Antes de ganar aquel título, el país tuvo dos ciudades capitales. Vale recordarlo ya que nos ayuda a entender lo que estaba en juego en ese cambio. La primera fue la colonial San Salvador de Bahía a mediados del siglo XVI, donde residían los representantes y comerciantes de la metrópolis portuguesa en Brasil y luego, cuando la explotación azucarera en el Nordeste empezó a decaer reemplazada por la minería aurífera del Sudeste, la capital se trasladó a Río de Janeiro, estamos ya en 1763.
Medio siglo después, en 1808, llegaba a sus costas la familia real portuguesa huyendo de los ejércitos napoleónicos que avanzaban sobre Europa. Con la independencia brasileña declarada en 1822 por Don Pedro I, hijo del rey João VI de Braganza, Río de Janeiro ganó además el rango de sede imperial. Junto a la ventaja de su puerto se transformó en el principal centro urbano político, económico y cultural del joven imperio. A lo largo del siglo se constituyó en esta región una de las burguesías económicamente más poderosas del país, ligada a la explotación cafetera, aliada a los esclavistas importadores de mano de obra africana, base de la acumulación primitiva del latifundio cafetero. En su trabajo Historia económica de Brasil, el historiador Caio Prado Junior concluyó que aquellas dos capitales dieron forma a la primera unidad regional del futuro país en términos económicos y políticos, a partir de su ubicación y de concentrar el núcleo de su economía exportadora.
A imagen y semejanza de las grandes metrópolis imperiales, las clases dominantes brasileñas buscaron afianzar la unidad territorial ideando proyectos para extender el poblamiento regional hasta entonces asentado, como sus capitales, en el litoral atlántico. No hay que olvidar que el medio geográfico de la región central hacia el oeste, como completa Caio Prado, era de carácter agreste, de penetración y difícil ocupación, extendido a lo largo de las laderas de la Cordillera de los Andes quedando bloqueado a las conexiones con la costa del Pacífico. Y aún ocupando la mayor parte del territorio sudamericano el país siguió mirando al Atlántico.
Esta vía imaginada de asentamientos y el control sobre los recursos de regiones aún poco exploradas complementó, en sus comienzos, las acciones militares con el fin de evitar la fragmentación. La amenaza centrífuga no era pura ficción, teniendo en cuenta las revueltas separatistas como la proclamada Confederación del Ecuador (1824) de las elites norteñas, que enfrentó la centralización o la de Cabanagem de indígenas, negros esclavizados y pobres que se prolongó por cinco años (1835).
La Constitución brasileña de 1891 una vez declarada la República Velha (1889-1930) definió el carácter federal de la república, el Distrito Federal (la ciudad de Río de Janeiro) y también dejó delimitada en uno de sus artículos el espacio destinado a la futura y nueva capital: “pertenece a la Unión una zona de 14.400 kilómetros cuadrados, en la meseta central, que será demarcada oportunamente para que allí se establezca la futura capital”. Sin embargo, tal previsión se concretará recién a mediados del siglo XX.
Brasilia, una ciudad artificial
El afianzamiento del modelo de desarrollo capitalista agroexportador en el país, atrasado y dependiente, dio forma a la organización de un mercado nacional que profundizó los desequilibrios regionales. La falta de una efectiva integración aparece como síntoma en las Constituciones de 1934, de 1937 y en los debates constituyentes de 1946 ligados al traslado de la capital como forma de propiciar simbólicamente la integridad nacional y en términos políticos y militares, el de alejar el centro de poder de las áreas urbanas más concentradas. Tomaría forma concreta hacia el fin de la Segunda Guerra Mundial con el auge del modelo desarrollista en el continente que, como en otros países, tuvo implicancias en campos como el científico y particularmente el cultural. Nacen el “cinema novo”, la poesía concreta, la bossa nova y más. En Brasil su representante político fue el mineiro Juscelino Kubitschek.
En términos económicos, sostenía el pensamiento cepalino de la época, para lograr el desarrollo de las economías atrasadas era necesario impulsar cambios estructurales con protagonismo e intervención del Estado para dirigir el proceso de grandes inversiones públicas en infraestructura e impulsar la industrialización asociados al capital extranjero. Bajo este paradigma Kubitschek hizo del traslado de la capital, “un imperativo para la integración y la seguridad del Estado”, un emblema de esta modernización capitalista. Con respaldo de distintos sectores burgueses se transformó en la principal promesa de su campaña presidencial, como señala el urbanista Dantas Fagner “con el uso intensivo de los medios de comunicación, incluyendo la naciente televisión, Juscelino supo vender la idea de que la construcción de Brasilia significaba la reconstrucción de Brasil.” [1]
Con el lema “50 años de progreso en 5 años de gobierno” sintetizado en su Plano de Metas, ya consagrado presidente asoció el proyecto de la nueva capital al imaginario de una ciudad auténticamente brasileña, alejada del estilo o la influencia extranjera. El proyecto fue aprobado y transformado en ley a poco de ser presentado en 1956 y los encargados de ponerlo en práctica fueron el arquitecto Oscar Niemeyer, como principal idealizador de sus edificaciones, y el urbanista Lúcio Costa responsable del conocido Plan-Piloto.
