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viernes, mayo 03, 2019
John Reed y Louise Bryant, testigos apasionados de la revolución
La capacidad de evocación de John Reed, entre entusiasta y distante, creó escuela como se percibe claramente, por ejemplo en el Homenaje a Cataluña de George Orwell. Su prestigio ha sido tal que ha hecho olvidar otras crónicas, como la del menchevique de izquierdas, Nikolai Sujanov, mucho más extensa y también mucho más precisa, y luego injustamente olvidada. Ambas fueron reconocidas por el gobierno revolucionario como el primer material histórico con el que comenzó a urdid una nueva historia, de unos acontecimientos recientes y tan memorables sobre los que a nadie se ha había ocurrido todavía introducir rectificaciones oficiales. Los diez días que conmovieron el mundo pasó a ser una obra legendaria tras la muerte de su muerte del autor, y sobre todo con la tentativa de adaptación efectuada por Einsenstein en 1927 con la película Octubre, obra que, paradójicamente, cerrara el periodo anterior, constituyéndose en la primera víctima de una nueva historia oficial en la que el lugar de los cronistas y los historiadores lo ocuparía José Stalin al que Reed solamente menciona una sola vez a lo largo de sus páginas.
John Reed se dispuso a escribir de manera ordenada su obra sobre lo que había presenciado en Petrogrado, el corazón de la revolución cuatro meses después de que se instaurara el gobierno bolchevique, iniciando así lo que más tarde tomó control de Rusia para iniciar un importante experimento de reorganización social. No eran éstas sus primeras palabras sobre la revolución. Desde que llegara a Rusia en septiembre de 1917 hasta su salida en febrero de 1918, sus pareceres, opiniones observaciones habían sido anotados en cuadernos pasados por su máquina de escribir portátil. Sus informes de juntas, discursos, proclamas entrevistas, resoluciones movimiento de tropas, levantamientos escaramuzas fueron escritos a un ritmo frenético por un hombre que iba a todas partes, tratando de ver, sentir, entender describir explicar los complejos acontecimientos de la transformación social. A mediados de marzo, estancado temporalmente en Christiania, Noruega, tuvo tiempo de pronto para mirar con más calma el sentido total de su experiencia.
Como autor que escribía para un público que suponía hostil al ateísmo y el colectivismo de los bolcheviques, Reed recurría con facilidad a imágenes de sencillas fuerzas naturales que operaban sin importarles Ia voluntad humana, luego añadía suficiente historia para mostrar en la revolución de octubre el inevitable resultado de las tendencias históricas. El argumento iba como sigue: Básicamente demócratas y comunistas las masas rusas nunca habían respondido a las ideas avanzadas de Europa occidental que fascinaran a los intelectuales y condujeran a un siglo de abortados movimientos revolucionarios de la clase media. Pasional, voluble, supersticioso, un pueblo oprimido fatalista había seguido paso a paso su propia senda ocasionalmente estallando en espontáneas orgías de violencia: quemando haciendas, matando nobles, degollando sacerdotes. La fuerza de una Iglesia lo había tenido parcialmente a raya, pero en años recientes la honda espiritualidad de las masas se las masas se había ido secularizando, cifrada en nuevas fuerzas espirituales como el socialismo. Mientras los lideres intelectuales se dieron a teorizar y jugar a gobernar tras las revoluciones de 1905 y de febrero de 1917, la “mente racial” del pueblo se acercaba lentamente a una decisión. Ésta se produjo en noviembre, La guerra el hambre la corrupción, el desplome total de los servicios sociales: todo esto allanó el camino a los bolcheviques. Como el cambio de estaciones. una vasta metamorfosis había estallado en el país con “tempestad y viento, y luego un agotamiento de rojo florecer”. Los líderes que reformistas fueron “hechos a un lado”, mientras Lenin y Trotsky sobrevivían nadando en una poderosa marejada “la multitud”, como los verdaderos “héroes de la revolución rusa”.
