sábado, mayo 11, 2019

Un miedo desconocido: el Japón triste de posguerra

Hiroshima, mon amour, el primer largometraje de Alain Resnais, que rodó basándose en el libro de Marguerite Duras, contiene un conmovedor diálogo de los protagonistas, Él y ella:
—¿Qué era para ti Hiroshima?
—El final de la guerra. El inicio de un miedo desconocido.
Así se inició la posguerra en Japón, con la población atenazada por un miedo desconocido. Tras el horror atómico, Hirohito anunció la capitulación el 15 de agosto de 1945 con su Gyokuon-hōsō, y el 2 de septiembre sus ministros firmaban la rendición en el acorazado Missouri, anclado en la bahía de Tokio. El 27 del mismo mes, el emperador acudió a la embajada estadounidense en la capital para ser recibido por MacArthur: en medio de una ciudad devastada por las bombas norteamericanas, el tennō, soberano del cielo, asumía la humillación e inauguraba un tiempo nuevo anclado en el miedo, donde nada seguiría siendo igual.
Japón había abierto sus puertas al mundo forzada por los cañones de Matthew C. Perry en 1854; pocos años después, la era Meiji iniciaba la modernización del país, sin saber que comenzaba también un largo período que estaría presidido siempre por la amenaza de las tropas norteamericanas. La tradición nipona exaltaba el pasado, lleno de glorias, como en cualquier país, pero le añadía una rectitud y una devoción por el emperador que explica la decisión con que muchos japoneses caminaron hacia el sacrificio durante la Segunda Guerra Mundial.
Desde la guerra contra Rusia, que cierra con la victoria en 1905, Japón se sumerge en una expansión imperialista que culmina en la invasión de la Manchuria china en 1931, con el ataque a la Indochina colonial francesa durante la guerra de Hitler, y en la comisión de crímenes de guerra por el ejército y el Kempeitai (la Gestapo japonesa) que costaría la vida a más de veinte millones de chinos, con episodios como la matanza de Nankín donde los militares japoneses asesinaron en una orgía de sangre a doscientas mil personas, o la masacre de Changjiao, donde los soldados violaron y asesinaron en cuatro días a treinta mil mujeres, hombres y niños. Japón actuó de la misma forma en el sudeste asiático, causando varios millones de muertos más, con matanzas escalofriantes como la de Manila en 1945; esclavizando a millones de personas, secuestrando durante la guerra, en sus casas, a decenas de miles de mujeres jóvenes a quienes forzaban después a la prostitución en los acuartelamientos de su ejército.
La primera incursión norteamericana contra Japón fue la operación Doolittle, dirigida por el general que le dio nombre, bombardeando Tokio y Yokohama en abril de 1942. En su carrera hacia el archipiélago nipón, los estadounidenses llegaron desde Midway, cargando recuerdos épicos e imágenes rodadas por John Ford, el tuerto falsario que se cambiaba de ojo el parche de pirata. La guerra fue cruel, y los soldados japoneses hicieron gala de ella. También los norteamericanos: el almirante William Halsey y el vicealmirante Robert Carney se vanagloriaban de haber hundido buques-hospital japoneses, y no eran los únicos. La ferocidad de los bombardeos norteamericanos (atómicos en Hiroshima y Nagasaki, pero igualmente devastadores en centenares de ciudades que sufrieron las bombas convencionales) dejó un país exhausto, asolado. Millones de casas fueron destruidas. Dos millones de soldados, en la guerra, y un millón de civiles (sobre todo, por los bombardeos estadounidenses indiscriminados de las ciudades), murieron. Cuando Hirohito anuncia la rendición de Japón, millones de japoneses lloran en silencio: nunca habían escuchado su voz, y era el soberano del Cielo. Con un mal entendido sentido del deber y el sacrificio, de la veneración al emperador, los japoneses se habían dejado arrastrar por el fascismo y el militarismo nipón, por la retórica patriótica del martirio que se había apoderado de muchos rasgos de la cultura popular, incluso de la belleza de la sakura, los cerezos que florecen en primavera enseñando la vida efímera, y que se había fortalecido en el pasado en un afán de pureza que iba acompañado con frecuencia de una ambición imperialista que pretendía extender el poder nipón por Asia, y que exaltaba lo japonés ignorando la evidente herencia china en muchas de las manifestaciones culturales y religiosas del imperio del sol naciente.
