martes, febrero 14, 2017

Estados Unidos necesita un enemigo; cualquiera que sea

Y ahora, ¿quién es el enemigo?

Introducción de Tom Engelhardt

Mirémoslo de frente: desde el 11-S, en nuestro mundo estadounidense todo ha sido salvajemente desproporcionado. Es bastante comprensible, cuando esos ataques fueron vividos como algo distinto de lo que fueron. En lo más álgido del momento serían comparados con aquellas películas de Hollywood que muestran la destrucción de una ciudad o el fin del mundo (“Fue como un film de Godzilla”), inmediatamente fueron apodados “el Pearl Harbor del siglo XXI” o simplemente “Un nuevo día de la infamia”, y vividos por muchos como algo muy cercano a un acontecimiento apocalíptico infligido a este país, el equivalente a un ataque nuclear –como Tom Brokaw, de la NBC, dijo ese día, “igual a un invierno nuclear en el bajo Manhattan” o, como tituló el Topeka Capital-Journal haciendo referencia a una película de 1983, El día después, sobre el apocalipsis nuclear. Por supuesto, no fue nada de eso. Un desafío en absoluto imperial había golpeado a Estados Unidos sin aviso previo, tal como lo había hecho Japón el 7 de diciembre de 1941, en una acción que en lo fundamental era una declaración de guerra. Nada tenía que ver con el ataque nuclear para el que Estados Unidos estaba siendo preparado mentalmente desde el 6 de agosto de 1945 –como en los tiempos que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, cuando los periódicos dibujaban círculos concéntricos de la futura destrucción alrededor de ciudades estadounidenses y las revistas publicaban imágenes de un país, el nuestro, convertido en un erial en el que todo se había evaporado. Y ahí estaban los restos de la torres gemelas del World Trade Center, a los que cada día se llamaba el “Punto cero”, una expresión anteriormente reservada a un sitio en el que había habido un estallido atómico. De hecho, los ataques del 11-S, preparados por el más modesto de los grupos a un costo estimado de entre apenas 400.000 y 500.000 dólares y realizados por 19 secuestradores que utilizaron nuestros propias “armas” (unos aviones comerciales) contra nosotros.
Sin embargo, la respuesta de una administración Bush impaciente por golpear en el Gran Oriente Medio, especialmente contra el Irak de Saddam Hussein, fue actuar como si Estados Unidos hubiese de verdad sido alcanzado por misiles nucleares y nosotros estuviésemos en ese momento en guerra contra una nueva Alemania nazi o una revivida Unión Soviética. Fue así que los funcionarios de Bush desarrollaron ese primer impulso natural de proceder de manera apocalíptica, de ver que peligraba la propia existencia de nuestro país, y a partir de ahí ya no pararon. Como resultado de ello, desde el 12 de septiembre de 2001, en medio de la confusión, de la incapacidad de ver la realidad de las cosas, empezó algo que ya no acabaría nunca. La administración Bush, por supuesto, no se demoró y lanzó su propia “guerra global contra el terror” (el acrónimo creado fue GWOT). Sus funcionarios hicieron que la palabra “global” adquiriera su real dimensión insistiendo en que estaban planeando luchar contra el terrorismo en 60 o más países del planeta, un propósito como para dejar boquiabierto a cualquiera.
Así han pasado 15 desastrosos años en los que nos hemos implicado en guerras, ocupaciones y conflictos en por lo menos siete países del Gran Oriente Medio, ahí por donde pasamos hemos dejado un tendal de países fallidos o a punto de estarlo y hemos estimulado la propagación de grupos terroristas en toda la región y más allá; después de esto, nos encontramos en la era Trump. Si para el lector no es obvio que todo sigue estando peligrosamente lejos de cualquier solución, debería serlo. Piense en el conjunto de ex militares y figuras asociadas que el nuevo presidente ha nombrado para dirigir la seguridad nacional. Tal como señala hoy Ira Chernus, colaborador regular de TomDispatch y profesor de Estudios Religiosos, los personajes nombrados coinciden en creer –sombras del GWOT– que en este mismo momento Estados Unidos está comprometido en una auténtica “guerra mundial”; también parecen creer que está en juego tanto la suerte de nuestro país como la del mundo entero, aunque ninguno de ellos es capaz de precisar contra quién estamos combatiendo en realidad. Esta lucha contra... bueno, quienquiera que sea, es tan apocalíptica que, en opinión de esas personas, lo que está en juego es la propia civilización “judeo-cristiana” (de ahí la reciente prohibición de lo musulmán, aunque no sea propiamente definida de esa manera). Acerca de todo esto y para probarlo, Chernus cita las nefastas palabras de los elegidos por Trump.
Ahora mismo, ¿quién podría negar que muchos estadounidenses han perdido la capacidad de ver el mundo tal como es, ver las cosas en perspectiva o separar las auténticas amenazas de las construcciones fantasiosas? Por ende, estamos conducidos por unos funcionarios delirantes, como si lo hiciera –en un terrible film de Hollywood sobre la decadencia del Imperio Romano– un líder loco e impulsivo (que podría ser muy capaz de, en cuestión de unos meses de poner a todo el mundo contra nosotros). Si el lector no me cree, sumérjase en lo que hoy describe Chernus y en una guerra de fantasía y en un destino apocalíptico que supuestamente nos espera si no luchamos con todas nuestras fuerzas contra... bueno...
¿Una perspectiva, un contexto, una proporción? Perdone, terrícola, no le entendemos bien.