La revolución social podía parecer atemorizante. Aterrada por el “espectáculo de todo un pueblo que sigue su propio indómito camino hacía sus propios fines”, gran parte de la intelectualidad local se había retirado a la oposición, mientras el resto del mundo miraba sin comprender. El escándalo moral por las acciones rusas -la expropiación de la propiedad privada, la cancelación de las deudas internacionales y la negativa a continuar en la guerra- no venía al caso, pues los valores dependían de la cultura: “Es difícil para la burguesía -sobre todo la burguesía extranjera- comprender las ideas que mueven a las masas rusas. Resulta muy fácil decir que no tienen sentido del patriotismo, el deber, el honor que no se someten a la disciplina ni aprecian los privilegios de la democracia, que en suma son incapaces de gobernarse. Pero en Rusia todos estos atributos del Estado demócrata burgués han sido remplazados por una nueva ideología. Hay patriotismo, pero es la fidelidad a la hermandad internacional de la clase trabajadora; hay deber, y por él se muere alegremente, pero el deber hacia la causa revolucionaria; hay honor pero es una nueva especie de honor basada en la dignidad de Ia vida humana y de la felicidad, y no en lo que una imaginaria aristocracia de sangre o de riqueza ha decretado apto para sus “caballeros”; hay disciplina: disciplina revolucionaria (..) y as masas rusas se muestran capaces no sólo de gobernarse sino de inventar toda una nueva forma de civilización.”
La fe del converso no disimulaba los enormes problemas que se le presentaban al régimen: “Sola como se ha la única cosa viva en el universo hay una fuerte probabilidad de que la revolución rusa no logre desafiar la mortal enemistad del mundo.” No importaba. La imaginación e poeta podía tomar vuelo, elevarse más allá de lo que pudiera acontecer en días por venir, y trazar una parábola que abarcara los momentos de gloria que un pueblo había vivido: “Ya sobreviva o perezca, ya sea alterada irremediablemente por aI presión de las circunstancias, habrá mostrado que los sueños pueden hacerse realidad”. Si dichos sueños pertenecían en gran parte a las “masas afanosa”, no hay duda que los de Reed participaban hondamente, infundiendo a las palabras un espíritu de lírica energía, espoleando al cuerpo a sobrepasar la fatiga para llegar al éxtasis del agotamiento convirtiendo en alegría el miedo y la incertidumbre. La revolución era un sueño encarnado; tocados por su espíritu, el hombre, el poeta y el periodista se remontaban al reino de la trascendencia visionaria.
Para Reed -como para la turbulenta Rusia- el sueño había tardado largo tiempo en llegar. Desde la niñez, el romance, la aventura y el colorido habían llenado su imaginación, ayudando a crear a lo largo de su vida una búsqueda de sentido en los grandes hechos de los hombres. El deseo de heroísmo se fusiono con una creciente conciencia social hasta que ambos fueron indiscernibles. Imágenes solapadas se fundían: las hazañas de la literatura clásica, indios primitivos cruzando un bosque fronterizo, un puerto con barcos de altos mástiles y cargas fragantes, a política de un padre que pagó el honor con la vida, el apiñamiento de las metrópolis del Este y sus vecindarios, masas de inmigrantes morenos sombreros de camaradas bajo el cielo del desierto, el cieno de las trincheras y montañas de huesos y carne humana. En 1915 tales visiones convergieron en Rusia, una tierra donde lo anticonvencional brillaba lo suficiente para penetrar la fealdad de un gobierno opresor. En ese tiempo, tratando de escuchar el retumbar del cambio, el anhelante Reed percibía en cada sonido disidente el posible grito natal de un orden nuevo.
Rusia era una tierra extraña para los norteamericanos, y Jack estaba lejos de ser el único que proyectaba en ella las imágenes formadas por sus deseos personales. Entre los bohemios había florecido un culto ruso en el que figuras como Nijinski, Chejov, Stravinsky, Diaghilev y Dostoyevski eran adoradas no sólo por su genio individual, sino también por la manera en que expresaban esa fuerza misteriosa conocida como el alma eslava. Considerada el polo opuesto de los materialistas Estados Unidos, Rusia era amada por su exotismo, su pasión y su espiritualidad. Tal imagen no era precisamente la que tenían los pensadores políticos, quienes reprobaban la autocracia, los pogromos y la corrupción del régimen zarista. Sin embargo, esas creencias empezaron a infiltrarse en la retórica de los dirigentes norteamericanos cuando la revolución de febrero de 1917 derrocó al zar e instauró un gobierno provisional que prometía el advenimiento del constitucionalismo occidental. Producido en un momento oportuno, el levantamiento facilitó la entrada de Estados Unidos en la guerra, pues entonces la pugna mundial parecía librarse claramente entre la democracia y la autocracia. No sólo los periódicos y los liberales belicistas esgrimían este argumento, sino que en su discurso de guerra ante el Congreso, Woodrow Wilson había pronunciado palabras que Reed hubiera podido escribir un año después. Afirmando que la autocracia “no era de hecho rusa en su origen, carácter o propósito”, el presidente saludaba en Rusia a un país que “siempre fue, de hecho, demócrata de corazón, en todos los hábitos vitales de su pensamiento, en todas las relaciones íntimas de su pueblo que hablan de su instinto natural”.
