquiera con tres veces ese número de soldados. Todos estos lunáticos de derechos pasan por alto el pequeño detalle de que el ejército estadounidense ya está excesivamente forzado.
En un discurso televisado para todo el país el 10 de enero, el presidente anunció que enviaría más de 20.000 soldados extras a Iraq, en su mayor parte para ayudar a las fuerzas iraquíes en su nueva campaña para asegurar Bagdad. Unos 4.000 soldados serían enviados a la violenta provincia occidental de Anbar. Unidades norteamericanas se “incrustarán” dentro de las formaciones iraquíes para ayudarles a arrebatar los barrios a los grupos armados. El nuevo esfuerzo militar será complementado con medidas económicas, políticas y diplomáticas. Los comandantes y funcionarios estadounidenses tendrán más autoridad para gastar dinero, se nombra un “coordinador para la reconstrucción” en Bagdad y el primer ministro iraquí, Nuri al-Miliki, tendrá una “cota” política firme.
En otras palabras, Bush ha hecho un corte de mangas a Baker y al Grupo de Estudios Iraquíes. Ha rechazado llegar a un acuerdo con Irán y Siria. En su lugar, acusó a estos países de ser la causa de la violencia en Iraq. Confirmó el despliegue de un grupo extra de portaaviones de ataque y baterías antimisiles Patriot en Oriente Medio. Esto fue un aviso de que no sólo está dispuesto a intensificar la implicación militar de EEUU en Iraq, sino que también se guarda la opción de un ataque militar contra Irán.

El programa nuclear de Teherán

La excusa de esto es la sospecha de desarrollo de armas nucleares por parte de Teherán. Es bastante obvio que los iraníes están realmente intentando desarrollar tecnología nuclear. Teherán alega que es para usos pacíficos. Puede que sí, pero es difícil entender por qué un país que está asentado sobre unas inmensas reservas de petróleo y gas necesitaría desarrollar energía nuclear. Si se trata de desarrollar fuentes alternativas de energía, hay mucho sol para la energía solar. Por lo tanto, la adquisición de energía nuclear debe estar relacionada con propósitos militares.
Esta es la causa del enojo justificado de Washington, París, Londres y Tel Aviv. Todas las naciones antes mencionadas poseen armas nucleares. Así que su objeción no puede estar basada en razones morales o pacifistas. No tienen objeciones de principios a las armas nucleares. Sólo ponen objeciones a que otros pueblos posean este tipo de cosas. Tan intenso es su disgusto a que otros países tengan armas nucleares que George Bush y su perrito faldero en el número diez de Downing Street (un hombre devotamente religioso con un cariño apasionado hacia las armas nucleares de Gran Bretaña) invadieron Iraq, un estado supuestamente soberano, porque ellos “sospechaban” (o decía sospechar) que tenía “armas de destrucción masiva”.
Todos sabemos ahora que esto era mentira. Iraq no tenía este tipo de armas. Si las hubiera tenido quizá los agresores que han destrozado el país y lo han convertido en ruinas se lo habrían pensado dos veces antes de invadirlo. Lo cierto es que EEUU no ha intentado invadir Corea del Norte, que se burla abiertamente ante Washington y públicamente alardea de su arsenal nuclear. Washington se queja y murmura amenazas pero no hace nada. Como todos los bravucones, el imperialismo estadounidense sólo ataca al débil, pero evita atacar un país que tenga capacidad y esté dispuesto a defenderse.
Las lecciones de todo esto no pasan desapercibidas para Teherán. Si Sadám Hussein fue derrotado, al menos en parte, porque no tenían miedo de que él tuviera armas de destrucción masiva, entonces lo más juicioso sería conseguir algunas y más pronto que tarde. Desde el punto de vista de la moralidad, esto puede que sea muy lamentable, pero desde el punto de vista militar la lógica es impecable. Desgraciadamente, la experiencia reciente de Iraq demuestra que el mundo no se rige estrictamente según las leyes de la moralidad y que las armas juegan un papel determinado en el mundo.

La mayoría de los iraquíes quieren a las tropas de EEUU fuera

El hecho claro es que los estadounidenses han sido derrotados en Iraq, no debido a la interferencia extranjera, ya sea de Siria, Irán o cualquier otro país, sino porque la aplastante mayoría de los iraquíes no los quieren allí. Este hecho se puede ver en todas las encuestas publicadas y en todas las entrevistas con gente en las calles de Bagdad y Basora. La respuesta siempre es la misma ya sea chií o suní el entrevistado: “Queremos que los invasores se vayan”.
George W. Bush, con su infinita sabiduría, ha decidido que el culpable real de la insurgencia está en Damasco o Teherán. Promete “detener la interferencia de Irán y Siria, destruir sus redes”, pero no dice nada sobre la burda interferencia de los estadounidenses en los asuntos internos iraquíes. No menciona el hecho de que, cuatro años después de la brutal violación de su soberanía nacional por parte de EEUU y sus aliados, Iraq todavía es un país ocupado sin voluntad propia, incapaz de decidir su propio destino. La culpa de esta tragedia no está en la puerta de Siria e Irán, sino en la de EEUU, Gran Bretaña y en la llamada “coalición de aliados”, es decir, sus socios de crimen.
Increíblemente, parece que Bush, en lugar de aprender su lección, se está preparando para repetir su metedura de pata original pero a una escala aún mayor. Constantemente provoca a Irán, buscando un pretexto para llevar a cabo algún tipo de acción militar. De este modo, el 11 de enero, tropas estadounidenses asaltaron la oficina consular iraní en el norte de Iraq. Más recientemente, dice que más de cien hombres de servicio norteamericanos han sido asesinados en Iraq con armas fabricadas en Irán y que tienen “prueba” de esto. Estas declaraciones nos recuerdan forzosamente el tipo de pretensiones violentas sobre las armas de destrucción de masas que fueron utilizadas para preparar a la opinión pública para la destrucción de Iraq.
En su discurso de enero, Bush admitió que había cometido “errores” (sin especificar), pero después pasó a aceptar que era probable que más estadounidenses murieran, y dijo a su audiencia que no esperase “una ceremonia de rendición sobre la cubierta de un barco de guerra”. La guerra, dijo Bush, era parte de la “lucha ideológica decisiva de nuestra época”. El fracaso sería una catástrofe: la caída del gobierno iraquí, “asesinatos de masas a una escala inimaginable”, el fortalecimiento del Islam radical a través de Oriente Medio, peligro para los gobiernos moderados, la creación de un paraíso seguro terrorista e Irán envalentonado para la construcción de bombas atómicas.
Después de haber tranquilizado los nervios de la nación norteamericana, el presidente pasó triunfalmente a presentar su solución: decidió redoblar el esfuerzo bélico enviando más de 20.000 soldados nuevos a Iraq.

La memoria de Richad Nixon

Este tipo de comportamiento recuerda mucho al del presidente Richard Nixon los últimos años de su presidencia. Cuando ya estaba claro para los estrategas del Capital que la guerra en Vietnam era una causa perdida, que era necesario encontrar una estrategia de salida, Nixon tercamente decidió luchar e incluyo extender la guerra a Camboya, donde las fuerzas estadounidenses estaban realizando una guerra secreta contra las guerrillas “comunistas”.
Esto llevó a un aumento de la protesta dentro de EEUU y a una radicalización general, especialmente de los jóvenes y con tintes revolucionarios. El ambiente de los soldados norteamericanos en Vietnam era abiertamente de rebeldía, con casos frecuentes de insubordinación e incluso asesinato de oficiales. Un general estadounidense incluso comparó el ambiente de los soldados norteamericanos con el de la guarnición de Petrogrado en 1917.
Frente a esta situación, la clase dominante norteamericana decidió librarse de Nixon, a quien veían como un desequilibrado fuera de control. El establishment tiene maneras y medios de hacer este tipo de cosas sin recurrir a unas elecciones. Crearon un escándalo, el célebre caso Watergate, para acabar con él, en realidad fue un golpe palaciego.
Esto no tuvo nada que ver con los asuntos en cierta forma triviales que aparecieron en el Juicio Watergate que sólo era el tipo de embuste menor que ocurre continuamente tras bambalinas en la política norteamericana. Nixon fue destituido pero por razones más importantes: porque era un aventurero que se había sobrepasado y escapado al control del establishment, es decir, en los consejos de administración de los grandes bancos y monopolios que realmente gobiernan EEUU.
Como Nixon, Bush ahora se encuentra casi solo. Su única base de apoyo consiste en la camarilla de fanáticos derechistas de la Casa Blanca. Obviamente ellos estaban convencidos para ignorar el consejo del Grupo de Estudios Iraquíes (es decir, ir en contra del establishment). La camarilla derechista le aconsejaron contra cualquier acuerdo con Siria e Irán. John Bolton, el mayor bocazas de esta banda derechista, ahora exige de manera beligerante medidas contra Irán. En otras palabras, están empujando a EEUU hacia el abismo.
Este comportamiento insano ahora está provocando alarma en los círculos militares. El general John Abizaid, el jefe del Mando Central que supervisa la estrategia norteamericana en Iraq y Afganistán, ha rechazado la idea de una “oleada” de fuerzas. Sólo hace tres meses dijo ante una comparecencia en el Senado que aumentar el nivel de tropas a 20.000 más sólo tendría un “efecto temporal” en la seguridad. Pero que eso retrasaría el día en que las fuerzas iraquíes tomarían el control y, si se prolongaba, pondría una carga insoportable sobre las fuerzas terrestres estadounidenses que ya están más allá de los límites de resistencia.
En el pasado, George W. Bush siempre dijo que él defería de sus jefes militares pero en esta ocasión es que no ha seguido su consejo. En su lugar, destituyó al general Abizaid y remodeló las figuras claves de su equipo iraquí. El general John Casey, el comandante en Iraq, ha sido “ascendido” para convertirse en el jefe del estado mayor. El embajador en Bagdad, Zalmay Khalilzad, ha sido enviado a las Naciones Unidas.

Ganar las mentes y los corazones… ¡a punta de pistola!