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El terror dentro de la Casa Blanca de Trump

¿Qué política de seguridad nacional procurará hacer la administración Trump en el ámbito mundial? Sobre esta cuestión, y sobre muchas otras, el recién asumido presidente ha brindado suficientes y contradictorios tweets, pistas y comentarios que ahora mismo la única respuesta definitiva es: ¿quién lo sabe?
Durante su campaña presidencial, Trump prometió más o menos una política exterior de no intervención, aunque también insinuó que podría hacer todo lo contrario. Por supuesto, ahí estaba el ISIS (en adelante, el Daesh), que debía ser destruido; él juró lo “bombardearía hasta hacerlo polvo”. Sugirió que incluso consideraría la utilización de armas nucleares en Oriente Medio. Y, como diría el doctor Seuss, eso no era todo, oh no: eso no era todo. Trump ha advertido frecuentemente acerca de los peligros de una terrorífica ola de “islamismo radical” e insistido en que “los terroristas y sus organizaciones tanto en el ámbito regional como en el global deben ser extirpados de la faz de la Tierra; una misión de la que nosotros nos encargaremos” (él ya ha ordenado su primera operación especial en Yemen que ocasionó la muerte de muchos civiles, entre ellos un ciudadano estadounidense).
Y cuando se trata de golpear a enemigos, difícilmente Trump esté deseando parar ahí, como le dijo a CNN: “Pienso que el islam nos odia”. Después, rechazó limitar ese odio al “islamismo radical”, ya que en la cuestión de los fieles de esa religión “es muy difícil definirlos, es muy difícil distinguirlos. Porque no se sabe quién es quién”.
Y cuando se trata de enemigos, ¿por qué limitarnos al islam? Aunque el presidente Trump ha cosechado innumerables titulares por propiciar un posible acercamiento con la Rusia de Vladimir Putin, durante la campaña electoral también sugirió que él iba a ser más duro que Hillary Clinton con el presidente ruso, que podría tener “una horrible relación” con Putin y que quizás incluso considerara el empleo de armas atómicas en Europa, presumiblemente contra los rusos. Ciertamente, su aparente entusiasmo por aumentar notablemente el arsenal nuclear, representa otro desafío para Rusia.
Y todavía, por supuesto, está China. Después de todo, además de los beligerantes comentarios de Trump sobre ese país, tanto su eventual secretario de Estado, Rex Tillerson, como su secretario de Prensa, Sean Spicer, ambos han insinuado recientemente que Estados Unidos debería impedir que China acceda a las islas artificiales que China ha creado y fortificado en el mar de la China Meridional; algo que, obviamente, sería un acto de guerra estadounidense.
En resumen. No tomemos con demasiada seriedad la promesa de no intervención formulada por un hombre que trata, sobre todo, de derramar dinero en otra “reconstrucción” de unas “diezmadas” fuerzas armadas de Estados Unidos. Solo conjeturar dónde se centrarán las futuras intervenciones de la administración Trump es, en el mejor de los casos, algo confuso, ya que el perfil de ‘El Enemigo’ –aparte del Daesh– sigue siendo un blanco que no para de moverse.
No obstante, supongamos que juzgamos al nuevo presidente no solo por sus declaraciones sino por las de quienes le acompañan, para el caso, aquellos que él eligió para que le asesoren en relación con la seguridad nacional. Si lo hacemos, el cuadro que surge es extraño. Solo hay un tema en el que todos los nombrados por Trump en los principales cargos de la seguridad nacional parecen claros como el cristal. Cada uno de ellos insiste en que estamos en nada menos que una guerra en la que la no intervención sencillamente no tiene cabida. Y en eso, raramente alguno rinde pleitesía al presidente. Cada unos de ellos asumió esa posición antes de que supieran que un día formarían parte de la administración Trump.
Solo hay un pequeño problema: ninguno de ellos es capaz de decidir contra quién estamos combatiendo en esta nuestra guerra mundial del siglo XXI. Por lo tanto, echemos una mirada a los integrantes de este equipo, uno a uno, y veamos qué pueden decirnos sus dichos sobre la cuestión de la intervención al estilo Trump.

