sábado, octubre 30, 2010

Homenaje a Miguel Hernández en el primer centenario de su nacimiento (30 octubre 1910)

Era pastor en Orihuela donde nació, en la vega del Segura, dentro de un paisaje de huertas frutales, palmeras y limoneros, una naturaleza exuberante germinada en el equilibrio de los elementos esenciales, agua, tierra y fuego solar. Su sensibilidad barroca hacia la belleza se alimentó en contacto directo con la espontánea fragancia de la tierra ubérrima donde creció. Ese ambiente huertano de su infancia le proporcionó una fantasía desbordante, materia prima para su labor artística con el lenguaje. Hijo de trabajadores campesinos, la pobreza y la humildad de su cuna libraron a su voluntad de vanos caprichos y superficiales deseos, aguzando su visión para lo fundamental. El trabajo temprano y el cuidado de los animales le enseñaron el valor del esfuerzo y la atención por los seres que viven junto al hombre.
Aprendió a leer y en la lectura descubrió mundos nuevos, diferentes y lejanos, inimaginables; pero sobre todo aprendió que las palabras podían transfigurar las cosas, transmutar las sensaciones cambiando el orden cotidiano, asociar las impresiones para despertar una realidad fabulosa que dormía dentro de la normalidad sencilla en sus rutinas diarias. Mientras las cabras de sus rebaños triscaban por los caminos y en las majadas, comprendió la alquimia del verbo y comenzó a usarla.
Leía a Góngora. Aprendió a descifrar el sentido de sus frases como en un jeroglífico antiguo; averiguó símbolos envejecidos por los siglos, y siempre nuevos como el fénix que nace de sus cenizas; exploró una fantasía colectiva que se había hecho cultura centenaria. Pero no sólo leía sus versos: se comunicaba espiritualmente con el poeta culterano. En su soledad animal rumiaba las rimas como las ovejas rumian la hierba, les sacaba su jugo de clorofila a los adjetivos, el azúcar de los nombres y los pronombres, machacaba las estructuras gramaticales de las fibrosas estrofas gongorinas, con unos inmensos molares que su alma poseía para deshacer imágenes y oraciones, y asimilaba la danza de las ideas y las metáforas en el acompasado ritmo de las palabras. La poesía de Góngora era un campo de verde y fresco alimento para su inteligencia despierta y hambrienta de conocimientos estéticos.
Leía mientras cuidaba el ganado por los campos durante días enteros en estío; en noches invernales leía a la pobre luz de su humilde casa hortelana, de barro mezclado con piedras en el barrio de los peones y los jornaleros. Y los versos y las palabras se quedaban prendidos en su mente mientras andaba de faena, madurando lentamente como los melocotones en verano. Y en esas noches y en esos días, su alma como un cisne sufrió metamorfosis, se convirtió en pájaro y cantó Perito en lunas. Él, que apenas fue a la universidad y que pisó fugazmente las aulas del Bachillerato, apareció de pronto con un título de graduado concedido por la musas, por el mismísimo Apolo olímpico, perito. ¿Perito, en qué? En lunas, en noches cuajadas de estrellas, en silencios nocturnos rotos por el ulular de la lechuza, en tiernas primaveras reventadas de flores, en formas vegetales y paisajes de verde exuberante, en belleza escondida en el monte, en oficio honrado de hombre de pueblo, en amor a los animales que confían en la paciencia del muchacho bueno.
Con habilidad increíble en un cabrero, puso sus versos en el papel, negro sobre blanco. Escribió como un clásico de la lengua castellana, poemas complicados de semántica retorcida por las figuras poéticas y sintaxis alterada por yuxtaposiciones rítmicas. Versos, donde el sentido imaginario se volatiliza en el aire como el humo de la hoguera, porque lo que importa es la sonoridad de los versos pulidos como estatuas marmóreas, la fantástica precisión de las imágenes que hacen de los actos cotidianos episodios legendarios. Sin propósito aparente, por mera inercia, por puro juego, su espíritu consiguió elevar los hechos humildes de la vida diaria hasta la sublimidad de las ideas eternas y los mitos originarios.

Estío, postre al canto: tierno drama

del blancor del mantel en menoscabo:

conforme con la luna más, se inflama,

en verde plenilunio desde el rabo.

