lunes, junio 10, 2019

¿Qué queda de aquella militancia comunista que se la jugó contra Franco?



Al final de la guerra civil, el PCE era ya el partido republicano más importante, el que había ganado a la juventud que vio la guerra como una resistencia antifascista mientras que la revolución quedaba para después. Esta predominancia se fue dando con la contienda ante el estupor de sus adversarios ya que al inicio de la República (1931), era un partido sin apenas incidencia, importante porque representaba a la URSS que se mantenía a pesar del cerco imperial. En la postguerra, esta hegemonía se reforzará en parte porque la URSS aparece como el mayor baluarte contra el fascismo, pero también por la entrega de su militancia joven (las mujeres jugaron un papel excepcional como reserva), y tras la II Guerra Mundial por apostar por infiltrarse allá donde fuese posible (parroquias incluidas), y trabajar por la recomposición de un nuevo movimiento, lo que fue logrando en los años sesenta-setenta. También influyó el hecho de que el “mando único” (Carrillo y su equipo proveniente de las juventudes socialistas unificadas) apareció como una garantía contra las divisiones que tanto afectaron a libertarios, socialista y poumistas. De toda esta época, lo más auténtico que permaneció fue una base social trabajadora entregada y educada en el culto al principio de la unidad, con todas sus creencias sobre la URSS como la “patria del proletariado”.
Recuerdo que mientras redactaba «Elogio de la militancia», la narración biográfica de Joan Rodríguez, niño de hospicio, obrero de la construcción y convertido tempranamente al comunismo en «Tarrasa la roja», estuve entrevistando a Juan Martínez, de vida paralela -del mismo pueblo, obrero y comunista en Terrassa-, que me contó sus memorias carcelarias que siempre iban acompañada de palizas y cosas peores. En un momento dado, tras un momento de interrupción, le pregunté a Martínez como era que él, padre de una familia más bien numerosa, siguió persistiendo a pesar de todo. Su respuesta fue tan sencilla como convincente: «Porque yo sabía que existían otros camaradas que habían dado la cara y la seguían dando tanto o más que yo…»
No hay duda, uno de esos camaradas era Miguel Núñez González (Madrid, 1920, Barcelona, 2008), una de aquellas leyendas vivas que alimentaban la ilusión en «El Partido», de obreros militantes que en los años en los que la dictadura golpeaba muy especialmente a «los comunistas», hicieron lo imposible por reconstruirlo en la clandestinidad y en cárceles, y con él las comisiones obreras con una línea de trabajo que trataba de «pasar página» con la guerra y con las tremendas querellas internas del «campo republicano». Había mucha gente así un poco en todas partes, en Cataluña eran bastante comunes en los barrios emigrantes a los que habían llegado tempranamente en los años cuarenta, sin duda huyendo de sus pueblos, por la miseria como todos, pero también porque allí estaban señalados, o vivían con familiares que lo estaban, y por lo tanto la emigración era para ellos, una forma de exilio.
Eran militantes de a pie, honestos y sencillos como el Avelino, como la Pura Fernández y el Felipe Cruz… Tanto “el Avelino” como Felipe conocieron una caída en medio de una controversia con los sectores de jóvenes radicalizados de L´Hospitalet. Para ellos no había bromas. Días después de haber salido, me encontré con los dos, y el Avelino insistió en enseñarme algo apartándose hacia un rincón cercano del colegio Amadeo Vives de Pubilla Casas. Yo no imaginaba de qué podría ir la cosa, pero era algo muy importante. Cuando llegamos a un rincón apartado, el Avelino mismo le quitó la camisa a Felipe que se puso de espaldas. La tenía llena de quemaduras desde la cintura hasta cerca del cuello, y algunas no se le habían curado todavía. De esas podría contar Miguel Núñez muchas, sobre todo cuando volvió a ser detenido en 1958 y cayó en las garras del comisario de la Brigada Político-Social de Barcelona, Antonio Juan Creix, uno de los mayores símbolos de la España franquista, y Miguel no solamente aguantó como un comunista de verdad, incluso le preguntó al sicario cuánto le pagaban por el oficio, a lo que éste respondió: «Me pagan una miseria». Claro, que se jubilaría con unas cuantas medallas, y me apuesto que con más de una jubilación como era propio para cualquier miembro de la Benemérita un poco atento. No es por casualidad que en este país, alguien como Karadzic se habría muerto en su estanco, y hasta con una calle a su nombre o porqué no, con un hospital, ¿no lo tiene el general Yagüe?