El campo del miedo de Michael Flynn

Es posible que la palabra militar más influyente sea la del teniente coronel retirado y asesor de la seguridad nacional Michael Flynn (a pesar de que es evidente que su posición ya está debilitándose). Flynn estará al frente del Consejo de Seguridad Nacional (NSC, por sus siglas en inglés), al que el historiador David Rothkppf llama el “cerebro” y “centro neurálgico” de la Casa Blanca. Flyn expuso detalladamente sus puntos de vista en el libro que él y el neocon Michael Ledeen escribieron en 2014: The Field of Fight: How We Can Win the Global War Against Radical Islam and Its Allies (El campo de batalla: cómo podemos ganar la guerra global contra el islamismo radical y sus aliados) –un libro del que Trump, de quien se sabe que no lee, dice que es “muy recomendable”–. Decir que los puntos de vista de Flynn son aterradores sería un eufemismo.
Estados Unidos, afirma rotundamente Flynn está “en una guerra mundial” que bien podría ser una “guerra de los cien años”. Aun peor; “si perdiésemos esta guerra, [viviríamos] en un país totalitario... en la Rusia de la KGB o en un país nazi como el las SS”. Por lo tanto, deberemos hacer lo que haga falta para ganarla... Si salimos triunfantes, el pueblo estará seguro de que cualquier medio que se utilice será el apropiado”.
Pero, ¿a quién exactamente debemos derrotar? Resulta ser, según él, que nos enfrentamos con un extraordinario conglomerado de enemigos, “que se extiende desde Corea del Norte y China hasta Rusia, Irán, Siria, Cuba, Bolivia, Venezuela y Nicaragua”. Y eso no es todo, ni mucho menos: también están al-Qaeda, Hezbollah, el Daesh e infinidad de otros grupos terroristas”. Y no olvidemos al “narcotréafico, el crimen organizado y el terrorismo” (Flynn ha sostenido que los cárteles mexicanos de la droga ya están colocando carteles en la frontera entre Estados Unidos y México –escritos en árabe, nada menos– para señalarles los “corredores de entrada” a los terroristas islámicos).
¡Vaya una lista! Aun así, aunque en la mayor parte del libro, el “islamismo radical” parece ser el enemigo número 1 de Estados Unidos, Flynn dirige los focos del miedo directamente a un país: “Irán es el eje alrededor del cual gira la alianza, su pieza central”.
Cómo el Irán chiíta puede ser el “eje” de lo que resulta ser la insurgencia de ámbito global Estado Islámico sunní (apodado ISIS) es un misterio. Tal vez no sea solo una versión única del islam la que nos amenaza sino esa religión en sus múltiples variantes; al menos por eso parece haberse decantado Flynn después de que publicara su libro. En esa línea de pensamiento, en febrero de 2016, tuiteó su infame “El miedo al islam es RACIONAL” en defensa de un vídeo que criticaba y vilipendiaba a la religión con 1.600 millones de adeptos en el mundo. Es evidente que aún hoy, él sigue sin haber decidido si el “islamismo radical” –o quizás el islam como un todo– es una religión o una ideología política a la que nosotros debemos combatir hasta acabar con ella.