Es la sandía. Más que versos, charadas; más que estrofas, laberintos de palabras, como enseñó el maestro barroco. Más que verbo, música de ritmo y rima por las sílabas. ¡Quién diría que la palabra ‘rabo’ fuera capaz de entrar tan dignamente en una rima! Impensable hazaña poética en un cabrero, prodigio de la cultura popular recrecida por el afán de lograr conocimiento. Tanto fue al asombro del mundo que se abrieron las puertas del cielo y el camino real, pero engañoso, de la fama le mostró su destino. Y allá fue con sus versos a conquistar fantasías y decir verdades: Madrid se rindió ante el asalto poético del muchacho campesino, sesudos doctores alabaron su cándida sencillez vestida de exquisitas metáforas y metonimias, delicados artistas de moda le prestaron atención y simpatía, el gran público recibió sus trovas con aplauso, y una hermosa ninfa le entregó los secretos apasionados de su cuerpo. Descubrió que su antiguo maestro era luminaria de los tiempos y todo un movimiento de brillantes intelectuales seguía como él sus pasos. ¡Fiesta de fortuna en las verbenas!, le adoptaron como un nuevo miembro recién llegado. La ‘Generación del 27’ se llamaba aquello, surrealismo el arte nuevo.
Mas, ¡ay! Recibido como vate genial y promesa poética, su espíritu no encajó con el bullicio y tráfico de la ciudad burguesa. Su sencillez armoniosa y campesina se retraía frente a la complejidad de los oropeles y los honores. Y entonces el pájaro alma cantó de nuevo El rayo que no cesa.

Umbrío por la pena, casi bruno,

porque la pena tizna cuando estalla,

donde yo no me hayo no se haya

hombre más apenado que ninguno.

Palabras que contienen un presentimiento, como si supiera lo que iba a venir, el futuro que le tocaba. La excusa para tanto sufrir, fue un amor incomprensible con una mujer desproporcionada, tan grande como la ciudad que le recibía, pintora surrealista de imágenes enigmáticas y bulliciosas, musa de artistas universales, seductora de noches sin sueño ni descanso. Maruja Mallo. Por ella pondría su corazón debajo de un zapato, y hasta se cambió de nombre: me llamo barro aunque Miguel me llame. El pastorcillo en plena gloria empezó a destilar tristeza, como si le molestara ese triunfo mundano. Toda una prueba de autenticidad. No sabemos si Maruja fue el símbolo o la causa de un oscuro desengaño: ahora mostraba dolor y tristeza, desilusión íntima por ese mundo culto de los placeres veniales, en el que no encajaba su yo cristalino, sus costumbres campestres, sus sanos deseos; el estrellato falso, vano y superficial, de las revistas de moda y los periódicos más vendidos, arte urbano que no entendía, críticos del arte vendidos por unas monedas de cobre.
Excusado es decir, que el dolor de un gran amor no es como para morir, y un joven vital y alegre hasta el colmo -como lo fue Miguel Hernández en aquellos años-, habría de recuperarse de ello a pesar de los mil contratiempos y dificultades que tiene la vida de la gente humilde. Era la República y eso hacía más fáciles las cosas para el muchachón oriolano…, pero ¡qué va!, en aquel año amargo también recibió la tarjeta de visita de la parca: en su pueblo, se le moría como el rayo Ramón Sijé, a quien tanto quería. Su compañero del alma era un joven de 22 años, cuando una enfermedad fulminante le arrebató la vida en unos días, septicemia. La elegía que escribió entonces, merece ser impresa en letras de oro sobre el corazón de un dios de la tristeza por las vidas truncadas de lo muertos jóvenes. Como, sin embargo, no hay mal que cien años dure, en su pueblo encontró una muchacha con quien casar y formar familia, las mieles del matrimonio, se suele decir. Y en preparando eso estaba, cuando estalló la guerra.
Los generales monárquicos se rebelaron contra la República y empezaron a matar gente, uno detrás de otro hasta sumar miles y decenas y cientos de miles. Había que luchar o morir, luchar y morir, y Miguel luchó. Con el V Regimiento, visitó varios frentes, diferentes trincheras, pozos de futuros cadáveres mal enterrados por las esquinas de una tierra empapada de sangre y fructificada de muerte. Estaba con su pueblo, entre su gente, que moría sin remedio ante el empuje de un ejército de criminales bendecido por la Iglesia. Se hizo comunista, representó a su país, el nuestro, ante los aliados soviéticos en la lejana Rusia. Volvió a su tierra y volvió a las trincheras, donde el pueblo seguía muriendo, y volvió a escribir y cantar himnos de resistencia. Su poesía cambió otra vez; abandonó las volutas culteranas, el lamento intimista adolescente, y se fundió con la voz del pueblo en el lenguaje sencillo y directo de los trabajadores, para contar la gloria de un pueblo que prefería morir de pie a vivir arrodillado.

