sábado, marzo 31, 2007

La dictadura del proletariado como un acto de cordura (y una referencia al amor)

El título de este trabajo requiere una breve explicación inicial. Para un lector poco prevenido puede sugerir una aproximación ‘heterodoxa’ a un problema clásico del marxismo y poco acorde con el carácter riguroso que merece un artículo consagrado a conmemorar ni más ni menos que el siglo y medio de una obra de difusión universal, como es el Manifiesto Comunista. Importa, entonces, aclarar de entrada que, por el contrario, la propuesta es abordar la cuestión en el contexto de una ‘visión ortodoxa’, conforme la ‘acusación’ que recibiera un breve trabajo sobre el capitalismo y el socialismo de este final de siglo, algún tiempo atrás (1). ‘Ortodoxia’, sin embargo, debe interpretarse como fidelidad conciente a los principios, signo de pertenencia a una causa que concierne a lo mejor del ser humano y capacidad de confrontar la acción propia y colectiva con la realidad.
La idea que la dictadura del proletariado corresponde a la esencia misma del pensamiento marxista se identifica en este caso con la "cordura", como antípoda de la "alienación" a la cual está sometido el hombre en la sociedad capitalista contemporánea. Pero, la "alienación" no es una referencia vaga a las evidencias de una existencia social completamente trastornada del hombre de nuestros días. Se trata de un concepto que nos parece clave a la hora de la comprensión del pensamiento marxista y de la forma acabada que reviste en el Manifiesto Comunista.
Del mismo modo, la referencia al "amor" carece en principio de toda connotación de romanticismo reblandecido (pero no necesariamente de romanticismo) y vale en el título como llamada de atención a una consideración del propio Marx relativa al dinero, las relaciones humanas… y el amor. El lector podrá encontrar la cita en la parte final del texto, lo que no implica, obviamente, que la lectura del mismo deba comenzar por donde no corresponde.

La "idea fundamental"

La fuerza inigualable del Manifiesto Comunista es el fruto del conjunto de la obra, de la plenitud que expresa la articulación de sus planteamientos, es decir, de la integridad que desborda en su formidable síntesis del movimiento de la sociedad moderna, de su pintura deslumbrante de un desarrollo histórico cuya lógica esencial se describe con admirable sencillez. En el Manifiesto, como totalidad, parece tomar vida el pensamiento que "tiende a hacerse realidad" (Marx), como resultado de su carácter radical, es decir, de partir de la raíz del fenómeno que expone y desplegar su dinámica propia con la convicción de que es el hombre y su vida misma las que brotan en un fresco impresionante.
Este rigor del Manifiesto es la consecuencia de la evolución vital de sus autores, en circunstancias históricas muy precisas. Nada hay en él de improvisado porque es la labor conclusiva de un trabajo sistemático, conciente, e implacable por comprender y asimilar los resultados de la teoría y de la práctica del mundo que vivían; un mundo preñado por la revolución al finalizar la primera mitad del siglo XIX. No es algo metafórico porque, como es sabido, sus autores se formaron bajo el impacto de las enormes transformaciones surgidas en el escenario de la revolución burguesa y de sus implicancias sociales, políticas y económicas.
Por las características apuntadas, si se toman aisladamente los diversos planteos del Manifiesto no hay ninguno que ya no hubiera sido formulado previamente. Su originalidad debe ser valorada, en consecuencia, en la medida de su conformación misma como un programa de acción, como una "exposición abierta a la consideración de todo el mundo de los propósitos , fines y tendencias (que) oponen a la leyenda pueril del fantasma comunista un Manifiesto auténtico del partido mismo". Una tarea que sus autores se fijaron como hombres de ciencia y como revolucionarios, en lo que consideraron como la especificidad de su propia labor; tal es la materia que conforma al "partido mismo", al partido obrero. No es un Manifiesto de la clase obrera como categoría sociológica, es la afirmación de principios del proletariado revolucionario que, por esto mismo, se organiza como partido.
El ‘genio’ propio del marxismo y de esta obra que marca su madurez debe ser apreciado como la cumbre del pensamiento y la acción humana en una época de la cual somos todavía contemporáneos: vivimos en la era del capitalismo. En esto consiste la vigencia del propio Manifiesto Comunista, cualquiera sea las novedades presentes 150 años después de su publicación.
Si se tratara de resumir y expresar la ‘idea fundamental’ que contiene el Manifiesto, la tarea es muy simple porque fue Engels, quien 35 años después de su publicación inicial se ocupó de señalarla en el prólogo a una nueva edición. Lo hizo en los siguientes términos: a) "que la producción económica y la diferenciación social entre los hombres que, en una época dada... surge necesariamente de aquella, constituyen la base de la historia política e intelectual de esa misma época"; b) "que, a contar de la desaparición de la antigua propiedad común del suelo, la historia entera ha sido una historia de lucha de clases explotadas y explotadoras... cualquiera que fuese el grado de progreso social alcanzado por unas y otras" y c) que "finalmente, esta lucha se halla al presente en una fase en que la clase explotada y oprimida (el proletariado) no puede emanciparse de la clase explotadora y opresora (la burguesía), sin emancipar de una vez para siempre a la sociedad entera de toda explotación, de toda opresión y de toda lucha de clases".
Corresponde, en consecuencia, señalar algunos de los elementos constitutivos de esta "idea fundamental" para considerar el contenido del Manifiesto. Este es el objeto, del presente trabajo. Permitirá, además, entender porque aquí se enfatiza, en particular, la necesidad, pocas veces puntualizada, de "completar" el Manifiesto con un texto que sus autores elaboraron apenas dos años después, denominado Circular de la Liga de los Comunistas.

El trabajo y el hombre

El concepto fundante de producción "económica" como "base de la historia humana" debe ser definido con amplitud para evitar todo equívoco o comprensión estrecha. Se trata, en consecuencia, de dar al significado de "producción" una dimensión desprovista de adjetivaciones limitantes. El hombre mismo, como tal, es un producto, tanto desde el punto de vista biológico como social. Un producto que se concreta, en primer lugar, mediante el intercambio de sus propias disposiciones corporales con las de la naturaleza y sin las cuales no se puede concebir su existencia. El hombre, entonces, es un producto que produce, una producción que se autorrealiza, condicionada por determinaciones históricas concretas.
Es en esta producción que el hombre se "exterioriza", configura su propio mundo y su propio ser: "el hombre es el mundo de los hombres". Popitz puso de relieve el reconocimiento expreso, por parte de Marx, de la significación del concepto de trabajo en la filosofía hegeliana al "comprender la autoproducción del hombre como un proceso" y "concebir al hombre objetivo, verdadero, porque es real, como el resultado de su propio trabajo". El hombre es el ser cuya relación con el mundo exterior consiste en que él debe construir su propio mundo dado que, en su forma natural, es el mundo inadecuado a sus finalidades. Por este motivo el hombre forma y transforma la relación originaria con la naturaleza en una relación con sus producciones, las producciones humanas: mediante la configuración, la obra recibe la naturaleza del configurador (2).
En esta perspectiva, el trabajo "es" el hombre en su manifestación real, específica, histórica. En los célebres Manuscritos de París, escritos en 1844, Marx desarrollará esta concepción: "es en su trabajo sobre el mundo objetivo como el hombre se muestra realmente como ser genérico" (3). La producción del hombre es su vida activa como especie; mediante ella, la naturaleza aparece como su obra y su realidad. El objeto del trabajo es, pues, la objetivación de la vida del hombre como especie, porque el ya no se reproduce sólo intelectualmente como en la conciencia, sino activamente y en un sentido real, y contempla su propio reflejo en un mundo que él ha construido" (4).
Es aquí donde el discípulo deja atrás al maestro pues para Hegel el verdadero y esencial trabajo era el "espiritual", y el mundo mismo apenas una manifestación de la "idea", el origen y el punto de llegada de todo lo que existe, lo absoluto y universal.
Hegel hacía, en definitiva, del mundo real una abstracción. Un recurso que le permitía resolver sus contradicciones intelectualmente, mediante el pensamiento y su elaboración especulativa, es decir, igualmente abstracta. Marx, al revés, instaló la conciencia humana en la determinación concreta del mundo real e hizo de la abstracción un instrumento de la comprensión teórica, para la transformación real y práctica del mundo práctico y real.
La conciencia, entonces, fue revelada como la peculiaridad propia que daba al trabajo su carácter específicamente humano. Si consideramos al trabajo como el intercambio de toda forma de vida con su medio natural, la particularidad del trabajo humano está determinado por la conciencia del hombre, por su capacidad simbólica y su producto social, el lenguaje (5). En un célebre pasaje de El Capital se afirma que, entre la peor construcción de un carpintero humano y el más armónico y perfecto panal de la abeja, la diferencia consiste en que el primero puede representarlo primero en su cabeza. "El animal —se anticipa en los Manuscritos— es uno con su actividad vital. No distingue la actividad de si mismo... el hombre hace de su actividad vital misma un objeto de su voluntad y su conciencia; tiene una actividad vital conciente". Por esta razón el "hombre es libre frente a su producto": mientras "los animales construyen sólo de acuerdo con las normas y necesidades de la especie a la que pertenecen, el hombre sabe producir de acuerdo con las normas de toda especie y sabe aplicar la norma adecuada al objeto... construye también de acuerdo a las leyes de la belleza". En este carácter universal de la producción humana reside la especificidad de su especie y el significado propio de su trabajo y actividad vital. El hombre hace de la naturaleza su "cuerpo inorgánico", conforma y se conforma, mediante el trabajo, una "verdadera naturaleza humana".

Alienación e inhumanidad

El "hecho contemporáneo", no obstante, es que la manifestación efectiva, real y concreta del trabajo humano se presenta como opuesta a las determinaciones que acabamos de puntualizar. El trabajo no es la vida "objetivada" sino un medio de vida. El trabajo, el mundo del trabajo, el trabajador en la sociedad moderna, no vive su trabajo como el universo de la libertad sino de la degradación, el sufrimiento, la inhumanidad. "El trabajador se vuelve más pobre a medida que produce más riqueza... en una mercancía más barata cuanto más bienes crea. La devaluación del mundo aumenta en relación directa con el incremento de valor del mundo de las cosas... el trabajador pone su vida en el objeto y su vida no le pertenece ya a él sino al objeto. Cuanto mayor sea su actividad, pues, menos poseerá... La vida que él ha dado al objeto se le opone como una fuerza ajena y hostil" (6).
Estamos en presencia no del trabajo en general sino del trabajo asalariado, del trabajador que carece de toda propiedad que no sea su propia capacidad para trabajar; el trabajo de quien, por lo tanto, trabaja para otro y que produce algo que es propiedad de otro. Por esta razón el "objeto producido por su trabajo, su producto, se opone a él como un ser ajeno, un poder independiente del productor".
En segundo lugar, este extrañamiento, esta distancia-separación del objeto producido en relación al productor es también la forma en que se manifiesta la propia actividad de trabajar. "La enajenación de la actividad es la actividad de la enajenación: el trabajador no se realiza en su trabajo sino que se niega, experimenta una sensación de malestar más que de bienestar, no desarrolla libremente sus energías mentales y físicas sino que se encuentra físicamente exhausto y mentalmente abatido... No es la satisfacción de una necesidad sino sólo un medio para satisfacer otras necesidades. Su carácter ajeno se demuestra claramente en el hecho de que, tan pronto como no hay una obligación física o de otra especie es evitado como la plaga". De este modo "el hombre se siente realmente activo sólo en sus funciones animales —comer, beber y procrear o, cuando más en su vivienda y en el adorno personal— mientras que en sus funciones humanas se ve reducido a la condición animal. Lo animal se vuelve humano y lo humano se vuelve animal. Comer, beber y procrear son también, por supuesto, funciones humanas genuinas. Pero consideradas en abstracto, aparte del medio de las demás actividades humanas y convertidas en fines definitivos y únicos, son funciones animales".
La más plena de las manifestaciones humanas, su peculiar capacidad como ser natural para transformar y transformarse mediante su propia vida productiva social aparece como su negación. La actividad vital del hombre en su trabajo se presenta, no como realización integral de sus capacidades sino como expropiación de su propia potencia: el hombre trabaja pero no le pertenece lo que trabaja, cuanto más produce, más pobre y desprovisto se encuentra respecto a su propia producción. El trabajo, en estas condiciones, es la actividad propia del empobrecimiento, una tarea que agota, que mortifica, que se revela como impropiamente humana porque es la expresión del trabajo para otro, que otro controla y manipula, de una clase de hombres que no posee el control de los medios de producción sino que los ha perdido en favor del monopolio de los mismos por otra clase de hombres. El trabajo asalariado moderno tiene su génesis en esta expropiación, en esta confiscación, en esta alienación.
Esta es la base del "hecho económico contemporáneo" por la cual el trabajo humano y sus "capacidades universales" se presentan no como realización positiva del trabajador sino como su completa enajenación. El trabajo no es un fin, un objetivo, la expresión creativa, en la vida material, de la distinción del hombre en el reino animal como un ser conciente y pensante. Es rebajado a la condición de mero instrumento, de herramienta, de una maquinaria ajena al productor-trabajador, de la cual éste ha sido desposeído y en un puro medio para la reproducción elemental, carenciada, de su propia capacidad de trabajar para otro, es decir, de no trabajar para sí, de no hacer de su trabajo, su vida. "La vida productiva del hombre, aparece ahora ante el hombre únicamente como medio para la satisfacción de una necesidad, la necesidad de mantener su existencia física... la vida misma aparece sólo como un medio de vida". Por eso es una vida enajenada, la vida no es vida para el trabajador moderno.
Cuando lo "humano se vuelve animal", "el trabajo enajenado que le arrebata al hombre el objeto de su producción también le arrebata sus vida como especie, su objetividad real como especie y transforma su ventaja sobre los animales en una desventaja, en tanto, que su cuerpo orgánico, la naturaleza (que el mismo configura humanamente) le es arrebatada". No hay en esta descripción del trabajo alienado nada de metafísico, abstracto o especulativo —‘filosófico’ en el peor sentido de la palabra—. Con Marx la "alienación" se prueba como mutilación del hombre de su "objetividad real", de sus determinaciones materiales y biológicas propias como ser natural, como naturaleza.
Es falso que inclusive en el ‘Marx joven’ la naturaleza humana aparezca como indeterminada y ahistórica, como fuera de la propia vida empírica y a cuya esencia etérea y espiritual habría que remitirse para comprender a una suerte de hombre universal, idealmente definido. La oposición entre uno y otro Marx —el de la juventud y el de los años maduros, el de la redacción de El Capital y organizador del movimiento obrero— es un planteo de filiación staliniana para encubrir las formas del trabajo alienado en la propia Unión Soviética y presentar al stajanovismo y al embrutecido ‘hombre de mármol’ como el ideal del trabajador en la sociedad ‘comunista’.

El hombre y la sociedad

Los Manuscritos relativos al "trabajo alienado" son el antecedente más importante para la comprensión de la "idea fundamental" del Manifiesto Comunista sobre el lugar determinante que ocupa la "producción económica" para entender la dinámica de la historia humana. Porque constituyen la bisagra fundamental en la evolución de Marx al comunismo, al cual se convierte definitivamente durante su estancia en París, hacia donde se dirigió en octubre de 1843. Es en la capital francesa donde Marx, embebido en su tierra natal del clima y los debates de la filosofía de la época, dominados por el "sistema" de Hegel, entrará en contacto, por un lado, con el movimiento obrero revolucionario francés y, por el otro lado, con la obra de los principales exponentes de la "economía política", en cuya elaboración encontrará los elementos para comprender la "anatomía de la sociedad civil", es decir, de la vida material del hombre contemporáneo.
Los Manuscritos, en consecuencia, son la primera síntesis integral a la cual arriba Marx en torno a su concepción del hombre y su vida, la que fija una suerte de programa de acción, teórico y práctico al cual se mantendrá fiel durante el resto de su vida. Debemos a un enorme trabajo de Meszaros, de la década del 70, el haber puesto de relieve este significado de los Manuscritos. "Reconociendo que la clave de toda enajenación —religiosa, jurídica moral, artística, política, etcétera— es el "trabajo enajenado", la forma enajenada de la actividad productiva práctica del hombre, Marx pudo basar toda su concepción en un fundamento sólido... el concepto de enajenación se convirtió en el concepto central de toda la teoría de Marx" (7).
Quién se atenga a la superficie o a la apariencia de la cosas puede ver en la "alienación" la última atadura de Marx a la "filosofía", es decir, a la pura especulación y a la huida metafísica, más allá de la realidad. Lo cierto es que con Marx, el concepto puramente filosófico de enajenación se convierte en algo terrenal, en una descripción ‘ad hominem’, es decir, que más allá de la morfología del fenómeno, revela sus raíces en las condiciones materiales de la vida humana, en una concepción que parte del hombre "tal como es", en el pilar de una doctrina que no va del "cielo a la tierra" sino de "la tierra al cielo" para decirlo con las palabras de La Ideología Alemana, aquel trabajo que Marx completa con Engels, apenas algún tiempo después y que, conforme la confesión de los autores, establece el "ajuste de cuentas final" con la herencia filosófica de su juventud.
La clave del equívoco consiste en malinterpretar el concepto de "naturaleza humana", presente reiteradamente en los Manuscritos y al cual se atribuye una filiación "antimarxista" como si fuera la definición de una "esencia" ahistórica, alguna cosa propia del reino místico o espiritual, algún ‘a priori’ sobre el ‘deber ser’ del hombre, en la tradición de un ‘humanismo’ vago y etéreo. Lo cierto, al contrario, es que la "naturaleza humana" a la cual se refiere Marx, es, si se comprende la redundancia, perfectamente natural: "puesto que el hombre es parte de la naturaleza". El hombre es "naturalmente" un "ser social", algo que se deriva de su vida e historia real: el individuo aislado y las "robinsonadas" constituyen la abstracción "antinatural".
El sendero que desde los Manuscritos, pasando por La Ideología Alemana nos lleva al Manifiesto Comunista, puede recorrerse de un modo igualmente ‘natural’: "La producción de la vida, tanto de la propia en el trabajo, como de la ajena en la procreación, se manifiesta inmediatamente como una doble relación —de una parte, como una relación natural, y de otra como una relación social—; social en el sentido de que por ella se entiende la cooperación de diversos individuos, cualesquiera sean sus condiciones, de cualquier modo y para cualquier fin". Ahora bien, "el poder social, es decir, la fuerza de producción multiplicada... no como un poder propio, asociado, sino como un poder ajeno, situado al margen de ellos, que no saben de donde procede ni a donde se dirige y que, por lo tanto, no pueden ya dominar, sino que recorre, por el contrario, una serie de fases y etapas de desarrollo peculiar e independiente de la voluntad y los actos de los hombres y que incluso dirige esta voluntad y estos actos... esta enajenación (sic), para expresarnos en términos comprensibles para los filósofos, sólo puede acabarse partiendo de premisas prácticas... el comunismo no es un estado que deba implantarse, un ideal al que haya que sujetarse la realidad... (es) el movimiento real que anula y supera el estado de cosas actual" (8).
Es sólo considerando este desarrollo previo que puede tomar plenitud la comprensión de ese magnífico final del Manifiesto, al concluir sus dos magistrales capítulos iniciales cuando indica que "a la antigua sociedad burguesa, sucederá una asociación en la que el libre desenvolvimiento de cada uno será la condición del libre desenvolvimiento de todos". Es la superación de la "enajenación humana".