Las primeras reacciones de Reed ante la revolución de febrero fueron moderadas. Considerándola obra de “nobles provincianos de ideas liberales, negociantes, profesores, editores y oficiales del ejército”, temía exactamente lo que los gobernantes norteamericanos deseaban que el Gobierno Provisional fortalecería al país y prolongase la guerra mundial. Esta opinión empezó a cambiar al hacerse de Ia existencia de un segundo centro de poder político, los Consejos de Delegados Obreros y Militares, que pronto serían nombrados con la palabra rusa “soviets”. Cuando el New York Times llamó a sus miembros “radicales y sindicalistas extremos, equivalentes a los agitadores de la IWW en este país”, el interés de Reed se despertó, y en junio, cuando la agitación soviética en pro de una paz por separado obligó a renunciar a dos ministros conservadores del gobierno provisional, Jack se disculpó por no haber comprendido la revolución: “Nada más veíamos el ‘frente’…la realidad consistía en el levantamiento, por largo tiempo frustrado, de las masas rusas…y su propósito es la fundación de una nueva sociedad humana sobre la tierra;” La máquina para lograrlo serían los soviets, el verdadero corazón revolucionario de la Nueva Rusia”.
El célebre periodista liberal de izquierdas Lincoln Steffens, a su retorno de Rusia a fines de junio, trajo entusiastas reportes de primera mano sobre los soviets como centros de discusión democrática y toma de decisiones, e incluso mencionó un disciplinado partido llamado “Bolchevique”, cuya meta era llevar más allá la revolución. El confuso Jack captó estas palabras, pero no las registró sino hasta después de que Louise decidiera volver a casa. Al desembarcar, en la primera semana de agosto, la mujer se halló en brazos de un marido rebosante del deseo de ir a Rusia. A ella le resultó fácil conectarse con un sindicato de prensa, pero Reed -que un año antes fuera uno de los corresponsales mejor pagados del país- no pudo encontrar un editor dispuesto a contratar a un radical antibelicista. “The Masses” y el diario socialista The New York Call proporcionaron credenciales, pero ninguno tenía dinero para costear el viaje. Este problema se resolvió cuando Max Eastman y su amigo Eugen Boissevain convencieron a una acaudalada dama de sociedad de donar dos mil dólares para tal fin.
Antes de obtener un pasaporte Reed debía poner en claro el problema del servicio militar. Solicitó comparecer ante la junta de reclutamiento de Croton y el 14 de agosto se sometió a un examen físico y fue declarado en buena salud. Al día siguiente, después de considerar un informe de Johns Hopkins sobre la nefrectomía, la junta lo dispensó del servicio. Luego la oficina de pasaportes lo citó para un interrogatorio especial. En respuesta a un llamado soviético, se reuniría en Estocolmo una conferencia pacifista internacional de socialistas el Departamento de Estado negaba pasaportes a los representantes del partido norteamericano. Incapaces de distinguir entre radicales de distinta estirpe, los funcionarios insistieron en que Reed prestara juramento en el sentido de que no representaría al al partido socialista, dividido sobre la cuestión. Si bien la reunión le interesaba, no era delegado ni miembro del partido, así que no tuvo dificultad en jurar. Su último artículo antes de zarpar en el barco danés United States se basaba en materiales que Louise había reunido en el continente europeo. Informando de la inconformidad que existía en Francia con respecto a la guerra, y relacionándola con los cambios en Rusia, hizo una predicción: “Grandes. acontecimientos se gestan en Europa, tales como sólo la imaginación de un poeta revolucionario habría podido concebir.”