Bagdad, la ciudad más poblada de Iraq, con 6 millones de habitantes de todas los grupos religiosos y étnicos, ahora está al borde de una guerra sectaria sangrienta que diariamente cuesta la vida a docenas o cientos de personas inocentes. El imperialismo estadounidense es el que ha creado las condiciones para esta carnicería, cuando se basó en la población chií en contra de la base suní del régimen de Sadám Hussein. Creó un monstruo de Frankestein que ahora se le ha escapado de control, como ocurrió anteriormente con Bin Laden y los talibanes.
Los norteamericanos han intentado perseguir la estrategia conocida como “mancha de petróleo”, establecer zonas de estabilidad que, con el tiempo, se extenderían. En algunas zonas rurales donde las fuerzas norteamericanas pueden controlar las rutas de acceso y donde pueden conseguir el apoyo de los jefes tribales a través del soborno, puede que hayan tenido algo de éxito. Pero en las atestadas callejuelas y mercados de Bagdad esta estrategia está condenada al fracaso. La operación conjunta norteamericana-iraquí del pasado verano, con el nombre en clave de “Avanzar juntos”, fue seguida por la ronda de asesinatos más violentas jamás visto en la ciudad.
Los estrategas de la oleada como el general Keane, nos aseguran confiados que “en esta ocasión será totalmente diferente”. ¿Cuántas veces hemos escuchado estas expresiones antes? Es la psicología de un jugados que ha perdido cada penique pero todavía cree que puede recuperar todas sus pérdidas y hacer fortuna con la última tirada desesperada.
Las propuestas del general Keane supone sustancialmente más tropas, cinco brigadas más, estadounidenses en Bagdad, que se sumarían a las cuatro que ya están allí, y 18 (más pequeñas) brigadas de policías y soldados iraquíes. Esto, según dice él, permitirá a las fuerzas norteamericanas no sólo limpiar los barrios de insurgentes, sino también poder quedarse y garantizar inmediatamente el desarrollo económico. Los iraquíes se tranquilizarán con la presencia de más soldados extranjeros dispuestos a derribar sus puertas a las tres de la mañana, además de las bendiciones de un número infinito de asesores y constructores con contratos lucrativos de Halliburton y compañía.
La verdadera novedad de esta nueva doctrina es que los soldados norteamericanos ya no estarán dedicados a la anti-insurgencia como hasta ahora. Así que podrán realizar “trabajo social armado”. Así que después de derribarte la puerta de tu casa a avanzadas horas de la madrugada, arrestar a cada hombre lo suficiente mayor para manejar un rifle e intimidar la vida de todas las mujeres y niños, después producirán carnés de identificación que demostrarán de manera concluyente que lo ocurrido no es represión violenta sino “trabajo social armado”. Esto proporcionaría un material maravilloso para una película de los Hermanos Marx, sólo que el tema es demasiado serio.
La prioridad de las tropas sería ganar el apoyo y la confianza de los civiles, esto es lo que dice el general Keane, y por tanto conseguir la información esencial para identificar al enemigo. ¡Un minuto! ¿No hemos escuchado esto antes? ¡Sí! Aquellos que tenemos la suficiente memoria recordaremos que en Vietnam el objetivo declarado de las fuerzas ocupantes norteamericanas era “ganar las mentes y los corazones” de los vietnamitas y así socavar el apoyo de los insurgentes. Este objetivo se cumpliría con métodos amables de persuasión como forzar a comunidades enteras a punta de pistola para entrar en campos de concentración conocidos como “aldeas armadas”, que crearían una oleada de buena voluntad hacia los estadounidenses, esto es lo que aumentó el número de voluntarios en las filas de las guerrillas. No tenemos duda de que el “trabajo social armado” del general Keane tendrá un efecto similar.
En cualquier caso, la idea es ridícula. La verdad es que los norteamericanos carecen del número y los iraquíes carecen de capacidad, para controlar las zonas y menos aún para reconstruirlas. The Economist (13/1/07) comenta lo siguiente:
“La contrainsurgencia requiere ‘enormes recursos’ de mano de obra y mucho aguante en EEUU, dice el manual. Décadas después de suprimir la idea de las ‘guerras pequeñas’ de sus libros de texto tras el trauma de Vietnam, los oficiales estadounidenses están volviendo a aprender las lecciones de la vida dura.
“En el corazón de la doctrina de la contrainsurgencia está la idea de ganar a la mayoría ‘pasiva’ no comprometida. Pero después de tanto asesinato y de destrozar las esperanzas, puede que no queden demasiadas alambradas hermanas en Bagdad. Las encuestas iraquíes no son muy fiables, pero demuestran una tendencia creciente a apoyar los asesinatos de estadounidenses. Una encuesta publicada en septiembre decía que el 61 por ciento de los iraquíes, incluida la mayoría de chiíes y casi todos los suníes, aprobaban los ataques contra las fuerzas de la coalición.
“Más tropas norteamericanas puede que si o puede que no traigan más seguridad. Pero sí ofrecerán más objetivos para los disparos de los insurgentes, reforzará más el resentimiento de los iraquíes contra la ocupación. Podría morir más civiles, ya sea por error, descuido o cosas peores. Un general británico con experiencia en Iraq cree que más tropas norteamericanas no resolverán el problema. ‘Puede que observen tranquilos durante el día como pasan los Humvees, pero las milicias regresarán por la noche, asesinando e intimidando’”.
El propio manual de contrainsurgencia del ejército norteamericano recomienda una estrategia de saturación de 20-25 miembros de las fuerzas de seguridad por cada 1.000 civiles: el tipo de relación utilizada cuando los soldados de la OTAN entraron en Kosovo en 1999. Para un país del tamaño de Iraq eso significa 535.000-670.000 soldados y policías. La coalición dirigida por EEUU invadió Iraq con menos de 200.000 hombres y mujeres. Hoy sólo hay 150.000 soldados norteamericanos, británicos y de otros países.
The Economist continúa: “Incluso contando las fuerzas de seguridad iraquíes, el total está por debajo de los 473.000 y eso ignora su debilidad. Muchos miembros de las fuerzas de seguridad iraquíes se ausentan cotidianamente, el ejército sólo en parte es capaz de llevar a cabo sus tareas y las fuerza de policía a menudo es corrupta y está infiltrada por las milicias”.
Para marcar alguna diferencia, Bush necesitaría una fuerza ocupante de medio millón de tropas norteamericana, dispuestas a cometer cualquier atrocidad contra la población. Pero no tiene ese instrumento. Todo lo contrario, el ejército norteamericano está seriamente al límite. EEUU ha heredado el papel que jugó Gran Bretaña en el siglo XIX, el de policía mundial. Pero ese era el período de ascenso del capitalismo y Gran Bretaña conseguía beneficios de la explotación de sus colonias en África y Asia. Ahora las cosas son diferentes.

La época de decadencia imperialista

Estamos en la época de decadencia imperialista. Esto se expresa en turbulencia universal e inestabilidad a escala global. Una guerra sigue a otra, el terrorismo se extiende como una epidemia incontrolable. Estos son síntomas de una enfermedad subyacente del sistema capitalista a escala mundial. Lejos de beneficiarse de su superioridad militar y económica, que dejan al poder del Imperio Romano como un juego de niños, para EEUU su papel mundial como una carga aún más intolerable.
Aparte del drenaje colosal de sus recursos, está la cuestión de los efectos políticos en casa y los efectos en la moral de sus fuerzas armadas. The Economist pone una nota de advertencia:
“El ritmo de rotación de tropas en Iraq y Afganistán ya supera las directrices marcadas por el Pentágono: dos años en casa por cada año de operaciones en el extranjero para un soldado a tiempo completo, seis años de descanso por cada reservista que son los que forman casi la mitad de la actual fuerza en Iraq. El equipamiento que se destruye en la batalla o se gasta debe ser sustituido mucho más rápido. Un ejército más grande ayudaría, pero se tardaría años en reclutar y entrenar nuevas unidades de combate.
“Nadie sabe cuál es el límite que podrán soportar las fuerzas terrestres. Los comandantes están preocupados por cualquier signo de daño en la moral, como la evidencia anecdótica del aumento de los divorcios entre los hombres en servicio. Una encuesta publicada en Military Times el mes pasado encontraba una caída del apoyo a la guerra. Sólo el 41 por ciento aprobaba la decisión de ir a la guerra, comparado con el 56 por ciento de un año antes. El pasado mes de junio Ehren Watada, un teniente del ejército, se convirtió en el primer oficial que se negó a servir en Iraq. Dijo que la guerra ‘no sólo moralmente estaba equivocada sino que era una violación terrible de la ley estadounidense’”.
A pesar de las tensiones sobre las fuerzas norteamericanas descritas arriba, Bush ha decidido tensar aún más el ejército. La “oleada” conseguirá aumentar el servicio de las tropas en Iraq, acelerando el despliegue de tropas que estaba previsto llegaran a finales de este año, aumentando además el período de deber de los reservistas hasta 2008. El general Keane insiste en que su “oleada” puede prolongarse más de dos años. Esta es una estrategia muy arriesgada y puede tener consecuencias imprevistas. La situación todavía no ha alcanzado los niveles de la guerra de Vietnam pero se encamina en esa dirección.
The Economist concluye: “El riesgo que, como en el pasado, los insurgentes esperarán a que los estadounidenses se marchen o llevarán los asesinatos a zonas donde hay menos soldados”. El problema principal es que los insurgentes tienen el apoyo de la población y pueden aparecer y reaparecer antes de que los estadounidenses tengan oportunidad de actuar. Los insurgentes normalmente no se distinguen de los iraquíes normales y no hay líneas de frente definidas. Esto significa que inevitablemente habrá más atrocidades contra la población civil y esto creará un odio aún mayor contra los invasores extranjeros y más reclutas para los insurgentes. Por cada combatiente que maten los norteamericanos, habrá cinco, diez o veinte que ocuparán su lugar.
La situación es aún más complicada por la violencia sectaria entre suníes y chiíes. Las llamas de esta pesadilla en primer lugar fueron iniciadas por los estadounidenses. Al apoyar a los chiíes anteriormente oprimidos para que se volvieran contra sus maestros suníes, han creado una atmósfera favorable para el establecimiento de milicias chiíes. Nombrando a un gobierno dominado por sus aliados, los chiíes y los kurdos, han creado un sentimiento entre los suníes de que están excluidos y marginados del poder. Esto creó la base para la actual violencia sectaria.
Bush dice que las fuerzas iraquíes y estadounidenses tendrán “luz verde” para ir a cualquier parte de Bagdad. Pero incluso el ligeramente desquiciado general Keane no piensa que sea juicioso por ahora intentar entrar en Sadr City, el bastión de Muqtada al-Sadr, el clérigo militante chií y líder del Ejército Mahdi anti-norteamericano.
Todo lo que han conseguido las elecciones es englobar las divisiones étnicas del país en su política. Y cada día que pasa EEUU está perdiendo sus medios de influencia. El desventurado gobierno Maliki no ha conseguido ninguno de los objetivos puestos por Washington: el reparto de los ingresos del petróleo, gastar 10.000 millones de dólares en la reconstrucción, celebrar elecciones provinciales, revisar la constitución federal y el proceso “des-baathificador”. Todo esto es inútil cuando el poder real se disputa cada día en las calles de Bagdad entre las fuerzas norteamericanas y los insurgentes. El gobierno está suspendido en el aire.
Frustrado por el obvio callejón sin salida, Bush ahora intenta culpar a Irán de todos sus problemas en Iraq. Está claro que Irán está interviniendo al lado de los chiíes en Iraq y probablemente les envíe armas para ayudarles. Es igualmente cierto que Arabia Saudí está ayudando a los suníes y enviando armas y dinero. La reaccionaria monarquía saudí está aterrorizada ante la posibilidad de que el colapso de Iraq lleve a un aumento enorme del poder de Irán en la región. Pero como George Bush y su familia tienen excelentes relaciones con la camarilla dominante saudí, no consideran conveniente girar el dedo acusador hacia la Casa Saud.