Economía e historia

En los textos de París, Marx desarrolla extensamente la conclusión de su análisis: la forma positiva de superar la alienación del trabajo humano consiste en la reapropiación por parte de la sociedad de las condiciones de su propia vida y reproducción: abolir la propiedad privada de los medios de producción. Entonces el carácter social conciente del trabajo humano se realizaría sin mediaciones enajenantes.
La "alienación" pierde, por lo tanto, su vieja connotación filosófica cuando su superación aparece determinada por la "recuperación" material práctica del hombre de sus condiciones de vida y el trabajo, en consecuencia, recupera su dimensión auténticamente humana, "esencial" en la medida en que integra las dimensiones del hombre como ser natural, como ser dado en la materialidad propia de su actividad, social y conciente, de producción y auto-reproducción.
La continuidad y ruptura de este planteo con el pensamiento de la época se esclarece cuando Marx explícita el significado revolucionario y los límites insalvables de la economía política, a cuyo estudio se había consagrado. Fue Adam Smith, el que reconoció al trabajo como principio de la propiedad privada, quien reveló "la esencia subjetiva de la propiedad privada" que, en consecuencia, dejó de ser considerada "meramente como una condición externa al hombre". Marx afirma que Engels tiene razón cuando indica que Smith es el Lutero de la Economía Política: así como Lutero reconoció la religión y la fe como la esencia del mundo real y, en consecuencia, anuló la religiosidad externa convirtiendo a la religiosidad en la esencia interna del hombre; así Adam Smith negó la riqueza como algo externo al hombre e independiente de este. "Pero como resultado, el hombre mismo es incorporado a la esfera de la producción privada así como con Lutero, es incorporado a la esfera de la religión. Con la apariencia de un reconocimiento del hombre la economía política, cuyo principio es el trabajo, lleva a su conclusión lógica la negación del hombre" (9).
Esto significa, parafraseando un trabajo previo del propio Marx sobre "la cuestión judía", que: a) el aburguesamiento de la religión transforma a ésta en un asunto humano pero no libera al hombre de la religión y b) que la economía burguesa admite a la propiedad privada como resultado del trabajo pero no libera al hombre de la propiedad privada. Una de las confusiones claves de la economía política consiste en no distinguir entre la propiedad privada fundada en el trabajo propio y en la propiedad privada fundada en el trabajo ajeno, de modo tal que el acto práctico-histórico que convierte a la propiedad en propiedad burguesa es ignorado: la expropiación de los campesinos y artesanos que originalmente transforma a los trabajadores pre-capitalistas en clase obrera, en proletarios modernos, condición de existencia del propio capital. Es por eso que, de un modo polémico, en el Manifiesto Comunista, se ironiza sobre la "acusación" a los comunistas de pretender expropiar la propiedad privada como sinónimo de la apropiación de los resultados del trabajo individual: "el desarrollo de la industria (capitalista) ha decretado su abolición, y todos los días la va suprimiendo gradualmente... el comunismo no quita a nadie la facultad de apropiarse de los productos sociales; lo que si impide es la facultad de esclavizar, apropiándoselo, el trabajo ajeno".
Puede afirmarse que el "programa" del Manifiesto está esencialmente resumido en los Manuscritos, cuando en éstos se afirma que para superar la idea de la propiedad privada bastan las ideas comunistas pero para superar la propiedad privada real es necesaria la actividad comunista: "la historia la producirá y el desarrollo que ya reconocemos en el pensamiento como voluntad autotrascendente supondrá, en realidad, un proceso duro y prolongado". El Marx filósofo se metamorfosea en el activista del comunismo. Riazanov (10), es quien puso de relieve que el Manifiesto Comunista se inscribe en esta tarea de Marx, como organizador práctico del movimiento obrero de su época. En el Manifiesto la alienación del trabajo se presenta de un modo directo como el resultado de la historia, de la historia de la lucha de clases, de "toda la historia de la sociedad humana hasta nuestros días". La enajenación no necesita aquí ser predicada porque se transforma en materia, en el hombre real en su desenvolvimiento histórico. La alienación es la marcha hacia la construcción humana del mundo mediante la inhumanidad, mediante la historia necesaria de la explotación del hombre por el hombre.
Por eso, el Manifiesto es energía pura, es la declaración de propósitos de la actividad y la actividad de propósitos que se presentan como resultado de la evolución de la historia humana tal como fue, tal como es. Por eso, también, celebra el significado "revolucionario" de la burguesía y del universo que crea a su "imagen y semejanza", "porque implica una transformación incesante en los instrumentos de producción, y por tanto, de las condiciones de la producción y de toda la organización social" mientras que "condición esencial de todas las clases industriales del pasado, era el estacionamiento, la inmutabilidad del antiguo modo de producción". La burguesía "ya ha creado fuerzas productivas cuya prodigiosa variedad y colosal poder exceden a todo cuanto han sabido hacer todas las generaciones que nos han precedido"... fuerzas que el régimen de propiedad de la burguesía no puede contener porque reclaman un orden social superior, una apropiación social de los productos sociales. Un "reclamo" de la historia que se expresan en las crisis, "la propagación de una epidemia social que en épocas pasadas se hubiera juzgado insensata, la epidemia de la superproducción". Civilización y crisis, poder social de la producción y barbarie de miseria y destrucción: "la burguesía forjó las armas a que ha de sucumbir y, además, engendró los hombres que han de manejarlas... los obreros modernos, los proletarios" (11).
Lo objetivo se transforma en subjetivo, la historia toma un carácter conciente cuando el proletariado como sujeto termina con la "prehistoria" de explotación del hombre y forja la nueva "historia" de una humanidad sin clases antagónicas, la "historia", entonces real, porque la conciencia y la potencia social del ser humano se realizan de un modo complementario, armónico: "el proletariado suprimirá las condiciones que determinan el antagonismo de clases, la existencia de las clases mismas y quitará de este modo su propia supremacía el carácter de una supremacía de clase".

Dictadura del proletariado

La condición práctica de este proceso es la "revolución" que "erigirá al proletariado en clase dirigente" y "suprimirá las condiciones que determinan el antagonismo de clase, la existencia de las clases mismas, y quitará de este modo a su propia supremacía el carácter de una supremacía de clase". El Manifiesto es rotundo y claro en este sentido. La idea subyacente de que la "violencia es la partera de la historia" recorre todo el texto, de un modo nada eufemístico. Si la historia fue la historia de la lucha de clases, es por medio de esa misma lucha, de las confrontaciones y choques que son sus manifestaciones particulares, que la propia historia se desembazará de su pasado de "inhumanidad". "El poder político, a decir verdad, es el poder de una clase, organizado para realizar la opresión de la otra". Sólo cuando "por la marcha de las cosas hayan desaparecido las diferencias de clase, cuando la producción entera esté concentrada en los individuos asociados, los poderes públicos perderán su carácter político". La transición entre uno y otro punto del devenir histórico es precisamente la "dictadura del proletariado" algo que, tres años después de la redacción del Manifiesto, Marx pondrá explícitamente de relieve en una célebre carta a Wiedemeyer, puntualizando que en esto consiste precisamente su "descubrimiento", puesto que la existencia de las clases y de la lucha de clases ya había sido planteada con anterioridad.
No son pocos los que han tratado de indagar, sin demasiado resultado el porqué de esta definición tan tajante, de un modo que, como tal, no figura enunciado en el propio Manifiesto. Sin embargo, las definiciones de este último al respecto son suficientemente claras: a) "al enumerar las fases más generales del desarrollo del proletariado, no hemos hecho sino proseguir el curso de la lucha en que está empeñada la sociedad actual hasta el momento en que ha de estallar en franca revolución y en que, por el derrumbamiento violento de la burguesía, el proletariado ha de establecer su dominación"; b) "el proletariado, constituido en clase dirigente... implicará infracciones despóticas al derecho de propiedad y a las condiciones burguesas de la producción"; c) (el proletariado) "suprimirá violentamente las condiciones antiguas de la producción". Es claro, en consecuencia, que la conclusión de la dictadura del proletariado está indisolublemente vinculada a toda la arquitectura del Manifiesto y a su conclusión inevitable.
Naturalmente, como lo indicara Hobsbawm (12), Marx no usó el término "dictadura" para subrayar una forma institucional específica de gobierno, sino solamente para definir el contenido que asume el dominio de una clase. Del mismo modo que la "dictadura de la burguesía" puede expresarse de las formas más diversas y que hasta la república más democrática sigue siendo una dictadura del capital. Ni Marx ni Engels pensaron en construir un modelo universalmente aplicable de la forma de la dictadura del proletariado. No se propusieron y no podían prever los varios tipos de situación en que esta pudiese imponerse, siendo su objetivo conciliar la transformación democrática de la vida política de las masas con las medidas necesarias para impedir una contrarrevolución de la clase dominante desalojada del poder.
No es casual que Marx haya utilizado el término "dictadura del proletariado" en 1851. Es poco después de la publicación de la Circular de la Liga Comunista de 1850, un texto que, conforme lo indicáramos más arriba, debiera ser considerado como parte integrante del propio Manifiesto. No se trata, por otra parte, de un reclamo que requiera demasiada justificación porque la propia Circular se ocupa de trazar esta continuidad: "durante los dos años revolucionarios de 1848 la Liga ha salido airosa de una doble prueba: primero porque sus miembros participaron enérgicamente en todas partes en donde se produjo el movimiento (...) en la prensa, en las barricadas y en los campos de batalla... Además, porque la concepción que del movimiento tenía la Liga, tal como fue formula en las circulares de los Congresos y del Comité Central en 1847, así como en el Manifiesto Comunista (sic) resultó ser la única acertada" (13).

Revolución Permanente

La Circular de 1850 es la elaboración de la experiencia de estos años claves, en una continuidad prácticamente inmediata con el Manifiesto. Si en éste, el cuarto y último capítulo ("La actitud de los comunistas ante los partidos de la oposición") consagra una breve página para determinar con rigor conceptual la conducta a adoptar ante la revolución en curso; la Circular complementará este texto con una detallada elaboración táctica y estratégica. Es una suerte de ‘cuarto capítulo ampliado’, si se nos permite la expresión, de una densidad tal, en términos de programa de acción política para la "vanguardia del proletariado" (término del propio documento), que Riazanov (14) afirma que Lenin "se la sabía de memoria". Por eso nos parece pertinente la definición sobre su carácter muy directamente complementario del texto de febrero del 48: formula las conclusiones derivadas de los mismos acontecimientos para los cuales el propio Manifiesto había sido publicado. Es por esto que merece ser considerado como una continuidad natural del célebre programa.
Si en el Manifiesto se indica que "la revolución alemana será el preludio de la revolución proletaria", la Circular considera que en la tierra de Marx y Engels, apenas se manifestó, en verdad, un pequeño amago de revolución general; o más bien un aborto de la propia revolución, determinado por la inmensa cobardía de los "liberales burgueses", temerosos, por sobre todas la cosas, de las energías incontenibles que podía desatar entre la propia clase obrera, más allá de los intereses de la misma burguesía por acabar con la herencia del viejo régimen feudal y despejar el terreno para su dominio de clase. En función de esto es que Marx y Engels esperan, en 1850, una nueva "revolución provocada, bien sea por una insurrección independiente del proletariado francés, bien por una invasión de la Babel revolucionaria (se refiere a París) por la Santa Alianza". La Circular pronostica que, en consecuencia, "el papel de traición que los liberales burgueses alemanes desempeñaron con respecto al pueblo en 1848, lo desempeñarán en la próxima revolución los pequeño burgueses democráticos". Por esta razón, la Circular está enteramente consagrada a determinar la "actitud del partido obrero revolucionario" ante la revolución que se considera inminente. Lo hace en los siguientes términos, que reproducimos con alguna extensión (y con itálicas propias) precisamente por el olvido injustificado al que normalmente se la relega y que tiende a opacar su vínculo indisociable con los "propósitos" fijados por el Manifiesto poco tiempo antes. Pero, además, por la inocultable vigencia que mantienen para todos aquellos empeñados hoy, en la misma tarea delineada desde entonces (gracias a lo cual el lector puede hacer un ejercicio ‘práctico’ sobre la ‘traducción’ de este texto a la realidad del período presente en numerosos países):
1) "Cuando la pequeña burguesía democrática es oprimida (...) exhorta en general al proletariado a la unión, a la reconciliación, le tiende la mano y trata de crear un gran partido de oposición (...) en el que las reivindicaciones especiales del proletariado han de mantenerse reservadas en aras de la tan deseada paz (...) Tal unión debe ser, por tanto, resueltamente rechazada (...), los obreros, y ante todo la Liga, deben procurar establecer junto a los demócratas oficiales una organización independiente del partido obrero, a la vez legal y secreta, y hacer de cada comunidad el centro y el núcleo de sociedades obreras, en las que la actitud y los intereses del proletariado puedan discutirse independientemente de las influencias burguesas".
2) "(Los obreros) deben actuar de tal manera que la excitación revolucionaria no sea reprimida (...) no sólo no deben oponerse a los llamados excesos, a los actos de venganza popular contra individuos odiados o contra edificios públicos que el pueblo sólo puede recordar con odio, no sólo deben tolerar tales actos, sino que deben tomar su dirección (...) deben exigir garantías para los obreros tan pronto como los demócratas burgueses se dispongan a tomar el poder; si fuera preciso estas garantías deben ser arrancadas por la fuerza".
3) Doble poder: "al lado de los nuevos gobiernos oficiales, los obreros deberán constituir inmediatamente (en el curso de la revolución) gobiernos obreros revolucionarios, ya sea en forma de comités o consejos municipales, ya en forma de clubes obreros o de comités obreros, de tal manera que los gobiernos democrático-burgueses no sólo pierdan inmediatamente el apoyo de los obreros, sino que se vean desde el primer momento vigilados y amenazados por autoridades tras las cuales se halla la masa entera de los obreros. En una palabra: desde el primer momento de la victoria es preciso encauzar la desconfianza no ya contra el partido reaccionario derrotado, sino contra los antiguos aliados, contra el partido que quiera explotar la victoria común en su exclusivo beneficio".
4) "Pero para poder oponerse enérgica y amenazadoramente a este partido, cuya traición a los obreros comenzará desde los primeros momentos de la victoria, éstos deben estar armados (...). Bajo ningún pretexto entregarán sus armas ni municiones; todo intento de desarme será rechazado, en caso de necesidad, por la fuerza de las armas".
5) "Nuestros intereses y nuestras tareas consisten en hacer la revolución permanente hasta que sea descartada toda dominación de las clases más o menos poseedoras, hasta que el proletariado conquiste el Poder del Estado, hasta que la asociación de los proletarios se desarrolle y no sólo en un país, sino en todos los países predominantes del mundo, en proporciones tales, que cese la competencia entre los proletarios en estos países, y hasta que por lo menos las fuerzas productivas decisivas estén concentradas en manos del proletariado. Para nosotros no se trata de reformar la propiedad privada sino de abolirla; no se trata de paliar los antagonismos de clase, sino de abolir las clases; no se trata de mejorar la sociedad existente, sino de establecer una nueva".
En la Circular la "dictadura del proletariado" está definida "en extensión", se presenta como la tarea propia del "proletariado en armas", y de la necesidad de luchar por su "Poder", imponiendo "por la fuerza" sus reivindicaciones y sus necesidades. Cuando poco después, Marx se atribuye el descubrimiento científico de la "dictadura del proletariado" como el mecanismo político de la transición del capitalismo a un orden social superior, remataba en una síntesis conceptual el alcance de su contribución. Recordemos que si en el 48, Alemania se encuentra en las vísperas de una revolución burguesa, que finalmente no se concretó en la fecha prevista, el hecho no altera en nada el planteamiento metodológico relativo a sus diferencias con el "modelo clásico" del París de 1789: en el lapso entre una y otra época se produce el desarrollo incipiente de la clase obrera y su organización. En consecuencia, la dinámica misma del proceso social, de la lucha de clases, de la revolución se altera (15). Las palabras finales de la Circular insisten: "el grito de guerra del proletariado ha de ser: la revolución permanente".
Por esta misma razón, el texto se convirtió en una denuncia implacable del stalinismo, cuando en la década del 20 lanzó su campaña contra la Oposición de Izquierda en nombre de la supuesta filiación antimarxista del concepto de "revolución permanente", que se atribuyó a un desvarío, por supuesto "contrarrevolucionario", de Trotsky, asociado unilateralmente a esta supuesta ‘novedad’. Recordemos también que, en oposición a esto, los epígonos de Stalin proclamaron la "revolución por etapas" y en nombre de la necesidad de cumplir con la correspondiente a la "revolución burguesa" obligaron entonces al PC chino a disolverse en "un gran partido de oposición", en el partido nacionalista burgués, a desarmarse y a renunciar a cualquier forma de doble poder. En 1927, como se sabe, los dirigentes del PC chino fueron liquidados a mansalva por sus ‘aliados’: el ‘marxismo’ de Stalin se transformaba en política de desarme contrarrevolucionario de la clase obrera; esto, en el escenario de la mayor revolución, posterior a la gesta del 17.

