La Tercera Sinfonía de Ludwig Van Beethoven, conocida también como “Sinfonía Heroica”, fue compuesta entre 1802 y 1804. Se afirma que, a sugerencia del mariscal Bernadotte, estuvo inicialmente dedicada por su autor al general Napoleón Bonaparte, entonces Primer Cónsul, encarnación viva, al menos eso se decía, de los ideales de libertad, igualdad y fraternidad de la Revolución francesa y de las antiguas virtudes ciudadanas y republicanas de los cónsules romanos. Al ceñirse Napoleón la corona imperial, traicionando los ideales del movimiento revolucionario, Beethoven dio por terminada la obra. De su inmensa decepción surgió la transformación definitiva de la dedicatoria. La versión última no pudo ser más certera ni lapidaria:
“Compuesta para festejar el recuerdo de un gran hombre”
Nunca entendí mejor las razones de Beethoven, transcurridos 202 años, que al conocer las recientes declaraciones contra la Revolución cubana del Dr James Meredith, quien fuera un destacado luchador por los derechos civiles de los negros norteamericanos en la década de los 60, devenido hoy negación perversa de su propio pasado, sombra en fuga de aquella gesta de luchadores que acorraló al racismo del Sur profundo, aunque sin lograr herirlo de muerte.
Estamos ante un caso aleccionador, digno de figurar en las pantallas de los cines como versión postmoderna de “Lo que el viento se llevó”. La línea argumental de este remake sería, más o menos la siguiente:
“Héroe de la lucha por la integración racial, otrora disidente del sistema, tras disfrutar los dulces efluvios de la fama o su acción corruptora, acaba sus día al servicio de los racistas que combatiese ayer y aporta su granito de arena para que estos sofoquen la disidencia revolucionaria de un pueblo vecino, curiosamente orgulloso de su pasado de lucha contra la opresión, la esclavitud y toda forma de racismo.”
Quien estudie detenidamente la trayectoria política de esta estrella fugaz que alguna vez atravesó el firmamento de las luchas reivindicadoras de los afro-norteamericanos, no experimentará asombro alguno al verlo retratado en las páginas de “El Nuevo Herald” junto a Lincoln Díaz Balart, pichón bitongo de la burguesía cubana, y como ella, rabiosamente alérgico a las pieles humanas pigmentadas más allá de lo políticamente correcto, no importa que esta sea la de una celebridad “amiga” como el Dr Meredith, esquizofrénicamente dividida entre el rebelde Kunta Kinte de la serie “Raíces” y el obsequioso habitante de “La cabaña del Tío Tom”.
El Dr James Howard Meredith comenzó a desertar de si mismo hace 17 años, cuando se pasó al enemigo acompañado de su merecida fama por haber sido el primer estudiante negro que logró pisar el campus de la Universidad del Missisissippi, en 1962, custodiado por oficiales de la policía federal. Para ser tomado en serio llevó las cicatrices que provocaron en su cuerpo los tres disparos del francotirador blanco que atentó contra su vida el 6 de junio de 1966, durante una “marcha contra el miedo”, entre Memphis y Jackson.
Cuesta trabajo creer que aquel valiente luchador terminase en las filas del Partido Republicano, intentase ser electo varias veces al Congreso, sin conseguirlo nunca, entrase en 1989 al servicio del Senador Jesse Helms, el mismo de la Ley Helms-Burton, conocido también como “Lynching Jesse”, trabajase por la candidatura de David Duke, miembro del Ku Klux Klan, al cargo de Gobernador de Louisina, y aceptase realizar giras por el mundo y emitir declaraciones, como las últimas sobre Cuba, conducido por la mano, y a no dudar, también por el tintineo o el brillo de las moneditas que reparten generosamente los representantes del gobierno de ese otro tenaz racista sureño llamado George W. Bush.
¿Cómo es posible que el Cónsul Bonaparte, aparentemente tan virtuoso como Cincinatto, y tan estoico, como Escévola, terminara coronándose Emperador, hundido para siempre en la molicie de una corte contra la que la revolución que encarnaba lo empeñase todo?
¿Mediante qué alquimia política la piel y la testa de un guerrero como el Dr Meredith puede acabar voluntariamente colgada como trofeo de caza en la pared de un negrero como Jesse Helms?
¿A dónde van a parar, cuando se traicionan y mueren en vida las almas y los recuerdos de los grandes hombres?