Pavimentando la plaza frente al Congreso Nacional, Revista Brasilia, número 39 (1960).
“Brasilia está construída en la línea del horizonte. Brasilia es artificial. Tan artificial como ha de haber sido el mundo cuando fue creado”, la describió la escritora Clarice Lispector a propósito de la audacia estructural de la ciudad. Construida en menos de 4 años, un plazo récord, sobre grandes planicies, la historia de quienes la construyeron, casi 60.000 migrantes, merecería una nota aparte. El impacto del modernismo en el país encontró en la arquitectura uno de sus campos más reconocidos. Junto a Tom Jobim, el poeta brasileño Vinicius de Moraes no pudo evitar dedicarle Brasília, Sinfonia da Alvorada, prevista para su inauguración.
Ubicada a casi 1200 kilómetros de Río y en medio del postergado Planalto Central, el proyecto de Lúcio Costa, seguidor de Le Corbusier, encuadrado en los principios racionalistas del movimiento moderno y los adoptados en los Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna (habitar, trabajar, cultivar y circular), se enfocó en transmitir una firme confianza en el futuro. Para Lúcio Costa, escribe Fagner, “el punto de partida para la concepción de la ciudad sería el Estado Democrático de Derecho. Así, la Plaza de los Tres Poderes habría sido el punto de partida para el trazado de la ciudad. La forma de un triángulo equilátero demostraba el equilibrio necesario, la igualdad esencial en el comando de los destinos del país.”
Diseño de Brasilia, Plan Piloto.
Brasilia, imagen satelital.
Distintos especialistas han sugerido aproximarse a la ciudad siguiendo distintos ejes: el eje monumental (este-oeste) que permite descubrir la dimensión de la escala urbana y donde se localizan el Complejo Cultural de la República Joao Herculino; las obras emblemáticas de Niemeyer de espacios libres y abiertos y los edificios de gobierno, como la explanada, la Plaza de los Tres Poderes (la Corte Suprema, el Palacio del Planalto y el Congreso Nacional) y el Palacio de la Alvorada (lugar de residencia oficial del presidente).
El eje residencial (norte-sur) pensado para una población de 500 mil habitantes, ha sido el que más críticas ha acumulado. La ciudad no evitó la fragmentación urbana, de sectores de la elite política y empleados públicos concentrados en su casco piloto y los sectores populares en sus enormes suburbios. Se dice que sus creadores no consideraron el establecimiento de pobladores más allá de sus funcionarios. Con el tiempo se fue creando una segunda ciudad, de asentamientos, la ciudad, “satélite” como se la conoce, que comparte las características de otras ciudades y procesos de urbanización latinoamericana, con barrios informales sin servicios ni agua potable y creciente déficit habitacional.
La otra cara de la ciudad abstracta, pensada para el uso privilegiado de automóviles y de largas distancias, imposibles para la movilidad cotidiana y el transporte público, con casi 3 millones de habitantes es el tercer municipio en el ranking después de São Paulo (11,9 millones) y Río (6,7 millones), las marcas de segregación social de la ciudad se cruzan a poco de dejar el área declarada por la Unesco Patrimonio de la Humanidad.
A cuenta de la transformación de la ciudad, Oscar Niemeyer respondía entrevistado por Lispector a poco de cumplirse diez años de su fundación, “la arquitectura no impide ni sugiere una determinada política. En el Palacio de Planalto, por ejemplo, preví un balcón exterior y desde allí, desafortunadamente, el pueblo brasileño nunca escuchó las decisiones que reclamaba. Pero somos optimistas. Un día tendrá un uso justo. Al fin y al cabo, el Palacio es del pueblo y las minorías dominantes no podrán subsistir”. La utopía de Brasilia fue a su manera un caso de proyección urbana que se propuso acompañar procesos de cambios políticos. A la sombra del derrotero que siguió el desarrollismo en el país, la ciudad se transformó en símbolo del poder político pero no logró ser aquella ideada para todos los brasileños.
Liliana O. Calo
@LilianaOgCa
Lunes 21 de abril 00:10
[1] En “Brasilia: la utopía desfigurada”, Urbano, vol. 7, núm. 10, noviembre, 2004, pp. 50-60, Universidad del Bío Bío, Concepción, Chile.
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