9 de abril de 1927, Boston, Estados Unidos. Bartolomé Vanzetti aprisiona con sus manos de vendedor de pescado el sombrero que lleva para la ocasión. Hoy es un día importante: el juez va a dictar su sentencia. Tras un juicio absurdo, plagado de torturas y falsos testigos, tras siete años de cárcel, es condenado a la silla eléctrica por un crimen que no cometió. Entonces las palabras Vanzetti enmudecen la sala. “Si no hubiera sido por esto, podría haber vivido mi vida hasta el final, hablando en las esquinas a los hombres desdeñosos. Habría muerto, desconocido, inadvertido, fracasado. Ahora no hemos fracasado. Esta es nuestra carrera y nuestro triunfo.¡Nuestras palabras, nuestras vidas, nuestros dolores, no son nada! El último momento nos pertenece, la agonía es nuestro triunfo”.
¿De qué gesta habla ese obrero anarquista, cuando la sombra del verdugo lo acecha?
Habla de los piquetes que se reunirán frente a la casa de gobierno antes de su ejecución. De las mujeres que llegarán desde los barrios pobres del Estado, con sus hijos en brazos, y se unirán a los obreros que salen de sus fábricas.
Norteamericanos pero también irlandeses, suecos, chinos. No habrá idiomas que los separe.
Habla del grito desesperado del presidente Coolidge. “¿Cómo que huelgas y ventanas rotas de embajadas de toda América Latina? ¿Qué tienen que ver ellos?”.
Habla de los duros rostros de los mineros ingleses, tras marchar toda la noche exigiendo libertad. De los obreros que se paraban frente a los diarios murales en las fábricas de Moscú, y discutían, y cantaban el himno de los trabajadores.
De aquel que se subió a la máquina más grande de la planta textil en Bombay para gritar. “¡Ahora vamos a parar nuestro trabajo, esta última hora, para honrar a dos camaradas que van morir!”. De los ferroviarios australianos que pararon, aunque 1000 de ellos serían luego despedidos. Del llanto de los trabajadores franceses, de los volantes clandestinos de los luchadores polacos, de las bombas desesperadas de los anarquistas argentinos. Porque en nuestro país hubo decenas de acciones y como en otros países se formaron comités pro Sacco y Vanzetti. En Rosario y Bahía Blanca la huelga fue general. Ferroviarios y estibadores no cargaron productos norteamericanos.
“¿Qué hora es en Boston?” se preguntaban la última noche cientos de miles de obreros en los cinco continentes. La suerte de esos dos luchadores, que sabían injustamente condenados por el mismo sistema que los oprimía, ya había ganado la conciencia de todos ellos. Esa era la gesta que reivindicaba Vanzetti ante el juez, aunque finalmente no podría salvar sus vidas.
Y no las salvó porque se trataba de un castigo ejemplar. Lo resumía, con tremenda claridad, un delegado sindical en los piquetes en Nueva York. “Estos hombres mueren por nosotros. Los patrones tienen miedo, no de ustedes ni de mí. Tienen miedo de lo que ven moverse y agitarse en todo el mundo. Tienen miedo de lo que ha pasado en Rusia; de Rusia llega un rumor rojo, y a ellos eso no les gusta nada. Por eso, esta vez son ellos quienes nos hacen una advertencia a nosotros. ¡Pueden aullar todo lo que quieran, pero esta noche Sacco y Vanzetti van a morir, y la clase obrera norteamericana habrá recibido una lección! Clara, brutal. Así es como lo veo yo”.
El 23 de agosto de 1927 Sacco y Vanzetti fueron ejecutados. Los dirigentes de la Federación Norteamericana del Trabajo no estuvieron a la altura de la solidaridad que surgía en todo el mundo. Tampoco el Partido Comunista, ya en manos del stalinismo. Pero nadie podría borrar de la historia obrera la enorme campaña de solidaridad internacional que recorrió el planeta. Ni las palabras de los condenados.(*)
20 de diciembre de 2013, Buenos Aires, Argentina. Ramón Cortez se acomoda su gorra de trabajo, mientras mira a la multitud en la Plaza de Mayo. “Estoy muy emocionado de estar con ustedes acá. Por salir a pelear contra el impuesto a las ganancias hemos sufrido torturas. Estaremos condenados a cadena perpetua, pero no estamos de rodillas ante ningún juez ni ningún gobierno. Asesinos son ellos, represores son ellos. La única forma que esa condena no se haga efectiva es haciendo huelgas, paros, manifestaciones. Porque si tenemos miedo nos van a pisotear, y a los trabajadores y los luchadores ningún juez ni milico nos va a pisotear. Hoy me siento más fuerte que nunca. Espero que sigan luchando con nosotros, por nosotros, y por toda la clase trabajadora.”
Las palabras de Cortez retumban en la casa de gobierno, en los rostros de militantes obreros y estudiantiles que lo escuchan. Tras un juicio absurdo, plagado de torturas y falsos testigos, tras años de cárcel, es condenado a prisión perpetua por un crimen que no cometió.
¿De qué fuerza habla ese luchador obrero, cuando la sombra del carcelero lo acecha?
Habla de los miles que han formado parte, de una u otra manera, de la campaña por su absolución. De los trabajadores petroleros, de la alimentación, ceramistas, de la salud y gráficos, entre tantos otros, que a pesar del cerco mediático y la miserable actitud de la burocracia sindical, han hecho a puro pulmón una campaña todavía en pie.
Habla de los obreros de Donnelley y su enorme ejemplo. Del corte que organizaron junto a otras comisiones internas (Kraft, Paty, Garrahan, SUTEBA, Ademys) y organizaciones de izquierda. De su militancia en el cordón industrial de la zona norte y el paro de una hora por turno. Del viaje de una delegación al juicio en Caleta Olivia. De las colectas y de aquella histórica asamblea, cuando los gráficos recibieron a la delegación petrolera con las máquinas paradas, para discutir juntos cómo seguir la campaña. Una tremenda escuela de formación política, de la que el PTS y la Agrupación Gráfica Clasista tienen el orgullo de ser parte.
Queda mucho por hacer, es cierto. La justicia que condena tiene el respaldo de las petroleras y el poder político. Como siempre. Como decía Vanzetti, como dice Cortez. Porque cuando las rebeliones pasadas pueden ser el camino contra los ajustes futuros, cuando la burocracia está desprestigiada y la izquierda clasista empieza a ganar comisiones internas y se propone pelear los sindicatos, los “castigos ejemplares” son (otra vez) el arma de los capitalistas.
Entonces las palabras de Vanzetti y de Cortez tienen que retumbar en nuestros oídos, correr por nuestra sangre. Para que los petroleros no vayan presos; para recuperar las mejores tradiciones de la clase obrera y los revolucionarios; para militar contra el sistema social que nos condena.
¿Qué hora es en Las Heras?
Lucho Aguilar
(*) Las citas pertenecen al libro de Howard Fast, “La pasión según Sac
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