Dictadura y poder político

No es el propósito de este trabajo desenvolver la relación que guarda el planteo de la dictadura del proletariado con la teoría marxista del Estado, para el cual sigue siendo insustituible el afamado texto de Lenin (16), escrito en las vísperas mismas de la Revolución de Octubre. En todo caso, vale la pena precisar, en primer lugar, que el derrotero de Octubre del 17 siguió la senda trazada por la Circular. No como resultado de una evolución puramente ‘objetiva’, sino como consecuencia del empeño del propio Lenin por traducir en la práctica, las lecciones del movimiento obrero revolucionario, llevando a su partido a sacar todas las conclusiones de la situación. En abril del 17, Lenin vuelve del exilio (luego de la revolución que al derrocar al zarismo dio lugar a la victoria de la burguesía liberal) y proclama que aquella no es más que el preludio de la "revolución de los soviets". Entonces, inclusive en los círculos más altos del partido bolchevique, se pensó que el hombre se había extraviado.
Lenin tuvo que conquistar a su propio partido para la revolución socialista, para que ésta se abriera paso ‘objetivamente’. Sujeto y objeto se funden en la labor teórico-práctica, no en la interpretación sino en la transformación del mundo, parafraseando al Marx de la época de los Manuscritos. La exteriorización del pensamiento, su terrenalidad transformadora en el plano de las relaciones sociales es la "dictadura del proletariado" que en Rusia tomará la forma, en octubre del 17, de un gobierno obrero y campesino (anticipado en la elaboración y balance que hará Trotsky de la "primera revolución rusa" de 1905, cuando debutaron históricamente los consejos obreros, los soviets).
Pero un punto sí tiene que ser explicitado, en lo que se refiere a la dictadura del proletariado, para que su significación plena no sea completamente distorsionada. Los acontecimientos del siglo XX han contribuido a difundir la especie de que la dictadura del proletariado (que no es otra cosa que la victoria de la revolución obrera como acto y el inicio del proceso de transformación material hacia una nueva sociedad), es apenas el comienzo de un proceso de fortalecimiento del Poder, del aparato estatal, de sus instrumentos represivos, de su capacidad coactiva como herramienta peculiar separada y perfeccionada por encima de la propia sociedad. Esto es stalinismo puro, es decir, antimarxismo, confusión de esta época.
La peculiaridad específica de la dictadura del proletariado es que debuta para morir, es decir, para desenvolver el itinerario de su propia agonía, de su progresiva extinción. Es el acto de fuerza que acaba con la "prehistoria" y da el primer paso de la "historia humana" porque tiende a disolver el Poder en la sociedad, en la misma medida en que desarrolla las premisas materiales de un mundo en el cual el aporte de cada cual corresponderá a sus capacidades y el retorno a sus necesidades; o sea, el universo de la creación de relaciones humanas no mediadas por la explotación y por la lucha de clases irreconciliablemente opuestas. Claro que la sociedad marchará por este camino con los recursos iniciales bárbaros de la violencia y la fuerza, como parto inevitable, dictado por la herencia del pasado (¿con que otra ‘herencia’ puede contar el hombre en su trabajo en cualquier esfera de su actividad vital?). Nos encontramos así, nuevamente, con la "idea fundamental" del Manifiesto.
No está mal, en consecuencia, definir a la dictadura del proletariado como un acto de cordura, de acción plenamente humana para acabar con la enajenación del hombre por el hombre, para terminar con la alienación mediante la cual el hombre es dominado por las cosas, por la hambruna que provoca la sobreproducción, por la perversión social de un sistema que acumula montañas de riqueza, material y dineraria en un polo de la sociedad y miseria incalculable en el polo opuesto (según una reciente información divulgada por el Financial Times las 346 mayores fortunas personales del mundo acumulan un monto equivalente a lo que dispone para subsistir —mejor sería decir para no subsistir— el 40% "más pobre" del planeta entero). Es un acto de sanidad social contra esta locura; es la tarea de hombres cuerdos, es decir, realistas, concientes, revolucionarios, en la medida que se revelan contra esta barbarie. Los "propósitos" del Manifiesto mantienen su total actualidad.

Final amoroso

En los Manuscritos, un capítulo especial está dedicado al dinero, a esa mercancía especial y única, al equivalente universal de todos los valores, al valor como tal en la sociedad capitalista, a esa "divinidad visible... alcahuete y prostituta universal entre los hombres y las naciones", conforme los versos de Shakespeare, que el propio Marx cita.
"El dinero lo es todo en la sociedad capitalista, porque es el medio real, concreto y único, que para bien o para mal, liga el hombre a la vida, a sus posibilidades y a sus carencias". Si aspiro a algo pero no tengo el dinero para apropiarlo, mi aspiración no es nada. A la inversa puedo tener el dinero para poseer todo y no aspirar a nada, pero mi apropiación ser igualmente real. "Si tengo vocación para el estudio pero carezco de dinero para estudiar, entonces, no tengo vocación, es decir, no tengo vocación para el estudio. A la inversa, si realmente no tengo vocación para el estudio, pero poseo el dinero y la voluntad para hacerlo, tengo una vocación efectiva... Lo que yo como hombre soy incapaz de hacer y, por lo tanto, lo que todas mis facultades individuales son incapaces de hacer, es hecho posible por el dinero".
El dinero es el medio y el fin por el cual este mundo aparece invertido, el símbolo mismo del fetiche del capital, es decir, de su apariencia de sujeto y hacedor de nuestra sociedad que es el resultado del trabajo y del trabajador; de aquello que el capitalismo explota y que, por eso mismo, aparece como mero objeto, como cosa.
El dinero invierte todo, es "la confusión y el cambio de todas las cualidades naturales y humanas (...) transforma la fidelidad en infidelidad, el amor en odio, el odio en amor, la virtud, en vicio, el vicio en virtud, el siervo en amo, la estupidez en inteligencia y la inteligencia en estupidez". Esto sucede cuando el hombre es hombre, por medio y a través del dinero, de la representación misma de la alienación, del hombre que no es hombre porque no puede expresarse como tal, objetivamente como es.
Algo cuya superación, sin embargo, puede imaginarse, más allá de la alienación, en una sociedad que sea humana, en que "el hombre es hombre y que su relación con el mundo es una relación humana". "Entonces, el amor sólo puede intercambiarse por amor, la confianza por confianza, etcétera. Si quieres gozar del arte tienes que ser una persona artísticamente cultivada; si quieres influir en otras personas debes ser una persona que estimule e impulse realmente a otros hombres. Cada una de tus relaciones con el hombre y la naturaleza deben ser una expresión específica, correspondiente al objeto de tu voluntad, de tu verdadera vida individual. Si amas sin evocar el amor como respuesta, es decir, si no eres capaz, mediante la manifestación de ti mismo como hombre amante, de convertirte en persona amada, tu amor es impotente y una desgracia".
Este es también el Marx descubridor de la dictadura del proletariado, en el cruce de caminos hacia su conformación como revolucionario acabado, a los 26 años. Así es: la dictadura del proletariado, la cordura y el amor. Ciento cincuenta años después del Manifiesto Comunista.

Pablo Rieznik

1. Rieznik, Pablo; "Capitalisme et socialisme, décennie 90" en Actuel Marx Nº 16 de Presses Universitaires de France, deuxième semestre l994, París.
2. Popitz, Heinrich; El hombre alienado, Ed. Sur, Buenos Aires, 1971.
3. Feuerbach, del cual Marx toma el término "ser genérico" establecía así una distinción entre la conciencia del hombre y de los animales. El hombre tiene conciencia de sí mismo como individuo y como especie. Ver Fromm, Erich; Marx y su concepto del hombre, Ed. Fondo de Cultura Económica, Bs. As., 1966.
4. Marx, Carlos; Manuscritos económico-filosóficos, ediciones varias.
5. ver Braverman, Harry, Trabajo y capital monopolista, Ed. Nuestro Tiempo, México, 1980.
6. Marx, Carlos; op. cit. La citas que siguen en este capítulo corresponden todas a los Manuscritos...
7. Meszaros, Itzvan; La teoría de la enajenación en Marx, Ed. Era, México, 1971.
8. Marx, Carlos y Engels, Federico; La ideología alemana, ediciones varias.
9. Marx, Carlos; Manuscritos..., op.cit.
10. Riazanov, David, Ed. Antrhropos, París, 1979.
11. Todas las citas de este párrafo corresponden al Manifiesto Comunista.
12. Hobsbawm, Eric J.; "Sobre la dictadura del proletariado" en la antología del mismo autor Historia do Marxismo, Ed. Paz e Terra, Rio de Janeiro, 1979.
13. La Circular... puede encontrarse en la mayoría de las ediciones de las Obras Escogidas de Marx y Engels.
14. Riazanov, David, op. cit.
15. Ver Trotsky, León; Resultados y Perspectivas, Ed. El Yunque, Buenos Aires, 1975.
16. Lenin, Vladimir I., El Estado y la Revolución, ediciones varias.

El "libro negro del comunismo"... realmente negro.

Acaba de publicarse en español, el libro que, sobre el final del ‘97, provocó un enorme revuelo en el continente europeo y, en particular en Francia, el país en el cual fue originalmente editado por sus autores. Su impacto tuvo un alcance mediático muy extenso, con notas, artículos y entrevistas del más diverso carácter en la prensa escrita, en las radios y en la televisión. Hasta el presidente de la República —el socialista Lionel Jospin— se vio obligado a intervenir en la polémica.
La obra tiene un volumen monumental —son casi 900 páginas— y una pretensión acorde: se propone demostrar ‘científicamente’ que el comunismo es el responsable de los mayores crímenes de la historia de la humanidad, levantando un ‘tabú’ que habría escamoteado hasta el momento una evidencia tan cierta y verdadera como la transparencia del agua pura. En su apego a la ‘investigación’ y a la mera difusión de los hechos, el titulado El libro negro del comunismo (1) no vacila en cuantificar: 100.000.000 de cadáveres serían el testimonio, en el siglo XX, de un caso excepcional, por su "dimensión criminal, de un régimen político sin precedentes en el largo recorrido de la civilización", dada su naturaleza específica que "erigió (precisamente) el crimen en masa como forma de gobierno".

Estafa histórica, estafa

El fraude, sin embargo, es tan monumental como la extensión de la obra y la verdadera operación de prensa con la cual fue lanzada como negocio editorial y como campaña política. No hay una sola idea original en todo el trabajo, que es una colección de artículos de varios autores, coordinados por un renegado —ex maoísta—, de nombre Stèphane Courtois. La pretensión de agregar algo nuevo en función de la consulta de archivos ahora disponibles en Rusia es absolutamente falsa y siquiera se ocupan de indicarlo, al margen del autobombo que, al respecto, se hace en la introducción. El libro negro repite lo que innumerables textos, autores, folletos y libelos dijeron en los últimos 80 años y, en particular, la saga de obras anticomunistas elaboradas y/o financiadas por la CIA y los servicios yanquis aunque, como señaló algún comentarista, con el nivel propio del Reader’s Digest de la década del ‘50 (2).
A pesar de su extensión, no estamos frente a una obra de largo aliento. Fue elaborada a las apuradas, en tres años con el propósito de que su lanzamiento coincidiera con el 80º aniversario de la Revolución de Octubre y con el aditamento propagandístico de reclamar un ‘Juicio de Nüremberg’ para el comunismo. Llegados a este punto, los propios autores debieron retroceder. Cuando semejante propuesta fue alentada por el dirigente fascista francés Jean Marie Le Pen, temieron que su propio negocio se derrumbara, hundiendo todo el ‘marketing’ del operativo montado: la defensa de la ‘democracia’ ante el totalitarismo. De todos modos, el asunto no quita un gramo a las conclusiones fascistoides de El libro negro (sic), como tendremos oportunidad de verificarlo.
La pretensión de constituirse en una expresión de "historia científica" es una farsa, inclusive en términos formales. El texto, en este sentido, escapa a las normas académicas más vulgares. La extensión de los capítulos (están divididos por continentes y países) en los cuales se desenvolvieron los ‘crímenes’ es completamente arbitraria, carece totalmente de unidad y, de un modo general, no se señalan las fuentes utilizadas ni se revela o polemiza con los estudios y la extensa bibliografía sobre el tema. El tono monocorde y la pontificación sin fundamento que recorren toda la obra recuerdan el tono staliniano de la producción ‘literaria’ de la vieja URSS aunque, obviamente, con un ángulo distinto (ya veremos, asimismo, otras coincidencias más significativas). No hay en, realidad, ninguna ‘historia’ sino un inventario de asesinatos sin ton ni son, en una contabilidad completamente ridícula donde un muerto en la guerra civil, un muerto por hambre, un muerto bajo el terror stalinista, la ejecución de un torturador, en cualquier latitud y en cualquier época, se suman de un modo absurdo (3).
Esta misma contabilidad es un puro golpe publicitario. Cuando el organizador de El libro negro fue interrogado sobre cómo llegaba a la "shockeante" cifra de 100 millones de muertos ‘por los comunistas’, que no surge de los propios textos reunidos en la obra, respondió sin sonrojarse que se trataba de una "estimación personal". Para calificar semejante ‘estimación’, téngase en cuenta que en ella se incluyen, por ejemplo, a las víctimas de las guerras imperialistas, como es el caso de Corea; de modo tal que los coreanos muertos por los marines norteamericanos son parte del ‘genocidio’ de los comunistas que serían los ‘causantes’ de la guerra. En China, el absurdo llega al paroxismo porque la mayor parte de los ‘muertos’ son el resultado de ‘hambrunas’ provocada por... los comunistas. Esto cuando lo poco que cualquier individuo sabe sobre China es que la Revolución del ‘49 logró una solución sin precedentes a la escasez alimentaria que diezmó históricamente al pueblo de este país continental. Con relación a Cuba, se habla de 15.000 a 17.000 muertos ante los pelotones de fusilamiento de Castro y Guevara; una cifra que, al margen de cualquier otra consideración, multiplica en casi diez veces las víctimas de los tribunales revolucionarios, encargados del juicio a los esbirros de Batista y el imperialismo yanqui, que organizó la invasión a la isla en 1961. En el mismo texto, luego de citar como fuente a Amnesty International, se habla de la existencia de 12.000 a 15.000 presos políticos en la misma Cuba a mediados de los años ‘80. Para esa época, los informes oficiales de Amnesty denuncian una cifra total de 450 detenidos por "razones de conciencia" (4).

