Desde los múltiples ojos de las pantallas mediáticas y los controles policiales, el gobierno de Milei observó, con tensa contención, la masiva marcha que recorrió las arterias de varias ciudades argentinas. Por segunda vez, las pulsiones represivas fueron contenidas. Esta manifestación, la segunda en magnitud contra su gobierno, tuvo nuevamente un motivo claro: la defensa de la universidad pública. Frente al continuo desangramiento de los fondos educativos, erosionados por la inflación, una mayoría simple en ambas cámaras logró aprobar la Ley de Financiamiento Universitario. Sin embargo, Milei, fiel a su retórica confrontativa, anunció su veto, detonando así la movilización y efectivizándolo de inmediato. Ya en columnas anteriores («Comenzando a despertar de la pesadilla» y «Elogio de la protesta», Caras & Caretas 26/4/24 y 10/5/24), habíamos destacado el carácter inédito y transversal de estas movilizaciones, no solo en Argentina, sino también como parte de un fenómeno global cuya represión denuncia la creciente militarización del control social. Este proceso no solo invisibiliza las injusticias, sino que ataca el ejercicio de un derecho humano fundamental: la protesta, que en este caso, por su masividad, fue excepcionalmente admitida. El gobierno subraya que sin embargo fue menor a su antecesora de abril y la prensa complaciente que por tratarse de una reivindicación salarial no tuvo aquel amplio apoyo. Creo, sin embargo, que aunque la cuestión gremial tuvo un énfasis mayor, en la cuestión universitaria expresa mucho más que una demanda puntual.
Mientras estas líneas llegan a imprenta, los 87 votos necesarios para blindar el veto aún no están asegurados. Se trata de aquellos mismos «87 héroes» que convalidaron el -¡otro!- veto a la ley de movilidad jubilatoria que apenas compensaba las migajas de haberes previsionales, también erosionados por la inflación. Pese al respaldo explícito del expresidente Macri y su partido, el PRO, la oposición -integrada por fuerzas provinciales, radicales, peronistas y de izquierda- intenta articularse para rechazarlo, buscando las dos terceras partes necesarias en la Cámara de Diputados.
Podría pensarse que la obstinación de Milei frente a la Ley de Financiamiento Universitario responde exclusivamente a su dogma económico del equilibrio fiscal. Sin embargo, sospecho que esta impugnación va mucho más allá. No solo desafía la valoración social profundamente enraizada de la universidad pública, sino que también colisiona con los parámetros de evaluación académica internacional y atenta contra la autonomía universitaria. En su discurso ante el Foro de Madrid, realizado en el ex Centro Cultural Kirchner, irónicamente rebautizado como «Palacio Libertad», Milei no solo enalteció al mercado como el gran regulador económico, sino que lo elevó al trono de juez y verdugo de la calidad académica. “Los supuestos científicos e intelectuales creen que una titulación los convierte en seres superiores, y por ello debemos subsidiarles su vocación. Si tan valiosas son sus investigaciones, los invito a enfrentarse al mercado, como cualquier hijo de vecino. Publiquen un libro y vean si realmente le interesa a la gente, en lugar de escudarse cobardemente tras la fuerza coercitiva del Estado”. Así como es un outsider en la política, Milei también lo es en el ámbito académico. Solo posee un título de grado de una universidad privada cuya ubicación en el ranking internacional es inversamente proporcional al valor de su matrícula. Carece de publicaciones en revistas científicas, no está categorizado como investigador y jamás ha superado el cargo más elemental de ayudante de cátedra. Si estas carencias no fueran lo suficientemente elocuentes, basta con escucharlo: su dificultad para leer fluidamente y con mínima corrección los discursos que le escriben es evidente. Del mismo modo en que desafía a la política desde afuera, también lo hace con el sistema universitario. La diferencia es que su ingreso en el campo político fue legitimado electoralmente, mientras que en el ámbito científico existen reglas rigurosísimas de convalidación y pertenencia, exámenes, evaluaciones de pares, concursos, jerarquías y movilidad, opuestas al mercado y alejadas del «interés de la gente». Por eso, no solo lo desconoce, sino que a sus miembros los considera «supuestos».
El ingreso legítimo al campo político le ha permitido a Milei desplegar su política de demolición sistemática. En una entrevista concedida en San Francisco, Estados Unidos, al medio Free Press, confesó abiertamente el oscuro corazón de su objetivo: “Amo ser el topo dentro del Estado. Soy el que lo carcome desde las entrañas mismas. Es como estar infiltrado en las filas enemigas. La reforma del Estado tiene que ser llevada a cabo por alguien que odie al Estado, y yo lo odio tanto que estoy dispuesto a soportar todas las calumnias, injurias y mentiras, tanto sobre mi persona como sobre mis seres más queridos, que son mi hermana, mis perros y mis padres, con tal de destruir al Estado”. Y sin duda, está avanzando en esa dirección. Sin embargo, cuando extiende su cruzada destructiva al ámbito académico y científico, se encuentra con un tipo de resistencia diferente, una que no cede fácilmente ante su retórica incendiaria ni su desprecio visceral por lo público.