El lamentable guardián del cementerio de elefantes.
James Howard Meredith nació el 25 de junio de 1933, en Kosciusko, Mississippi, el séptimo de trece hermanos, en el seno de una familia de granjeros pobres. “Para ir a la escuela tenía que caminar cada día alrededor de ocho millas, ida y vuelta. Esa fue mi vida durante once años.-escribió en carta dirigida al Departamento de Justicia, fechada el 7 de febrero de 1961, cuando batallaba por su derecho a matricular en la Universidad- Durante todos ese tiempo el autobús de la escuela para niños blancos pasaba por mi lado, diariamente, sin detenerse. Claro que la escuela para negros no tenía autobús. Nunca recibí clases de un maestro titulado. Suena triste, pero no lo fue tanto, yo era afortunado: cada día, en mi camino, atravesaba las granjas y veía a los chicos de mi edad alimentando a las vacas; la mayoría de ellos eran analfabetos…”
A pesar de semejante niñez, Meredith nunca dejó de creer en su país. Es muy probable que, de haberlo conocido entonces, Voltaire se hubiese inspirado en él para bosquejar el carácter del personaje principal de “Cándido o el Optimismo”. Cursando el último año de preuniversitario, en La Florida, resultó ganador en el concurso “Por qué estoy orgullosos de ser norteamericano”. Las razones para sentirse tan optimista y animado, fueron resumidas por Meredith en la carta ya citada, en la cual, por supuesto, no mencionaba a los chicos negros que cuidaban vacas: “…En mi país-argumentaba- los individuos tienen la oportunidad de crecer y desarrollarse de acuerdo a sus habilidades: el progreso (individual) no es restringido por el color de la piel”.
Es evidente que ya por esta época Meredith acusaba los primeros síntomas de la misma bonhomía amelcochada con la que se caricaturiza a los mayordomos de confianza en las películas de Hollywood.
Durante nueve años, entre 1951 y 1960, James Howard Meredith formó parte de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos. En su biografía no se especifican las funciones o misiones que le fueron asignadas durante la Guerra de Corea, aunque afirma haberlas cumplido de manera “honorable”. Ya se sabe lo que esto significa cuando se le escucha decir a un militar norteamericano que toma parte en alguna guerra, especialmente cuando en ella se usan profusamente los bombardeos.
En carta a Thurgood Marshall fechada el 29 de enero de 1961, Meredith resume de la siguiente manera las motivaciones que lo llevarían a desafiar al sistema de segregación racial implantado en su estado natal:
“Siempre fui un objetor de conciencia con respecto a mi “status oprimido”. Mi mayor ambición siempre ha sido romper el monopolio sobre los derechos y los privilegios que mantienen los blancos en el estado de Mississippi…”
Tras vencer en su reclamo legal a ser admitido en el segundo semestre del curso de la Universidad de Mississippi, que se iniciaba el 6 de febrero de 1961, Meredith tuvo que ser permanentemente escoltado por agentes federales, hasta graduarse, el 18 de agosto de 1963. El repudio de los racistas a su presencia provocó disturbios en los que murieron dos personas y fueron heridos 48 soldados y 30 policías por disparos de armas de fuego. Un imperturbable Meredith continuó sus estudios en la Universidad de Ibadan, Nigeria, entre 1964 y 1965, y en la Universidad de Columbia, entre 1966 y 1968, trabajando, al graduarse, como corredor de bolsa. Lo que ocurrió después no ha tenido jamás una explicación racional, ni tampoco irracional.
Quizás valga la pena indagar cómo fueron esos años de recién graduado, qué dificultades enfrentó para vencer la hostilidad racista que debió perseguirlo por su pasado, incluso, si recibió o no ayuda y apoyo de los círculos afines a su trayectoria como luchador por la igualdad. Fueron años duros, en los que el sistema contraatacó, silenciando, eliminando, comprando, incluso, asesinando a sus disidentes más connotados o radicales, entre ellos a Martin Luther King, Malcolm X y George Jackson. Fueron los años de despliegue del programa de contrainsurgencia interno que sería luego conocido como “Cointelpro”, mediante el cual se liquidó, a sangre y fuego, entre otros, el movimiento de los “Panteras Negras”. De este oscuro período, emergió un extraño Meredith que buscó, y encontró acomodo junto a un racista impenitente como Jesse Jackson, al extremo de oponerse, junto a este, a las sanciones económicas contra el régimen del apartheid sudafricano e intentar bloquear en 1983, mediante tácticas de dilación parlamentaria, la propuesta de declarar como feriado nacional el día en que nació Martin Luther King.