Desde Nueva York viajaron a Halifax, donde el barco quedó detenido una semana mientras las autoridades inglesas buscaban contrabando. Temiendo que le confiscaran unas cartas de radicales norteamericanos a socialistas extranjeros, Jack las escondió bajo el tapete, y al aparecer un piquete de marinos, los distrajo de la tarea de registrar el camarote compartiendo con ellos una botella de whisky. La travesía fue extrañamente gozosa: la banda tocaba continuamente y la gente se vestía de gala para la cena. Entre los diversos grupos de pasajeros -escandinavos, un grupo de muchachos universitarios que iban a trabajar en la sucursal de un banco norteamericano en Petrogrado, un gran número de judíos pobres, exiliados políticos que volvía a casa; vendedores norteamericanos con la esperanza de ganar los mercados rusos– apenas si se hablaba de la guerra. El interés en la revolución era notable, y de muchas opiniones, la más insólita correspondía a un joven aristócrata ruso: “El pueblo ruso posee el instinto artístico. Han logrado algo grande, magnífico. Han hecho lo que los franceses llaman el grand geste…Es todo lo que me importa en la vida. El ballet, la ópera, las grandilocuentes extravagancias de los ricos: ¿qué son al Iado de esta épica?”
Tras desembarcar en el puerto noruego de Christiania, Jack y Louise abordaron un tren atestado para realizar un incómodo viaje de dieciocho horas, incluyendo una noche, a Estocolmo. Allí se enteraron de que la junta de paz había sido pospuesta. En el cuartel general de la Oficina Socialista Internacional conocieron al secretario general Camille Huysmans, cuyo rostro flaco y demacrado, con delgado bigote, destilaba fatiga. Con calma, pero con firmeza, les aseguró que, pese a las acciones de Estados Unidos, Francia e Italia para impedir que los representantes asistieran a la conferencia, ésta habría de celebrarse pronto. Por lo menos, las líneas estaban claramente marcadas: “Únicamente los gobiernos impiden que los partidos socialistas envíen aquí a sus delegados electos. Ahora, al menos, son los pueblos los que quieren la paz, y los gobiernos los únicos que desean continuar la guerra.”
El cuartel socialista se hallaba repleto de representantes de muchos países continentales; todos rebosaban entusiasmo y planes esperanzados de construir “un mundo nuevo”. Panin, delegado del Consejo Ruso de Obreros y Soldados, enteró a Reed de los orígenes espontáneos de los soviets en 1905 y de su renacimiento a principios de 1917; era un relato “más dramático e infinitamente más inspirador que la historia de los Romanov”. Paul Axelrod, que con sus gruesos anteojos y espesa barba era todo un “profesor alemán distraído”, prodigó noticias sobre los movimientos radicales en Europa central. Ambos informantes recalcaban que la revolución rusa no tardaría en acercarse más al socialismo. Éstas eran felices nuevas, pues querían decir: ‘ Allá como en nuestra propia tierra, los días más grandes están por venir.”
En espera de que el consulado ruso expidiera una visa, Jack y Louise exploraron Estocolmo. La grácil ciudad sobre canales, próspera gracias al comercio bélico, era un abarrotado y alegre punto neutral de reunión para ciudadanos de las naciones beligerantes, un centro de espías, conspiradores y especuladores, santuario para las conferencias secretas de los nacionalistas de Europa oriental. Departiendo en cafés y restaurantes con turcos y rusos, diplomáticos ingleses y alemanes, sudamericanos, polacos, finlandeses y checos, oyeron muchos rumores sobre los sucesos de Rusia. El 10 de septiembre, los periódicos publicaron que Riga, en Latvia, había caído ante el ejército alemán. Temeroso de que cerraran la frontera, Reed preguntó a Panin si sería posible apresurar la visa.
Era posible, y esa misma tarde, “por el poder del Soviet”. Jack y Louise abordaron un tren que partía hacia el norte. Compartían el vagón con una diversidad de pasajeros: un general delgado, alto y silencioso que volvía a casa al cabo de dos años en Inglaterra, varios otros oficiales, un anarquista de barba gris que regresaba de un exilio de treinta y ocho años, media docena de jóvenes rusos graduados en campos británicos de aviación, un general inglés con tres ordenanzas. El campo sueco recordaba la región noroeste del Pacífico norteamericano: cordilleras de cerros cubiertos de oscuros abetos y pinos, troncos llevados por los rabiones, casas de madera y graneros pintados de rojo, terrenos pedregosos con mechones de cebada atados tiesamente a los postes. En el puerto de Haparanda. justamente debajo del círculo ártico, las autoridades registraron el equipaje y confiscaron toda cosa de comer. A continuación, los viajeros abordaron una pequeña embarcación y cruzaron una esquina del Báltico para llegar a Finlandia, donde los sombríos cobertizos de hierro en los muelles y las pulcras torres de iglesia apenas daban indicio de que esto fuera parte de un país, donde el cambio social se hallaba en marcha.