A matar las ideas o el demócrata fascista

Toda esta grosera falsificación de los hechos, cuya sola denuncia podría superar las páginas del propio El libro negro, tiene un propósito de naturaleza inconfundiblemente nazófila. Porque sucede que, después de la cuenta macabra y puestos a tratar de explicar lo que sería un desvarío loco de la humanidad, la explicación oficial del libro para semejante carnicería es una sola: se trata de las consecuencias de una ‘teoría’ y aun de un hombre, de la "voluntad de Lenin de poner en práctica su idea sobre la construcción del socialismo". Este es el "auténtico motor del terror": la "ideología leninista" (5) e inclusive "la idea misma de la revolución" (6). Naturalmente El libro negro, en función de esto, protesta contra "los activos grupos revolucionarios... que se expresan con toda legalidad" (sic), buscando dejar claro que si las "ideas" matan, lo primero que debiéramos hacer es matar a las ideas, proscribiendo en masa a sus portadores. Un argumento de este tipo tiñó el accionar de los Pinochet y Videla que, como se sabe, al igual que los autores de El libro negro justificaron su acción en nombre de la democracia y de la tradición occidental y cristiana. Uno de los prohombres de la derecha argentina —Alvaro Alsogaray— acaba de justificar el secuestro y robo de niños en la Argentina del ‘70 porque los militares debían evitar que las criaturas volvieran a sus familias para "ser educados como guerrilleros".
Pero, claro, El libro negro es un libro ‘a la mode’, lo que significa que sus planteos más reaccionarios deben disfrazarse de democráticos y centroizquierdistas. Para justificar sus anatemas, el mentor de la obra no vacila en apelar al anarquismo y a teóricos o representantes de la socialdemocracia, mientras declara su repudio a la extrema derecha. En su visión groseramente maniquea, Courtois divide el mundo entre Lenin, el criminal, y el resto de la humanidad, partidaria de la paz y la democracia; entre los cuales deberíamos sumar a Bakunin y a Kautsky, convenientemente citados por el ex maoísta. Rescata por eso al "marxismo de la IIª Internacional" y, jugando a presentarse como historiador, nos informa de sus bondades puesto que ya "en vísperas de la Guerra del ‘14, (el socialismo segundointernacionalista) se orientaba hacia soluciones pacíficas sustentadas en la movilización de masas y en el sufragio universal" (7). Semejante afirmación es propia, no de un historiador sino de un delincuente: la Primera Guerra Mundial se transformó en una enorme carnicería imperialista sólo por medio de la colaboración de... la socialdemocracia, en particular del partido alemán que Kautsky, entre otros, encabezaba y que votó los créditos de guerra el 4 de agosto del ‘14 en beneficio del Kaiser y la burguesía alemana. Los ‘criminales’ reagrupados en torno de Lenin son los que denunciaban la guerra intercapitalista, pregonaban la paz y llamaban a los trabajadores a liquidar no a sus hermanos de clase sino a acabar con el dominio de los explotadores.

Un pedacito de historia verdadera

Fue la incondicional oposición contra la guerra imperialista, a favor de la paz entre los pueblos, lo que constituyó el factor decisivo en la conquista del poder por parte de los bolcheviques. Cuando el zar es derrocado, en febrero de 1917, los demócratas y buena parte del propio partido bolchevique son partidarios de mantener a Rusia en el bloque anglofrancés para seguir la guerra, por supuesto, ahora en nombre de la... democracia. Era, apenas, una excusa de los hipócritas ‘demócratas’ rusos (la hipocresía democratizante tiene un carácter general en nuestra época): la democracia suponía la revolución agraria y la entrega del poder a las instituciones que expresaban la movilización de masas que liquidó al zar, es decir, los soviets. Pero era esto precisamente a lo que se oponía el gobierno ‘democrático’ que, entre febrero y octubre, tomara la forma de ‘kerenskismo’ (por Kerensky, socialdemócrata que llegará a la jefatura del entonces gobierno provisional). Cuando Lenin y los bolcheviques toman el poder, lo primero que concretan es el ofrecimiento de paz, una paz sin anexiones, a los carniceros del imperialismo germano. Ahí tenemos, pues, al Lenin... ‘criminal’.
¿Qué le importa, sin embargo, la historia al ‘historiador’ Courtois? Un año después de la publicación de su libro, nos acaba de resumir su ‘versión’ sobre el punto: "mientras que la revolución de febrero de 1917 vio emerger estructuras democráticas y una reorganización espontánea de las relaciones sociales en el campo, es el putsch de Lenin y los bolecheviques el que quebró las esperanzas nacidas de esta revolución. En el sentido literal del término, Lenin fue un putschista contrarrevolucionario que debe ser considerado como uno de los principales responsables de la tragedia rusa en el siglo XX, el reintroductor de una nueva forma de servilismo, tanto de los obreros como de los campesinos" (8). Sin saberlo u, ocultándolo, el demócrata-fascistizante retoma aquí una de las tesis de la historiografía-ficción del stalinismo: la de la llamada teoría de la revolución por etapas, según la cual, precisamente, la revolución de febrero de 1917 fue una revolución ‘democrática’; cuando lo cierto es que llevó al poder a la burguesía, incapaz de asegurar las condiciones elementales del régimen democrático. Como en el caso de Courtois, la versión stalinista no está fundada por el apego a la historia o idea alguna de cualquier carácter; surgió apenas como un expediente para combatir al bolchevismo, es decir, a Trotsky y la oposición de izquierda y, por sobre todas las cosas, para justificar la colaboración del stalinismo con la burguesía en el caso de la revolución china (1927). Recordemos que, en función de esto, Stalin llegó a designar al demócrata-fascistizante Chiang Kai-shek como presidente de la Internacional Comunista stalinista.

La revolución y el diablo

Un punto alto y relevante de la estafa de El libro negro se plantea casi de pasada cuando, en menos de un renglón, Courtois tiene que admitir que "hasta el momento, los crímenes del comunismo sólo habían sido denunciados (entre otros), por los disidentes trotskistas". Algo que no le impide incluir poco después a Trotsky entre los mismos ‘criminales’; una evidencia de la ‘seriedad’ y ‘rigor’ con la cual los autores pretenden hacer pasar al mamotreto como ‘obra de ciencia’.
Este procedimiento por medio del cual se suman así como así víctimas y victimarios, es típico de la impostura del demócrata fingido, que juzga los hechos desde el sillón en el que escribe o desde el cual le pagan para que escriba y desde el cual observa como un espectador lo que sucede arriba y abajo, a izquierda y derecha como si el escriba y su sillón fueran el centro mismo de la historia. Así han juzgado nuestros demócratas, por ejemplo, los crímenes sin igual de los ‘60 y los ‘70 en América Latina. Un extremista por aquí, otro por allá; un terrorista o guerrillero a la izquierda, un represor o un torturador a la derecha; un violento arriba, un revolucionario desbocado abajo. En el medio, siempre el sillón y su escriba, o el político correspondiente, el que pontifica contra todos los totalitarismos, el que rechaza los extremos definidos a su arbitrio, el que esboza teorías sobre los "dos demonios", el que juega a colocar los soldaditos del fascismo de un lado y los del comunismo del otro y repudia a ambos porque le afecta una digestión tranquila y sus propios negocios o placeres con la ‘democracia’. Una democracia que no tiene nombre, que no reviste contenido social, que carece de historia porque es como una divinidad abstracta que la humanidad hubiera perseguido siempre, forzada por una compulsión indefinible. Pero no es todo, puesto que los demócratas juegan al "justo medio" en tanto su neutralidad es apenas de papel: sin su colaboración directa o indirecta los fascistoides y dictadores criminales no hubieran progresado como lo sabe cualquier historiador serio, entre los cuales, debemos excluir, naturalmente, a nuestros criticados en esta oportunidad.
El libro negro no puede ni aproximarse a la historia real porque su función ideológica es distorsionarla en función del macartismo barato que informa toda su configuración. Por este motivo el ‘historiador’ Courtois tiene que ocultar, por sobre todas las cosas, a un personaje clave en la historia de este siglo y de los acontecimientos que ocupan al propio El libro negro. Nos referimos, claro está, a León Trotsky. En contrapartida, la culpa de todo es de un solo individuo, loco y endiablado, sediento de poder y de sangre: Vladimir Ulianov Lenin. Nadie más. El planteo es absurdo, pero funcional a la demonización que se empeña en promover el mamotreto con una energía digna de mejores causas. No hay nada que en esto se conecte con la historia tal como fue: El libro negro nos pinta el desatino del Hombre que, no se sabe ni por qué ni cómo, es sometido por el Mal. Para que el Bien triunfe hay que exorcizar a la humanidad, habitada por el demonio Lenin. El Papa canoniza; Courtois organiza la inquisición purificadora contra el Diablo Lenin, el asesino más brutal de todos los tiempos (para completar el burdel, Courtois ni siquiera se priva de disculpar a la propia Inquisición medieval ante, una vez más... "los crímenes del comunismo"). El Cielo y sus dioses agradecen al Torquemada de las letras en este final de siglo.
En el ámbito más sólido de la terrenalidad, importa, sin embargo, entender el por qué del ocultamiento deliberado del papel del principal líder de la Revolución de Octubre, junto a Lenin. Es que esto supera a los autores de El libro negro que tampoco en esto pueden invocar originalidad. Siguen aquí una suerte de mandato que informa a todos los analistas, historiadores, cientistas políticos y demás integrantes de la diversa fauna intelectual moderna. Courtois y sus compinches tienen que impedir que Trotsky aparezca por el simple motivo de que no hay nada en los ‘descubrimientos’ de El libro negro que ya no haya sido dicho por Trotsky; claro que no en los términos de una afirmación fraudulenta, no en términos de historia-ficción, caprichosa y amañada, sino en términos de historia, es decir, de examen de las fuerzas sociales en pugna, del análisis de las contradicciones vivas, de la lucha real de intereses y hombres de carne y hueso.

Nazismo y comunismo

Tomemos, en particular, el caso del nazismo y el comunismo que los autores del libelo grueso que comentamos colocan como hermanos gemelos de la criminalidad del siglo XX. Aclaremos, de entrada, que hacemos una concesión porque, en numerosos párrafos del texto, el nazismo es considerado como una "singularidad", mientras que el comunismo es un "sistema mundial", y porque, en las cuentas de cadáveres a la que se dedica El libro negro, los comunistas se cargan cuatro muertos por cada asesinado por los nazis. Fascistas menores y no tan menores como Batista o como Franco son, a su turno, presentados como partícipes del mundo ‘occidental y cristiano’. ¡Y El libro negro se considera a sí mismo como fiel representante del principio y juramento que proclama encarnar "la verdad y sólo la verdad..."!
En cualquier caso, fue Trotsky el que más de medio siglo atrás puso en evidencia el carácter criminal del ‘comunismo’ stalinista, es decir, de la política anticomunista y antiobrera de la burocracia que expropió en su beneficio las conquistas de la revolución. Poner en evidencia significa que explicó y analizó las implicancias del desarrollo particular que tomó la Revolución de Octubre, como resultado del desangre resultante de la monstruosa guerra civil, del apoyo a la reacción contrarrevolucionaria de un batallón de países capitalistas, del aislamiento de la revolución como consecuencia de las derrotas del movimiento obrero en el resto del mundo, de las dificultades planteadas por el enorme atraso del país, de la brutal fractura en el seno de la propia clase obrera como producto de este conjunto de circunstancias, de la naturaleza excepcional de un fenómeno inédito por el cual el capital carecía de fuerzas para imponer directamente la restauración de un modo directo y el proletariado de las fuerzas para imponer una gestión colectiva, de la realimentación de este conjunto de factores y la política conservadora y crecientemente hostil a la revolución de la misma casta gobernante, etc... Todo esto Trotsky lo desenvolvió no como un espectador sino como un protagonista activo de un proceso que, cualquiera sea la trinchera política o ideológica, es considerado como uno de los signos marcantes del siglo XX. Nada de esto importa al colectivo de estafadores que organizaron El libro negro. Cuando más lejos de la vida y de los acontecimientos, de su concatenación, de las contradicciones que expresan, de las fuerzas sociales que encarnan, más se facilita su tarea de... ‘historiadores’.
Pues bien, en 1936, sesenta años antes del gris El libro negro, Trotsky dijo que la represión stalinista contenía, por sus métodos bárbaros, analogías semejantes a la represión hitleriana (9). Más aún: señaló que el salvajismo de la burocracia del Kremlin podía ser aún mayor, en la misma medida en que se trataba de una burocracia más libre, menos restringida en relación con los hombres del nazismo, que nunca dejaron de ser los mandantes de la gran burguesía alemana. Cuando ahora el presidente ‘socialista’ de Francia se horroriza de que en El libro negro se compare al nazismo con el stalinismo, que al igual que los autores de la ‘obra’ en cuestión llama... ‘comunismo’, demuestra hasta qué punto la ‘pacífica’ IIª Internacional es cómplice del horror staliniano y de la deshonestidad intelectual de los autores del mamotreto. De todos modos, Jospin salió al cruce del libro que comentamos por motivos bastante más pedestres que los que tienen que ver con la verdad histórica porque simplemente trataba de salvar a sus propios ministros ‘comunistas’, empeñados en enfrentar las huelgas y el ascenso obrero del proletariado francés. Si es por la verdad histórica, recordemos que los partidos ‘obreros’ franceses, los ‘demócratas’ y fascistas galos han hecho un oficio propio del ocultamiento de las masacres del imperialismo francés, que probablemente no tiene parangón. Es, por lo menos, lo que se desprende de lo que dice Perrault en un reciente artículo (10) al plantear que, si se trata de contabilizar cadáveres, las masacres de los colonialistas franceses en Indochina, Argelia, Madagascar y otros territorios de ‘ultramar’, con relación a la población nativa no hay estado más criminal y genocida que la Francia ‘democrática’ que los autores de El libro negro toman como modelo de civilización.

Reacción política y capitalismo

La verdad elemental que ni El libro negro ni muchos de sus detractores quieren plantear es que el nazismo y el stalinismo pueden ser comparados en términos de fenómenos derivados de una misma causa: la sobrevida, hasta la descomposición, del sistema capitalista. Los monopolios, el capital financiero, su asociación directa con el aparato bélico más sofisticado de la historia, la tendencia a suprimir la competencia en el campo nacional para llevarla al paroxismo en el campo internacional, la lucha despiadada por los mercados, el aplastamiento a sangre y fuego de las rebeliones en los países periféricos, las intervenciones e invasiones militares en los más variados puntos del planeta, las catástrofes económicas, los millones de niños y seres humanos condenados a una existencia ya no infrahumana sino infra-animal, las guerras mundiales; todo esto es el testimonio de un modo de producción que ha llevado hasta el extremo posible el carácter social de la producción y, al mismo tiempo, el carácter privado de la propiedad de los medios de esa misma producción y de sus resultados, que ha desenvuelto hasta límites inimaginables la producción planificada al interior de la gran empresa moderna mientras la anarquía se glorifica como el método propio de regulación de la enorme ingeniería social del mundo productivo en su conjunto. La manifestación de toda esta putrefacción de la sociedad contemporánea ha sido, en un polo, el genocidio nazi y, en el extremo opuesto, la brutalidad stalinista. En un caso para afirmar y no para negar el monopolio capitalista —aunque el nazismo mismo se encubriese con veleidades sociales—, en el otro para negar el gobierno de los trabajadores y la expropiación del capital y establecer el dominio de una casta completamente criminal.
No es la revolución socialista sino el atraso de la revolución, la fuente de la barbarie propia del siglo XX. No por casualidad, El libro negro, puesto a medir la "dimensión criminal" de la historia contemporánea, no menciona el signo emblemático de las dos matanzas masivas y planetarias de los últimos 100 años, es decir, las dos Guerras Mundiales. ¿A quién adjudicarles sus millonarias víctimas? Hasta el manual más imbécil le explica a nuestros escolares el drama moderno de la lucha de nuestras ‘democracias’ por los mercados y por la conquista del planeta. Un registro, sin embargo, que no han anotado nuestros ‘historiadores’, que reivindican la tradición "occidental y cristiana". Los muertos de la ‘democracia’ permanecen vivos en el cielo de los negros autores del oscuro libro sobre el ‘comunismo’. De otra manera, serían aplazados en el examen de su misión específica de contadores de cadáveres.

No hay peor ciego...