Se está preparando una crisis política seria en EEUU

Tarde o temprano esta situación llevará a una crisis política seria en EEUU. Teóricamente, pueden negarle el dinero para la guerra. Pero esto llevaría a una crisis constitucional en EEUU y a los Demócratas normalmente les entra miedo en el momento decisivo. Sin embargo, está claro que un sector cada vez mayor de la clase dominante está cansada de las tácticas aventureras de Bush y tiene aún más miedo por las consecuencias a largo plazo para EEUU.
El Congreso ha utilizado su poder en el pasado, como en los últimos dos años de la guerra de Vietnam. Esto tiene sus peligros. Podría permitir a los Republicanos acusar a los Demócratas de traición cuando la guerra se pierda. Por ahora, están considerando sólo un “voto no vinculante” de protesta simbólico que, en palabras del senador Joseph Biden, “demostraría al presidente que está solo”. Podrían también bloquear el aumento de soldados en Iraq. Ellos han insistido en que el presidente debe consultar al Congreso antes de hacer algo contra Irán.
Los intereses de las grandes empresas que realmente controlan EEUU no están preocupados por pequeños detalles como la democracia. Normalmente prefieren una democracia parlamentaria burguesa porque es el sistema más económico para ellas. Eso les permite dirigir el país en silencio sin que nadie lo perciba.
La mayoría de los ciudadanos norteamericanos están equivocados sobre quién realmente les gobierna, cuando en la práctica los Demócratas y los Republicanos son sólo dos sectores de la misma clase dominante que controla el Congreso, como también controla la tierra, los bancos y las grandes empresas, los periódicos, la radio y la televisión.
Por regla general, los grandes capitalistas prefieren a los Republicanos, el partido natural de las grandes empresas y por tanto, el partido natural de gobierno. Los Republicanos defienden (o solían hacerlo) un gobierno barato, bajos impuestos, menos interferencia del gobierno en las empresas, un dólar fuerte, presupuestos equilibrados. Este es el tipo de programa de las grandes empresas, especialmente del capital financiero. Pero ocasionalmente, un gobierno republicano puede entrar en problemas. Entonces las grandes empresas recurren a los servicios de su partido de reserve, los Demócratas. Cambian con ligereza del pie derecho al izquierdo, sin que pierdan ningún átomo de poder sobre los asuntos de la nación.
Por lo tanto, cuando George W. Bush llegó al poder (con métodos bastante cuestionables), las botellas de champagne sin duda corrieron por Wall Street. Aquí llegaba un presidente a imagen de la clase dominante norteamericana: rudo, ignorante, de mente estrecha, provinciano. Todo bien, apenas pueden pronunciar dos frases juntas pero después de todo es uno de los nuestros. Hizo todo lo correcto: reducción de impuestos, reducir el gasto social, etc., Todo eso era una melodía deliciosa para sus oídos. Cuando ordenó la invasión de Iraq, también parecía algo bueno para las empresas en aquel momento, como todo el mundo sabe lo que es bueno para las empresas es bueno para EEUU.
Pero las cosas ahora han cambiado. La guerra no va como estaba planeado y ya es tremenda impopular en EEUU. Muchos republicanos están expresando sus dudas sobre la guerra. El único candidato republicano que ha dado apoyo oral a la “oleada” es el derechista John McCain. Otros candidatos, unos más otros menos, están defendiendo la retirada. Pero Bush sigue obstinado. Se ha negado a aceptar el veredicto del Grupo de Estudios Iraquíes y está actuando contra los intereses colectivos de la clase dominante. Esto sellará su destino.
Es posible que Bush no dure siquiera los dos años que le quedan. La clase dominante le echará sin ningún tipo de ceremonia si continúa arrastrando a EEUU a nuevas aventuras militares. Podría ponerse de repente “enfermo” después de alguna derrota espectacular o la prensa descubrir algún escándalo (debe haber muchas pruebas de ello en los archivos del FBI y la CIA) que implican a la cúpula republicana y obligar a una serie de dimisiones que harían imposible la continuidad de Bush. En última instancia, podrían decidir el impechment. En cualquier caso, George W. Bush está acabado.
La caída de Bush abrirá las compuertas en EEUU. Ya hay una poderosa corriente submarina de descontento en la sociedad norteamericana, los salarios reales han caído o se han estancado en medio de un boom, sectores importantes de los jóvenes han sido radicalizados por la guerra, existe un creciente escepticismo con el gobierno y un cuestionamiento cada vez mayor de todo el sistema social.
En este contexto, el establishment está preparándose para cambiar del pie derecho al izquierdo. El ascenso repentino del candidato “radical” afroamericano Barack Obama está diseñado para atraer los votos de los norteamericanos descontentos y recuperar la imagen deslustrada del sistema de dos partidos (realmente un partido). Pero probablemente esta sea la única vez que puedan recurrir a este truco. Cualquiera de las fracciones de la clase dominante que gane las próximas elecciones no resolverá nada. El escenario está preparado para un período tormentoso en EEUU y en el mundo.

Alan Woods
Londres, 15 de febrero de 2007

La Comuna Asturiana de 1934.

La insurrección proletaria y la República

En realidad, el Estado no es más que una máquina para la opresión de una clase por otra, lo mismo en la república democrática que bajo la monarquía; y en el mejor de los casos, es un mal que se transmite hereditariamente al proletariado triunfante en su lucha por la dominación de clase.
El proletariado victorioso, lo mismo que hizo en la Comuna, no podrá por menos de amputar inmediatamente los lados peores de este mal, entretanto que una generación futura, educada en condiciones sociales nuevas y libres, pueda deshacerse de todo este trasto viejo del Estado.

Federico Engels,
en el vigésimo aniversario de la Comuna de París,
Londres, 18 de marzo de 1891.

La historia de los años treinta en el Estado español es la crónica de la revolución proletaria y la contrarrevolución burguesa. Todos los acontecimientos que se sucedieron desde los años veinte y que cristalizaron en la guerra civil —la forma más aguda que puede adoptar la lucha de clases— ponían de manifiesto los intereses irreconciliables de capitalistas y terratenientes, de la casta militar y eclesiástica con los de millones de campesinos y proletarios. Todos los regímenes políticos que se sucedieron, estaban condicionados por este hecho.
La burguesía buscó desesperadamente, en todo este período histórico, formas de dominación que le permitiesen contener la marea revolucionaria que se les venía encima. Lo intentaron primero con la dictadura de Primo de Rivera y, posteriormente, sacrificando la odiada monarquía de Alfonso XIII por la República; pero a lo que nunca renunciaron, y ahí radicaba el problema esencial, fue a mantener la mano firme sobre sus propiedades, sobre la tierra, las fábricas y la banca, a imponer a los trabajadores y los campesinos famélicos su régimen de explotación, sus jornales de miseria y hambre, sus jornadas de sol a sol. Apoyándose en la Iglesia católica y la casta militar, la oligarquía española no pretendía renunciar a ninguno de sus privilegios y era consciente, sobradamente consciente, que ello le llevaba a un enfrentamiento decisivo con el movimiento obrero.
La clase dominante española toleró las formas democráticas como un mal menor, siempre y cuando el poder económico, y por tanto el político, siguiesen estando firmemente bajo su control. En la medida que el traje del parlamentarismo democrático burgués fue incapaz de servir a este objetivo, la burguesía no vaciló en desprenderse de él y adoptar los métodos del golpe militar, la guerra civil y el fascismo. Toda la palabrería acerca de la democracia, libertades cívicas, elecciones, sufragio universal, fue arrojada al basurero y reemplazada por otras más afines: cruzada anticomunista, orden, propiedad, patria, censura, cárceles, fusilamientos...
La experiencia histórica de la revolución española demostró que ningún régimen político puede sustraerse de las relaciones sociales de producción que lo condicionan y determinan su naturaleza. La República proclamada el 14 de abril de 1931 no trastocó los límites de la propiedad capitalista. Como reflejo del ascenso de la lucha de clases y de las enfermedades que corroían al capitalismo español, la República despertó las esperanzas de una vida mejor para millones de personas oprimidas durante generaciones. Las ilusiones en la democracia y en un cambio fundamental en sus condiciones de existencia, florecieron en todos los rincones del país. Pero estas ilusiones no tardaron mucho en marchitarse. Para los oprimidos del campo y la ciudad, la República no trajo grandes cambios en sus condiciones de vida, mientras mantenía lo esencial del dominio terrateniente y capitalista de la sociedad.
El primer gobierno de conjunción republicano-socialista dio paso, tras las elecciones de noviembre de 1933, a otro de los radicales de Lerroux cuya política, en realidad, la dictaban los diputados de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas).
El agrupamiento derechista de la burguesía española liderado por Gil Robles, consciente de la irremediable escalada del movimiento obrero y la incapacidad de la República para contenerla, desbrozó el camino para imponer un régimen de corte fascista que aplastase a las organizaciones obreras y la capacidad combativa del proletariado. Toda la obra contrarrevolucionaria cedista tanto en el terreno legislativo como en la realidad de la lucha de clases, encontraba su sintonía con el triunfo de Hitler en Alemania y Dolffus en Austria. La amenaza de un triunfo similar en el Estado español era tan real como reales eran los discursos de Gil Robles y otros destacados líderes de la CEDA a favor de un régimen de ese tipo.
La insurrección obrera del 5 de octubre de 1934 vino a cortar esta perspectiva de consolidar un Estado fascista mediante la utilización de los mecanismos del parlamento burgués. Fue la insurrección armada en Asturias y el frente único de la izquierda a través de las Alianzas Obreras, lo que desbarató todos los planes de la CEDA. Sin este ensayo previo, difícilmente puede entenderse la resistencia al fascismo con las armas en la mano durante los tres años de guerra civil y revolución social, una diferencia cualitativa con lo acontecido en Italia, Alemania o Austria.

El fin del régimen monárquico

La historia de España hasta 1931 había estado caracterizada por siglos de continua, lenta e inexorable decadencia, marcada por periódicas y aisladas sublevaciones campesinas y un asfixiante control de todas las esferas del poder por parte de la monarquía y los terratenientes. Incapaz de llevar a cabo una revolución burguesa como en Francia o Gran Bretaña, la clase dominante española era un conglomerado formado por la vieja aristocracia nobiliaria (que nutría la clase terrateniente), la burguesía agraria y comercial del centro y sur de España, vinculada por todo tipo de negocios y chanchullos con la anterior, y una débil burguesía industrial que participaba cómodamente de los privilegios económicos que este estado de cosas le proporcionaba. En la historia del siglo XIX el papel de la burguesía se redujo a la búsqueda permanente de acuerdos y coaliciones con las viejas clases del pasado feudal. La compra de grandes extensiones de tierra, de títulos de nobleza y los matrimonios con la aristocracia fueron la práctica común de los burgueses, y nuevos lazos de unión se forjaron en negocios comunes. Por otra parte la alta burguesía financiera que empezaba a despegar en Euskadi o la burguesía industrial de Catalunya, adquirieron posiciones en el gobierno central, sustentando las formas antidemocráticas del viejo régimen que tan bien les servían para explotar sus negocios.
La Primera Guerra Mundial proporcionó la oportunidad de abastecer los mercados europeos y el despegue de la producción y la exportación, especialmente agraria y textil. No obstante, los beneficios reportados por esta coyuntura no significaron grandes cambios en la estructura económica del país: Las infraestructuras siguieron manteniéndose en un estado deficiente y el aparato productivo apenas registró mejoras cualitativas. Los beneficios fueron consumidos suntuariamente y fortalecieron aún más el carácter atrasado y rentista de la clase dominante española. Sin embargo, el desarrollo de nuevos centros y regiones industriales creó una nueva correlación de fuerzas, y favoreció la aparición de un proletariado joven y dinámico que pronto empezó a jugar un importante papel. En ese contexto, la crisis generada tras el fin de la Primera Guerra Mundial y la influencia poderosa de la Revolución Rusa de octubre de 1917, provocaron el ascenso de la lucha de clases, tanto en el campo como en la ciudad: fue el llamado trienio bolchevique.
La polarización social en el país aumentó considerablemente. En 1917 se convocó la primera huelga general en el Estado español, duramente reprimida, pero que mostró las débiles bases materiales para estabilizar un régimen democrático burgués. Finalmente, la burguesía volvió a utilizar el recurso habitual: instaurar una nueva dictadura militar.
La dictadura de Primo de Rivera intentó ocultar los crímenes del colonialismo español en Marruecos y los desastres militares (como el de Annual) al tiempo que amparaba los intereses de los grandes capitales y el proteccionismo con una reglamentación económica rígida y de altos aranceles. La dictadura aspiraba a un régimen corporativo, similar al existente en la Italia mussoliniana. La represión feroz del movimiento obrero organizado, centrado especialmente en el combate a la CNT, el aplastamiento de las luchas obreras, la organización del terrorismo patronal y una legislación laboral reaccionaria fueron, entre otros, rasgos distintivos de la dictadura. La colaboración de los dirigentes de la UGT y del PSOE con el régimen de Primo de Rivera, sustentada por la política posibilista de los dirigentes socialistas españoles con Pablo Iglesias a la cabeza, no evitó que, finalmente, la dictadura se enfrentase a un movimiento creciente de descontento. "El régimen de la dictadura" escribía Trotsky, "que ya no se justificaba, a ojos de las clases burguesas, por la necesidad de aplastar de inmediato a las masas revolucionarias, representaba al mismo tiempo, un obstáculo para las necesidades de la burguesía en los terrenos económico, financiero, político y cultural. Pero la burguesía ha eludido la lucha hasta el final: ha permitido que la dictadura se pudriera y cayera como una fruta madura". La monarquía, decisivamente comprometida con la dictadura, sufrió el mismo destino que ésta.