De repente apareció la revolución.
Estaba allí en los uniformes de los soldados rusos, con los botones imperiales arrancados y bañas rojas cosidas en las chaquetas, y en el despreocupado comportamiento de los hombres en servicio: un centinela fumando sin hacer el menor movimiento para saludar a un superior, guardias haraganeando en las sillas de la estación ferroviaria, una escuadra de desaseados reclutas en el cuarto de equipajes vigilando a los oficiales para que no aceptaran sobornos, rehusando dar tratamientos preferente al general. En la sala de es era había cartelones donde se anunciaba que unos días antes el general Lavr Kornílov había iniciado una marcha sobre Petrogrado con el fin de suprimir el gobierno provisional de Alexander Kerensky. Nadie sabía qué había ocurrido desde entonces la multitudes discutían a gritos. Los oficiales partidarios de la idea de un hombre fuerte que restaurase la le y el orden eran rebatidos por soldados rasos. Unos cuantos meses antes sabían muy poco de política, pero ahora con los bolsillos llenos de panfletos, hablaban de libertad, democracia y escuchaban atentos “con un patético anhelo de aprender”. Un tren ruso llevó a Jack y Louise al sur, cruzando Finlandia, por anchos campos y tranquilas poblaciones de sólidas casas de madera.
En cada estación los recibían rumores inquietantes: Kornilov había capturado Petrogrado, Kerensky había sido asesinado los bolcheviques habían tomado las armas, las calles de la capital’ estaban inundadas de sangre. Escuchando los comentarios pro-Kornílov de los pasajeros de clase alta, Reed empezó a “percibir vagamente que la revolución rusa se había convertido en una lucha de clases. en la lucha de clases”. Anteponiendo el orden a un mayor cambio, la clase media que ayudara a derrocar al zar respaldaba ahora la contrarrevolución. Turbado por fantasías sobre cosacos lanzados a la carga por todo Petrogrado, el pensamiento de Jack se adelantaba, junto con plegarias por la seguridad de la revolución.
La noche fue larga y oscura, con aguaceros. En cada parada el tren era cerrado con llave mientras reclutas con bandas rojas en el brazo escudriñaban periódicos, mirando con insolencia a los oficiales de alto rango. Al día siguiente, pasando el puerto de Abo, los soldados revolucionarios se mostraron francamente hostiles. Caminaban en pequeños grupos a lo largo de los vagones, atisbando por las ventanas y murmurando con ira: ” ¡Burgueses! ” Su conducta trasladó a Reed al pasado: “Me sentí como debe haberse sentido algún viajero inglés que fuera en diligencia de Boloña a París en 1793, cuando el Terror cundía, al detenerse a cambiar caballos en una pequeña posta y ver las fieras caras velludas de la milicia jacobina local asomadas a la ventana.” En Viborg, el terror se hizo realidad. La muchedumbre se arremolinaba en la estación discutiendo los sucesos del día. Cuando un comandante general rehusó obedecer la orden de enviar tropas a defender Petrogrado contra Kornílov, los soldados habían irrumpido en el alto mando y sacado a las calles a varios oficiales para ahogarlos en un canal.
“Si me preguntaran qué considero lo más característico de la revolución rusa, diría: la vasta sencillez de sus procesos. Como la vida rusa que describen Tolstoy y Chejov, como el curso mismo de la historia rusa la revolución parecía dotada de la paciente inevitabilidad de la savia que asciende en primavera, de las mareas oceánicas. La revolución francesa, en sus causas y su arquitectura, siempre me ha parecido esencialmente un asunto humano, criatura del intelecto, teatral; la revolución rusa, en cambio, es como una fuerza de la naturaleza”.
Pepe Gutiérrez-Álvarez
Este trabajo estaba destinado a una efímera e interesante revista sudamericana, y fue redactado en la misma época en que preparé la edición de una antológica de john Reed que con el título Rojos y rojas, editó El Viejo Topo, y que incluía un extenso prólogo amén de un epílogo dedicado a la película Reds/Rojos, de Waren Beatty.
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