¿Cuál es realmente la relación del papa Francisco con la política argentina? Más allá de las adscripciones ideológicas, de su relación con Cristina Fernández de Kirchner y sus posiciones respecto al gobierno de Mauricio Macri, el sumo pontífice milita en y por el «partido del orden».
Un antiguo aforismo de origen bíblico sentencia que «nadie es profeta en su tierra». Si se observa solo la superficie de las controversias que envuelven al papa Francisco en Argentina, en apariencia el axioma se confirma. Los polos de la grieta política que divide al país lo acusan de ser el más perverso representante del bando contrario. Los partidarios rabiosos de la coalición de gobierno (Cambiemos) aseguran que el papa es poco menos que un «puntero» peronista; mientras que para los intensos que se ubican en el otro extremo del amplio espectro del peronismo, su distancia con la administración que encabeza el presidente Mauricio Macri es, por lo menos, «imperfecta».
La verdad no está –como ordenaría cierto el sentido común– en el medio, sino un poco más arriba. El escritor argentino Leopoldo Marechal, uno de los preferidos del ex-cardenal Jorge Mario Bergoglio, incluido entre sus 20 autores predilectos según la colección del diario italiano Corriere della Sera, escribió alguna vez: «En su noche toda mañana estriba: de todo laberinto se sale por arriba».
Más allá de las disputas por y contra el papa en su país de origen, ese principió guió desde siempre a Bergoglio en el vidrioso escenario de la política local y con mayor empeño desde que se convirtió líder de la Iglesia católica aquel histórico 13 de marzo del año 2013.
«Argentina no tiene partidos políticos con signos vitales, vive una crisis del sistema que convierte a cada elección en una puja de cuentapropistas que alcanzan sus cargos en extrema debilidad», explica el periodista Ignacio Zuleta en su reciente libro titulado El papa peronista. Luego afirma que esta falencia les impide tomar medidas antipáticas y obliga a los gobiernos a eludir soluciones con alto costo político. Por esta razón, dejan una factura difícil de pagar para las administraciones que vienen.
En esta especie de «empate hegemónico», con una sociedad civil que conserva vitalidad y gobiernos que no superan su fragilidad estructural, Francisco se erigió como un árbitro para la contención de eventuales desbordes o estallidos sociales y como colaborador para la reconstrucción o el sostenimiento del sistema institucional.
Con referentes afines en casi la totalidad de los partidos tradicionales, en las organizaciones sindicales, en los nuevos movimientos sociales y en el universo del periodismo; la estrategia de Francisco apunta a mantener el orden con una combinación de ortodoxia doctrinaria y reformismo pastoral.
Cuiden a Cristina
El mismo año en el que Bergoglio fue consagrado en Roma como máxima autoridad católica, los candidatos de la ex-presidenta Cristina Fernández eran derrotados en las elecciones legislativas de medio término en el país y especialmente en la estratégica provincia de Buenos Aires. El fracaso puso de manifiesto el fin de un ciclo económico y político que había llegado a una etapa de agotamiento.
No pocos creyeron que con Francisco al frente la Iglesia, a la ex-presidenta «se le venía la noche» porque el kirchnerismo estaba enfrentado al ex-arzobispo de Buenos Aires desde hacía varios años y por distintas razones (entre ellas, el impulso a la votación de la ley conocida como de «matrimonio igualitario», aprobada en 2010). El fallecido ex-presidente Néstor Kirchner llegó a considerarlo el jefe espiritual de la oposición y una postal graficó el deterioro de la relación entre el kirchnerismo y la Iglesia: el día que Bergoglio fue elegido papa, Cristina Fernández se encontraba en un acto político y debió solicitar que silencien los silbidos de sus seguidores cuando enunciaba un ecuánime saludo por la consagración.
Otros creyeron que el nuevo pontífice tenía problemas mayores como máximo líder de una institución en aguda crisis, con dificultades internas que estaban minando su autoridad en el mundo (denuncias por múltiples casos de pedofilia, hechos de corrupción y pérdida de fieles) y que los avatares de la pequeña política local no estaban en su horizonte.
Ni tanto, ni tan poco. Bergoglio intuyó que la derrota política del gobierno en las elecciones legislativas de 2013 y el deterioro del escenario económico-político de conjunto tenían inscripta la eventualidad de que la entonces presidenta no llegue a culminar ordenadamente su mandato. «Hay que abrazarla para que termine» y «cuiden a Cristina» fueron las disposiciones que envió el flamante Papa a través de sus múltiples interlocutores en el universo de la política.
Contra los pronósticos de una «guerra santa» contra el gobierno kirchnerista o de la prescindencia absoluta en la política argentina, Francisco intervino quirúrgicamente para el objetivo de una transición ordenada y desde su unción al frente de la Iglesia y hasta que Cristina Fernández dejó la Presidencia a fines de 2015, tuvo siete encuentros con la ex-mandataria (cuatro en el Vaticano y otros tres en Río de Janeiro, Paraguay y Cuba, respectivamente).
Esto no impidió que la Iglesia militara sigilosamente contra el candidato a la gobernación del kirchnerismo en la provincia de Buenos Aires en 2015 (Aníbal Fernández), derrotado por la actual gobernadora perteneciente al macrismo, María Eugenia Vidal. Un resultado que fue considerado decisivo para que Macri llegara a la Casa Rosada.
La doctrina social del macrismo
Cuando el nuevo presidente arribó al poder central con su ímpetu reformador y las banderas desplegadas de un neoliberalismo salvaje, los pronósticos hablaban de una muy probable relación conflictiva con el papa. Se sacaron mil conclusiones de sus primeros encuentros, basadas en el análisis de la comunicación no verbal de Bergoglio y de su gestualidad negativa para con el presidente argentino. Uno de los asesores electorales privilegiados de Macri, el ecuatoriano Jaime Durán Barba, había dicho en la campaña presidencial de 2015 que el papa «no mueve ni seis votos».
Sin embargo, más allá de las tensiones sobrevaloradas, el papa hizo un trabajo de topo para que el proyecto de neoliberalismo furioso de Cambiemos no terminara detonando una crisis incontenible. Logró la aprobación de dos proyectos de ley que configuraron una peculiar –y en cierta medida novedosa– doctrina social del macrismo.
En diciembre de 2016, el Congreso aprobó casi por unanimidad la Ley de Emergencia Social que comprometió fondos por 30.000 millones de pesos para los tres años siguientes para crear un salario social complementario que cobrarían los desocupados. El mecanismo se institucionalizó a través de un Consejo de la Economía Popular y un Registro Nacional de la Economía Popular. Esta ley fue impulsada por el denominado triunvirato de San Cayetano que integran la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP), la Corriente Clasista y Combativa y Barrios de Pie, movimientos que agrupan a desocupados y trabajadores precarizados. El 10 de octubre de 2018, el Senado aprobó la Ley de Regularización Dominial que fue presentada en el Parlamento por legisladores del oficialismo. El nuevo régimen es un sistema de normalización de la propiedad para unas 900.000 familias que viven en asentamientos precarios en el país y también fue promovida por el papa y la CTEP con la colaboración de organizaciones no gubernamentales como Caritas y Techo.
Estas y otras iniciativas, sumadas al impulso pacificador que dio a sus aliados en las organizaciones sindicales, llevaron a Zuleta a afirmar que «la paz en las calles de los años de Macri en el gobierno es responsabilidad de Bergoglio a través del mandato a sus representantes en las organizaciones sociales».
Uno de los referentes de la CTEP es el joven abogado Juan Grabois, representante del Movimiento de Trabajadores Excluidos. El vínculo del dirigente social con Francisco y su admiración por él son potentes, no solo por detalles menores como que el papa es la única persona a quien Grabois sigue en su cuenta de Twitter, o por datos institucionales más importantes como su condición de miembro del Consejo Pontificio de Justicia y Paz del Vaticano, sino también por afirmaciones mucho más contundentes como la que incluyó en su último libro, La clase peligrosa: «Los únicos textos con vigor comparable a las grandes obras de la crítica social de los siglos XIX y XX son del papa Francisco: la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, la Carta Encíclica Laudato Si’ y sus discursos sobre la temática», asevera Grabois. Según su particular visión, solo esos textos alcanzaron la altura de clásicos como Los condenados de la tierra de Frantz Fanon, Imperialismo, fase superior del capitalismo de V. Lenin., El capital de Marx o hasta el mismísimo Manifiesto comunista.
Entre las concepciones más arraigadas de Grabois y la CTEP, está la resignación al hecho de que el capitalismo contemporáneo expulsa a cada vez más amplios sectores de la clase trabajadora (que ya son más que un «ejército industrial de reserva» y pasan a transformarse en pobres estructurales), un dato que considera irreversible y una realidad a la que le corresponde no el programa de la transformación social, sino la estrategia del rescate.
Las concepciones del papa
Estos fundamentos estrechan la asociación del papa con las organizaciones sociales. Como escribió tempranamente la investigadora Verónica Gago en un texto titulado El pacificador del fin del mundo: «La alianza con estas organizaciones sociales tiene el eje en señalar a los pobres como víctimas y proponer una política de ‘rescate’ (…) Invisibilizando los momentos de autoorganización y participación en luchas colectivas no tuteladas. La impronta colonial de las organizaciones salvíficas organiza todo un discurso de rescate y tutela».
Si ese es el pensamiento del papa para la cuestión social, no menos concluyentes son sus concepciones políticas. Un pequeño folleto editado por la Pastoral Social de Arquidiócesis de Buenos Aires (con el apoyo de la Fundación Konrad Adenauer) publicó un discurso del entonces cardenal Bergoglio del año 2004, es decir, tres años después del estallido que dañó fuertemente al régimen de partidos tradicionales en Argentina en diciembre de 2001. En ese texto, publicado bajo el título Rehabilitación de la política y conformismo cristiano, el actual papa afirma: «Fíjense lo que ha pasado entre nosotros hace un par de años, la famosa consigna ‘que se vayan todos’ (…) Siempre (hablando en el idioma más puro de Cervantes) ‘la ligan los políticos’, y en este momento tenemos que ayudarlos con más hondura, porque es cuánto más los necesitamos y sin embargo, es cuando más solos están, en esa soledad de la conducción».
Tutelaje y victimización de los pobres en el terreno social y protección del sistema en el terreno político constituyen la orientación de Francisco y su contribución «bonapartista» al sostenimiento del orden en su país, más allá de las rencillas locales.
En sus encíclicas y exhortaciones, el papa enunció cuatro principios básicos que rigen el conjunto de su pensamiento: el todo es superior a la parte, el tiempo es superior al espacio, la unidad prevalece sobre el conflicto y la realidad es más importante que la idea. Con esas generalidades como arma y por encima de las fracciones que dividen la política tradicional, el papa argentino milita antes que nada y por sobre todo en el partido del orden.
Fernando Rosso. Periodista, editor y columnista político de La Izquierda Diario.
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