La proclamación de la República

En la crisis del régimen monárquico pesaron más los intereses de clase de la burguesía que el mantenimiento de una reliquia política heredada del pasado pero inservible para la nueva situación. Este fenómeno no supone ninguna novedad. Durante la revolución rusa de febrero de 1917, muchos de los políticos más venales y comprometidos con el zarismo, observando el colapso del régimen y el empuje de las masas, no dudaron en abrazar el nuevo régimen republicano para salvar el pellejo y seguir manteniendo el poder en sus manos. Lo mismo ocurriría en los años de la llamada transición española, cuando centenares de destacados prohombres de la dictadura franquista se convirtieron, obligados por las circunstancias, en demócratas de toda la vida.
Tras la caída de la dictadura de Primo de Rivera, el jefe del cuarto militar de Alfonso XIII, Berenguer, fue encargado de salvar la monarquía y de paso a la oligarquía. En el mes de febrero de 1930 el nuevo gobierno militar estaba conformado con representantes de la aristocracia, el clero y el ejército. Pero esta prolongación formal de la vida del régimen no ocultó su crisis terminal.
En las filas de la burguesía las divergencias sobre el rumbo de los acontecimientos crecían día a día. Como siempre ocurre en estos períodos de crisis, un sector abogaba por la represión y el palo, mientras otro, el más sutil e inteligente se inclinaba por la reforma. A su manera, ambos sectores tenían razón y se equivocaban. Las concesiones políticas provocarían un auge del movimiento reivindicativo, y el mantenimiento de la opción represiva tampoco resolvería la crisis y la contestación social. Ante la gravedad que adoptaban los acontecimientos, una mayoría de los políticos burgueses del régimen se inclinaban por calmar a las masas respaldando una salida "democrática". De esta manera individuos que habían desarrollado su carrera política reprimiendo las luchas obreras y sirviendo fielmente a la monarquía se convirtieron de la noche a la mañana en republicanos y demócratas. Individuos como Miguel Maura o el ex ministro monárquico Niceto Alcalá Zamora juraron su adhesión a la República. Otros muchos siguieron su camino.
Paralelamente el movimiento de oposición que se extendía entre la clase trabajadora contagiaba a sectores cada vez más amplios de la pequeña burguesía y los estudiantes. Siguiendo una tradición muy arraigada, la política colaboracionista y vacilante de los principales líderes del PSOE y la UGT permitió a los representantes de la pequeña burguesía republicana hacerse con el protagonismo del momento y asumir la iniciativa. Para los teóricos del PSOE la tarea central del movimiento consistía en aupar al poder a las fuerzas republicanas para acabar con los vestigios de la sociedad feudal y liquidar políticamente la monarquía, estableciendo un régimen parlamentario y constitucional. La cuestión del poder de las fábricas o la tierra quedaba en segundo término.
Paralelamente, la UGT y la CNT participaban en gran número de huelgas pero sus direcciones no tenían una visión clara de los acontecimientos. Los líderes anarcosindicalistas, imbuidos de prejuicios antipolíticos, actuaron en la práctica de forma similar a los líderes socialistas que difundían la colaboración con los republicanos.
Las ilusiones de los líderes socialistas en la revolución democrático- burguesa eran tantas que la alianza con los partidos republicanos se profundizó y cristalizó en el llamado Pacto de San Sebastián, en el que se acordó un plan de acción para proclamar la República y constituir un gobierno provisional.
Los dirigentes del PSOE en colaboración con los republicanos, confiaron en los mandos militares para el pronunciamiento, en lugar de organizar y preparar militarmente la insurrección en las fábricas, tajos y latifundios. Este método conspirativo, que tanto gustaba a Indalecio Prieto, buscando la participación de la oficialidad en lugar de la acción organizada de las masas de la clase obrera, tendría consecuencias funestas en octubre del 34.
Para organizar el pronunciamiento, se estableció un Comité Ejecutivo con Alcalá Zamora, Miguel Maura, Indalecio Prieto, Manuel Azaña. El movimiento obrero no pasaría de tener un papel auxiliar en los planes trazados por la inteligencia republicano-socialista. Los líderes de UGT y PSOE, incluso de CNT se limitaron a obedecer las decisiones de ese Comité Ejecutivo sin proponer ninguna acción independiente. Aún así las huelgas generales crecían en cantidad y calidad, en Barcelona, San Sebastián, Galicia, Cádiz, Málaga, Granada, Asturias, Vizcaya.
Por si había duda de los objetivos del movimiento, Manuel Azaña lo aclaró en el mitin del 28 de octubre en la plaza de toros de las Ventas de Madrid: "una república burguesa y parlamentaria tan radical como los republicanos radicales podamos conseguir que sea". Finalmente el Comité Ejecutivo salido del Pacto de San Sebastián, transformado en el mes de octubre en Gobierno Provisional de la República, fijó la fecha del alzamiento contra la monarquía para el 15 de diciembre. La falta de determinación de los dirigentes, de coordinación, la ausencia de una ofensiva obrera en las ciudades —escenario que guardaba muchas similitudes con lo acontecido en las jornadas del 5 y 6 de octubre de 1934—, condenó el pronunciamiento al fracaso.
A pesar de todo, las perspectivas del régimen monárquico eran malas. Carente de base social, incapaz de contener la radicalización de las capas medias y el movimiento obrero, Berenguer propuso a comienzos de 1931 la celebración de elecciones legislativas, propuesta rechazada por el movimiento obrero y los líderes republicanos y también por los sectores más perspicaces de la burguesía que no estaban dispuestos a prolongar la agonía del régimen. La dictablanda de Berenguer, entró en crisis definitiva. El rey, acosado, intentó remontar la situación con un gobierno urdido por el conde de Romanones, gran terrateniente y plutócrata. El nuevo gobierno presidido por el almirante Aznar sólo escribió el epitafio de la odiada monarquía.
En este contexto de extrema polarización, amplios sectores de la burguesía comprendían que el final de la monarquía era cuestión de muy poco. El gobierno acosado intentó ganar tiempo convocando para el 12 de abril elecciones municipales, con la esperanza de contener el movimiento de la oposición y lograr el apoyo de los sectores republicanos al establecimiento de una monarquía constitucional. Pero ya era tarde. Las ansias de acabar de una vez por todas con la monarquía, de alcanzar las libertades democráticas, contagiaban a toda la sociedad. Incluso la CNT afectada por esta situación, no pudo impedir que miles de militantes votaran a las candidaturas de la conjunción republicano-socialista.
A pesar del fraude electoral y la intervención de los caciques monárquicos en las zonas rurales, el triunfo de las candidaturas republicano-socialistas fue masivo en las grandes ciudades. El delirio de las masas se desató en las principales capitales y ciudades del país, donde la República fue proclamada en los ayuntamientos. En Barcelona Luis Companys, elegido concejal, proclamó la República desde el balcón del Ayuntamiento. En Madrid, miles de trabajadores venidos de todos los rincones llenaban la Plaza Mayor, la Puerta del Sol, todo el centro de Madrid. Finalmente, el gobierno provisional republicano entró en la sede de Gobernación y a las ocho y media de la noche, Alcalá Zamora proclamó la República.
Mucho se ha escrito sobre el carácter de la República española. Para cualquiera que quiera entender las contradicciones que se desarrollaban en los años treinta, lo cierto fue que la burguesía no tuvo más remedio que ceder el paso a la República, tratando de ganar tiempo y poder reestablecer una correlación de fuerzas más favorable para sus intereses. La dictadura del capital se puede envolver en formas políticas aparentemente diferentes, siempre que garanticen el dominio de la burguesía sobre el conjunto de la sociedad. Obviamente, los marxistas preferimos la república democrática a la dictadura policial o militar. Pero esta preferencia no es el producto de ningún fetiche hacia las formas políticas burguesas, ni ninguna concesión al cretinismo parlamentario, tan común en los dirigentes reformistas del movimiento obrero. La razón de esta preferencia es bien sencilla: en un régimen formalmente democrático es más fácil hacer propaganda, agitar por las ideas del socialismo científico, y las oportunidades para la organización revolucionaria de los trabajadores son mayores.
Aunque la República española de 1931 podía presentar estas ventajas democráticas, incluida la elección parlamentaria del presidente de la República, el régimen social en el que se basaba era el mismo que sustentaba a la monarquía alfonsina: la sociedad capitalista. Como Largo Caballero afirmó en no pocas ocasiones, repúblicas hay muchas pero a los trabajadores sólo nos interesa la república socialista, aquella que refleja un cambio radical en las relaciones de propiedad a favor de los oprimidos. Para la burguesía se trataba en cambio de modificar el régimen político y garantizar lo esencial: el dominio económico que le permitiese explotar a millones de campesinos y trabajadores y garantizar sus privilegios.
La historia de la insurrección del 34 tiene mucho que ver con lo anterior. Aunque la forma política republicana se mantenía, eso no impedía a la burguesía lanzar una ofensiva generalizada contra los trabajadores y sus organizaciones. Vale la pena recordar este hecho para aquellos que desde la izquierda, incluso desde posiciones presuntamente marxistas, colocan la reivindicación de república como la consigna central para la clase obrera y la juventud. Una república, por muy democrática y avanzada que sea, si mantiene intacto y ampara el dominio económico de la clase capitalista se convertirá en un régimen hostil a los trabajadores y sus intereses. El ejemplo de la república francesa, la república alemana o la república de los Estados Unidos es bastante elocuente.
La burguesía española se sumó al carro del republicanismo sembrando todo tipo de ilusiones entre la población, ilusiones democráticas que también reflejaban el ansia de liberación social de las masas. En la imaginación de millones de oprimidos triunfó la convicción de que la República traería reforma agraria, buenos salarios, fin del poder de la Iglesia, derecho de autodeterminación… Pero la burguesía tenía planes muy diferentes.
"El gobierno provisional republicano", explica Manuel Tuñón de Lara, "preocupado hasta la exageración por las formas del derecho y el mantenimiento de las esencias liberales, fijó el reconocimiento de la libertad de conciencia y culto, del derecho sindical y del derecho de propiedad como piezas esenciales, así como el sometimiento de los actos gubernamentales a las cortes constituyentes... España se encontraba en el umbral de un régimen de democracia liberal, mantenedor del orden social basado en la propiedad privada de los medios de producción y circulación, es decir, lo que suele llamarse un régimen de democracia burguesa"1.
Con este punto de partida, la experiencia del gobierno de coalición republicano-socialista y el triunfo del fascismo en Europa fueron las mejores escuelas para que el proletariado español fuese sacando conclusiones revolucionarias, en un proceso de radicalización ascendente.