Una clave posible para entender este espectacular giro político de Meredith radica en su definición de que los principales enemigos de los afro-norteamericanos no son los racistas, sino “los liberales blancos”. Y es que, más allá del color de la piel, la política norteamericana, como en cualquier otro rincón de la Tierra, es primero clasista y después racial. Poco importa, a estos efectos, que el Sr Meredith sea negro, chino o blanco. Lo esencial es qué intereses económicos representa o defiende. Y es evidente que desde hace mucho tiempo decidió o no tuvo más remedio que alinearse con los círculos más conservadores, y en consecuencia, reaccionarios, encarnados por el Senador Helms. Desde este punto de vista, el Sr Meredith, al igual que Condoleeza Rice, es primero neoconservador, y después negro.
Al ser cuestionado por un periodista de “Folha de Sao Paulo” durante su último viaje a Brasil, en noviembre del pasado año, acerca de quiénes encarnaban más fielmente el status real de los afro-norteamericanos en su país, si las victimas del Katrina o Condolezaa Rice, el Sr Meredith declaró, como si no fuese con él:
“Las victimas del Katrina. Condolezaa Rice es el resultado de una estrategia de los republicanos del Sur para reconquistar y controlar la Presidencia y el Congreso de los Estados Unidos. Políticamente hablando, Colin Powell, Rice o Clarence Thomas no cambian nada. Son buenas personas, pero, como todos los políticos negros son apenas instrumentos… Todos lo saben, pero están interesados en que nada cambie…”
Habría que preguntarse por qué extraña casualidad o buena suerte el Sr Meredith sobrevivió al resto de los líderes negros más combativos de su generación, y cómo, siendo tan agudo en sus juicios, actúa de manera tan opuesta, en la realidad.
¿Será el Sr Meredith el ejemplar de paquidermo que resultó más apto para la supervivencia en un medio hostil, y al que los cazadores de marfil le asignaron la misión de guardar las puertas del cementerio de los demás elefantes?
A juzgar por sus incendiarias declaraciones contra la Revolución y sus llamados a que los cubanos negros se levanten contra el sistema que les ha garantizado la mayor cuota de igualdad y participación en la historia nacional, casualmente, lo mismo que buscaba el amo Helms asociándose con el amo Burton, el Sr Meredith acaba de hacerse acreedor a una dedicatoria de Ludwig Van Beethoven, emulando en méritos para ello con el recuerdo del pasado heroico del Cónsul Bonaparte.
William Butler Yeats se Despide del Sr Meredith.
Dicen que Yeats, el irlandés que fue, en opinión de Ezra Pound,… “uno de los veinte que ha agregado materia poética al mundo”, tuvo una visión premonitoria de su muerte, tres semanas antes de que esta lo sorprendiera. Se afirma que en la madrugada del 7 de enero de 1939 le contó a su esposa que había soñado con Cuchulain, el antiguo héroe irlandés. En el sueño, un Cuchulain, herido de muerte, conversa con unos espíritus y les dice que los que han sobrevivido a la guerra son los cobardes o los que han sabido esconderse a tiempo.
No hay nada que agregar. Aquí, tanto como en la dedicatoria final de la “Sinfonía Heroica”, de Beethoven, se explica la parábola asombrosa que traza, en su viaje hacia la nada, la vida del Sr James Howard Meredith, como evidencian sus últimas declaraciones sobre Cuba.
Hay que saber callar a tiempo. A veces, en desaparecer oportunamente está el secreto de la vida eterna. Al menos, de la vida honesta para consigo mismo, y provechosa para los demás.
Descanse en paz, en la gloria, el recuerdo del gran hombre que fue James Howard Meredith.
Al hombrecillo de igual nombre, que en su ocaso desbarra contra una Cuba que no conoce, y acepta que, para acometer ciertos trabajos sucios, el amo Helms lo traspase temporalmente al amo Díaz- Balart, recomiendo escuchar en silencio cierta sinfonía de Beethoven y elevar, en su interior, una loa de respeto hacia nuestro pueblo.
Eliades Acosta Matos
08 de Noviembre 2006
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