Miguel debería ser un muchacho cuando tomó parte en la fundación del PSUC, y ya era un militante comunista. Estudiaba en la Escuela superior de Comercio cuando la guerra y combatió en el bando republicano.
A los 18 años, Núñez fue nombrado comisario político. Además, se afilió al PCE, y su historial es una de las muestras de una resistencia tremenda. Lo atestiguan casi 17 de años de cárcel sobre sus espaldas, amén de varias condenas a muerte y diversos consejos de guerra. Estrenó su experiencia penitenciaria en el Madrid de 1939, con apenas 18 años, y pasó por el penal de Ocaña, donde el cura participaba en las palizas y tenía debilidad por dar los tiros de gracia tras las ejecuciones. Allí coincidió en 1941 con un ya débil Miguel Hernández, y en las clases de poesía de la prisión escribieron, con la guía del maestro, un poema dedicado al citado cura: «La Luna lo veía y se tapaba / por no fijar su mirada / en el libro, en la cruz / y en la Star ya descargada. /¡Más negro, más, que la noche, / menos negro que su alma, / el cura verdugo de Ocaña». Miguel concluyó su carrera en la universidad de los presos políticos: la prisión central de Burgos.
Por entonces todo estaba claro como la luz del día. La gente que se jugaba la vida y la libertad por sus ideales, se habían forjado en una guerra que no permitía dudas sobre quiénes eran los malos y quienes los buenos.
Miguel fue testigo vivo de aquellos presos que eran tan conscientes de su dignidad. «Cuando luchas por la libertad formas parte de un grupo de valientes, que por sus ideales pone en peligro su trabajo, su familia… Y eso para cualquier sistema dictatorial -incluidos los llamados comunistas- te convierte en un peligro con el que hay que acabar», afirma. «Y para el franquismo resultó difícil controlar a gente a la que la II República había dado dignidad, libertad. Lo que me llevó a la militancia política fue esa libertad que respiré, alimentada por mi padre -culto, republicano y socialista-, y por lo que me inspiró una revolución, la rusa, que aún no estaba prostituida». Sobre esto, seguro que habría que precisar mejor las fechas. En 1936 el término prostitución era muy insuficiente, pero Miguel, como tantos otros comunistas de buena ley, no comenzó a repasar todo aquello hasta 1956, es decir bastante después. «Nosotros veíamos a la URSS como una alternativa, como una esperanza, y fue frustrante», dirá en una declaraciones, y en sus memorias, ofrece un diagnóstico sin paliativos sobre el estalinismo. Por supuesto, también sobre el capitalismo.
Sus memorias son un ejemplo de aprecio por esos matices y, al tiempo, un estupendo muestrario de la barbarie franquista. En 1939, por ejemplo, los falangistas lo apaleaban sistemáticamente en la madrileña comisaría del pasaje de Cordón. Cuenta que allí presenció «algunas muertes por paliza; los falangistas tuvieron incluso la macabra idea de enviar mi ropa interior ensangrentada a mis padres, quienes pensaron que me habían matado, se presentaron en la comisaría y nadie les dijo nada. Yo me enteré unos días después por un guardia, que además se ofreció a ayudarme y a hacerles llegar carta a mis padres», dice Núñez en un ejemplo del que la compasión puede florecer en páramos inmisericordes. Experiencias como estas le llevaran a huir de maniqueísmos: «Nunca fue todo blanco o negro; siempre hubo matices; ni todos los camaradas eran buenísimos ni todos los franquistas malísimos».
Precisamente, en unas fechas en la que buena parte de las víctimas de las dictaduras -víctimas muchas veces por mero parentesco lo que hacía que estas se refugiaran en el miedo y la mezquindad- se hacían al silencio y se dedicaban a reconstruir sus vidas, un sector nada desdeñable de herederos de los «vencedores» fueron tomando sus distancias del régimen, y acabaron dando vida a la nueva promoción de antifranquistas. Sin ellos no hubiera sido posible la recomposición de una clandestinidad que llegó a los años sesenta completamente extenuada.