Revolución democrático-burguesa

En el panorama político de 1931, el PSOE y la UGT constituían, junto con la CNT, los destacamentos más importantes del proletariado y el campesinado español.
En el caso de la CNT su tradición revolucionaria la había colocado en el punto de mira de la represión durante décadas. Este hecho unido a la política de colaboración de clases practicada por los dirigentes del PSOE y la UGT, había permitido a la CNT agrupar a miles de trabajadores que se consideraban revolucionarios y luchaban honestamente por el derrocamiento del capitalismo. Como organización de masas, la CNT no pudo evitar que los acontecimientos de la lucha de clases penetraran en sus filas y afectaran a sus cuadros militantes, poniendo en serias dificultades el control anarquista sobre la organización.
La revolución bolchevique de 1917 conmovió profundamente las bases de la CNT, y en general del movimiento anarquista y anarcosindicalista en todo el mundo. Una capa muy amplia de la militancia y de los cuadros dirigentes atraídos por la revolución rusa oscilaron hacia el comunismo. Este hecho quedó reflejado en la afiliación temporal de la CNT a la Internacional Comunista. Sin embargo, las debilidades políticas del comunismo español y la degeneración burocrática de la Tercera Internacional favorecieron el predominio del ideario anarquista, lleno de prejuicios hacia la participación en política y cegado por una visión putschista de la insurrección. Todas las debilidades políticas del anarquismo español se pusieron de manifiesto en la República, y de forma destacada durante la insurrección proletaria de octubre del 34.
El PSOE y la UGT representaban la otra pata del movimiento de masas de la clase obrera española. En el caso del PSOE la tradición política de colaboración de clases y preservación de la organización a costa de lo que fuese, estaba muy arraigada en la práctica de Pablo Iglesias. El pablismo nunca realizó grandes aportaciones teóricas al movimiento socialista, era más bien una visión local de la política desarrollada en Francia por Guesde y por la socialdemocracia alemana. Compartía por tanto lo esencial de la tradición política dominante en la Segunda Internacional: una verborrea marxista para los discursos de celebración (Primero de Mayo, Congresos, etc) y una práctica política basada en la colaboración de clases con la burguesía. El carácter reformista de la dirección socialista fue puesto a prueba durante los años de la dictadura de Primo de Rivera. En ese período la actuación de los líderes del PSOE siguió el mismo método aducido por la socialdemocracia alemana o francesa en su capitulación ante la carnicería imperialista de la Primera Guerra Mundial. La colaboración con la burguesía se justificaba por la preservación de las organizaciones obreras pero, en la práctica, lo que se lograba era la subordinación de la política socialista a los intereses de la clase imperialista. Los principales líderes del PSOE siempre mantuvieron un discreto papel en las polémicas que recorrieron la Internacional. Alineados con el sector de derechas frente a las posiciones de Rosa Luxemburgo o Lenin, se enfrentaron a la revolución rusa de 1917 con desconfianza y rechazo. Al igual que ocurriera en la CNT, una organización de masas como el PSOE no pudo sustraerse del impacto del triunfo del octubre soviético y en sus filas germinaron pronto las semillas del comunismo. Las sucesivas escisiones que sufrieron tanto las Juventudes Socialistas (JJSS) como el PSOE por parte de los simpatizantes terceristas de la Revolución Rusa dieron lugar a los primeros embriones del comunismo español que culminaron finalmente en el Partido Comunista de España (PCE).
En 1931, todos los dirigentes socialistas coincidían en afirmar el carácter burgués del movimiento revolucionario que acabó con la monarquía. La burguesía española tendría la oportunidad al fin, de llevar a cabo las transformaciones democráticas que en Inglaterra, Francia o Alemania se habían realizado en el siglo XVII y XVIII: La reforma agraria con la destrucción de la vieja propiedad terrateniente, y la creación de una clase de pequeños propietarios agrícolas; la separación de la Iglesia y el Estado, estableciendo el carácter laico y aconfesional de la República y terminando con el poder económico e ideológico del clero; el desarrollo de un capitalismo avanzado que pudiese competir en el mercado mundial, creando un tejido industrial diversificado y una red de transportes moderna; la resolución de la cuestión nacional, concediendo la autonomía necesaria a Catalunya, Euskadi y Galicia, e integrando al nacionalismo en la tarea de la construcción del Estado; la creación de un cuerpo jurídico que velara por las libertades públicas, de reunión, expresión y organización, sin las cuales era imposible dar al régimen su apariencia democrática. En definitiva el programa clásico de la revolución democrático-burguesa.
En este esquema formal de la revolución democrático-burguesa que antecedía obligatoriamente a la revolución socialista, el proletariado y su dirección tenían que subordinarse ante la burguesía en su lucha por modernizar el país. Asegurando el triunfo de la burguesía democrática se establecerían las condiciones, en un período largo de desarrollo capitalista, para el fortalecimiento de las organizaciones obreras y su poder dentro de las instituciones políticas y económicas del nuevo régimen: parlamento, ayuntamientos, tribunales, cooperativas, empresas...
En realidad este planteamiento ideológico se basaba en la tradición reformista de la Segunda Internacional, y fue contestada por el ala marxista representada por Rosa Luxemburgo, en Alemania y Lenin y Trotsky en Rusia. Para los marxistas esta forma de presentar la cuestión falseaba tanto las condiciones materiales del desarrollo capitalista, como la propia estructura de clases de la sociedad.
En el caso de Rusia, al igual que en el Estado español y en todas las naciones de desarrollo capitalista tardío, las relaciones de producción capitalistas habían surgido sobre un substrato socioeconómico atrasado, adoptando un desarrollo desigual y combinado. Es decir, al tiempo que integraba relaciones de propiedad heredadas del pasado feudal, como el latifundio, de las que se desprendían formaciones sociales extremadamente atrasadas en el campo (donde malvivían en la miseria millones de campesinos famélicos frente a una clase de terratenientes privilegiados), también manifestaba rasgos muy avanzados: concentración del proletariado industrial en grandes fábricas, aplicación de las últimas tecnologías en numerosas ramas de la producción, y la inclusión de estas economías atrasadas en el mercado mundial. Por otra parte, tanto en Rusia como en el Estado español era evidente el carácter dependiente de la burguesía nacional del capital exterior. Éste colonizaba una buena parte de la actividad económica del país a través de la inversión directa y de los empréstitos que contraía el Estado con el capital foráneo (fundamentalmente inglés, francés y alemán), necesarios para acometer la mayoría de las obras de infraestructura.
Como la experiencia histórica atestigua, la burguesía de estos países, en los asuntos que afectaban fundamentalmente a sus intereses de clase, formaba un bloque con el antiguo régimen autocrático o monárquico. Por tanto, la consideración de los marxistas en este punto no deja lugar a dudas: la burguesía liberal tenía un carácter profundamente contrarrevolucionario y sería incapaz de liderar consecuentemente ni siquiera la lucha por las demandas democráticas.
Esta postura fue reivindicada por los hechos en la revolución rusa de 1905 y posteriormente en la de 1917. Sólo la clase obrera aliada del campesinado pobre podría llevar a cabo la liquidación de los vestigios del viejo régimen feudal. Pero, la conquista de la democracia, la reforma agraria —el talón de Aquiles de la sociedad rusa de 1917 o la española de 1931—, la resolución del problema nacional y la mejora de las condiciones de vida de las masas, eran incompatibles con la existencia del capitalismo. Las tareas democráticas enlazaban con las socialistas: la expropiación de la burguesía nacional y de sus aliados, los terratenientes y los capitalistas de los países avanzados, se tornaba en condición necesaria para el avance de la sociedad. Este programa hizo posible la Revolución de Octubre en Rusia, la primera revolución obrera triunfante en la historia.