En ese ejercicio rutinizado para no decir nada que sea novedoso, El libro negro repite la vieja vulgaridad de que los crímenes del comunismo no han sido dimensionados ni apreciados debido a la "ceguera de Occidente". Se trata de una mentira por partida doble.
En primer lugar, porque ‘Occidente’ no sólo no fue ciego a la Revolución sino que organizó una fenomenal expedición contrarrevolucionaria, financiada por más de una decena de países capitalistas, que llevó a la devastación al territorio de la recién constituida Unión Soviética. Sin este apoyo de la burguesía mundial, la guerra civil que siguió a la toma del poder por parte de los bolcheviques es simplemente incomprensible, salvo, claro está, para nuestros grises ‘historiadores’ de El libro negro. Por supuesto, no se trató de un paseo ni de un torneo de esgrima entre caballeros sino de una monstruosa matanza (¿qué otra cosa es una guerra civil?): la revolución no sucumbió, pero fue terriblemente golpeada. Por eso, tres años después de la toma del poder, la situación era desesperante: la población de Moscú y Petrogrado era apenas de un tercio de la existente en octubre del ‘17, restaban 80 mil proletarios de un total de 460 mil, la producción en ramas claves de la economía era una décima parte de la que correspondía a la de los últimos años del zarismo.
¿Saben, acaso, nuestros ‘historiadores’ de qué están hablando? Citémoslos: "Las insurrecciones campesinas (se refiere a 1919) desempeñaron un papel determinante en la victoria —sin futuro— de las tropas blancas... Sus consignas no admitían equívocos: ...fuera los bolcheviques y judíos... libertad de empresa y de comercio... (y) derivaron en decenas de progroms contra las comunidades judías... asesinando a todos los representantes del poder soviético..." (11). ¿Qué debían hacer los revolucionarios ante esta situación? ¿Entregar el poder ‘pacíficamente’, para ahorrarse el trago amargo de la guerra civil impuesta por la feroz resistencia de los propietarios expropiados en un territorio continental, apoyados en todos los recursos del bandidismo capitalista ‘occidental y democrático’? ¿O pretenden una guerra civil basada en las reglas de la moral y las buenas costumbres? Ninguna pregunta que importe será respondida por los cuentacadáveres.
El libro es tan deshonesto que es hasta deshonesto consigo mismo: "la violencia no había esperado para desencadenarse a la llegada de los bolcheviques al poder... En el verano de 1917, la violencia era omnipresente... una violencia urbana reactivada por la brutalidad de las relaciones capitalistas en el seno del mundo industrial; una violencia campesina ‘tradicional’ y la violencia ‘moderna’ de la Primera Guerra Mundial, portadora de una extraordinaria regresión y una enorme brutalización de las relaciones humanas... una combinación explosiva... (12) ¿Entonces? El autor de esta cita (Nicolás Werth) es quien redacta el artículo más voluminoso y documentado de El libro negro que acabó casi a las trompadas con su editor, en medio de los debates suscitados por la obra. Pero su propio trabajo reitera todas las afirmaciones sobre los ‘crímenes del comunismo’, no explica nada sobre las características posteriores de la guerra civil, atribuye los "asesinatos en masa" a la naturaleza sanguinaria de... Lenin e identifica a Stalin con la continuidad del bolchevismo del ‘17. Nada nuevo bajo el sol.
Por otra parte, en segundo lugar, hablar de la ‘ceguera de Occidente’ es un enorme encubrimiento de lo que fue la colaboración de la burguesía mundial y el ‘comunismo’; así entre comillas, es decir, el anticomunismo de la burocracia stalinista. Lo cierto es que ‘Occidente’ vio muy bien la naturaleza contrarrevolucionaria del stalinismo y se apoyó sistemáticamente en la colaboración con la burocracia del Kremlin para aplastar las tendencias revolucionarias ‘urbi et orbe’. Se trata de algo tan banal que apenas nos referiremos solamente al caso paradigmático de la historia contemporánea. Cualquier manual de historia tiene, por ejemplo, la foto de Churchill, Roosevelt y Stalin, cuando en 1945 acordaron la ‘división del mundo’, la masacre del pueblo alemán para que no diera cuenta del nazismo, el lanzamiento de la bomba atómica sobre el Japón derrotado, el desarme de las guerrillas europeas, la reconstrucción de los Estados capitalistas en Europa, la conformación de un aparato clerical mafioso en Italia, el aplastamiento de cualquier rebeldía en sus respectivos cotos de caza, la colaboración contrarrevolucionaria con las oligarquías de los países periféricos contra los movimientos nacionalistas (recordemos la entente del PC argentino y la embajada norteamericana contra el peronismo en 1945), etc... Sobre todo esto y los respectivos cadáveres de esta colaboración entre el stalinismo y la ‘democracia occidental’, ni una palabra en El libro negro consagrado al "drama criminal" del siglo XX. Como se ve, cuando se trata de omitir y engañar, nuestros historiadores no se andan con pequeñeces.

Una empresa frustrada

Los negociantes de El libro negro no tuvieron demasiada suerte en un aspecto nada despreciable. La obra fue concebida en el apogeo de la propaganda derivada de la desaparición de la ex URSS y en plena euforia capitalista. A mediados de los ‘90 proliferaban las teorías sobre el destino irreversible y final de la humanidad, eternizado en los moldes propios de la sociedad burguesa. La historia había llegado, entonces, a su estación terminal. Los economistas y sociólogos del capital celebraban la expansión de la economía mundial y pronosticaban, inclusive, el desarrollo cíclico y las crisis como una rémora del ‘viejo capitalismo’. Los ‘tigres asiáticos’ se presentaban como la evidencia misma de la posibilidad de los países atrasados de alcanzar un desenvolvimiento moderno. Brasil, el país continente latinoamericano en nuestras latitudes, se plegaba a la ‘globalización’ bajo la dirección de un intelectual progresista y estudioso ni más ni menos que de El Capital de Marx. Como en aquellas calles estrechas que abandonan la doble mano para transformarse en rutas de una sola dirección, la humanidad avanzaría por un sendero definitivo y ya trazado. Se había acabado, en consecuencia, con la era de los grandes cambios, la utopía de las transformaciones violentas y súbitas y hasta con las grandes catástrofes del siglo. La vida se tornaría más cómoda y aburrida. No más alternativas.
La ocasión parecía bienvenida para una suerte de ajuste final. Celebrar, con el 80º aniversario de la Revolución de Octubre, el entierro definitivo del horror que no habíamos querido mirar. Más que la fanfarria de combate, los autores de El libro negro nos acercaban la música de un funeral y celebraban la vida, para siempre, del Occidente victorioso.
Sin embargo, el mamotreto tuvo la desdicha de aparecer cuando el castillo de naipes comenzaba a derrumbarse. La crisis, dada por muerta, surgió con una virulencia inusitada allí donde se dijo que el capitalismo presentaba sus mejores frutos. En Indonesia un viejo dictador caía bajo el telón de fondo de una insurrección popular. En Rusia colapsaba de un modo virulento el cuento del mercado para revelarse como una empresa depredadora al mejor estilo de cualquier debut del capitalismo, es decir, "chorreando sangre y lodo" por los cuatro costados; de un capitalismo que ahora se presenta no como un bebé robusto, con perspectiva vital, sino más bien como un individuo senil con su existencia agotada. En el sufrido pueblo ruso se difundía la historia conocida ahora como una suerte de chiste trágico: los comunistas mintieron siempre respecto de la naturaleza del propio comunismo... pero sobre el capitalismo nos habían dicho la verdad. En la propia tierra de El libro negro el movimiento obrero comenzó a levantar cabeza en la misma medida en que los historiadores pretendían acabar con su propia historia: la huelga de los camioneros abrió, sobre el final del ‘95, una nueva etapa de la situación política francesa.
En estas condiciones, la fiesta de El libro negro quedó relativamente aguada, como aquellas bebidas convenientemente adulteradas. Su finalidad más sutil, atacar al movimiento obrero, su tendencia instintiva a la revolución, su lugar irreemplazable en la labor de poner en pie un nuevo orden social, quedó opacada por los nuevos acontecimientos. Esta finalidad de El libro negro se expresó por sobre todas las cosas en el esfuerzo por poner un signo igual entre el marxismo revolucionario y sus enterradores contrarrevolucionarios, entre Lenin, Trotsky y Stalin, entre la lucha contra el capital y la colaboración con los explotadores. La cosmética científica de la parte más elaborada del mamotreto, vinculada a la revelación de los datos ocultos que aparecieron con la apertura de los archivos de la ex URSS estaba al servicio de tal empresa fundamental: probar que el ‘comunismo’ siempre mató; que Lenin, al frente de la guerra civil contra la contrarrevolución mató, que Stalin como agente de esa misma contrarrevolución mató, que Trotsky mató y luego lo mataron como consecuencia de que él mismo mató. Los cadáveres inundan la historia del ‘comunismo’ y nada más hay que decir: queda la versión más penosa de la moderna ‘historia cuantitativa’, numerar a los muertos. No por casualidad el libro comienza con una frase que define a la historia como "la ciencia de la desgracia de los hombres" (13). Expurgar la desgracia en el altar de la democracia, con la colaboración de estos ‘investigadores’ era la función que se autoimpusieron nuestros autores, en el 80º aniversario del ‘17.

Democracia y revolución

Mucho antes que los escribas de El libro negro, fue un auténtico comunista el que habló no de la desgracia sino de la "prehistoria" del hombre, para resumir la explotación secular de la humanidad, en las sociedades divididas entre explotadores y explotados. Fueron los comunistas los que pusieron de relieve la lógica implacable de la civilización que conducía a una sociedad humana a través de la inhumanidad. Hace un siglo y medio, Marx y Engels nos mostraron, entonces, cómo, bajo el extremo de vidas masacradas, territorios arrasados y guerras monstruosas, el capitalismo ponía en pie la base material —la única posible— para terminar con la lucha por la vida, para sustituir el penoso trabajo directo por la herramienta y la máquina que sustituye la labor del propio hombre; mostraron cómo el capitalismo creaba el mercado mundial y las escalas de producción susceptibles de hacer del hombre y su entorno una potencia, humana y natural, universal, planetaria. Fueron los comunistas los que comprendieron que el pasaje de la ‘prehistoria’ a la ‘historia’ no tendría otra forma que la revolución, puesto que se trataba de liquidar el viejo orden, es decir, los intereses y las clases dominantes que los encarnaban. Una enseñanza, por otra parte, heredada del pasado, bárbara y también bestial, pero inevitable. Nadie ha descubierto hasta ahora otro remedio mejor para acabar con la miserable subsistencia de un sistema que sólo puede sobrevivir a costa de la victimización creciente del hombre.
Nadie va a una revolución porque quiere o porque lo desea. Ya se sabe, y esto no lo inventaron los comunistas, se trata del momento culminante de una sociedad, cuando una parte de la misma trata de imponer a la otra la razón de su historia o la razón de su barbarie. Es una lucha. Daniel Bensaid, dirigente del Secretariado Unificado de la IVª Internacional, reacciona defensivamente ante los ‘demócratas’ fascistoides: quiere salvar la revolución y la democracia burguesa; todo al mismo tiempo y se pone a dar recetas: "la defensa del pluralismo político no es una cuestión de circunstancias sino una condición esencial de la democracia socialista" (14). Pero la revolución misma es la abolición del pluralismo en el sentido corriente y normal (es decir, burgués, del término) y también es una condición de la democracia socialista. La dictadura del proletariado es sinónimo de revolución, en el sentido de que, en la instancia decisiva de la lucha por el poder, no son las leyes y los códigos sino la fuerza de los contendientes lo que, precisamente, decide. Esto no puede ser resuelto por fórmulas convencionales donde se combinan en forma armónica dosis convenientes de pluralismo, autoritarismo y algo de dulzona moral genérica. Peor es cuando Bensaid trata de ‘aplicar’ su fórmula y cita el caso de Nicaragua, omitiendo que el ‘pluralismo’ de la dirección sandinista acabó por hundir la revolución y devolvió el poder a la reacción y a los empresarios y amigo de la... contrarrevolución. Flaco favor le prestamos al desenmascaramiento de los ‘demócratas’ fascistoides con semejantes ‘respuestas’.

Bolchevismo, es decir, comunismo y stalinismo

La identificación entre stalinismo y comunismo o bolchevismo es naturalmente una vulgar reiteración de la política criminal del... stalinismo. Aun más, es un hecho que el stalinismo surgió en el seno mismo del viejo partido bolchevique. Sobre esto —no hacía falta esperar a El libro negro— hace décadas que se procura buscar en el bolchevismo el secreto último de su posterior degeneración. La conclusión normal es una vulgaridad: "un Partido revolucionario es malo cuando no lleva en sí mismo garantías contra su degeneración". "Enfocado con un criterio semejante, comunismo y bolchevismo están condenados: no poseen ningún talismán. Pero ese mismo criterio es falso. El pensamiento científico exige un análisis concreto: ¿cómo y por qué el partido se ha descompuesto? Hasta el momento nadie ha hecho este análisis fuera de los bolcheviques. No por eso han tenido necesidad de romper con el bolchevismo. Por el contrario es en el arsenal del propio bolchevismo donde han encontrado todo lo necesario para explicar su destino. La conclusión a la cual llegamos es la siguiente: evidentemente el stalinismo ha surgido del bolchevismo, pero no surgió de una manera lógica sino dialéctica; no como su afirmación revolucionaria sino como su negación thermidoriana. Que no es una misma cosa. Buscar el origen del stalinismo en el bolchevismo o en el marxismo es exactamente la misma cosa, en un sentido más general, que querer buscar el origen de la contrarrevolución en la revolución". Fue escrito hace 60 años. Por León Trotsky.

Pablo Rieznik

Notas

1. Stèphane Courtois y otros, El libro negro del comunismo —crímenes, terror y represión—, Editorial Planeta-Espasa, España, 1998.
2. Mario Maestri, Livro Negro: Um titanic contra o comunismo, Paper, Porto Alegre, Brasil, febrero de 1998.
3. Idem.
4. Ver comentarios de diversos autores en Le Monde Diplomatique, diciembre de 1997.
5. Stèphane Courtois, op. cit., pág. 825.
6. Idem, pág. 37.
7. Idem, pág. 827.
8. Stèphane Courtois, "Comprendre la tragédie communiste", en Le Monde Diplomatique, noviembre de 1998.
9. Pablo Rieznik, "Genocidio y Trabajo esclavo en la URSS", en En Defensa del Marxismo, Nº 13, julio de 1996.
10. Giles Perrault, en Le Monde Diplomatique, noviembre de 1997.
11. Stèphane Courtois, op. cit., págs. 116, 117 y 130.
12. Idem, págs. 75 y 76.
13. Idem, pág. 13.
14. Daniel Bensaid, Communisme et stalinisme, une réponse au Livre Noir...

El gobierno obrero húngaro de 1919.

El 21 de marzo de 1919 la dirección del muy joven Partido Comunista húngaro, encabezado por Béla Kun, se encontraba en la cárcel central de Budapest. Afuera de las celdas había gran agitación: el gobierno liberal de Miguel Karolyi, acosado por la insurgencia de obreros y soldados, la impaciencia campesina y el asedio de las tropas extranjeras (rumanas y francesas), decide ofrecer el gobierno a la socialdemocracia. El Partido Socialista acepta, pero en una reunión interna deciden que, a su vez, ofrecerán formar gobierno a los comunistas, dada la arrolladora adhesión de este grupo entre los obreros. El ala izquierda del socialismo se dirige a la cárcel, pacta con Béla Kun la unificación de los partidos y la conformación de un nuevo gobierno y luego se retiran. Béla Kun es, de hecho, el nuevo líder de la Hungría revolucionaria, el ministro de Relaciones Exteriores del gobierno de los consejos obreros, pero sigue detenido hasta unas horas después, cuando un comité de soldados decide liberar a los presos políticos antes de los decretos correspondientes.
Seguramente, ninguna revolución tuvo un comienzo tan cinematográfico. ¿Cómo un partido como el PC húngaro, nacido cinco meses antes, pudo en tan poco tiempo recibir el apoyo masivo de obreros y soldados, al punto que la socialdemocracia temió ejercer el poder sin el concurso de los comunistas? ¿De dónde nació la fuerza de una revolución que en poco tiempo barrió con toda la lacra capitalista y tuvo que sufrir el acoso de cuatro ejércitos extranjeros para sucumbir? ¿Qué enseñanzas se pueden sacar hoy del tercer gobierno obrero en el mundo, después de la Comuna de París y de Rusia?

Hungría y el Imperio Austro-Húngaro

Hungría, poblada desde mil años antes por los magiares, estaba dominada por la corona de los Habsburgo y sometida al imperio austríaco desde el siglo XVI. Hasta finalizar el siglo XIX, era un país de economía absolutamente agraria y la industrialización que comenzaba a modificar la faz europea no llegó a Hungría hasta comienzos del siglo XX.
La mitad de la tierra estaba en manos de unos pocos aristócratas. La otra mitad estaba en manos de una multitud de minifundistas que no podían sobrevivir con el producto de su trabajo. Los campesinos pobres no podían mecanizar el trabajo agrícola y la pequeña parcela actuaba como expulsora constante de mano de obra. Quienes lentamente comenzaron a mecanizar el campo fueron los latifundios, creándose una gran masa de asalariados agrícolas superexplotados. A fines del siglo XIX, el minifundio está en completa bancarrota y los emigrados húngaros llenan los barcos que van al resto de Europa y, sobre todo, a Estados Unidos.
Siendo uno de los más importantes productores de materias primas del centro de Europa, Hungría empezó a desarrollar industrias procesadoras de sus propios productos: harinas, azúcar, cerveza, alcohol, frutas en conserva, fiambres. También la minería empieza a cumplir un rol importante: yacimientos de hierro, cal, fosfato, etc. La exportación de productos agrícolas sigue siendo el rubro mayor en el comercio húngaro. Además de granos, es muy importante la exportación de cerdos. La competencia en este rubro con Serbia es uno de los varios factores que desencadenan la Primera Guerra Mundial.
El capital de estas industrias era fundamentalmente alemán, francés, italiano. La aristocracia latifundista prácticamente no capitalizó este proceso de incipiente industrialización.
El nacimiento de la industria en las grandes urbes pudo por fin absorber parte de la mano de obra desocupada del campo. La cantidad de obreros se duplica entre 1890 y 1914, pasando de 100.000 a 220.000. La mitad de ellos se encuentra en Budapest, la capital. Los sindicatos, dirigidos por la socialdemocracia, pasan de 50.000 afiliados en 1905, a 160.000 en 1917 y 720.000 en 1918.
Esta evolución económica hay que enmarcarla en el mosaico de problemas nacionales que hacen del centro de Europa un polvorín. Austria domina toda la región con mano de hierro. En 1867, llega a un acuerdo con la aristocracia húngara para hacer un solo reino con dos regiones independientes, y así se convierte en el Imperio de Austria-Hungría. Cada una de las dos regiones tiene independencia y ambas dependen de la corona de Habsburgo. Pero Austria le cede a Hungría el control de todas las nacionalidades sometidas, y los magiares se convierten de esta forma en los opresores de checos, eslovacos, rutenos, rumanos, croatas y eslovenos.
Al terminar la ‘Gran Guerra’ en 1918, los imperios alemán y austríaco son vencidos por la Entente formada por Francia, Inglaterra y Rusia, aunque esta última se apartó de la alianza militar a partir de la toma del poder por los bolcheviques. La derrota militar hace entrar en colapso a todo el centro de Europa. Las monarquías se derrumban; la economía entra en un caos absoluto; las masas reclaman por la carestía y la desocupación. El problema nacional también estalla y el imperio austro-húngaro termina completamente desmembrado.

Monárquicos y liberales en Hungría

La estructura económica que hemos esbozado hacía de Hungría un país de grandes diferencias sociales. A una enorme masa de campesinos pobres, a la que se agregaba en los primeros años de este siglo una clase obrera muy concentrada y mal pagada, le correspondía una aristocracia elitista y una burguesía raquítica. Las sublevaciones liberales, especialmente la de 1848, fueron salvajemente reprimidas. El sistema político era abiertamente excluyente: sólo votaban los propietarios según su renta, eligiendo entre dos partidos oligárquicos: el partido pro-imperial, dirigido por el archirreaccionario Istvan Tisza, y el Partido de la Independencia, también aristocrático, más proclive a escuchar los problemas de Hungría.
De este último, surge a comienzos de siglo el Partido Radical, de Oscar Jászi y el conde Miguel Karolyi, que representa las aspiraciones de la burguesía liberal, favorable a la reforma agraria (a pesar de que Karolyi es aristócrata y latifundista) y al sufragio universal. Enemigo de Austria, se inclina más hacia Francia y, durante la guerra, es antibelicista. La fantasmal burguesía húngara no va a poder proyectar su apoyo al Partido Radical hasta 1914, cuando consiguen algunas diputaciones al Parlamento. Pero va a ser en 1918, con la caída del imperio, cuando serán llamados a cumplir un rol de contención del caos inminente.
La entrada en la guerra concita al principio cierto apoyo de la población magiar y la pasividad de los pueblos eslavos. Pero, en cuatro años de sangría, el ejército imperial no realiza ningún avance sensible. Los ataques de los rusos y de los serbios pueden ser resistidos sólo gracias a la ayuda alemana. Pasado el entusiasmo belicista, en 1917 empiezan los reclamos populares por la carestía económica y los reclamos nacionales. El nuevo emperador Carlos de Habsburgo presiona a Hungría para que haga concesiones a los pueblos eslavos, pero la aristocracia húngara es completamente reacia a modificar el statu quo colonial.
La disolución del ejército acompaña este proceso. En 1917 se subleva la flota, estacionada en el mar Adriático. También la infantería se amotina en Pécs (sur de Hungría) resistiendo dos días la represión, que termina con decenas de fusilados. En enero de 1918 se producen grandes huelgas, que comienzan en las fábricas de municiones de Budapest. Las consignas son por la paz y el apoyo al proletariado ruso. El socialismo ‘agrega’ la consigna de sufragio universal, para congraciarse con los sectores pequeño burgueses, y a la vez llama a terminar la huelga. Sin embargo el movimiento sigue en todo el país durante tres días.
La disciplina en el Partido Socialista se quiebra. Surge un ala izquierda formada por delegados obreros de Budapest, ex anarquistas y socialistas partidarios del apoyo a la Rusia soviética.
En junio se produce otra huelga general, esta vez incluyendo a los trabajadores agrarios. Se inicia en una fábrica estatal de máquinas, donde la gendarmería, convocada para arbitrar, decide hacerlo matando varios obreros. La reacción de los trabajadores es inmediata y nacional, pero el Partido Socialista no abre la boca durante los cuatro días de huelga.
Finalmente, el 4 de octubre Alemania y Austria-Hungría solicitan el armisticio a las potencias de la Entente y la situación en el interior de esos países se derrumba. En Hungría se empiezan a formar consejos de obreros y soldados en forma inmediata, tanto en Budapest como en cada ciudad del interior. El ejército se desvanece de un día para el otro y todos los días se ven manifestaciones contra la guerra y contra el imperio.
La monarquía rehace el gabinete convocando otra vez a sectores reaccionarios. La burguesía y el Partido Socialista (que como siempre le da la espalda a las movilizaciones de masas) se unen en el Consejo Nacional, ofreciéndose como recambio gubernamental. Las masas se inclinan cada vez más a la izquierda: el 28 de octubre se convoca una gran manifestación que va desde el sector obrero (Pest) al sector antiguo (Buda) de la ciudad de Budapest. La policía reprime y los obreros asaltan armerías y cuarteles, consolidando la unidad con los soldados a través de los consejos comunes.
Ante el armamento obrero y la unidad de proletarios y soldados, el gobierno decide trasladar las tropas fuera de Budapest, pero éstas se niegan, plegándose todos los cuerpos a la agitación revolucionaria. El 31 de octubre cae el gobierno y sube el Consejo Nacional (frente de coalición entre el Partido Radical y el Partido Socialista), siendo presidente Miguel Karolyi. Las manifestaciones masivas en todo el país (en una de ellas, en Budapest, un soldado mata al jefe de la reacción, Istvan Tisza) expresan la alegría del pueblo ante la caída de la monarquía y el régimen reaccionario. Ha sido una revolución donde la clase obrera y los consejos fueron el motor y la burguesía (secundada por la socialdemocracia) fue a la rastra de los acontecimientos. Como en la revolución de febrero de 1917 en Rusia, los obreros todavía confían en los demócratas, aunque en su lucha van mucho más a la izquierda que éstos. La del 31 de octubre de 1918 es una revolución obrera usurpada por la burguesía, producto de la poca maduración política de las masas.
La experiencia del partido bolchevique ya influye en la izquierda del socialismo, que no se conforma con el nuevo gobierno y decide seguir adelante en su lucha. El día de proclamación de la república (16 de noviembre), ante decenas de miles de manifestantes, tres aviones arrojan un panfleto sobre la multitud con el texto de un telegrama de Sverdlov (miembro del gobierno soviético ruso) incitando al proletariado a seguir el combate contra la burguesía y a continuar con la lucha de clases. Entre la socialdemocracia y el ala izquierda del partido se empieza a abrir un abismo.

El gobierno liberal de Karolyi

Miguel Karolyi gobierna desde el 1º de noviembre de 1918 hasta el 21 de marzo de 1919. En apenas 141 días se desvanece en el aire todo el apoyo, el entusiasmo y la ilusión que en él habían depositado buena parte de las masas de Hungría.
Con el derrumbe de las economías vencidas en la guerra, la moneda húngara estaba destruida. Los obreros reclamaban aumentos de salarios; los soldados reclamaban un subsidio a la desocupación, que el gobierno concedió; los capitalistas escondían sus fortunas y no pagaban los impuestos. La única salida inmediata que encontró el gobierno de Karolyi fue la emisión de billetes, que a los pocos meses carecían completamente de valor.
"Los empresarios practicaban el sabotaje. Aun en los casos en que había materias primas y no faltaban los pedidos, los empresarios obstaculizaban la producción, porque ésta ya no les proporcionaba plusvalía sino déficit" (1). La burguesía estaba en tal estado de postración que buscaba malvender sus empresas y sus activos. Los obreros metalúrgicos y siderúrgicos comunistas proponen el control obrero de la producción como una consigna de transición hacia la toma del poder: "El control obrero representa únicamente una fase de transición hacia el sistema de la gestión obrera, para la cual es necesaria como condición previa la toma del poder político, la expropiación de los medios de producción sin indemnización a los actuales empresarios y la toma de posesión de los bancos por parte del Estado proletario" (2). Como se puede notar, el programa de transición que enarboló más tarde la IVª Internacional no fue un invento de laboratorio sino el resultado de la experiencia revolucionaria de toda una generación.
El control obrero se desprendía de la misma situación económica: a los burgueses ya no les interesaban sus fábricas, que quedaban a merced de sus administradores o de nadie. Ante la catástrofe, los obreros se veían obligados a tomar las riendas de la economía en sus manos. Pero el gobierno de Karolyi, a propuesta del socialista Garami, propone una administración mixta de las fábricas: patrones, obreros y Estado. Esta fórmula burocrática donde los obreros están en minoría se va a mostrar poco a poco ineficaz e irritativa.
Para solucionar el problema agrario, Karolyi proyecta el reparto de las tierras latifundiarias en parcelas de 500 hectáreas entre jornaleros y pequeños propietarios. Pero el aparato burocrático destinado a fiscalizarla es lento y pone más trabas que soluciones. Con el correr de los meses, los campesinos armados empiezan a ocupar las tierras con sus propios métodos y sin pagar el impuesto que el gobierno había decretado. Incluso se llega a expulsar por la fuerza a los administradores estatales de la reforma.
De todas maneras, la reforma no es más que una venta forzosa y subsidiada de las grandes propiedades a los campesinos pobres. Pero la gran mayoría de los obreros agrícolas no tienen medios para afrontar ese pago y el conflicto en el campo se agrava. Es así que en los cinco meses de gobierno liberal no se llega a producir el reparto de tierras salvo en casos contados.
El desorden en el campo enemista a los campesinos y obreros agrícolas con el gobierno, pero también a la aristocracia latifundista. El resultado es que Karolyi pierde base de apoyo y las ciudades empiezan a tener serios problemas de aprovisionamiento, al punto tal que ya en el mes de enero se recurre a las requisas de los comercios y al racionamiento de alimentos.
El problema financiero no es menor. A la depreciación colosal de la moneda y la recesión económica, se agrega la enorme desocupación por el licenciamiento de los soldados, ante los que el gobierno cede, concediendo un subsidio de 15 coronas diarias. Karolyi reconoce los empréstitos de guerra, para no enemistarse con la banca, lo cual aumenta la deuda pública. Recurre a una reforma monetaria (para separar su moneda de Austria) que es un completo fracaso y a una reforma fiscal que consiste en un impuesto progresivo sobre las rentas. La clase pudiente no paga sus impuestos (sólo espera subsidios y salvatajes del Estado, que está exhausto) y cada día se aparta más de Karolyi.

Las organizaciones obreras

La ruptura entre las direcciones obreras izquierdistas y el partido socialdemócrata se consolidó con la creación del Partido Comunista en noviembre de 1918. Hacia fines de ese mes llegan desde Rusia Béla Kun, Laszlo, Rabinovics que, siendo prisioneros de guerra y liberados por la revolución, pudieron ser testigos de la política bolchevique, a la que adhirieron. El PC húngaro no sólo recibió la adhesión de los obreros por su relación directa con la Revolución Rusa sino también porque desarrollaba una lucha sin cuartel contra el Estado de los capitalistas. En diciembre ya dominaba el sindicato de metalúrgicos y siderúrgicos, pero se encontró con un obstáculo: para los sindicatos húngaros, afiliarse a un sindicato era afiliarse al Partido Socialista, y no se permitía otro tipo de partidos en los sindicatos. La lucha del PC por sus ideas tuvo que comenzar por la lucha por el derecho a participar en los sindicatos. La negativa socialista llevaba a la fractura de la unidad proletaria.
Los metalúrgicos (dirigidos por el PC) presentaron un acabado programa político, donde se planteaba que la "república popular" no era más que "una forma modificada de la dominación capitalista" y el Estado, "el órgano colectivo de la clase detentadora de la propiedad". Propugnaba el control obrero como medio de transición contra la pobreza, llamaba a la construcción de Consejos obreros y a continuar la lucha de clases. Detallaba cómo debía otorgarse el subsidio al desempleo, que debía ser pagado por el Estado y los industriales en partes iguales. Finalmente, se afirmaba que nada impedía que los metalúrgicos adhirieran al PC. Durante tres días, una asamblea nacional de delegados discutió este programa y la aprobación del último punto significó la primera victoria del PC y su ingreso a la dirección de una multitud de sindicatos.
Los socialdemócratas estaban divididos en un ala derecha (Erno Garami) y un ala izquierda (Zsigmond Kunfi), pero esta ala izquierda también participaba del gobierno y sólo se diferenciaba de la derecha en que propiciaba un acuerdo con los comunistas.
Los socialdemócratas confiaban en las elecciones para una Asamblea Nacional y por izquierda planteaban que, a través de ella, la clase obrera obtendría el poder. Todas sus reivindicaciones las postergaban para la Asamblea Nacional y llamaban a los obreros a no exigir soluciones inmediatas al gobierno, dejándolas como tareas para dicha asamblea. Pero la situación de catástrofe urgía acciones concretas y, para peor, en las elecciones de Asamblea Nacional de Alemania primero, y de Austria después, los socialdemócratas de esos países quedaron en minoría, con lo cual se alejaban las posibilidades de lograr alguna reforma por esa vía.
El PC tenía una postura opuesta y se basaba en las conversaciones que Béla Kun había tenido con Lenin en Rusia (3). Afirmaba que "la democracia es sólo una forma modificada del dominio capitalista, que sólo aparece o bien cuando la clase detentadora de la propiedad es tan fuerte que puede permitir sin peligro a las masas trabajadoras hacer oír su voz en la cámara legislativa del estado burgués, o cuando es tan débil que no puede conservar el dominio del capital sin hacer tales concesiones a las masas" (4). Y esto lo decía el PC luego de toda una historia de dominio de la monarquía y los aristócratas, con una "democracia" nueva, que podía concitar las ilusiones de buena parte de las masas. Las críticas del PC no hacían más que retomar las posiciones de Marx en la "Circular de 1850" y la experiencia del Partido Bolchevique entre febrero y octubre de 1917.
A la sorda disputa entre socialdemócratas y comunistas en el interior de los sindicatos, se pasó en enero al combate abierto. Para el gobierno liberal, el asesinato de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht en Alemania (15 de enero de 1919) fue como el aviso de iniciación de la represión. El diario socialdemócrata Népszava (La Voz del Pueblo) lanzó una campaña histérica contra el partido de Béla Kun. La central sindical decide expulsar a los comunistas de toda dirección gremial.
En este clima de resentimiento generalizado contra el comunismo, se produce el asalto al Népszava el 20 de febrero. Inmediatamente fue atribuido a los comunistas, pero la dirección comunista se enteró por teléfono en momentos en que informaba a la dirección socialdemócrata sobre una invitación protocolar a Rusia. Aunque el PC negó toda participación en los hechos, el asalto había dejado varios muertos y heridos en la calle (entre ellos, algunos policías) y toda la prensa burguesa aprovechó para reclamar por la cabeza de los dirigentes comunistas. La dirección del PC se reunió pocas horas después y decidió no esconderse sino enfrentar el enjuiciamiento y continuar con la agitación. Esa misma noche es encarcelada toda la dirección, siendo salvajemente torturados y maltratados. Hasta la prensa burguesa cuestionó el maltrato a los comunistas, pero los socialdemócratas justificaron a los policías por "el dolor que sentían por los colegas caídos" en la provocación montada.
Con el PC descabezado, la socialdemocracia quiso asestarle el golpe final, desatando una caza de brujas en los sindicatos y exigiendo a los obreros que regresaran a la socialdemocracia. Por ejemplo, se intimó a los obreros de una fábrica de aviones a reintegrarse al PS o la fábrica (estatal) sería castigada con la interrupción de los insumos y el cese de la producción. Como se ve, para el PS en la lucha contra el comunismo valía cualquier recurso.
Sin embargo, las presiones de la realidad fueron más fuertes que la histeria socialdemócrata, y los obreros siguieron adhiriendo en masa al Partido Comunista. Las presiones populares obligan al gobierno a liberar a 29 detenidos a fines de febrero, y a retirarles a los restantes la acusación de "alta traición". En todo el norte de Hungría los comunistas se unen a los socialistas de izquierda y prácticamente se adueñan de la situación en varias ciudades, desconociendo la autoridad del gobierno central.
Una a una, durante el mes de marzo, las fábricas se pronuncian en contra de la política socialdemócrata de depositar confianza en la Asamblea Nacional. También llueven los pronunciamientos por la libertad de los comunistas presos. El congreso de los Consejos Obreros de la llanura húngara reclama en esos días la socialización de la producción, el fin de la paz civil y la expropiación de la tierra sin indemnización. El sindicato de torneros llama a una manifestación el 9 de marzo por la dictadura del proletariado. La dirección del sindicato, socialdemócrata, intenta en vano modificar la decisión. El 18 de marzo, los 20.000 obreros de la fábrica de municiones de Csepel, cerca de Budapest, realizan un acto en conmemoración de la Comuna de París y votan una resolución por la liberación de los comunistas presos, llamando a una reunión nacional para el 21 en la misma ciudad.
A un mes de la provocación del Népszava, los intentos socialdemócratas por aislar a los comunistas se ven coronados por una inequívoca derrota.

Volteretas de la izquierda socialista

Seguramente a partir del cariz que fueron tomando los acontecimientos, la crisis del gobierno, el inmovilismo del Partido Socialista y el creciente apoyo que recibían los comunistas de parte de los obreros de la ciudad y del campo, el ala izquierda del socialismo decide hacia el 10 de marzo retomar los contactos con la dirección comunista en la cárcel. Tres dirigentes del sindicato de tipógrafos, Bogár, Mausz y Sebök, solicitan a Béla Kun que redacte un programa en base al cual se pueda reconstituir la unidad del movimiento obrero.
Béla Kun contesta con un escrito de gran importancia, pues en base a él se conformará finalmente la unidad de ambos partidos. Allí aboga por la ruptura con los socialtraidores, por una unidad real y revolucionaria de la clase obrera, por llevar a la práctica "las medidas transitorias conducentes al socialismo". Y especifica los puntos siguientes, que resumimos:
1. Ningún apoyo al llamado gobierno del Estado burgués. El poder a los consejos de obreros, soldados y campesinos.
2. Rechazo de la integridad territorial del viejo imperio húngaro. Ninguna guerra con checos, rumanos o serbios por su "reintegración" a Hungría.
3. Nada de república parlamentaria sino república centralista de los Consejos. Abolición de toda fuerza armada permanente. Eliminación completa de la burocracia. Los cargos deben ser elegibles y revocables ante las asambleas. Ingreso no superior al de un trabajador calificado.
4. Control centralizado de los Consejos y control descentralizado de la producción industrial y agrícola y de la distribución de los productos.
5. La tierra es del Estado, toma de posesión de la propiedad del suelo por el proletariado. "Enérgica lucha contra los repartos de tierra." Aceptación de cooperativas como método de transición.
6. Socialización de la banca.
7. Estatización de la industria y los transportes.
8. Monopolio estatal del comercio exterior y del comercio de productos de primera necesidad.
9. Protección de los trabajadores.
10. "Propaganda del socialismo por cuenta del Estado. Separación inmediata de la Iglesia y el Estado. La escuela debe ponerse abiertamente al servicio de la educación para el socialismo."
En la misma carta termina reconociendo (cosa que había significado una ‘acusación’ por parte de la socialdemocracia) que el Partido Comunista húngaro recibía el apoyo de Lenin y de los espartaquistas alemanes, tanto con ideas (a través de Radek) como con rublos.
Mientras se producían estos intercambios, la situación del gobierno y, por consecuencia, la del ala derecha de la socialdemocracia empeoraban día a día. A la insurgencia de obreros, campesinos y soldados, cuyos consejos iban ocupando cada día más porciones de poder (ciudades, tierras, fábricas) ante la inoperancia del gobierno liberal, Karolyi debió soportar en esos días una nueva ofensiva de las tropas extranjeras que fue lo que en definitiva lo hizo caer.
Con la derrota bélica, Hungría ya había perdido Bohemia, Eslovaquia, Croacia, Eslovenia y Transilvania. Karolyi, cuyo partido era francófilo, confiaba en mantener las fronteras de la propia Hungría. Pero el 20 de marzo el coronel Vix, del ejército francés que operaba desde Rumania, le comunicó a Karolyi los nuevos acuerdos de la Entente con Rumania: las tropas húngaras debían desmilitarizar una franja de su territorio limítrofe con Transilvania que incluía varias ciudades importantes como Debreczin y Szeged, las tropas rumanas avanzarían hasta lo que es hoy la frontera entre Hungría y Rumania; la zona desmilitarizada sería controlada por el ejército francés. Pero aun esta frontera, según la nota del coronel Vix, era provisoria.
La intimación del ejército imperialista llegó en momentos en que el Consejo de soldados instalaba cañones en una colina junto a la ciudad de Budapest, los periódicos no salían a la calle hacía dos días por huelga de tipógrafos y se reunían en Csepel delegados de todo el país para forzar un cambio de gobierno. El gobierno liberal había llegado a su fin.
En una reunión de gabinete, Karolyi anticipó su renuncia y le propuso a los socialistas que formaran gobierno. Estos manifiestan su acuerdo, pero más tarde, en una reunión interna, deciden aceptar las bases programáticas presentadas por Béla Kun y formar gobierno con los comunistas. Algunos dirigentes del ala derecha renuncian al partido. El resto se dirige a la cárcel y pacta con la dirección comunista la unificación de los dos partidos en el Partido Socialista Unificado de Hungría, la conformación de un gobierno con base en los Consejos de Obreros, Soldados y Campesinos y mayoría de ministerios para los comunistas, sobre la base de la plataforma de unidad presentada por Béla Kun que detalláramos más arriba. Redactan una nueva declaración que afirma, entre otras consideraciones, que el nuevo partido "asume inmediatamente el poder en nombre del proletariado". Y suspende las "tan cacareadas elecciones" para la Asamblea Nacional.
La dirección comunista, como señaláramos al comienzo del artículo, siguió todavía algunas horas detenida. Hacia la tarde del 21 de marzo, llegó el Consejo de soldados (luego de una reunión donde se pronunció por la liberación de los comunistas y la dictadura del proletariado) dispuesto a liberar por la fuerza a los presos, pero al mismo momento llegó el oficial de justicia ordenando la liberación, feliz ‘casualidad’ que evitó un baño de sangre entre soldados y policías.
Al día siguiente, Béla Kun declaró: "Las cosas han ido demasiado bien. No he podido dormir, he estado pensando toda la noche dónde nos hemos podido equivocar. Porque en uno u otro punto debe ocultarse un error. Ha sido algo demasiado fácil. Ahora nos damos cuenta de ello, pero temo que sea demasiado tarde" (5).

El día que el lobo se disfrazó de oveja

¿Qué transformación se había operado en la socialdemocracia para constituir gobierno junto a los comunistas, a los que hasta pocos días antes insultaba desde su periódico? Según sus declaraciones en ese momento, consideraban que el país marchaba hacia el comunismo en forma inevitable, por el apoyo que los obreros daban al PC, por la enorme ilusión que representaba la cada día más consolidada Revolución Rusa, por la catástrofe social y económica de Hungría. Como dijera meses después Jacob Weltner (dirigente del ala izquierda), "debíamos elegir entre la guerra civil, la unificación o la retirada completa por nuestra parte". Es decir que, por lo menos, la socialdemocracia era consciente de que no podría formar gobierno sola, como hiciera en Alemania y en Austria, sino que, abandonado por la burguesía liberal, un gobierno socialdemócrata sería un último paso antes de la toma del poder por los obreros, ya casi completamente volcados al apoyo al comunismo. La dirección socialdemócrata sabía que la clase obrera la quería quitar de en medio y que su programa era impotente para resolver los acuciantes problemas de las masas. En vez de inmolarse con un programa democrático, decidieron travestirse de izquierdistas y unirse al PC.
"Muchos de nosotros veíamos claramente que marchábamos hacia la catástrofe", sigue Weltner, pues en un estado arruinado "el comunismo no puede ser llevado a la práctica. Por eso yo trabajé con toda mi energía para conseguir que la destrucción, las crueldades y la corrupción fueran contenidas dentro de los límites más estrechos posibles, con objeto de que el movimiento proletario pudiese mantenerse incluso después de la catástrofe" (6). Como se ve claramente, los socialdemócratas no confiaban en la creación de un gobierno obrero, sino que adoptaron la táctica de dejarse arrastrar por la ola de los acontecimientos para poder sabotearlos, empobrecerlos y ahogarlos dentro de los límites del democratismo pequeño burgués.
Es interesante observar que nunca el PC había propuesto la unificación de los partidos. Esa fue una propuesta socialista, basándose en que en Hungría partido socialista y sindicatos eran la misma cosa. Quien se afiliaba a un sindicato lo hacía automáticamente al Partido Socialista y las direcciones de ambas instituciones coincidían. Cuando el PC nace en noviembre, uno de sus conflictos, como hemos visto, es que no se le permitía a los obreros afiliarse a otro partido que no fuera el PS. Cuando la socialdemocracia busca el acuerdo con Béla Kun en la cárcel, lo hace en el nombre de la "unidad del movimiento obrero".
Lo más llamativo fue que la clase obrera intuyó que todo era una maniobra, y cuando en el mes siguiente se procedió a la unificación de los partidos y la elección de los representantes, los socialdemócratas perdían en la mayoría de los lugares. Los comunistas, por su parte, debieron defender las posiciones de los socialdemócratas y actuar de abogados de sus antiguos victimarios, con lo cual gastaban energías por salvarlos y vacilaba la confianza de los obreros en los mismos comunistas.
Como dice Béla Szanto (uno de los comisarios del pueblo y también jefe de milicias), se debía haber empujado a los socialistas no hacia la izquierda sino hacia la derecha. Desenmascararlos ante las masas como unos burgueses disfrazados de comunistas empujados por la necesidad y que traicionarían a la primera dificultad. Si antes prometían llegar al socialismo a través de la democracia, ahora tratarían de volver a la democracia a través del socialismo, lo cual, en un país arruinado y acosado por ejércitos extranjeros, era claramente un suicidio.
Se debía haber aceptado la conformación de un gobierno conjunto (sólo eran comunistas dos comisarios más los subcomisarios de todo el resto), pero nunca la unificación de los partidos, que impedía la preparación política de la vanguardia en referencia a las acciones que una dictadura proletaria debía emprender. Por otra parte, el ascendiente que los comunistas, y particularmente Béla Kun, tenían entre la clase obrera era lo suficientemente fuerte como para lograr una composición del comisariado más favorable al comunismo.
Menos aún se debió intentar durante la unificación que los dirigentes socialdemócratas salgan elegidos por los obreros. Al contrario, aunque fueran aliados de gobierno, se debía haber intentado su expulsión del seno de la clase obrera. La unificación partidaria fue más perniciosa considerando la juventud del Partido Comunista, cuyos cuadros habían sido recolectados mayoritariamente del anarquismo (Kogan, Szamuelly, Corvin, Kransz, el más tarde famoso Lukacs) y, en parte, del socialismo.
Inmediatamente constituido el gobierno de los Consejos, Béla Kun telegrafió a Lenin la novedad y éste, en otro telegrama del 23 de marzo, le requirió seguridades: "Le ruego comunicar qué garantías efectivas tiene usted de que el nuevo gobierno húngaro sea, en realidad, un gobierno comunista y no simplemente socialista, es decir, socialtraidor. ¿Poseen los comunistas la mayoría en ese gobierno? ¿Cuándo se celebrará el congreso de los soviets? ¿En qué consiste el reconocimiento efectivo de la dictadura del proletariado por los socialistas?" (7)
Béla Kun calmó las expectativas del dirigente ruso. Hablando por radio, le dijo: "No cuento con la mayoría en el gobierno, pero saldré victorioso, porque las masas están conmigo y va a reunirse el congreso de los soviets" (8). Lo concreto es que Lenin dio su más firme apoyo al gobierno obrero húngaro. En un artículo aparecido en Pravda el 29 de mayo de 1919, destacaba "el restablecimiento inmediato de la unidad de la clase obrera, de la unidad del socialismo sobre la base de un programa comunista" (9). Afirmaba que el ejemplo húngaro era "mejor que el de la Rusia Soviética, porque (supo) unir de un golpe a todos los socialistas sobre la plataforma de una verdadera dictadura del proletariado" (10).
Evidentemente, el programa común (que los socialistas aprobaron sin leer) calmaba las expectativas de Lenin y de los dirigentes comunistas húngaros. También era verdad que Béla Kun era el dirigente más reconocido entre los proletarios. En las elecciones para el Congreso de los Consejos que se realizaron el 7 de abril, los comunistas obtuvieron la mayoría. Sin embargo, como veremos, no era suficiente para definir todos los pasos a seguir durante el gobierno de los consejos.

La obra de la dictadura de los Consejos

El entusiasmo de los obreros por su nuevo gobierno fue enorme. Incluso la pequeño burguesía y sectores burgueses y nacionalistas dieron su apoyo inicial a la dictadura de los consejos. Para los obreros, era la ocasión de refrendar las acciones revolucionarias que estaban desarrollando desde el mismo nacimiento de la república burguesa. Desde el punto de vista "nacionalista", sólo un gobierno fuerte en alianza con Rusia podía frenar el despojo de Francia, Rumania, Checoslovaquia, Serbia. La gran mayoría de la población creía en la fortaleza del nuevo gobierno. Incluso en la bolsa de Zurich se siguió cotizando la corona húngara sin grandes caídas.
Al igual que en la Comuna de París de 1871, los obreros habían constituido gobierno por la incapacidad y podredumbre de la clase burguesa por mantenerse en el poder. La burguesía se había marchado sola y el poder pasó formalmente a sus partidos casi de la misma forma que se cambia un gabinete por otro en los regímenes liberales.
La clase obrera no debió pelear con las armas en la mano, en las calles, contra la burguesía. Lo había hecho, sí, contra la monarquía. Pero el paso del gobierno capitalista al socialista se había hecho en forma indolora. Para los comunistas de todo el mundo, esto demostraba una vieja afirmación bolchevique: la revolución en Occidente sería más "pacífica" y más "civilizada" que la misma revolución en Rusia, más oriental y más bárbara. También evidenciaba que la influencia de la Revolución Rusa no se reducía a la creación de algunos partidos afines en Europa: era una gran ilusión que recorría los corazones de toda la clase obrera del mundo.
La dictadura de los Consejos, en su corta vida de cinco meses, desarrolló una vasta obra.
Primeramente, a través del decreto Nº 9 se socializaron los bancos y las empresas con más de 20 obreros. Este decreto sólo venía a legalizar una situación de hecho en toda Hungría: los obreros se habían hecho cargo de la producción hacía ya algunos meses. En cada fábrica se eligió un comisario responsable y otros tres delegados, todos elegidos en asamblea y revocables. A su vez, entre los comisariados del gobierno, los sindicatos, los consejos locales y los responsables de fábrica, se conformó un Consejo Económico Popular de 60 miembros, que discutía los problemas y soluciones a nivel económico para toda Hungría.
La distribución de alimentos y mercaderías se puso en manos de los soviets locales (11). Se comunalizaron los negocios de más de 10 personas para garantizar que no hubiera especulación ni acaparamiento. Como en otras medidas, se notó aquí la influencia del pensamiento anarquista: en vez de nacionalizar la distribución, se la dejó en manos del Consejo de cada ciudad.
El comisariado de finanzas, dirigido por el comunista Jeno Varga, emitió 8 mil millones de coronas (billete blanco), que se desvalorizaron rápidamente. Seguían circulando en Hungría, y sobre todo en el exterior, el billete azul que había impreso el Imperio Austro-Húngaro. Este billete era reconocido como moneda de pago en el extranjero y por eso mantenía su valor. Cuando el valor del billete blanco cayó por el piso, los campesinos exigían el pago en especias o en billete azul.
El gobierno había cambiado, era evidentemente un gobierno proletario basado en los consejos de obreros y soldados, pero el Estado, ¿había cambiado? Como ya la Comuna de París había demostrado, los obreros no pueden tomar la maquinaria del Estado tal cual la encuentran sino que de hecho deben destruirla y formar otra nueva. ¿Sucedió eso en Hungría? Veremos que sustancialmente sí, pero quedaron varias tareas por cumplir.
La primera discrepancia de gobierno surgió cuando el PC planteó desarmar a la odiada policía y gendarmería. El socialismo se opuso (12). Los obreros empezaron a desarmar a los policías en la calle, lo que provocó que éstos se escondieran. Pasados algunos meses, y cuando ya Hungría se defendía contra la agresión extranjera, los socialistas accedieron al desarme de la policía. ¿Qué gobierno se sostiene sin el monopolio de las armas?
La burocracia del Estado no fue disuelta (13). El Estado debió asentarse sobre la vieja clase de arribistas pequeñoburgueses que se aferraban a sus puestos ganados bajo la monarquía. Los socialistas, nuevamente, defendieron la "estabilidad laboral" de sus "clientes electorales", y la maquinaria administrativa debió sufrir el boicot de quienes no esperaban desarrollar una revolución sino de los que querían usufructuarla.
Se igualaron los salarios, y ningún funcionario estatal ganaba más que un obrero especializado. Los mismos salarios industriales se unificaron en cuatro grandes categorías. Pero pronto se observó que la productividad había caído. "El rendimiento del trabajo personal ha disminuido un 60% en relación con los tiempos de paz", afirmó Jeno Varga (14). Las causas de esta caída se encontraban, según el comisario de finanzas, "en la supresión de la coacción capitalista". Pero también, agregaremos, en que la vanguardia obrera se había alistado voluntariamente en los destacamentos de defensa.
Los socialistas también se opusieron a una ley general que separara a la Iglesia y el Estado. En esto ya no eran inconsecuentes con el socialismo sino directamente con sus propias consignas de pocos meses antes, pero también obedecía a su ceguera "electoralista": no enemistarse con un pueblo mayoritariamente católico. De esta manera, la cuestión religiosa la resolvió cada comuna a su parecer, lo que provocó la inevitable resistencia de la Iglesia. Las misas se transformaron en centros de conspiración antigubernamental, aprovechando las vacilaciones del gobierno en el tema.
Se actuó en forma vacilante con la libertad de prensa. La prensa burguesa siguió saliendo, hasta que se agotó el papel de rotativa. Recién en ese momento se prohibió a los diarios capitalistas y siguieron apareciendo solamente los diarios obreros.
En otros aspectos sociales, el consenso fue mayor. Se redujeron los alquileres un 20% y se procedió al reparto de las viviendas lujosas, acomodando familias obreras en las mansiones de la burguesía, dejándoles incluso el mobiliario.
Se prohibió la venta de alcohol en las tabernas y se promocionó el teatro: dos tercios de las entradas eran adquiridas para repartir entre los sindicatos y un tercio se dejaba para venta libre. Se editaron centenares de folletos y libros de propaganda socialista, que se vendían a precios ínfimos.
Se suprimieron las cajas de socorros y mutuales, pues la atención médica era igual para todos y gratuita. La escolaridad se decretó obligatoria hasta los 14 años. Se suprimieron las facultades de Derecho y Teología y se incentivó el estudio de la biología. Para realizar tareas docentes, se trasladó a miles de personas de tareas improductivas (empleados y profesionales) a la enseñanza.
Se garantizó el voto universal (varones y mujeres) desde los 18 años. Se rompió así con la "democracia" para rentistas que había prevalecido en Hungría hasta entonces. Se decretó el matrimonio libre desde los 14 años para las mujeres y desde los 16 para los varones, sin consentimiento paterno. El divorcio era unilateral y se llevaba a cabo como un trámite en 24 horas. El aborto estaba autorizado siempre que se llevara a cabo en hospitales públicos (15).

El problema campesino

El problema agrario es, evidentemente, uno de los factores más delicados para los gobiernos revolucionarios. En Rusia el Partido Bolchevique debió dejar para más adelante sus planteos de colectivización agraria y aceptó casi sin modificaciones el programa de los socialistas revolucionarios, que representaban la mayoría de los delegados campesinos a los soviets. Este era un programa de reparto de tierras, donde se legalizaba y generalizaba las tomas de grandes haciendas que motorizaron la Revolución Rusa entre febrero y octubre de 1917. Después de la toma del poder, Lenin planteó continuar con la lucha de clases en el campo, favoreciendo la creación de soviets o comités de campesinos pobres y jornaleros, en oposición a los campesinos ricos que dominaban los comités de reparto de tierras.
El diagnóstico del PC húngaro sobre la situación agraria estaba basado en que "Hungría es un típico país de grandes propietarios terratenientes, y la inmensa mayoría de su población rural está compuesta por trabajadores asalariados, sin tierra, y por pequeñísimos propietarios. Por esto las relaciones sociales en el campo húngaro son muy propicias para una política agraria revolucionaria" (16). De aquí se desprendía que la tarea de una dictadura proletaria consistía en colectivizar directamente el campo, sin pasar por una reforma agraria. De hecho, afirmaron que "el proletariado húngaro se hallaba en una situación más favorable que el ruso, que al instaurar la dictadura del proletariado se encontró con el reparto de la tierra ya efectuado" (17). Es decir que, mientras Lenin debió conciliar posiciones con el socialismo revolucionario y los campesinos, concediendo la reforma agraria y el reparto de tierras, la dictadura de los Consejos en Hungría estatizó toda la tierra y colectivizó las grandes haciendas.
Esto provocó el entusiasta apoyo de los peones y jornaleros del campo al gobierno revolucionario y, a la vez, que los pequeños propietarios, o los que querían serlo, pasaran a engrosar las filas de los conspiradores contra el régimen. El campesino propietario dejó de enviar productos de granja a la ciudad y se alió con el cura de la aldea para apoyar a los ejércitos invasores que rodeaban al gobierno revolucionario. Por el contrario, las grandes fincas siguieron produciendo a gran escala, con lo cual las ciudades estaban bien abastecidas de alimentos, el salario de los jornaleros creció enormemente y los principales batallones de defensa del nuevo ejército estaban constituidos por peones del campo. Incluso en una zona ya tomada por el ejército rumano, Transilvania, hubo una huelga general de obreros agrarios favorable al gobierno de Budapest.
De todas maneras, es falsa cierta diferenciación que hace Béla Szanto entre Rusia y Hungría: en Rusia, en octubre de 1917, la tierra estaba tan subdividida como en Hungría en marzo de 1919. No es verdad que Lenin se hubiera encontrado con una masa de campesinos recientes propietarios de tierras ocupadas y, en consecuencia, haya debido negociar la reforma agraria. Las grandes fincas fueron ocupadas, pero el reparto efectivo no lo hizo el gobierno provisional de Kerensky sino el gobierno revolucionario del Partido Bolchevique y los socialistas revolucionarios, estos últimos como representantes de la masa campesina. Lo que sí es verdad es que en Rusia la masa de pequeños propietarios era enorme y su objetivo inmediato era la ocupación de un pedazo de terreno que le permitiera vivir dignamente, no aplastado por la competencia con los grandes señoríos.
En Hungría, el campo no estaba tan revolucionado como en Rusia. El movimiento campesino empezó a movilizarse a partir de la revolución de octubre de 1918, y en muchos lugares la movilización surgió como reacción a la reforma agraria de Karolyi. La socialdemocracia, la gran organizadora del proletariado húngaro, no había podido organizar en la misma proporción a los obreros del campo. Para peor, en su afán electoralista, asumió el programa de los campesinos más acomodados y de hecho embarcó a los jornaleros y peones detrás del movimiento de campesinos ricos.
Cuando estalla la revolución obrera, el movimiento campesino tiene un protagonismo muy inferior al de los consejos de obreros y soldados y, además, no cuenta con un partido que lo represente como los socialistas revolucionarios en Rusia. El decreto de la tierra, que recién se promulga el 4 de abril, indica que "la tierra húngara pertenece a la comunidad de los trabajadores" (18), es decir al Estado o a la comuna, y queda descartada la propiedad individual. En los hechos, el movimiento campesino quedó dividido como apuntáramos antes: el campesino propietario en contra de la política agraria, especulando y almacenando grano, y los peones y jornaleros apoyando al gobierno, garantizando la provisión de alimentos a las ciudades.
Los ejércitos extranjeros azuzaron a los campesinos, a través de la Iglesia Católica, a sublevarse contra el gobierno. Sólo consiguieron algún éxito en la zona oeste de Hungría, donde debió partir el comisario Szamuely, ex anarquista, a reprimir un movimiento. De aquí surgió la "leyenda negra" del gobierno revolucionario que indicaría que "el sanguinario Szamuely" (como lo llamaron los burgueses) fusiló y ahorcó a cuanto opositor asomaba la cabeza. En verdad, sólo se ahorcó o fusiló a 129 personas en los cinco meses de gobierno, de las cuales sólo 48 fueron por orden de Szamuely (19). En contraposición, podemos anticipar que el ejército rumano fusiló a 30.000 personas en los primeros días de la caída de Budapest. Un claro ejemplo de "ética" y "democracia".

El problema militar

La dictadura de los Consejos estaba acosada por cuatro ejércitos: los checos desde el norte, los serbios desde el sur, los rumanos desde el este y los franceses ayudando a todos ellos (ver mapa). Hungría era tratada por las grandes potencias como una nación vencida en la guerra, a la que se debía saquear y hundir, ya que no para otra cosa se habían sacrificado tantas vidas de soldados. Los checos, serbios y rumanos, por su lado, pretendían "hacer leña del árbol caído" y expandir sus fronteras a expensas de Hungría, aún tomando zonas con población magiar, como Transilvania.
En rigor, este acoso había comenzado ya bajo el gobierno liberal de Karolyi y fue la causa directa de su caída. Francia no jugó a defender el gobierno liberal frente a la revolución sino que prefirió hundirlo, dejar que se pudra la situación aun con un gobierno bolchevique, y declarar luego tierra arrasada y poner gobiernos títeres en la región (20). La única diferencia para Francia antes y después de la revolución obrera es que se encontró ahora con una resistencia mucho más fuerte.
En el momento de decidir su entrada al gobierno, uno de los fenómenos que los comunistas evaluaron fue la cercanía de las tropas rusas hacia el nordeste de Hungría, detrás de los Cárpatos, donde se luchaba contra el ejército blanco ucraniano. El 13 de marzo informaba el diario del PC Voros Ujsag (Noticias Rojas) que el ejército rojo triunfaba en la zona de Galizia y estaba a sólo 200 kilómetros de la frontera húngara.
El gobierno de los Consejos, cuyo comisario de Relaciones Exteriores es Béla Kun, surge como reacción a la caída del gobierno burgués y, a la vez, como una defensa de las fronteras magiares. Por ese motivo recibe el inicial apoyo aún de sectores nacionalistas de derecha. Preocupado por no mostrar al nuevo gobierno con las mismas ansias expansionistas de antaño, Béla Kun declara reiteradas veces que Hungría no va a actuar fuera de sus fronteras naturales (es decir, territorio magiar).
De todas maneras, Rumania y Checoslovaquia deciden ocupar Hungría a principios de mayo. El gobierno decreta la movilización general y las tropas rumanas son rechazadas reiteradas veces, manteniéndose en la ribera oriental del río Tisza (unos 100 kilómetros fronteras adentro de Hungría).
El ejército checo, comandado por el general francés Pellé, es derrotado y desbaratado el 11 de mayo. Finalmente, el 7 de junio el ejército checo se rinde. El 11 de junio, el ejército húngaro ocupa la Alta Hungría, el 14 ocupa Eslovaquia y el 16 las fuerzas obreras de Eslovaquia se levantan y proclaman la dictadura proletaria en esa zona, gobierno revolucionario que durará sólo unas semanas.
Lejos de estar ahogándose, la revolución húngara se extendía. En Eslovaquia se decretó la reforma agraria. En Praga (Checoslovaquia) y Viena (Austria) suben gobiernos socialdemócratas.
Pero pronto empieza el ciclo contrario. El Ejército Rojo en Ucrania no avanza hacia la frontera húngara, a la que es muy difícil llegar por la oposición de las tropas y el obstáculo de los montes Cárpatos, y se dirigen hacia el sur, a tomar Odessa, mucho más importante desde el punto de vista político y militar.
El primer ministro francés Clemenceau propone discusiones de paz a Béla Kun, a condición de retirar su ejército de Eslovaquia. Béla Kun acepta y la dictadura obrera eslovaca cae a principios de julio.
El ejército rumano se recupera y hacia fines de julio vuelve a atacar, esta vez con más fuerza, contando con la ayuda ahora desembozada de campesinos y curas, y promoviendo las deserciones en el ejército magiar.
A esto se agrega una dificultad de orden político, y es que el antiguo ejército no había sido revolucionado. Los soviets de soldados dirigían la situación interna, pero ante las circunstancias de rechazar a los ejércitos invasores, se volvió a contar con los oficiales del viejo ejército imperial. La vigilancia política que los soldados podían ejercer decayó con el tiempo. Los socialistas del gobierno se negaban a endurecer posiciones con respecto a la oficialidad, así como se habían negado a desarmar a la policía y la gendarmería. En las últimas semanas de gobierno obrero, el ejército era una de las cuevas de conspiradores y batallones enteros se negaban a luchar, tratando de llegar a un acuerdo con el ejército francés, del otro lado de la trinchera.
Cuando el fin de la dictadura de los Consejos se veía inevitable, Béla Kun y los comunistas renunciaron al gobierno (1º de agosto), exiliándose en Austria, y los socialistas formaron un gobierno de emergencia, que fue barrido días después por el invasor rumano y francés. Se produjo entonces una de las carnicerías más grandes de que se tenga noticia: todo individuo hallado con un arma era fusilado sin juicio previo. Fue prohibida toda actividad política desde comunistas hasta radicales liberales. Se instauró una dictadura sangrienta que gobernó el país durante 10 años que hizo pagar, a cuenta de Francia y de Inglaterra, no sólo los gastos de guerra de los vencedores sino también el pecado de haber querido desarrollar un gobierno revolucionario propio.

Conclusiones

La experiencia húngara entre octubre de 1918 y marzo de 1919 es comparable a las vicisitudes de la Rusia revolucionaria entre febrero y octubre de 1917. La comparación no es nuestra sino que ya los mismos actores se sintieron "repitiendo" los pasos de sus hermanos bolcheviques: la revolución de octubre fue comparada a la revolución de febrero. Karolyi fue llamado (por los húngaros y por el mismo Lenin) como el Kerensky húngaro. Los sucesos frente a la redacción del Népszava y el encarcelamiento de los comunistas fueron comparados a las jornadas de julio y a la posterior ilegalización de los bolcheviques. Similares situaciones revolucionarias, de doble poder, donde los soviets en manos conciliadoras son a la vez el ámbito donde se dirimen los programas obreros y donde se le disputa el poder a la burguesía.
A su vez, los sucesos de la dictadura de los consejos son equiparables a la Comuna de París: un gobierno burgués que se deshace en sus propias contradicciones, se corre de la escena y deja "casi pacíficamente" que la clase obrera ocupe el poder que aquél ya no puede sostener. Si la Comuna de París no pudo contar con el apoyo del campesinado y quedó relegada a la capital de Francia, la dictadura de los Consejos húngara contó con un apoyo relativamente amplio entre los jornaleros y peones del campo. Como la Comuna, el gobierno obrero fue un gobierno de coalición entre diferentes fracciones obreras, debió enfrentar una guerra invasora y la tarea de destrucción del Estado burgués quedó a medio terminar.
Su interés, para el revolucionario de hoy, radica en que Béla Kun había conversado largamente con Lenin, en Rusia, las características de la Revolución Rusa, y las aplicó en la medida de lo posible en su experiencia húngara. Ya en el poder, todos sus pasos fueron controlados y confrontados con las opiniones del dirigente ruso, a través de decenas de telegramas que no se han conservado. Recibieron apoyo en dinero y en ideas directamente de Karl Rádek, radicado entonces ilegalmente en Alemania, así como éste las había transmitido al espartaquismo alemán.
Entre los paralelismos con la experiencia bolchevique, se destaca la constante prédica de los comunistas por continuar la lucha contra el estado burgués, aun bajo fachada democrática, y la necesidad de marchar hacia la dictadura del proletariado, planteando para ello consignas transicionales que actuaran como un puente entre el momentáneo apoyo de los obreros a las fuerzas reformistas y su necesidad futura de consumar una revolución obrera para acceder al poder y terminar con la bancarrota del capitalismo.
Hemos transmitido lo que, a nuestro entender, fueron los aciertos y los errores del gobierno obrero húngaro. Entre los errores, el principal fue la unificación de los partidos socialista y comunista. A pesar de haberse hecho sobre la base de un programa comunista (factor que provocó el apoyo de Lenin a la unificación), conformaba una situación donde el programa era lo que menos importaba. Los socialistas aceptaban la dictadura proletaria, aceptaron el programa sin leerlo, porque entendían que la única forma de gobernar era con el partido que atraía mayor apoyo en ese momento: el partido de Béla Kun, el partido que reivindicaba la Rusia soviética. Incluso uno de los factores primordiales era recostarse geopolíticamente en la ayuda soviética, una vez perdida toda ilusión con las fuerzas imperialistas de Francia o de Estados Unidos. Por eso Béla Kun fue propuesto como comisario de Relaciones Exteriores: él debía ser el artífice de una alianza militar y económica con la Rusia de Lenin.
Todos esos factores debieron ayudar a una comprensión de que los socialistas estaban completamente perdidos, frente a las masas y frente al imperialismo. Las relaciones de fuerza dentro del gobierno debieron haber sido mucho más favorables a los comunistas que lo que fueron. Las elecciones al Congreso de los soviets de principios de abril confirmaron que el Partido Comunista tenía entonces más apoyo que el socialismo.
De todas maneras, los errores que podamos señalar en la experiencia húngara no fueron la causa de su caída. El problema principal fue militar: un pequeño país, hundido económicamente por la guerra y la derrota, rodeado de ejércitos anticomunistas, aislado del apoyo de Rusia, no pudo resistir el embate de países que estaban ansiosos de extender sus fronteras, ayudados por un ejército imperialista como el francés que quería a toda costa recolonizar la zona del Danubio en su propio beneficio.
Hungría fue parte de un reguero de insurgencias en la Europa central que entusiasmaron a los bolcheviques rusos con la extensión de la revolución más allá de sus fronteras: Hungría de marzo a agosto de 1919, Baviera en mayo, Eslovaquia en junio. La actividad revolucionaria en el centro de Europa mantuvo ocupados a los ejércitos imperialistas, que debieron distribuir sus tropas en distintos frentes. Por eso, aunque Rusia no pudo salvar a la dictadura proletaria de Hungría, sí se puede decir que Hungría salvó al gobierno obrero ruso. No sólo al distraer al ejército francés sino también a los ejércitos checos y rumanos, que también combatieron al gobierno bolchevique enviando batallones para engrosar el ejército blanco en Ucrania y Moldavia.
El tercer gobierno obrero de la historia no dejó una huella profunda en la memoria proletaria. Seguramente porque reformistas y stalinistas no tenían nada que aprender de ella y la relegaron al olvido. Sin embargo, a ochenta años de esa gesta, podemos afirmar que la revolución húngara conforma un hito y una experiencia imprescindible en la marcha del proletariado hacia el poder.

Hernan Diaz

Notas

1. Béla Szanto, La revolución húngara de 1919, Grijalbo, Barcelona, 1977 (la primera edición en alemán es de 1919), pág. 44.
2. Béla Szanto, pág. 44.
3. Pablo Costantini, "Los soviets en Hungría. La revolución de 1919", en Historia del movimiento obrero, CEAL, Buenos Aires, 1973.
4. Béla Szanto, pág. 48.
5. Béla Szanto, pág. 82.
6. Béla Szanto, pág. 90.
7. Citado en Pablo Costantini, ob. cit., pág. 347.
8. V.I. Lenin, Obras completas, Cartago, Buenos Aires, 1960, tomo 29, pág. 263.
9. V.I. Lenin, "Un saludo a los obreros húngaros", en Obras escogidas, Problemas, Buenos Aires, 1946, pág. 198.
10. V.I. Lenin, pág. 201.
11. Pierre Ganivet, La comuna húngara, Imán, Buenos Aires, 1937, pág. 53.
12. Béla Szanto, pág. 104.
13. Béla Szanto, pág. 106.
14. En Pierre Ganivet, pág. 91.
15. Pierre Ganivet, pág. 77.
16. Béla Szanto, pág. 113.
17. Béla Szanto, pág. 119.
18. Pierre Ganivet, pág. 116.
19. Pierre Ganivet, pág. 58.
20. Peter Pastor, Hungary between Wilson and Lenin: the Hungarian revolution of 1918-1919 and the Big Three, East European Quarterly, Nueva York, 1976.