También contaba que mientras Creix le interrogaba en abril de 1958, éste amenazó a Miguel Núñez con hacerlo desaparecer mientras le torturaba en la última planta de la Jefatura Superior de Policía de Vía Layetana de Barcelona, una práctica por lo demás, de lo más habitual. Miguel permaneció colgado de una esposa en una tubería con el hombro dislocado. «En un momento en que Creix y los suyos me dejaron colgado y se fueron, ocurrió algo insólito, oí una voz que decía a mi lado: Aguanta, Miguel, que los tienes vencidos; mi compañero y yo hemos sido guardias de asalto con la República y nos han incorporado después de la depuración. ¿Podemos hacer algo por ti?». Les di un número de teléfono y a los dos días Radio París y Radio Londres daban cuenta de mi detención. Posiblemente, el guardia de asalto le salvó la vida. Como ha explicado muy bien Manuel Vázquez Montalbán, personajes como Miguel Núñez consiguieron que los comunistas fueran admirados incluso entre los grupos que, como FLP, donde militaba Manolo, que vieron que el «PSUC era el instrumento más de fiar en la lucha contra la dictadura».
Durante muchos años, la vida de Miguel estuvo ligada a la de Tomasa Cueva, otro mito auténtico de la resistencia comunista, quien además de resistente supo trabajar para romper el silencio que rodeaba la lucha callada de muchas mujeres. Tuve el honor de conocerlos a ambos a principios de los años noventa en Vilanova i la Geltrú, en parte por amigos comunes como Joan Rodríguez y Natatxa Urbano, y en parte porque ambos, pero sobre todo Tomasa, era una habitual obligada en el centro de salud en el que yo trabajaba, y eso daba posibilidad de echar algunas parrafadas. Tomasa murió no hace mucho, para entonces, Miguel ya estaba muy apartado de ella. En una ocasión, le pregunté qué diantres hacían en el Congreso con Carrillo, y tuvimos una buena discusión. Miguel ya estaba cansado de una historia que estaba acabando, y desde luego no se empeñaba en defender para nada la actuación del PCE-PSUC en la Transición… Entre las anécdotas había una que describía a Alfonso Guerra ofreciendo prebendas a los diputados comunistas con una insistencia que, sin lugar a dudas, estaba incentivada por los éxitos que estaba obteniendo.
Durante un cierto tiempo coincidimos en Iniciativa, en unas actividades municipales de la comarca de las que guardo recuerdo agridulces, pero por lo que supe, Miguel se apartó de la militancia, aunque hizo alguna que otra declaración bastante en línea «italiana», y cuando tuvo lugar el litigio entre la derecha representada por Rafael Ribó y la izquierda de Julio Anguita, tomó partido por el primero en clave desencantada. Entonces ya estaba volcado en las actividades de cooperación con la fundación de la ONG, Acsur Las Segovias y se implicó en la cooperación con América Latina, en la que también han trabajado algunas amistades de siempre. Su libro «La revolución y el deseo», (Península, 2002), puede considerarse como un testimonio inexcusable, y como el examen crítico de toda una generación de comunistas que después de darlo todo, se encontraron con que la historia le daba la espalda. De haber tenido oportunidad le habría preguntado porque diantres permitió el miserable prólogo de Luís Goytisolo. Estuvo muy enfermo en los últimos años, y al fallecer ha legado su cuerpo a la ciencia. El acta de defunción, fue firmada por Joan Ramón Laporte, en cuanto a su profesión se dice que fue un luchador por la libertad. Antes, le habían dado un cierto número de medallas, los mismos que durante los años ochenta y noventa dedicaron parte de los medios adictos a desprestigiar el comunismo, confundiendo éste con su negación, o sea con el estalinismo visto en realidad desde el idealismo más ingenuo.
La vida ha sido cruel con estos hombres y mujeres de fe que dieron lo mejor de sí mismo, y que creyeron en sus dirigentes ciegamente hasta que vieron que lo que no había conseguido el régimen, lo habían conseguido los que, como Carrillo y tanto otros, apostaron por su lugar en la historia o en la recompensa de los cargos.

Pepe Gutiérrez- Álvarez

No hay comentarios.: