jueves, agosto 17, 2006

50 AÑOS SIN BERTOLD BRECHT.


Bertold Brecht
(1898-1956)

El nombre original de este gran dramaturgo alemán era Eugen Berthold Friedrich Brecht, que nació en el seno de una familia burguesa de Augsburgo, ciudad de Baviera, en 1898. Su padre, católico, era un acomodado gerente de una pequeña fábrica de papel, y su madre, protestante, era una hija de un funcionario.
El joven Brecht era un rebelde que jugaba al ajedrez y tocaba el laúd. Se sentía atraído por lo distinto, lo extravagante, y se empeña en vivir al margen de las normas de su tiempo, de su recato y su sentido de disciplina. Desde muy joven demostró que estaba lleno de ideas para construir una sociedad distinta, mejor.
En la escuela destacó por su precocidad intelectual. En 1917 inició la carrera de Medicina en la universidad de Munich. Después de hacer el servicio militar como médico, volvió a sus estudios, pero los abandonó en 1921.
Comenzó a escribir poesía desde muy joven, y publicó sus primeros poemas sobre prostitutas y vagabundos en 1914. También escribía cuentos, y canciones que entonaba él mismo acompañándose con la guitarra.

Baal

En 1918, con sólo veinte años, escribió su primera obra teatral, Baal, una obra de gran fuerza poética, cuyo personaje principal es un poeta y asesino bisexual. Representada en 1923, esta obra se convirtió en un gran éxito. En ella Brecht se propuso parodiar un drama expresionista de Hans Johst, El solitario. Evoca la decadencia de un poeta, exalta un heroísmo fundado en la voluntad de poder. Brecht retoma los temas y el ambiente en escenas breves, contrastantes, donde se descubre la influencia del Woyzeck de Büchner.
La violencia y el cinismo de Baal descubren un deseo de intercambio intenso, constante, con el mundo. Deseo negativo, pervertido si se quiere. Baal desea una fusión con las fuerzas elementales, un retorno a la vida vegetativa que se traduce en toda una simbología de la descomposición. Este lirismo nauseabundo va acompañado, sin embargo, de una serie de imágenes frescas; los ríos donde Baal no cesa de sumergirse, las nubes, los prados y los vientos. Aunque se trate de una descomposición, de un escurrirse sin esfuerzo, Brecht manifiesta siempre la misma nostalgia del sueño inconsciente. Esta identificación del árbol con la tierra, con el viento que le ayudará a mejor morir, la persigue Baal a través de todas las formas de la embriaguez: la del vino, de la cópula, del matar. Bebe para protestar, para exaltarse, para ahogar su conciencia, la gran envenenadora. En cuanto a sus desenfrenos sexuales, no tienen más que un fin: dejar al hombre al desnudo, privarlo de todos sus ornamentos, de sus coartadas, de sus justificaciones: ¡la bestia a la luz del sol! Baal está en celo. Baal desea una hembra, no importa cuál, con tal que tenga el aspecto de hembra. Mas si él busca siempre un rostro, siempre el mismo, es precisamente en la ausencia de todo rostro. Baal destruye a sus víctimas, aniquila en ellas lo que tienen de irreemplazable:
— Sofía: ¿Sabes siquiera cómo me llamo? Me llamo Sofía Barger.
— Baal: Debes olvidarlo. (La abraza) Ahora perteneces al viento.
Al proceder así, Baal se niega esa comunicación que busca desesperadamente, comunicación que no se puede establecer sino en el dominio del lenguaje, que aquí se ha rechazado. No hay intercambio humano entre animales. No hay sino destrucción, y los amores de Baal terminan en destrucción.
Se diría que Brecht presiente confusamente que ese rechazo heroico de toda sociedad está condenado a un callejón sin salida. El fin de Baal es de una amarga ironía. Muere solo, llamando en vano esa presencia humana que tan orgullosamente había rechazado:
Baal: Afuera debe ser de día. Quiero salir. (Grita) No soy una rata. Quiero salir. ¡Llegar hasta la puerta!
Sí, salir, franquear el abismo que separa al joven burgués Brecht de una sociedad caótica. Abandonado a su soledad y a su fragilidad, el hombre brechtiano experimenta un sentimiento de profunda inseguridad. Hace lo contrario de lo que desearía hacer. Sus actos se convierten en sus enemigos, se vuelven contra él. Se ve dotado de energías destructoras (vivir, es un poco morir) y lo más íntimo de sí mismo le permanece extraño. Como Mazeppa, cuya carrera desenfrenada ha descrito Brecht en una de sus primeras baladas, está atado al caballo de sus instintos y acechado por los buitres.
Vivir, se pregunta el joven Brecht, ¿no será aprender a no sufrir, a dejarse hundir? Y de súbito, este llamado, todavía tan tímido y vago, de un mundo donde, al fin, se viviría mejor.
Se notará que Brecht renuncia desde el principio -y esto es lo que lo separa de los expresionistas- a toda disculpa metafísica. Su esperanza se funda en la desesperación. Enclaustra al hombre en este mundo, lo abandona a sus semejantes. A esto se añade una intuición espontáneamente dialéctica, que ayunta la podredumbre con la existencia y se empeña en convertir la destrucción en energía productiva. Esta intuición es una piedad sin trascendencia, estoica, objetiva. La incertidumbre del joven Brecht se refleja en las relaciones contradictorias que le unen a su héroe. No escribe Baal para proponernos un ideal de vida, sino para llevar hasta el absurdo una experiencia. Y si se siente fascinado, hasta cierto punto por la vitalidad insolente de su personaje, es siempre con cierta reserva. Veinte años más tarde volveremos a encontrar a Baal bajo la piel de Puntila, el terrateniente también él ebrio, seductor y marrullero. Pero ahora Brecht lo denuncia como una calamidad social. Ya no se dejará engañar por su peligrosa exaltación, ni por sus simulacros de autodestrucción, que se vuelven al fin contra aquellos que el destino (o más bien la economía) abandona a su suerte. La crítica -fundada en la experiencia diaria de la clase obrera- será puesta en boca del chofer Matti. Pero, por ahora, Brecht tiene todavía una imagen totalmente romántica del pueblo. Sus obreros son reclutados entre el lumpenproletariado. Baal busca por instinto su alianza o por lo menos su aprobación. Pero aunque admiran su inteligencia, su valor, desearían verlos aplicados a algo útil. En Baal se deja entrever el problema de una alianza, dotado curiosamente de significado religioso, las intenciones del pastor coincidiendo con la de los estibadores.
En Baal se aprecia ya un esbozo de crítica social, aunque equívoca, abstracta, puramente instintiva. Mis conocimientos políticos -dirá Brecht en 1939- eran entonces vergonzosamente limitados; tenía, sin embargo, conciencia de las grandes diferencias que separan a los hombres en su vida social, y no creía que fuese mi deber resolver formalmente las discrepancias y los antagonismos que yo sentía profundamente.

Tambores en la noche

Luego, entre 1918 y 1920 escribió una pieza sobre el revolucionario antiesclavista, Espartaco, que después sería retitulada Tambores en la noche, influida por la revolución en Alemania. Ataca, pues, una situación real, histórica. Los antecedentes se encuentran en la rendición de los soldados insurrectos, síntoma -según Rosa Luxemburgo- de la inmadurez general de la revolución alemana. Brecht mismo, que fue miembro del consejo revolucionario de Ausburgo, sufrió la amarga experiencia de este desastre.
El argumento de la obra se centra en un soldado, Andrés Kragler, a quien se tenía por muerto pero que regresa a Berlín después de un largo cautiverio. Su novia está comprometida con otro, un obrero que ha sabido aprovecharse de la guerra. Los padres de Ana, que no quieren saber nada del Kragler, precipitan la boda. Durante el banquete, que la revolución perturba, Ana siente de nuevo crecer su amor por Kragler y mientras ella corre en su busca, éste se ha mezclado con un grupo de obreros en una taberna. Ha bebido y presa de una súbita exaltación los arrastra hacia el barrio donde ha estallado la revuelta. En ese momento encuentra a Ana, y tras una dramática, discusión, traiciona la causa: ¿Irá mi carne a pudrirse a las cloacas para que vuestras ideas vayan al cielo? Pero, ¿estáis borrachos? Yo soy un cerdo y este cerdo se va a su casa.
Pero más que al proletariado, Brecht fustiga a la burguesía que, a despecho de su patriotismo, no es capaz de elevarse por encima de su estrechez de miras, de sus intereses inmediatos. Ella misma se condena. Ni siquiera se da cuenta de los peligros que la amenazan. Su idealismo es mortal. Los padres de Ana tienen la manía de invocar al cielo pero, en función de las circunstancias, reniegan de él con la misma facilidad. El señor Balicke, cuando habla de la muerte adopta un lenguaje brutal de técnico o de hombre de negocios. Lo cual no le impide deplorar la ausencia de ideal en las masas: Y lo peor, os lo puedo asegurar, son los soldados del frente. Aventureros depravados, harapientos, que han perdido el gusto por el trabajo y para quienes nada hay sagrado. El idealismo burgués es bueno para los demás. Un arma para los poderosos, un veneno para los débiles. Es una palabra devaluada que no sirve más que para ocultar la brutalidad de un sistema donde son objeto de escarnio los sentimientos más profundos, los más auténticos.
El cinismo del padre de Ana se encuentra plenamente justificado. Cuando pregunta a Kragler si dispone de los medios necesarios para mantener a su hija, no hace sino interpretar las razones que el corazón ignora pues la moral del sistema está fundada precisamente sobre esta cuestión de los medios. Es culpable cualquiera que no tiene dinero. Como en Baal, Becht reduce al hombre a sus necesidades que, por elementales que parezcan, tienen un significado moral. De su satisfacción depende el futuro humano y su alcance sobrepasa el dominio limitado de la vida privada. Un personaje de la obra afirma: Esto es lo humano. Esto nos concierne a todos. ¡Es necesario, por tanto, que recupere a su mujer! Por su parte, Ana repite: Yo tenía miedo. Debí esperarte a pesar de mi miedo, pero soy mala. Deja mi mano, todo en mí es malvado.
Las necesidades son humanas pero el capitalismo es inhumano ya que impide la satisfacción de estas justas necesidades. Vemos esbozarse el tema del no-quiero-pero-debo. A la traición de Ana corresponde la de Kragler, proletario honrado, débil, manejado por otros más astutos que él; pero no llegaríamos hasta afirmar que es un juguete ciego e inconsciente del destino. Ya no le está permitida la inocencia de Woyzzeck, lleva consigo la veleidad de una visión clara, el barrunto de una conciencia de clase. Sin embargo, será suficiente que se le presente una solución inmediata, ilusoria, retardadora, para que se refugie en ella. No le quedará más disculpa a su cobardía que la culpa de los demás. Acabará, incluso, por esgrimir los argumentos de su peor enemigo, el padre burgués de Ana: Desgarran los periódicos en las acequias, colman de insultos a las ametralladoras, se disparan a las orejas y creen construir un mundo nuevo. Estas opiniones traducen una desconfianza hacia el romanticismo revolucionario.
Al final de su obra Brecht sacude al auditorio: Todo esto no es más que puro teatro. Simples tablas y una luna de cartón. Pero los mataderos que se encuentran detrás, ésos sí que son reales. La moralidad de la obra suplanta al teatro tradicional, que pretende ser imparcial. Sólo más tarde esta imparcialidad será puesta en tela de juicio por Brecht. Tendrá, ciertamente, que educarse políticamente. Pero, por ahora, está decepcionado, confundido por el fracaso o más bien por la corrupción, de la revolución. Como su héroe, se refugia (por algún tiempo) en la esfera de los intereses privados.