Gobierno de conjunción republicano-socialista

Pronto quedaron claros los límites del primer gobierno de conjunción republicano socialista. La estructura de clases de la sociedad española de 1931 muestra la gran polarización de la misma y los límites de cualquier política que no atacara las causas materiales de tantos siglos de opresión. Aproximadamente el 70% de la población se concentraba en el medio rural, la mayoría en condiciones penosas, afectadas por hambrunas periódicas entre cosecha y cosecha. Dos tercios de la tierra estaban en manos de grandes y medianos propietarios. En la mitad sur el 75% de la población tenía el 4,7% de la tierra mientras el 2% poseía el 70%. Los que las explotaban, pues el 38% de la tierra cultivable permanecía sin cultivar, lo hacían con mano de obra jornalera y sueldos de miseria de dos o tres pesetas diarias. En el mejor de los casos los jornaleros de Andalucía y Extremadura estaban en paro de 90 a 150 días al año2.
La posición de la agricultura en la economía nacional era predominante. Aportaba el 50% de la renta nacional y constituía dos tercios de las exportaciones. Los métodos de explotación eran muy primitivos y la existencia de una gran población jornalera hacía que los terratenientes obviasen la introducción de maquinaria moderna. La pequeña propiedad agraria de menos de 10 hectáreas de superficie, alcanzaba las 8.014.715 de hectáreas; las medias y grandes fincas de más de 100 hectáreas, ocupaban casi 10 millones de hectáreas. En el centro, sur y oeste de la península más de 2 millones de jornaleros malvivían en condiciones de extrema explotación.
La burguesía no tenía intereses contrapuestos a los del terrateniente, por el hecho de que el burgués y el terrateniente en la mayoría de las ocasiones eran el mismo individuo. El conde de Romanones, era uno de los grandes terratenientes del Estado español, cuyas propiedades se extendían por Guadalajara y toda Castilla la Mancha, pero además era concesionario de la producción de mercurio, principal accionista de las minas del Rif, de las de Peñarroya, de los ferrocarriles, presidente de Fibras Artificiales SA. Esta era la composición de la clase dominante. ¿Dónde estaba pues, la burguesía nacional progresista aliada del proletariado en la etapa de la revolución democrática? Sencillamente no existía.
El capital industrial y financiero estaba muy concentrado. Las grandes familias, no más de 100, poseían la parte fundamental de la propiedad agraria, industrial y bancaria. Por otra parte el capital extranjero había penetrado extensamente en la economía española y dominaba sectores productivos y de las comunicaciones de carácter estratégico para el desarrollo del país.
La clase dominante contaba con firmes aliados en el clero y el ejército. En 1931, según datos obtenidos de una encuesta elaborada por el gobierno, integraban el clero 35.000 sacerdotes, 36.569 frailes y 8.396 monjas que habitaban en 2.919 conventos y 763 monasterios. Pero estos datos eran en realidad muy incompletos puesto que 7 diócesis de las 55 existentes se negaron a elaborar la encuesta. Las cifras podrían rondar los 80.000-90.000 miembros del clero secular y regular en 1931. Sin embargo, el número de personas que se englobaba en la calificación profesional de "culto y clero" dentro del censo general de población de 1930 era de 136.181. El mantenimiento de este auténtico ejército de sotanas, consumía una parte muy importante de la plusvalía extraída a la clase obrera y a los jornaleros. El presupuesto de la Iglesia católica ascendía en 1930 a 52 millones de pesetas, y sus miembros más destacados vivían un lujoso tren de vida. El cardenal Segura tenía una renta anual de 40.000 pesetas; el de Madrid-Alcalá, 27.000; los obispos disponían de sueldos que oscilaban entre 20.000 y 22.000 pesetas al año.
La Iglesia era un auténtico poder económico, y actuaba como tal en el mantenimiento del orden social. Según datos del Ministerio de Justicia de 1931, la Iglesia poseía 11.921 fincas rurales (era la primera terrateniente del país), 7.828 urbanas y 4.192 censos. El valor declarado de dichas fincas y bienes era de 76 millones de pesetas y su valor comprobado de 85 millones —pero los peritos encargados del catastro lo evaluaron en 129 millones—. A esto hay que añadir los patronatos eclesiásticos dependientes de la corona (cuyo capital representaba 667 millones), y los títulos de renta al 3% concedidos a la Iglesia como "compensación" por la desamortización del siglo anterior. Pero había más. Respecto a las congregaciones religiosas, la única estadística hecha en 1931 que se refería tan sólo a la provincia de Madrid, dio un valor de 54 millones en fincas urbanas y 112 millones en las rurales.
La Iglesia representaba para millones de hombres y mujeres el poder que los condenaba a una existencia miserable. La furia de la población contra el poder eclesiástico, contra el terrateniente y el burgués tenía su plena justificación en las cifras anteriormente reseñadas.
En cuanto al Ejército, estaba formado por 198 generales, 16.926 jefes y oficiales, y 105.000 soldados de tropa. Los oficiales, seleccionados cuidadosamente de los medios burgueses y monárquicos jugaban un papel protagonista en los acontecimientos políticos. "En el país del particularismo y del separatismo", escribía Trotsky, "el ejército ha adquirido, por la fuerza de las cosas, una importancia enorme como fuerza de centralización y se ha convertido, no sólo en el punto de apoyo de la monarquía, sino también en el conductor del descontento de todas las fracciones de la clase dominante y ante todo, de su propia clase: la oficialidad…"3.
En este panorama, el éxito arrollador de las candidaturas republicano-socialistas en las elecciones legislativas de junio de 1931 revelaban el profundo movimiento social que había alumbrado la era republicana.
Como siempre ocurre en los momentos de grandes cambios en la conciencia de las masas, la victoria de sus candidatos animó la lucha reivindicativa, tanto en el frente industrial como en el campo. La agitación obrera en favor de la jornada de 8 horas, de incrementos salariales, de subsidio de paro y de reforma agraria se extendió formidablemente. El Primero de Mayo puso de manifiesto esta nueva correlación de fuerzas. En Madrid más de 100.000 personas desfilaron encabezadas por los ministros y dirigentes socialistas.
Pronto se impuso al gobierno de conjunción la tarea de abordar las reformas prometidas. Las primeras escaramuzas legislativas se libraron en torno al poder de la casta militar y de la Iglesia con un resultado desilusionante. Los límites de la reforma se topaban con el poder de la oligarquía que no pensaba en ninguna concesión seria. La depuración del ejército de elementos reaccionarios, monárquicos y desafectos al nuevo régimen republicano quedó en agua de borrajas. El gobierno de conjunción favoreció el retiro de los mandos que no querían asegurar fidelidad a la República, garantizando su paga de por vida. En cualquier caso, la mayoría de los militares de carrera, vinculados a la dictadura de Primo de Rivera y a la monarquía, y con un historial reaccionario acreditado, permanecieron en sus puestos. Los capitalistas españoles sabían que mantener intacta la composición de clase del ejército era una garantía contra posibles movimientos revolucionarios que desbordasen la legalidad capitalista. Pronto lo comprobarían en la represión de la insurrección del 34.
La polémica en torno al poder económico de la Iglesia, la extinción del presupuesto oficial para financiar las actividades de culto y los límites a su monopolio de la educación, aspectos todos afectados por la redacción de la nueva constitución republicana, fueron una prueba de fuego para el gobierno. Haciendo honor a su extracción de clase, Alcalá Zamora, presidente del gobierno y Miguel Maura presentaron la dimisión en señal de protesta, lo que no impidió a los líderes socialistas apoyar en diciembre de 1931 al mismo Niceto Alcalá Zamora como presidente de la República.
Todos los esfuerzos para garantizar la estabilidad del nuevo gobierno chocaban con las aspiraciones de su base social. Los trabajadores y los campesinos pobres no podían esperar. Poco a poco se fue revelando la auténtica cara del gobierno de conjunción, pues mientras las reformas necesarias se postergaban, la represión de los carabineros y la guardia civil aumentaba en proporción a la escalada de las luchas obreras y campesinas.
Las huelgas generales se extendían: Pasajes, huelga minera en Asturias, en Málaga, Granada, en Telefónica. Cualquier tímida mejora obrera, fuera de reducción de la jornada, o de incremento salarial eran contestadas por la cerrazón de la patronal y la represión gubernamental.
La otra cara de esta realidad asomaba en el campo. La prometida reforma agraria chocó con la intransigencia de los terratenientes y sus representantes políticos que impusieron al gobierno límites bien definidos. Se trataba de un asunto de vida o muerte para la oligarquía española. Cualquier concesión seria para socavar el poder de los terratenientes era una afrenta para el conjunto de la burguesía, cuyos intereses agrarios eran los mismos. Las vacilaciones del gobierno fueron contestadas con ocupaciones masivas de tierras en Andalucía, Extremadura, Castilla-León, Rioja. Muchas de estas ocupaciones terminaron con una represión sangrienta. Mientras el gobierno debatía con lentitud exasperante el proyecto de reforma agraria en el Parlamento, la presión de los acontecimientos, y la sublevación de Sanjurjo en Sevilla, en agosto de 1932, aplastada por la huelga general de los obreros sevillanos, provocó la aceleración del debate y la promulgación final del proyecto.
La ley establecía un Instituto de Reforma Agraria encargado de realizar el censo de tierras sujetas a expropiación, eso sí, mediante el pago de indemnización que tenía además por base la declaración hecha por sus propietarios. Los créditos para la Reforma Agraria procederían del Banco Agrario Nacional con un capital inicial de 50 millones de pesetas, pero cuya administración dependía no de los jornaleros ni sus organizaciones, sino de representantes del Banco de España, el Banco Hipotecario, del Cuerpo Superior Bancario, del Banco Exterior de España, es decir del gran capital financiero ligado a los terratenientes. La reforma agraria se dejaba en manos de los terratenientes y la banca. Así entendía el gobierno republicano burgués su política reformista. El proyecto además, obviaba el problema de los minifundios, que obligaban a una vida miserable a más de un millón y medio de familias campesinas en Castilla la Vieja, Galicia, y otras zonas. Tampoco abordaba el problema de los arrendamientos que esclavizaba a los pequeños campesinos a las tierras del amo. El fracaso más palpable de este proyecto es que en fecha del 31 de diciembre de 1933, el Instituto de Reforma Agraria, había distribuido 110.956 hectáreas. Si comparamos este dato con las 11.168 fincas de más de 250 hectáreas, que ocupaban una extensión de más de 6.892.000 hectáreas, se puede afirmar que los terratenientes seguían controlando el campo a su antojo. Sólo 100 nobles disponían de un total de 577.146 hectáreas, y esas propiedades, dos años después, continuaban intactas.
El proyecto de reforma agraria enajenó al gobierno de conjunción el apoyo del movimiento jornalero. La sed de tierras no fue saciada y en su lugar las viejas relaciones de propiedad seguían intactas. A diferencia de 1789 cuando la burguesía francesa hizo una revolución y se puso al frente de la nación para acabar con el poder de los nobles, la burguesía española, igual que la rusa, era incapaz de llevar a cabo esta tarea. El proceso en la España de 1931 guardaba una asombrosa similitud a lo acontecido con el gobierno provisional en Rusia después del derrocamiento del zarismo en febrero de 1917. Los límites del planteamiento reformista se hacían evidentes y la prometida política de reformas se transformaba en contrarreformas y un nuevo apuntalamiento del poder de los terratenientes.
La solución al problema de la reforma agraria estaba reservada al proletariado con los métodos de la revolución socialista. La expropiación de la propiedad terrateniente y su conversión en propiedad colectiva, el desarrollo de una agricultura avanzada sobre la base de la aplicación de los adelantos técnicos (maquinaria, fertilizantes, etc), precios justos para los productos agrarios y fin del monopolio de los intermediarios, ligaba la lucha por la reforma agraria a la expropiación del conjunto de los capitalistas, de la banca y de los monopolios.

Ley de defensa de la República

Ante el incremento del número de huelgas y ocupaciones de fincas, el gobierno aprobó la ley de defensa de la República que incluía la prohibición de difundir noticias que perturbaran el orden público y la buena reputación, denigrar las instituciones públicas, rehusar irracionalmente a trabajar y promover huelgas. Bajo el paraguas de esta ley, los mandos de la Guardia Civil se emplearon a fondo en la represión, especialmente en el campo.
Respecto a la Iglesia, si la constitución aseguraba formalmente la separación de la Iglesia y del Estado, lo que acabó con las subvenciones directas, el control del que siguió disfrutando sobre la educación le garantizó un buen nivel de ingresos. Aunque se acordó la expulsión de la Iglesia de los colegios en un plan de larga duración y la disolución en 1932 de la orden de los jesuitas, se les concedió todas las oportunidades para transferir la mayor parte de sus bienes a particulares y otras órdenes.
Respecto a la cuestión nacional y las posesiones coloniales, el gobierno de conjunción concedió a Catalunya una autonomía muy restringida y para Euskadi se negó a conceder el estatuto de autonomía basándose en el carácter reaccionario del nacionalismo vasco. El gobierno republicano-socialista que negó el derecho de autodeterminación a las nacionalidades históricas, siguió gobernando las colonias como antes había hecho la monarquía. En Marruecos su posición imperialista les enfrentó al movimiento independentista.
La pequeña burguesía republicana y sus aliados socialistas no fueron capaces de llevar a cabo las tareas de la revolución democrática. Capitularon ante el poder de la burguesía, el clero y los terratenientes y se enfrentaron precisamente con la clase que les había instalado en el gobierno: los trabajadores y los jornaleros.
Con todas las salvedades aplicables cuando se trata de establecer comparaciones históricas, el gobierno de conjunción republicano-socialista creó la misma insatisfacción que los gobiernos socialdemócratas de la República de Weimar en Alemania. Si en el caso del país germano el proceso se prolongó durante más tiempo, desde 1918 año del colapso de la monarquía de los Hohenzollern hasta el triunfo de Hitler en 1933, en el Estado español toda esa experiencia se concentró en un lapso de cinco años. Las veleidades "democráticas" del gobierno de conjunción importunaban a los capitalistas y a los militares, mientras que sus tímidas reformas y en muchos casos contrarreformas les enfrentaban a la furia de los trabajadores. En realidad era imposible cuadrar el círculo, o con los capitalistas o con los trabajadores.
En este contexto la reacción agazapada ante los primeros empujes de las masas, empezó a levantar cabeza, primero con el intento de golpe de Estado de Sanjurjo, después en el parlamento cuando los monárquicos y católicos se atrevieron a utilizar demagógicamente la represión contra los obreros y los campesinos, especialmente el asesinato de 20 jornaleros por la Guardia Civil en Casas Viejas (Cádiz), para atacar al gobierno.
Entre la burguesía española empezaba a tomar fuerza una salida política similar a la que se estaba desarrollando en Alemania. El peligro de la revolución no podía ser conjurado a través de los métodos clásico de dominación democrática con sus instituciones parlamentarias. La polarización social estaba creciendo formidablemente y la base social y económica del capitalismo español era demasiado débil como para ofrecer ninguna reforma consistente. Además el período de crisis profunda de la economía capitalista exigía a la burguesía imponer un régimen de terror si quería garantizar su tasa de beneficios. Las conquistas democráticas alcanzadas después de la Primera Guerra Mundial, como consecuencia del triunfo del octubre soviético y la ola revolucionaria que sacudió todo el continente europeo estaban en entredicho.

