jueves, noviembre 22, 2018

Los silenciados, los laureados y los aduladores: escritores en tiempos de Stalin



La palabra arrestada (2018), del periodista y poeta Vitali Shentalinski, es una versión acotada pero a su vez actualizada de la trilogía donde recorría los destinos de muchos de los escritores represaliados por el stalinismo a partir de los archivos conocidos recién tras la disolución de la URSS.
Los escritores soviéticos se dividen en tres categorías: los que golpean las máquinas de escribir, los que se comunican golpeando los muros de sus celdas y los que simplemente golpean con sus delaciones...
Así resume el autor la tipología de sus personajes: los fusilados, apresados, enviados a campos de trabajo forzado o librados al ostracismo en la URSS stalinista, pero también los informantes, los trepadores o defensores del régimen que los denunciaron. A veces las categorías se solapan, ya sea porque algunas declaraciones arrancadas bajo tortura terminaban incriminando a otros, o bien porque “escupir para arriba” terminó como advierte el refrán para algunos de los solícitos informantes.
Como iniciador de la Comisión para la Herencia Creativa de los Escritores Víctimas de las Represiones en la URSS, Shentalinski fue el primero en tener acceso a los archivos sobre escritores que se guardaban en la Lubianka (sede de los sucesivos organismos de seguridad interior de la URSS: NVKD, GPU, OGPU, KGB). Hay allí actas de interrogatorios, confesiones, informes de infiltrados en los círculos intelectuales pero también entre amigos, familiares, colegas; cartas dirigidas al organismo solicitando información sobre detenidos que permanecían allí meses sin que se formalizara una causa concreta, o que reclamaban la restitución de pertenencias (sobre todo escritos) secuestrados durante los allanamientos o detenciones, pero también cartas personales interceptadas. En suma, pilas de palabras acumuladas a lo largo de años para silenciar otras palabras: el capítulo literario de los Juicios de Moscú.
El autor publicó, durante las décadas de 1990 y 2000, tres libros dedicados a lo que la Comisión iba descubriendo, publicados en castellano como Esclavos de la libertad, Denuncia contra Sócrates y Crimen y castigo. Ahora decidió publicar por Galaxia Gutenberg un compendio que reúne algunos de los casos más conocidos, actualizándolos con nuevos hallazgos.
Un martirologio. Así define el escritor el trayecto de sus protagonistas: Bábel, Mandelstam, Bulgákov, Tsvietáieva, Platónov, Ajmátova. En sus historias de entrelazan otras, como las de Meyerhold o Pasternak. El libro también incluye un capítulo dedicado a Gorki, pilar de la política hacia la literatura por aquellos años, con el que el autor no escatima sus críticas por complicidad, pero para el que reconoce también una cadena de adulaciones y privilegios que apenas disimulaban la jaula que Stalin le había destinado.
Ya alguien había descripto la situación del arte en la URSS de Stalin así. Fue Trotsky en La revolución traicionada:
La vida del arte soviético es una especie de martirologio. Después del artículo consigna de Pravda en contra del “formalismo”, se inicia entre los escritores, los pintores, los directores teatrales, y aun los cantantes de ópera, una epidemia de humillantes retractaciones [...] Hay algo profundamente trágico en este bizantinismo y gobierno policial, a pesar de la comedia involuntaria de algunas de sus manifestaciones. [...] En realidad, a pesar de algunas excepciones, la época termidoriana entrará en la historia como la de los mediocres, laureados y aduladores.
Los materiales que cita Shentalinski parecen confirmarlo. Los casos famosos eran ya conocidos, pero las actas rectifican fechas de muerte y lugares de que habían permanecido secretos, y que durante años siguieron reproduciéndose en manuales, biografías y estudios que registraban las falsedades de la versión oficial, en muchos casos hasta en estos “detalles” –a veces para ocultar sus crímenes, a veces al contrario, para inventarse crímenes que cargarle a otros, como en el caso de la muerte de Gorki–.
La acusación más común era la siguiente derivación: crítica al régimen = relaciones con el trotskismo = actividades antisoviéticas, que podían ir desde “propaganda contrarrevolucionaria” hasta complots para asesinar a Stalin. Un brindis “por la perdición de Stalin” (en el caso de Platónov), un poema satírico (Mandelstam), o una parodia de la vida cotidiana (Bulgákov), eran suficientes para detenerlos: los interrogatorios completaban el proceso.
La maquinaria podría empalidecer a Kafka. El proceso, con todo lo aparatoso que resultaba (inteligencia, intercepción de correspondencia, cruce de testimonios, careos, interrogatorios, confesiones, requisas, etc.), solo son formalidades para sustanciar lo que en la Lubianka ya se había establecido. Un acta del interrogatorio a Bábel deja asentado, por ejemplo:
Pregunta. Ha sido usted detenido por sus actividades antisoviéticas y por traición. ¿Se considera culpable de estos cargos?
Respuesta. No, no me considero culpable.
P. ¿Cómo hay que considerar su declaración de inocencia ante la evidencia de su detención? [...] No le queda otra salida que reconocer sus actividades delictivas y de traición...