Estas dos obras juveniles, junto con La vida de Eduardo II de Inglaterra (1924), marcan ya distancias con las dos corrientes de vanguardia en aquella época: el simbolismo y el expresionismo. El centro de su escritura es la dimensión concreta de la realidad. Buscando, como tantos de sus contemporáneos, la abstracción por la abstracción, sin tomar en cuenta las contradicciones reales de su tiempo, el joven Brecht se encierra en un círculo vicioso, choca con la contradicción fundamental del capitalismo: al promover una producción de carácter cada vez más colectivo, no hace sino acrecentar el aislamiento de los individuos. El intercambio de mercancías no es ya el signo, el vehículo de un intercambio humano. El hombre, en una palabra, se enajena, se pierde en los objetos que conquista. El reencuentro es imposible, fuera de la matanza o de la sexualidad.
Esta atomización de la sociedad provoca en el joven Brecht un reflejo de inquina contra cualquiera que se acomoda a ella. Éste es el aspecto positivo de su rebelión anarquizante. Sus héroes, sabiéndose cogidos dentro del engranaje, vendidos como una mercancía, se lanzan a una protesta absoluta contra toda forma de sociabilidad. A una necesidad absoluta oponen una libertad absoluta. Este nihilismo puede convertirse fácilmente en quietismo resignado.
Por aquella época la agitación revolucionaria bávara de 1918, llevó a Brecht a ingresar en 1919 en el partido social-democrata independiente. Más adelante, hacia 1927, comenzó a estudiar El Capital de Marx y en 1929 ingresó en el Partido Comunista.
En 1924 abandona Augsburgo y se traslada a Munich; de ahí se trasladaría posteriormente a Berlín, la capital, en la que reinaba una vida cultural efervescente. Allí conoce al poeta expresionista Arnolt Bronnen y funda con él una productora. Por ella está dispuesto incluso a cambiar la escritura de su nombre. La empresa común se llamaría Arnolt y Bertolt.
Entre 1929 y 1934 escribió una serie de obras entre las que se destacan: Línea de conducta, Acuerdo y tal vez el más importante y bello de los trabajos de esta época: La excepción y la regla (1930), obra de profundo alcance humano.
Hasta 1933, Brecht trabajó en Berlín como autor y director de teatro. Pero en aquel año, Hitler se hace con el poder. Sus dramas son prohibidos, los libros quemados, las funciones interrumpidas por la policía y se le retira su ciudadanía alemana. La represión le empuja al exilio, primeramente a Austria, Dinamarca y Suiza y depués a Estados Unidos.
Allí intentó escribir para la industria de Hollywood, pero sus guiones no fueron admitidos por las grandes productoras cinematográficas.
Vuelve a ser perseguido, aún en Estados Unidos, donde fue acusado en 1947 de actividades antiamericanas y tuvo que escapar otra vez a Suiza, sin esperar el estreno de su drama Vida de Galileo Galilei en Nueva York.
En el exilio el teatro épico de Brecht alcanza su plena madurez con sus cuatro grandes dramas escritos entre 1937 y 1944.
La vida de Galileo Galilei recrea muy libremente la biografía del científico, describiendo la auto-condenación del personaje para dar encima de su teoría heliocéntrica delante de la Inquisición.
Madre Coraje y sus hijos, escrita en 1939, es una tentativa de demostrar que los empresarios pequeños codiciosos no vacilan en promover devastadoras guerras para ganar dinero.
El hombre bueno de Sezuan (1938-40) examina el dilema de cómo ser virtuoso y sobrevivir al mismo tiempo en un mundo capitalista.
En El círculo caucásico de tiza narra la historia de una pugna por la posesión de un niño entre una madre de la alta sociedad que le abandona, y una criada que se ocupa de él.
Más adelante, en 1948, escribió El Señor Puntilla y su servidor Matti, un drama popular sobre un granjero finlandés que oscila entre la sobriedad grosera y el buen humor borracho.
Tras la guerra pasó un año viviendo en Zurich y después de 15 años de exilio volvió a Alemania en 1948, instalándose en Berlín oriental. Entonces comenzó a trabajar en el Antígona de Sófocles, versión de Friedrich Hölderin, y en otra orbra importante, el Pequeño Organum para el teatro.
En Berlín fundó su propia compañía de teatro, el Berliner Ensamble que, con un grupo de actores de alta categoría, llegaría a hacerse famoso.