Vientos del pueblo me llevan,

vientos del pueblo me arrastran

(…)

¿Quién habló de echar un yugo

sobre el cuello de esta raza?

Cantó la liberación de la miseria, la salvación de los pobres muchachos trabajando desde la infancia, por una revolución del pueblo que traería la justicia a este mundo traicionero. Pero ¡ay, cruel destino de aquellos héroes, que enfrentaron las balas con descubierto pecho! Nada pudieron contra el sadismo cruel de los verdugos impíos. Miguel animaba la lucha con sus cantos de libertad, Despierta toro: esgrime, desencadena, víbrate, pero como toro para el matadero, así el pueblo toreado por los criminales impíos. Burlando la noble resistencia con artes de matador, el engañoso truco de la muleta en rojo espantajo dispuesto, preparando la estocada que el corazón rompiera, vertiendo su sangre en la arena caliente de un tórrido suelo, espectáculo para nobles pervertidos, así fueron cayendo los pueblos peninsulares, sacrificados a la corona regia del ejército fascista en la fiesta nacional de los asesinos. Miguel habló de todo ello en El hombre acecha, describió el cisma civil con partidismo reconocido y una rabia incontenible que se desbordó en insultos poéticos a los funcionarios del Estado Nuevo de la España Eterna, seres de alma verrugicida, hijos de puta ansiosos de politiquerías. Leyéndole resulta incomprensible que esa congregación de gallardas jorobas, pudiera vencer a los ciudadanos de la III República, aquellos hombres capaces de volar bajo el suelo.
Todos conocen el trágico final de aquello, hechos memorables de un siglo atroz que amenaza con volver a repetirse. Echaron el yugo al pueblo, los criminales de siempre; picaron con lanzas de sangre al toro sublevado para someterlo a trabajos forzados; castraron sus viriles miembros a los leones rebelados; de un ejército de hombres libres crearon una legión de esclavos; con los hombres buenos, generosos y altivos, acabaron. Finiquitó sin remedio la resistencia al cabo, pero no terminó la matanza. En cárceles y campos de concentración peores que jaulas del zoológico, terminaron sus días miles de republicanos que habían querido vivir como personas honradas, pero no les dejaron; la corrupción es más fuerte en un mundo del diablo. En una de esas celdas murió el pastor poeta, de tuberculosis, tifus y bronquitis, todas juntas y aliadas contra un cuerpo debilitado por las penalidades y los malos tratos. Treinta y un años tenía, la flor de la edad, la madurez del verbo. Pero mientras tanto, entre rejas siguió escribiendo, versos tan bellos como diamantes, verdades tan claras como mañanas de soles luminosas. Cancionero y romancero de ausencias, con el hambre de la posguerra –hambre de pan y hambre de humanidad- a todos los trabajadores y sus familias, repartida.

La cebolla es escarcha

cerrada y pobre.

Escarcha de tus días

y de mis noches.

Hambre y cebolla,

hielo negro y escarcha

grande y redonda.

Nadie como Miguel Hernández supo expresar con palabras simples y directas, el dolor y la esperanza de ser humano, de amar y morir siendo hombre y pobre. Su acento sincero y hermoso a la vez, inspirado por la fecundidad impía de la tierra y el empuje fuerte de la vida y del pueblo, es la voz de los humildes que ha conquistado la dicción culta para decir sus verdades. Unido a la tradición más clásica de la lengua castellana, iba de la mano de la modernidad más avanzada en el arte y en la política –surrealismo y comunismo-. En su mano estuvo el empíreo de los dioses y prefirió la llamada de la tierra. Hijo y hermano de labradores, fiel a su clase social hasta la muerte, se encontró de frente la catástrofe social de una guerra civil sin cuartel ni perdón. Expresó ese dolor y supo también expresar la esperanza: para la libertad, sangro, lucho, pervivo, para la libertad. Y aunque murió tan joven, su voz siguen viva en los corazones de las gentes que ansían ser buenas, sus versos son un faro de luz para los que todavía creen en un mundo nuevo, mejor para los humanos. A los cien años de su nacimiento celebramos su gran lección de amor, belleza y heroísmo.

Miguel Manzanera Salavert
Rebelión

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