Utilizo el concepto de «campo» en los términos que Pierre Bourdieu, el sociólogo francés, desarrolló para describir las distintas esferas de la vida social, como la educación, el arte o la política. Cada campo es un universo relativamente autónomo, regido por sus propias reglas, valores y formas de competencia. Dentro de estos espacios, individuos y grupos luchan por posiciones de poder e influencia, utilizando diversos tipos de «capital»: económico, cultural, social o simbólico. Las disputas por la integración o exclusión en estos campos, aunque en constante transformación, son esencialmente luchas entre los agentes dominantes, que buscan mantener su posición privilegiada, y los recién llegados, que intentan irrumpir o ascender en la jerarquía. Esas estas tensiones no solo redibujan los contornos del campo, sino también sus reglas, determinando quiénes son admitidos y quiénes son condenados a la exclusión.
Milei ha dado algunos indicios de su risible pretensión de ser incluido en el campo académico. Entre sus delirios, se arrogó sin pudor la candidatura al Premio Nobel de Economía, y en la solapa de un libro publicado por la editorial Planeta, se presentó como graduado de la Universidad de Buenos Aires con un doctorado en California. Ante semejante papelón, la editorial se vio obligada a retirar la obra de circulación. Además, arrastra denuncias por plagio en varios de sus escritos. La flexibilidad relativa de los campos difícilmente sea tal como para permitirle replicar en el ámbito académico lo que pretende hacer con el Estado: infiltrarse y destruir desde adentro. Sería un despropósito tan descomunal como la incorporación de alguien analfabeto en la Real Academia Española.
Sin embargo, parte de su batalla cultural busca poner en jaque la valoración del sistema universitario, presentando la existencia del campo académico como una burbuja corporativa que flota en la superficie del sudor de los trabajadores. Detrás del cuestionamiento a la gratuidad y al ingreso irrestricto, se oculta una embestida velada a la autonomía universitaria. El gobierno lanzó su ofensiva contra la Ley de Financiamiento Universitario con una serie de falacias que fueron rápidamente desmentidas por el Consejo Interuniversitario Nacional (CIN), la confluencia de los rectores de todas las universidades públicas del país. La primera fue la acusación de que las universidades «inventan estudiantes» para obtener más fondos. El CIN aclaró que el financiamiento no se basa en la cantidad de estudiantes, sino en un presupuesto consolidado que considera salarios, gastos de funcionamiento e inversión en ciencia y tecnología. En segundo lugar, el gobierno afirmó que los pobres no acceden a las universidades, a lo que el CIN respondió que el 48,5% de los dos millones de estudiantes se encuentra por debajo de la línea de pobreza, y casi el 70% proviene de familias sin antecedentes universitarios. También fue necesario desmentir la aseveración de que las universidades carecen de auditorías y que los salarios universitarios habrían crecido más que en el resto del sector público. Finalmente, el CIN refutó la tesis del déficit fiscal, señalando que la ley representa apenas el 0,14% del PBI, una cifra comparable a los beneficios fiscales que el gobierno otorgó a los sectores más ricos con la reducción de impuestos sobre los bienes personales. Continuando con su cruzada recortadora, el presidente hizo uso de las facultades delegadas por la Ley de Bases y dispuso el fin del fondo que sostiene el sistema de becas para miles de estudiantes en distintos niveles: el plan Progresar.
Cualquiera sea el desenlace del veto de Milei -que, a diferencia de quien escribe, el lector ya conocerá al leer estas líneas- el tema universitario se perfila como un hueso mucho más duro de roer que otras áreas sobre las que ejerce su asfixiante presión económica, respaldada por una concreta y feroz represión física ante cualquier resistencia. En primer lugar, porque atraviesa estratos sociales, intereses corporativos, etarios y de diversa índole. Pero, sobre todo, porque en la aspiración universitaria se deposita buena parte de las expectativas de movilidad social, no solo económica, sino también de realización personal. En este terreno, las universidades públicas han superado ampliamente al sistema privado, el cual, paradójicamente, carece de evaluaciones rigurosas, concursos, rendiciones de cuentas y producción científica, y está regido casi exclusivamente por las leyes del mercado. Aunque la Universidad de Buenos Aires (UBA) está categorizada muy por encima del resto del sistema público, este último arrasa con el sistema privado, que no cuenta con ninguna institución entre las primeras 500 del mundo. Sus aulas con aire acondicionado carecen del oxígeno intelectual que brota de las rajaduras edilicias de la UBA y des sus goteras. El ranking británico QS ubicó a la UBA en el puesto 69 a nivel mundial, mientras que las ciencias sociales del CONICET alcanzaron el primer lugar en Iberoamérica y el décimo a nivel mundial, según el ranking Scimago, de un total de 1.870 organismos de Ciencia y Tecnología. Estos reconocimientos desmienten por completo cualquier cuestionamiento sobre la productividad del sistema público.
Incluso antes de la reforma universitaria de 1918, Florencio Sánchez estrenaba, hace ya 121 años, la obra M’hijo el dotor, una aguda síntesis de las legítimas aspiraciones de las clases populares por alcanzar el ascenso y el reconocimiento social, algo que hoy difícilmente pueden ofrecer los lujosos «enseñaderos» con certificaciones al mejor postor, como es el caso de la Universidad de Belgrano (UB), formadora del mismísimo Milei.
Emilio Cafassi (Profesor Titular e Investigador de la Universidad de Buenos Aires).
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