Son años de escenificaciones y publicaciones espectaculares.
Su obra mundialmente conocida es la pieza de teatro Ópera de los tres centavos, una obra disparatada, que trata de prostitutas, vividores, mendigos y delincuentes.
En Brecht 1955 recibió el premio Stalin de la paz. Al año siguiente, el 14 de agosto, contrajo una inflamación del pulmón y murió de una trombosis coronaria en Berlín del este.
Su estilo y su lenguaje continúan ejerciendo influencia hasta hoy día en el teatro moderno. Los teatros de todo el mundo serían inimaginables sin sus obras.
Brecht escribió y adaptó numerosos textos en prosa y en verso y más de 40 piezas de teatro, además de un sinnúmero de escritos sobre el teatro, anotaciones sobre sus obras, indicaciones para los actores y esbozos de formas teatrales.
También publicó una serie de importantes ensayos referidos a la función del teatro, entre los que se destacan Popularidad y realismo (1938), Observación del arte y arte de la observación (1939).
En estos libros teóricos considera que el arte debe actuar sobre todos los hombres, independientemente de su edad, educación y condición; oponiéndose a las obras de arte que necesitaran ser explicadas para ser entendidas. Pero también consideraba que la auténtica popularidad no es aquella que banaliza al arte mismo; sino aquel que se democratiza y esto era hacer de un pequeño círculo de entendidos, un gran círculo de entendidos. Popularidad y experimentalismo no son, para Brecht, nociones que se excluyan mutuamente, como tampoco serían poesía e ideología.
Todas las obras de Brecht están absolutamente ligadas a razones políticas e históricas y tienen un sobresaliente desarrollo estético. En realidad, en Brecht se encuentran siempre unidos el fondo y la forma, la estética y los ideales.
Desde sus comienzos se caracterizó por una radical oposición a la forma de vida y a la visión del mundo de la burguesía y, naturalmente al teatro burgués, sosteniendo que sólo estaba destinado a entretener al espectador sin ejercer sobre él la menor influencia. Brecht, desarrolló una nueva forma de teatro que se prestaba a representar la realidad de los tiempos modernos, y se encargó de llevar a escena todas las fuerzas que condicionan la vida humana.
Además de conmover los sentimientos, obligaba al público a pensar; en las representaciones teatrales nada se daba por sentado y obligaba al espectador a sacar sus propias conclusiones. Hasta el fin de su vida sostuvo la tesis de que el teatro podía contribuir a modificar el mundo.
Para ello fue creando una nueva idea del arte como comprensión total y activa de la historia: no contemplación lírica de las cosas y tampoco replegamiento sutil sobre la subjetividad, sino elecciones humanas y morales, verificación de los valores tradicionales y elaboración de una nueva presencia de la poesía en la sociedad.
Su llamado teatro épico, narrativo, continua apuntando en las escenificaciones de hoy a provocar la conciencia crítica de espectadores y actores. Hay que desmenuzar el texto, no sentirlo, examinarlo desde lejos, tomar distancia del propio yo. Nada de sentimentalismos que provoquen lágrimas en el escenario.
Brecht hizo gala de antisentimentalismo, así como de su condolencia para los pobres y su sufrimiento, al tiempo que atacaba la falsa respetabilidad de los burgueses.
El famoso efecto de distanciamiento creado por Brecht es un arma contra el romanticismo y el sentimentalismo. La crítica social, la compasión con los seres humanos y el consiguiente cambio de la sociedad debían desempeñar el papel esencial. Así, las canciones interrumpen los parlamentos, el telón priva al escenario de la magia teatral, y un cartel plantea la exigencia.
Los actores de Brecht son sus alumnos: los deja actuar en el escenario y de ese modo edifican la pieza, mientras que el director la destruye. La genialiad y la ingenuidad mantienen un equilibrio. Esta combinación es el secreto del éxito de Brecht.
Brecht figura entre los autores más importante del siglo XX. Es el prototipo de intelectual revolucionario que ha tratado descifrar la realidad a través del arte.
Lo cierto es que su obra teatral y sus numerosos escritos teóricos han ejercido enorme influencia sobre los escritores contemporáneos a él. Hoy el enorme talento literario de Brecht se mantiene intacto, no se pierde a pesar de las modas transitorias y vacías porque, como decía en una de sus poesías:

Las nuevas épocas no comienzan de pronto.
Mi abuelo vivía ya en la época nueva.
Mi nieto vivirá todavía en la antigua

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