La crisis del parlamentarismo

Tras la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial, los imperialistas franceses y británicos intentaron cobrar un alto precio a su victoria. La imposición del Tratado de Versalles supuso la ruina para la economía alemana, abriendo un período de luchas obreras y polarización social.
La relativa estabilización política después de los fracasos revolucionarios en Alemania (1918/1921/1923), Hungría (1919), Italia (1920) y la oleada de huelgas generales que atravesó Europa, no permitió reestablecer las tasas de crecimiento anteriores a la guerra.
Europa se encontraba en una situación de debilidad creciente en el mercado mundial frente a EEUU y Japón. Los capitalistas franceses e ingleses, intentaban superar las limitaciones del mercado mundial explotando con dureza a sus colonias africanas y asiáticas, y exigiendo a Alemania hasta el último marco de las indemnizaciones fijadas en Versalles.
Pronto, el viejo continente recibió una nueva sacudida con el colapso económico de 1929 que, comenzando como un crac bursátil en los EEUU, reflejaba una profunda crisis de sobreproducción. En EEUU la especulación no dejaba de aumentar a un ritmo muy superior al de la producción industrial y agrícola. El crédito financiero se convirtió en un estimulo artificial de la actividad, engordando una burbuja financiera que se descontroló por completo. Cuando se produjo la recesión de la economía real norteamericana como consecuencia de la sobreproducción mundial, hubo una auténtica explosión del entramado bursátil.
Para hacer frente a la situación, los bancos norteamericanos repatriaron capitales de Europa, provocando el colapso del sistema crediticio en Austria y Alemania, que dependían de esos capitales. Toda la economía europea se vio violentamente sacudida.
La producción industrial de las potencias capitalistas se desplomó: en 1932 era un 38% menos que en 1929. Entre 1919 y 1932 los precios de las materias primas en el mercado mundial descendieron más de la mitad. En 1932 el comercio mundial de productos manufacturados era sólo un 60% del de 1929. Frente al colapso económico, las burguesías nacionales reaccionaron reduciendo drásticamente los créditos al exterior, con medidas proteccionistas y devaluaciones competitivas de las monedas para favorecer las exportaciones en una lucha sin cuartel por los mercados exteriores. Pero estas medidas profundizaron aún más la crisis abriendo un nuevo período de paro masivo, inflación y empobrecimiento del campo que agudizó la lucha de clases.
En esas condiciones los límites de la democracia parlamentaria afloraron trágicamente. El triunfo de la revolución alemana de 1918 podría haber transformado por completo la historia de Europa y posiblemente del mundo. Alemania era uno de los países más industrializado del planeta, con un proletariado instruido y dotado con grandes tradiciones de organización. La traición de la socialdemocracia a la revolución de los Consejos obreros y el asesinato de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht permitieron a la burguesía alemana salvar el sistema capitalista. Esta derrota condeno a la revolución rusa al aislamiento en los confines de sus fronteras nacionales, favoreciendo el proceso de burocratización del joven Estado obrero soviético.
A pesar de la derrota de 1918, las contradicciones del capitalismo alemán, alimentadas por la política de saqueo que supuso el Tratado de Versalles, fueron haciéndose cada vez más irresolubles. El régimen parlamentario salido de la República de Weimar y liderado por los dirigentes reformistas del SPD fue incapaz de hacer frente a la crisis económica y a la polarización social. El crac de 1929 vino a empeorar cualitativamente la situación para el capitalismo alemán enfrentado a un auge de la lucha reivindicativa de los trabajadores, y a la ruina material y moral de amplios sectores de la pequeña burguesía.
En estas condiciones, la lucha por la apropiación de la plusvalía, por el máximo beneficio, entraba en contradicción con el mantenimiento de las libertades democráticas y las conquistas que el proletariado logró en el período precedente. En el terreno político, el régimen parlamentario de la República de Weimar se resquebrajaba, pero las organizaciones obreras, el SPD (Partido Socialdemócrata Alemán), y el KPD (Partido Comunista), que contaban con una enorme fuerza carecían de un programa y una orientación marxista.
La dirección socialdemócrata, principal sustento del régimen burgués, profundizó en su política de colaboración de clases, haciendo todo tipo de componendas parlamentarias y gubernamentales con los partidos tradicionales de la clase capitalista. Esto daba enormes oportunidades al KPD, el Partido Comunista Alemán.
Para comprender la tragedia del proletariado alemán es necesario tener en cuenta el proceso de degeneración que sufrieron el Estado obrero en la URSS y la Tercera Internacional. La muerte de Lenin en 1924; el aislamiento del Estado obrero ruso tras el fracaso de la revolución alemana en 1919 y 1923; la guerra civil que acabó con la vida de miles de los mejores comunistas soviéticos en los frentes de batalla; la desmovilización de cinco millones de hombres del Ejército Rojo, todos estos elementos unidos al atraso material y al colapso de las industrias y la agricultura soviética, crearon las condiciones materiales para el surgimiento de una casta burocrática en el seno del partido y la Tercera Internacional.
Engels escribió en Anti-Dühring: "...cuando desaparezcan al mismo tiempo el dominio de las clases y la lucha por la existencia individual engendrada por la anarquía actual de la producción, los choques y los excesos que nacen de esa lucha, ya no habrá nada que reprimir y la necesidad de una fuerza especial de represión no se hará sentir en el Estado…". Sin embargo, en la Rusia soviética de 1924, la lucha por la existencia individual era todavía una penosa realidad. La nacionalización de los medios de producción no suprimió automáticamente la lucha por la existencia individual. En aquellas condiciones el Estado obrero en Rusia no podía conceder todavía a cada uno lo necesario y se veía obligado a exigir a los trabajadores y campesinos sacrificios muy elevados. Después de una época de esfuerzos colosales, de esperanzas e ilusiones en el triunfo revolucionario europeo, el péndulo giró y se reflejó en la actividad de la clase obrera rusa, en el agotamiento de sus fuerzas, en un período de reflujo.
Las dificultades externas e internas alimentaban este proceso, donde la confianza en la victoria revolucionaria iba sustituyéndose por la adaptación a la nueva situación, en la que la naciente burocracia pronto cristalizó su programa político.
Lenin y los bolcheviques nunca albergaron la mínima ilusión en la construcción nacional del socialismo. Su posición internacionalista partía precisamente de una consideración del capitalismo como sistema mundial. "Ustedes saben bien, hasta qué punto el capital es una fuerza internacional" señalaba Lenin en 1918, "hasta qué punto las fábricas, las empresas y los comercios capitalistas más potentes están vinculados entre sí en todo el mundo, y por consiguiente, por qué es imposible batir al capitalismo en una sola parte. Se trata de una fuerza internacional, y para batirla definitivamente es necesaria la acción común de los obreros a escala internacional. Y desde que combatimos contra los gobiernos republicanos burgueses en Rusia en 1917, desde que conquistamos el poder de los sóviets en noviembre de 1917, nunca dejamos de mostrar a los obreros que la tarea esencial, la condición fundamental de nuestra victoria residía en la extensión de la Revolución cuando menos en algunos países avanzados" (Lenin, Discurso en el VIII Congreso de los Sóviets de Rusia).
Pero esta posición internacional de la revolución fue sustituida por Stalin y otros dirigentes por la política estrecha, nacionalista y antimarxista del socialismo en un solo país, que se adaptaba perfectamente como cobertura ideológica a las necesidades materiales de la naciente burocracia: "¿Qué significa la posibilidad del triunfo del socialismo en un solo país? Significa la posibilidad de resolver las contradicciones entre el proletariado y el campesinado con las fuerzas internas de nuestro país, contando con las simpatías y el apoyo de los proletariados de los demás países, pero sin que previamente triunfe la revolución proletaria en otros países" (Stalin, Cuestiones del leninismo).
Con la nueva teoría del socialismo en un solo país, se subordinaba la acción revolucionaria de los obreros europeos, americanos o de cualquier rincón del planeta en beneficio de la construcción burocrática del socialismo en Rusia. El dominio de la burocracia estalinista dentro del partido no fue inmediato. Fortalecidos por el fracaso revolucionario en Occidente, apoyados en el reflujo de las masas rusas sometidas a condiciones extremas, Stalin y la burocracia libraron una lucha intensa por separar, expulsar, y más tarde aniquilar a cientos de miles de comunistas que se oponían firmemente al nuevo rumbo político. Stalin libró una guerra civil unilateral contra el sector leninista del partido. Todos los viejos camaradas de armas de Lenin fueron depurados, encarcelados y, la mayor parte, fusilados.
Esta depuración se extendió al conjunto de la Internacional Comunista, que se trasformó, hasta su liquidación final en 1943, en una sucursal de la política y los intereses inmediatos de la burocracia rusa. La política de Stalin, caracterizada por continuos zigzags en los que se pasaba de la posición más ultraizquierdista a la colaboración de clases, respondía a las necesidades de mantener los privilegios materiales, los ingresos y el prestigio de la casta burocrática y evitar el triunfo de la revolución socialista, que podía inspirar a los obreros rusos y amenazar el poder burocrático.
Tras el V Congreso de la IC celebrado del 17 de junio al 8 de julio de 1924, y especialmente el VI Congreso de 1928, los nuevos dirigentes de la Internacional abandonarían las posiciones anteriores elaboradas por Lenin sobre el frente único, y apoyándose en el fracaso de la insurrección revolucionaria de octubre de 1923 en Alemania, establecieron un giro ultraizquierdista a su política. En el contexto de estabilización temporal del capitalismo en Europa y de ascenso del fascismo, los dirigentes de la IC elaboraron la famosa doctrina del socialfascismo: "El fascismo y la socialdemocracia son dos aspectos de un solo y mismo instrumento de la dictadura del gran capital".
Los dirigentes del KPD bajo la dirección de Stalin, se negaron a llevar a cabo una política de frente único para frenar el avance del nazismo; renunciaron a combatir al partido nazi con los métodos de la revolución socialista, y su política sectaria centrada en ataques permanentes a la socialdemocracia, que todavía contaba con el apoyo de millones de obreros honestos, confundió a la clase trabajadora, y fortaleció la influencia de los líderes socialdemócratas. Los dirigentes estalinistas fueron incapaces de orientarse en los acontecimientos porque no comprendían la auténtica naturaleza del fascismo.