En nuestro mundo de hoy, todo esto pone de relieve otra flagrante contradicción: ¿por qué se aliaría la Rusia de Vladimir Putin, que durante tanto tiempo resistió ferozmente todas las insurgencias musulmanas dentro de su propias fronteras y ahora está combatiendo en Siria, con el radicalismo islámico mundial? Con la intención de aclarar todo lo que de otro modo no tiene ningún sentido, en su libro, Flynn ofrece esta simplista (y rocambolesca) explicación: todas la fuerzas dispuestas contra nosotros en el mundo están “unidas por su odio al Occidente democrático y su convicción de que la dictadura es algo superior”.
La ideología antidemocrática mata a todo*. Nuestros enemigos libran una guerra “contra la totalidad de la empresa occidental”. Para responder a esto, en su libro, Flynn sube la apuesta de la naturaleza religiosa de nuestra guerra global, haciendo un llamamiento a todos los estadounidenses para que “aceptemos que nuestro país fue fundado a partir de una ideología judeo-cristiana basada en una conjunto moral de reglas y vínculos... Occidente, y sobre todo Estados Unidos, es mucho más civilizado, mucho más ético y moral que el sistema que nuestros principales enemigos quieren imponernos”.
Sin embargo, da la casualidad de que Flynn parece haber llegado a una conclusión un tanto diferente desde que su libro fue publicado. “Es imposible que hagamos lo que queremos hacer a menos que trabajemos junto con Rusia, y punto”, le dijo al New York Times. “Lo que tenemos es un enemigo en común... el radicalismo islámico.” Resulta ser que los rusos podrían formar parte de esa... bueno, ¿por qué no utilizar la palabra?... cruzada cristiana contra el islam. Y entre otras cosas, Rusia podría incluso ser capaz de ayudar “a conseguir que los iraníes den marcha atrás en las guerras por delegación en las que están implicados” (una de las cuales, sin embargo, es contra el Daesh, una realidad a la que Flynn sencillamente elude).
Por supuesto, en este periodo, Rusia no ha cambiado significativamente su política. Es Flynn quien da la impresión de –en un momento en que la estrategia geopolítica prevalece sobre la ideología– haber cambiado de parecer en cuanto a quién es nuestro enemigo.
“Yo quisiera que este enemigo fuera claramente definido por este presidente”, dijo Flynn mientras hablaba acerca del presidente Obama. Ahora, cuando el presidente es Donald Trump, Flynn es el único que debe hacer esa definición; lo que tiene en la mano es una larga lista de enemigos, algunos de los cuales está claro que se llevan como el perro y el gato; evidentemente se trata de una lista abierta a una radical revisión en cualquier momento.
Todo lo que podemos decir con alguna seguridad es que a Michael Flynn no le gusta el islam y que quiere que nosotros tengamos miedo, mucho miedo, mientras nos batimos en esa “guerra mundial”, que es su guerra. Parece que cuando eligió el título para su libro se olvidó de una letra; debería haberse llamado El campo del miedo**. Su empleo actual merece también una pequeña corrección: asesor en inseguridad nacional.