La detención ya es prueba de la culpabilidad, pero una “confesión” tampoco alcanzaba. Además de otros nombres, se buscaban redes que ni el mismo acusado habría aún imaginado. La versión Minority Report de la Lubianka. A Mandelstam le preguntan:
Su panfleto contrarrevolucionario My zhiviom... [Nosotros vivimos...] ¿expresa únicamente su propia percepción, la de Mandelstam, o también la actitud de un determinado grupo social? [...] ¿Significa eso que su panfleto es un arma de lucha contrarrevolucionaria únicamente útil para el grupo que ha mencionado o también puede ser empleada con estos mismos objetivos por otros grupos sociales?
Sin embargo, es ese mismo aparato burocrático brutal que insiste en sonsacar no solo “delitos” sino autoconfirmaciones de sus juicios previos, el que deja registro, entre delirios y falsedades, de reflexiones políticas y estéticas de estos escritores, manuscritos inéditos con ideas a medio desarrollar o versiones de obras publicadas que aportan de manera trágica al conocimiento de sus obras.
Una de estas “confesiones”, la de Mandelstam, podría ser una buena descripción, amargamente demasiado realista, de la doctrina del “realismo socialista”:
… he comprendido que mi argumento, que será útil para muchos, es el autodesenmascaramiento, un relato verídico, artístico y despiadado de la vida de una persona “buena” durante la Revolución. Con este argumento, y por primera vez, he avanzado en mi tarea. No lo he terminado. Su forma ha variado y ha adoptado la de las actas de la instrucción judicial...
El libro también señala la relación, que un matriculado podría caracterizar fácilmente de psicopática, que Stalin mantenía con muchos de estos escritores. Sus gustos y opiniones podían significar la ruina, pero también la “salvación” (siempre temporaria), como sufrió Bulgákov por la desgracia de haber escrito una obra del gusto de Stalin. Pero este juego del gato con el ratón respondía sobre todo a necesidades políticas: cuando el escritor era suficientemente conocido para despertar alarmas su desaparición, las medidas represivas podían no menguar pero el fusilamiento se posponía por su intermediación, dando la imagen de que Stalin, en su buena predisposición hacia los artistas, controlaba a sus canes salvajes.
Que los procesos tuvieran que tener en cuenta la opinión pública, o incluso las internas dentro del bloque stalinista, como se refleja en las ideas y vueltas, liberaciones y reapresamientos que iban acumulándose en la carpeta de cada escritor, son muestra de que el régimen tenía sus debilidades y fisuras, lejos del monolito absoluto que propone Shentalinski, que representaría a todo el proceso revolucionario como un totalitarismo sin escapatoria.
Esa es la gran debilidad del libro, que refleja el momento de su elaboración original y la ubicación del autor. La Perestroika, realizada por un sector del mismo aparato que se retiraba del poder y abrazaba el capitalismo, es su nadir. Su perspectiva es la del relato liberal desembozado que define a todo el proceso revolucionario como un totalitarismo instaurado por el “golpe de Estado” bolchevique. No registra fisuras en su interpretación porque no registra otras alternativas para combatir la degeneración stalinista del Estado obrero que no sea la restauración capitalista, de la que el autor es entusiasta.
Amén de las posiciones políticas que se adopten sobre el desarrollo de este proceso, su perspectiva tiene en el libro efectos paradójicos en relación a los hechos que recupera y la explicación que construye: quien quiere recuperar la memoria histórica, deshistoriza. Busca dejar la pesadilla burocrática atrás de una vez y para siempre, pero festeja como gesto heroico que su petitorio por la revisión de los archivos haya ascendido por todos los niveles que el régimen le asigna. Quiere exponer la verdadera cara del “realismo socialista”, pero omite explicar las diferencias palpables en los casos durante la década del 20, en plena lucha fraccional abierta, y la del 30, cuando el stalinismo se asienta, aun cuando en sus descripciones se evidencian esas marchas y contramarchas. A pesar de que todos sus casos terminan trágicamente bajo acusaciones de trotskismo (existiera o no esa filiación efectivamente), no menciona ninguno de los debates al interior de la URSStras la muerte de Lenin, ni en el terreno político general ni en el cultural que lo ocupa, ni a nivel internacional.
“La revolución se come a sus hijos” es el corolario de Shentalinski, y por eso espera que su libro sirva para que nadie vuelva a intentarlo, aprendiendo la lección. Pero así deja en un lugar contradictorio a sus propios protagonistas, que intenta retratar como héroes pero que, desde esta perspectiva, pareciera que en muchos casos “se lo buscaron”: casi todos ellos compartieron las ilusiones en la revolución, enrolados en distintas tendencias políticas –y los que no, la tienen también como protagonista–. Despolitizados, deshistorizados, los elementos que aportan los archivos sobre sus obras, reflexiones y acciones, parecen también desdibujarse.

Ariane Díaz

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