Triunfo de Hitler en Alemania

El régimen fascista ve llegar su turno porque los medios ‘normales’ militares y policiales de la dictadura burguesa, con su cobertura parlamentaria, no son suficientes para mantener a la sociedad en equilibrio. A través de los agentes del fascismo, el capital pone en movimiento a las masas de la pequeña burguesía irritada y a las bandas del lumpemproletariado, desclasadas y desmoralizadas, a todos esos innumerables seres humanos, a los que el capital financiero ha empujado a la rabia, a la desesperación. La burguesía exige al fascismo un trabajo completo: puesto que ha aceptado los métodos de la guerra civil, quiere lograr calma para varios años… la victoria del fascismo conduce a que el capital financiero coja directamente en sus tenazas de acero todos los órganos e instrumentos de dominación, dirección y de educación: el aparato del Estado con el ejército, los municipios, las escuelas, las universidades, la prensa, las organizaciones sindicales, las cooperativas… demanda sobre cualquier otra cosa, el aplastamiento de las organizaciones obreras… (León Trotsky, La lucha contra el fascismo)
La burguesía europea, durante todo un período histórico, apoyó las formas de la democracia parlamentaria porque suponían un modo de dominación más eficaz, más aceptable para las masas. Mientras las libertades democráticas no entren en contradicción con la propiedad burguesa de los bancos, la industria y la tierra, pueden ser perfectamente toleradas. En la práctica la ficción democrática juega un papel especialmente útil para la dominación de la burguesía sobre la sociedad. La situación se transforma en su contrario cuando la sociedad burguesa entra en crisis debido a las contradicciones insalvables del capitalismo. Las formas democráticas entonces, se convierten en un obstáculo para los burgueses en su lucha permanente por el máximo beneficio. Tolerar sindicatos, partidos obreros, huelgas, manifestaciones, es decir, los elementos del poder obrero en la sociedad capitalista, se vuelve una carga insoportable.
Esta y no otra era la situación de Europa y en concreto de Alemania. En medio de la crisis económica y la polarización social creciente, la pequeña burguesía alemana, que podía ser ganada para la causa del proletariado si sus organizaciones hubieran defendido un programa revolucionario, giró violentamente a la derecha. En una sociedad en descomposición, los nazis consiguieron una influencia decisiva entre las masas pequeño-burguesas, sectores atrasados de la clase obrera y entre las legiones del lumpemproletariado que poblaban las ciudades.
En las elecciones de septiembre de 1930 el SPD obtuvo 8.577.700 votos; el KPD, 4.592.100 votos y el Partido Nazi, 6.409.600 votos. Lo más destacable de estos resultado era que, si bien el KPD había incrementado sus votos en relación a las anteriores elecciones de 1928 en un 40%, los nazis lo habían hecho en un 700% (en 1928 el Partido Nazi obtuvo 810.000 votos).
En 1932, el Partido Nazi obtuvo 11.737.000 votos, pero entre el KPD y el SPD superaban esa cifra obteniendo más de 13 millones de votos. Este hecho es la mejor prueba de que el apoyo de millones en las urnas, no valen mucho si en el momento decisivo no se cuenta con una política revolucionaria.
En enero de 1933, Hitler fue nombrado canciller sin que hubiera ninguna respuesta del SPD o del KPD. Mientras que los primeros aceptaban la victoria de Hitler porque se había logrado democráticamente, y advertían a sus militantes de abstenerse en participar en ninguna acción de protesta, los líderes estalinistas sin reconocer la gravedad de la situación se contentaron con predecir que el triunfo de los nazis era el preludió de la victoria comunista. No hubo ninguna respuesta armada del proletariado, a pesar de que el SPD y el KPD, contaban con milicias que encuadraban a medio millón de obreros. Los dirigentes paralizaron políticamente al proletariado alemán, el más fuerte de Europa. Los nazis completaron el trabajo aplastando las organizaciones obreras que fueron ilegalizadas y reprimidas ferozmente. En febrero de 1933 los nazis disolvieron el Reichstag, el KPD fue ilegalizado y sus cuadros y militantes encarcelados, y para mayor oprobio de la socialdemocracia sus sindicatos participaron en los desfiles nazis del Primero de Mayo.
Pero no fue la última victoria del fascismo. En Austria, el gobierno del socialcristiano Dollfuss (el modelo en el que se inspiraba Gil Robles), disolvió el parlamento en marzo de 1933 y gobernó durante más de un año con poderes especiales. Los trabajadores y militantes del SPÖ (Partido Socialdemócrata Austriaco) presionaron a la dirección para que ésta convocara una huelga general después de los ataques contra las libertades y derechos democráticos que se sucedían sin interrupción. Pero no sucedió nada de esto, el SPÖ seguía en una situación de retirada permanente imitando en lo fundamental la política derrotista de la socialdemocracia germana. En abril se prohibieron las huelgas y en el verano de 1933 fue prohibido el Partido Comunista de Austria. Se aprobaron más leyes contra la clase obrera (por ejemplo se suprimió la ley sobre la jornada laboral y se recortó el subsidio de desempleo). La única reacción del SPÖ fue recurrir a los tribunales de justicia.
En los meses previos a febrero de 1934, la policía intentó confiscar las armas de las milicias obreras organizadas por la socialdemocracia. La dirección del SPÖ aconsejó a sus militantes que no se resistieran con el fin de evitar una guerra civil.
Pero la clase obrera todavía estaba dispuesta a luchar, aunque la correlación de fuerzas le era muy desfavorable después de todas las retiradas anteriores. Una carta escrita por Richard Bernaschek, secretario del partido y dirigente del CRD (las milicias obreras socialdemócratas) en Austria septentrional, y dirigida a Otto Bauer el 11 de febrero de 1934, demuestra muy claramente esta disposición:
"Hoy tuve una reunión con cinco camaradas fieles y leales, y hemos tomado una decisión, después de cuidadosas deliberaciones, que es irrevocable [...] Para poner en práctica esta decisión, hoy por la tarde y por la noche cogeremos todas las armas que tenemos y las pondremos a disposición de los trabajadores que deseen luchar y defenderse. Si mañana lunes comienza la confiscación de armas o encarcelan a cualquier militante del partido o del CRD, nos resistiremos y consecuentemente comenzaremos a atacar. Esta decisión es irrevocable. Exigimos que cuando llamemos a Viena diciendo: ‘La confiscación ha comenzado, no vamos a aceptar la prisión’, usted dé la señal a los trabajadores vieneses y a los del resto de Austria para que vayan a huelga. No consentiremos otra retirada [...] Si el movimiento obrero vienés no nos echa una mano, entonces vergüenza y deshonra para ellos [...] Saludos solidarios, R.B.".
Cuando la policía intentó irrumpir en un local del SPÖ en Linz a las 7 de la mañana, los trabajadores se resistieron y comenzaron a luchar y a defenderse. Pasados algunos minutos las noticias de las luchas en Linz llegaron a Viena. Los trabajadores en algunas fábricas salieron espontáneamente a la huelga, pero la socialdemocracia intentó nuevamente calmar a los trabajadores. Transcurridas unas horas no les quedó más remedio que convocar la huelga general.
En las principales ciudades de Austria empezaron las batallas, pero éstas estaban pésimamente organizadas ya que muchas de las armas del CRD habían sido incautadas por la policía. A esto se añadía la falta de una estrategia revolucionaria previa que hiciera al conjunto de la clase obrera austriaca conciente de sus tareas. En algunas partes de Viena los trabajadores lucharon durante tres días. El foco principal de resistencia estaba en las residencias obreras de Viena construidas y gestionadas por la socialdemocracia (la prensa burguesa los llamaba las fortalezas). El Karl Marx Hof, en el distrito 21 de Viena (Floridsdorf) fue bombardeado por los soldados del ejército austriaco. Para empeorar el panorama, la huelga general no era sólida debido a que sectores importantes de la clase obrera, como los trabajadores ferroviarios, no la secundaron.
Los trabajadores cayeron derrotados el 15 de febrero después de cuatro días de lucha. Otto Bauer, dirigente de la socialdemocracia, huyó a Bratislava. Murieron trescientos trabajadores y miles resultaron heridos. Los líderes de la insurrección fueron ejecutados y las organizaciones de la socialdemocracia fueron prohibidas. Muchos de los líderes del SPÖ y de sus organizaciones fueron enviados a campos de concentración. La época del austro-fascismo había comenzado y en marzo de 1938 el Tercer Reich anexionó Austria a Alemania.
La tragedia del proletariado alemán y austriaco provocó un hondo impacto entre los trabajadores del Estado español que asistieron a la destrucción de las organizaciones obreras más fuertes de Europa. La consigna "Antes Viena que Berlín" ejemplificó perfectamente la actitud del proletariado español ante la amenaza del fascismo, y se concretó primero en la insurrección de octubre del 34 y después del 18 de julio de 1936, en tres años de lucha armada en las trincheras y revolución social en la retaguardia.

La reacción conquista terreno

El gobierno de conjunción republicano-socialista fracasó a la hora de llevar a cabo las tareas de la revolución democrática. Fue incapaz de dar satisfacción a las aspiraciones del proletariado urbano y rural, la auténtica base masas en la que descansaba el gobierno, y se plegó a las presiones de los capitalistas y terratenientes.
Sin poder resolver las contradicciones del débil capitalismo español, los efectos de la crisis económica de 1929 y de la contracción de los mercados europeos afectaron gravemente la economía española. El año 1933 fue crítico desde el punto de vista económico: el desempleo forzoso cada vez crecía más y afectaba a más de un millón y medio de trabajadores y jornaleros, al tiempo que los cierres patronales junto a la reducción de jornales, aceleraron la conflictividad laboral.
Las huelgas fueron acompañadas de una profunda desilusión política de las masas. Las esperanzas depositadas en la República, la confianza en que los ministros socialistas realizaran reformas progresivas, que las medidas del gobierno abrirían nuevos horizontes para la vida de millones de personas, se convirtieron en frustración, rabia e impotencia.
Cuando el presidente de la República disolvió las Cortes y nuevas elecciones fueron convocadas para noviembre de 1933, la reacción de derechas había reconquistado una parte importante del terreno perdido el 14 de abril, especialmente entre las capas medias urbanas y las del campo, y sectores atrasados del campesinado.
Los resultados electorales transformaron la composición de las Cortes. Aunque el PSOE no perdió una parte sustancial de los votos, —obtuvo 1.600.000 aproximadamente, el 20% del censo electoral—, la ley electoral aprobada bajo el gobierno de conjunción que favorecía a las agrupaciones y/o bloques electorales, castigó severamente al PSOE que pasó de 116 escaños a 61, de los 471 que contaba el parlamento. El desplome de los republicanos fue espectacular: pasaron de 118 diputados a 16. Por el contrario en la derecha, los radicales de Lerroux con tan sólo 806.000 votos consiguieron 104 escaños y la CEDA 115 diputados.
La CNT, que no pudo impedir que en 1931 cientos de miles de afiliados votaran por las candidaturas republicano-socialistas, desarrolló en esta ocasión una intensa campaña por la abstención que encontró un amplio eco. La media nacional de abstención fue del 32% mientras en Barcelona-ciudad alcanzó el 40% y en Andalucía el 45%. Aún así, el proletariado estaba muy lejos de sentirse derrotado. La burguesía era perfectamente consciente de esto, y aunque preparaba tras las bambalinas el golpe contrarrevolucionario que le permitiese aplastar definitivamente a las masas, temía que una acción prematura tuviese el efecto contrario


Juan Ignacio Ramos