Un incierto equipo de (in)seguridad

En el equipo de la inseguridad nacional encabezado por Flynn, todo el mundo parece compartir una única convicción: ciertamente, todos estamos ya en una guerra global, una guerra que podríamos perder. Pero cada uno de sus integrantes, sea hombre o mujer, tiene su predilecto en la larga lista Flynn de enemigos enunciados.
Por ejemplo, su principal ayudante en el NSC, K.T. McFarland. Para ella, el enemigo no es un país o una organización política sino un vagamente definido “apocalíptico culto a la muerte... el más violento y letal de la historia”, llamado “radicalismo islámico”. McFarland agrega, “si no destruimos el azote del islamismo radical, este acabará destruyendo la civilización occidental... y los valores que nos son queridos”. Para ella, se trata de una vieja historia: la civilización contra la barbarie.
Es imposible saber si McFarland tiene alguna influencia real en las decisiones que se toman en el Despacho Oval, pero su visión del enemigo fue expresada con el mismo lenguaje por alguien que sí tiene esa influencia: el nacionalista blanco Steve Bannon, a quien el presidente le ha confiado un asiento en el Consejo de Seguridad Nacional (se ha sabido que ha sido uno de los principales redactores del discurso de asunción del nuevo presidente). El principal consejero y asesor clave en relación con la política exterior y su estrategia en el largo plazo mostró una rara perspicacia en una conferencia que dio nada menos que en el Vaticano en el verano [europeo] de 2014.
Estamos en “una guerra que ya es global”, dijo Bannon, “una guerra abierta contra el fascismo del yihadismo islámico”. Sin embargo, nos enfrentamos con una amenaza igualmente peligrosa: “una inmensa secularización de Occidente”, que “converge” con el “radicalismo islámico” en una forma que él no se tomó la molestia de explicar. No obstante, fue muy claro al decir que la batalla contra la “nueva barbarie” del “radicalismo islámico” es una “crisis de nuestra fe”, una lucha para salvar las propias ideas del “Occidente judeo-cristiano... una iglesia y una civilización que en realidad es la flor y nata de la humanidad”.
Parece que el nuevo director de la CIA, Mike Pompeo, coincide sin reservas con Bannon en cuanto a que estamos en una guerra religiosa de ámbito mundial, “el tipo de lucha que con el que éste país no se había enfrentado desde las grandes guerras”. Parte de la clave de la supervivencia, tal como él la ve, es contar con “más políticos imbuidos de fe para infundir su creencia al gobierno y volver a poner a Estados Unidos en el buen camino en lugar de doblegarse ante el secularismo”. En esta batalla entre iglesias y mezquitas, él sostiene también que se ha trazado una línea divisoria entre “quienes aceptan la modernidad y los bárbaros”; para él, esto es “el oriente islámico”. En tan grandilocuente maraña, quién es quién entre nuestros enemigos es un puesto que continúa estando vacante. Todo lo que Pompeo sabe con seguridad es que “el mal nos rodea”.
El general retirado y secretario de Defensa James Mattis admite con franqueza lo confuso que es todo esto, pero también él insiste en que “debemos tener una posición firme y estratégica en defensa de nuestros valores”. ¿Y quien exactamente está amenazando esos valores? “¿El islam político?”, preguntó retóricamente a su audiencia. En esta cuestión, él mismo respondió así: “Debemos discutir esto”. Después de todo, continuó, “Si no nos hacemos esta pregunta, ¿cómo reconoceremos cuál es nuestro lado en un conflicto?”.
Sin embargo, hace algunos años, cuando Barack Obama le pidió que, como comandante del CENTCOM*** en Oriente Medio, explicara detalladamente sus prioridades, Mattis fue claro como la luz del día: “Número 1: Irán, Número 2: Irán, Número 3: Irán”. Por otra parte, en su cesión de confirmación, de pronto reveló que Rusia era “una amenaza de primer orden... un adversario en zonas críticas”.
Todavía un punto de vista más; es el del general retirado y secretario de Seguridad Interior James Kelly. También él está seguro de que “en estos momentos, nuestro país está en una lucha a muerte contra un enemigo maligno” que está “en todo el planeta”. Pero para él, ese malvado enemigo está representado, sobre todo, por los cárteles de la droga y los inmigrantes indocumentados que cruzan la frontera EEUU-México. Esta es la verdadera amenaza “existencial” para Estados Unidos.
Todos los miembros del equipo de la seguridad nacional del presidente Trump parecen estar de acuerdo en una cosa: Estados Unidos está en una guerra global a muerte, una guerra que podríamos perder y que sumiría a nuestro país una versión bastante literal de la ruina apocalíptica. Aun así, no existe consenso acerca de contra quién o contra qué estamos combatiendo.
Flynn, supuestamente la voz decisiva del equipo de la seguridad nacional, ofrece una amplia y cambiante selección de enemigos que pululan amenazadoramente en el campo del miedo del universo Trump. El resto señala y pone el acento en uno o más grupos, movimientos o países que integran es confusa caterva de potenciales enemigos.

Necesitamos un enemigo; cualquier enemigo

Por supuesto, esto podría conducir a la exacerbación de las disensiones y a una lucha por el control de las políticas exterior y militar del presidente. Aunque es más probable que Trump y su equipo no vean que esas diferencias sean críticas en tanto todos coincidan en que la amenaza de destrucción está realmente en nuestra puerta, sea quien sea el que traiga nuestro destino apocalíptico. Arrancando con semejante terrorífica suposición acerca de la cual nuestro mundo actual funciona como una premisa incuestionable, los integrantes del equipo de la seguridad nacional pueden jugar a ‘rellenar el espacio en blanco’ y nombrar a un nuevo enemigo tan a menudo como les plazca.
Después de todo, durante casi los últimos 100 años, los estadounidenses hemos estado rellenando el espacio en blanco con bastante regularidad: primero con los nazis y los fascistas de la Segunda Guerra Mundial, después la Unión Soviética y los países del “bloque comunista” (hasta que, como pasó con China y Yugoslavia, dejaron de estar), después los vietnamitas, los cubanos, los granadinos, los panameños, los llamados narco-terroristas, al-Qaeda (¡desde luego!) y, más recientemente, el Daesh, entre otros. Trump nos recuerda esta historia cuando dice cosas como: “En el siglo XX, Estados Unidos derrotó al fascismo, al nazismo y al comunismo. Derrotaremos al terrorismo del radicalismo islámico, como lo hemos hecho con cada amenaza que debimos enfrentar en cualquier época pasada”.
El campo de miedo que Trump y su gente están trayendo a la Casa Blanca es, hoy por hoy, una versión extrema de un rasgo conocido de la vida estadounidense. El espectro del Apocalipsis (en el nuestro significado moderno del mundo), la noción de que enfrentamos un enemigo consagrado por encima de cualquier otra cosa a destruirnos totalmente, está enterrada tan profundamente en nuestro discurso político que raramente dedicamos algún tiempo a pensar en ella.
Una pregunta: ¿por qué semejante enfoque apocalíptico –incluso cuando es tan ridículamente confuso y carente de hechos básicos que le den sustento, por no decir confuso para sus propios defensores– es tan convincente para tantos estadounidenses?
Hay una respuesta que parece bastante clara: es difícil unir a la gente detrás de intervenciones militares y guerras que apunten explícitamente a la expansión del poder y el control de Estados Unidos en el mundo (razón por la cual los funcionarios más importantes de la administración Bush trabajaron tan arduamente para colocar unas armas de destrucción masiva en el Irak de Saddam Hussein y vincularle falsamente con los ataques del 11-S para invadir su país en 2003). Durante muchos años, los estadounidenses aseguraron a los encuestadores que no querían ser los policías del mundo. Entonces, tal como han reconocido exitosos líderes desde el presidente Franklin Roosevelt, cualquier guerra o paso en esa dirección debe ser disfrazado con la palabra defensa; si además puede añadirse la sensación de una amenaza apocalíptica, tanto mejor.
Defensa es un eufemismo del léxico estadounidense (empezando por el departamento de Defensa, conocido alguna vez con mayor exactitud como el departamento de Guerra). Confiere un aura de justificación moral a la más violenta y agresiva de las acciones. Tan pronto como el público esté convencido de que debemos defendernos a cualquier precio de un enemigo que amenaza a nuestro mundo, todo es posible.
Trump y su equipo de la seguridad nacional gozan de un beneficio añadido: las noticias, los medios que difunden noticias continuamente y tienen la tendencia de inflar incluso las acciones relativamente modestas (aunque sean hechos sangrientos) de los terroristas tipo “lobos solitarios” hasta sumir nuestra vida –durante las 24 horas de cada día de la semana– en una atmósfera de amenaza total. Imágenes de terror que en otros tiempos eran mostradas unos pocos minutos en las noticias de la noche de la TV, hoy son ofrecidas interminablemente –como sucedió con la matanza de San Barnardino o la del night club Pulse– durante días, incluso semanas.
Ciertamente, cuando tantos consumidores de noticias en la nación más poderosa del mundo aceptan tan truculentas imágenes –y su propia supuesta vulnerabilidad amenazada– como la realidad misma (las encuestas nos dicen que para muchos estadounidenses esto es efectivamente así), en parte es porque esto hace que cualquier violencia que nuestro gobierno inflija a otros parezca “lamentable, pero necesario”, por lo tanto, moral; es decir, nos libera de cualquier responsabilidad.
En parte, también, esa ansiedad colectiva por lo apocalíptico proporciona a los estadounidenses un vínculo perverso en un mundo en el que –como mostró la última campaña presidencial– es cada vez más difícil encontrar un denominador común que defina una identidad estadounidense que nos venga bien a todos. Lo más cercano a eso es la compartida determinación de defender nuestro país contra quienes lo destruirían. En 2017, si no tuviésemos esos enemigos, ¿tendríamos una idea compartida de qué significa ser estadounidense? Ahora, después de haber compartido ese sentido de identidad durante tres cuartos de siglo, para la mayoría de nosotros ese sentido se ha convertido en un hábito que no se cuestiona, esa peculiar comodidad que suele producirnos lo conocido.
Llegados a este punto, más allá de subir la apuesta contra el Daesh, nadie puede pronosticar qué fuerza, qué conjunto de grupos o países, o incluso qué religión, puede elegir la administración Trump como la próxima gran “amenaza a la seguridad nacional”. Sin embargo, mientras el gobierno, los medios y buena parte de la población estén de acuerdo en que exorcizar el mal es la principal misión de Estados Unidos, la administración tendrá algo muy parecido a un cheque en blanco para hacer lo que más le guste. Cuando se trata de “defender” la nación, ¿qué otra opción hay?

Ira Chernus
TomDispatch
Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García

* Aquí, el autor hace un intraducible juego de palabras en el que utiliza el vocablo trump. En los juegos de naipes, trump significa “matar” –una carta a otra de menor valor–. (N. del T.)
** El título del libro es The Field of Fight... (el campo de batalla); el autor habla de una “r” olvidada. Si la rescatamos, sería The Field of Fright... (el campo del miedo). (N. del T.)
*** Comando Central de Estados Unidos. (N. del T.)

Ira Chernus, colaborador habitual de TomDispatch, es profesor emérito de Estudios Religiosos en la Universidad de Colorado, Boulder, y autor de MythicAmerica: Essays (accesible on-line).

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