MacArthur llegó a la bahía de Tokio con su avión Bataan a finales de agosto de 1945, y se puso a organizar la ocupación del país. Los delirios y las decisiones del general, convencido de que Dios le había encargado su misión, se organizaron desde el edificio Dai-Ichi Seimei, junto al foso que rodea al palacio imperial: allí estaba el SCAP que rigió el país y encubrió los crímenes de guerra de todos los miembros de la familia imperial. Cuando termina la guerra, la industria japonesa apenas producía el quince por ciento de su capacidad anterior. Carreteras y vías férreas estaban destruidas, centenares de ciudades se hallaban convertidas en montañas de escombros, donde reinaba el hambre y la desolación, y grupos de niños abandonados morían de hambre. El país vivía horrorizado el recuerdo de la devastación atómica, que se hacía presente con los hibakushas, los supervivientes de Hiroshima y Nagasaki, que tuvieron que soportar la desgracia añadida del olvido del gobierno.
El hambre, la miseria, la vida entre las ruinas, es el escenario de los primeros años, acompañado por la humillación de la derrota, de la resignación ante el desastre y la amargura ante la ocupación norteamericana que crea centenares de bases e instalaciones militares e impone la constitución de 1947. Más de diez millones de personas pierden sus casas, y se verán obligadas a vivir en las calles, entre las ruinas, o alojadas por familiares, en un escenario dantesco donde se suceden los crímenes y los saqueos, y donde la prostitución alcanzó dimensiones inimaginables. El rechazo de la población japonesa hacia el ejército derrotado, responsable de la mayor hecatombe de su historia, fue abrumador, hasta el punto de que los ocupantes norteamericanos tuvieron que proteger a los militares nipones.
Millones de personas se encontraban sin trabajo, con los precios desbocados, prisioneros de la corrupción de militares que tenían a su cargo los depósitos de alimentos; soportando el mercado negro de los pícaros que se enriquecieron con el sufrimiento, viviendo en el dantesco paisaje de los mutilados, de los heridos por los bombardeos que arrastraban sus llagas, de los hibakushas, de los suicidios de muchos japoneses que se sentían abandonados. En esa sociedad abatida, la actividad de MacArthur se centra en los jefes militares nipones: se juzgará a Hideki Tōjō, Heitarō Kimura (el carnicero de Birmania); al general Kenji Doihara; al ministro de la Guerra, Sadao Araki; al ministro de Exteriores Yōsuke Matsuoka; al general Seishirō Itagaki, que había sembrado el terror en China; al ministro Mamoru Shigemitsu, que junto al general Yoshijirō Umezu firmó en el Missouri, en 1945, la rendición incondicional de Japón.
Los Procesos de Tokio culminaron con siete penas de muerte y dieciséis condenas a cadena perpetua, aunque unos setecientos militares fueron ejecutados al margen del Núremberg tokiota. Hirohito fue respetado y defendido por las tropas de ocupación, hasta el punto de que MacArthur ordenó ocultar pruebas, se negó a que el emperador fuera interrogado o que testificara en el juicio, y el gobierno militar norteamericano le otorgó incluso inmunidad, pese a su evidente responsabilidad en la comisión de crímenes de guerra y su conocimiento y aprobación de las matanzas cometidas en Nankín o en Shanghái, así como su consentimiento de los criminales experimentos biológicos de la siniestra Unidad 731. Después, MacArthur colaborará en la construcción de la mentira de un Hirohito ajeno a la guerra, emperador ceremonial, casi pacifista, ocultando su papel como eje del nacionalismo nipón en los años previos a la guerra. No fue el único afortunado: Mamoru Shigemitsu volvió a ser ministro de Exteriores y viceprimer ministro en 1954. El castigo alcanzó también a los zaibatsu, los conglomerados industriales cómplices del fascismo japonés, los Mitsubishi, Sumitomo, Mitsui, Yasuda.
Varios años después del lanzamiento de las bombas atómicas, todavía los niños se protegían de la lluvia radiactiva, la lluvia negra de la novela de Masuji Ibuse, con sencillos paraguas. El emperador pagó gustoso su deuda, y se convirtió en un cómplice más de la planificación anticomunista de Washington, mientras la doctrina Yoshida impregnó la vida del país, acatando todos sus gobiernos la dependencia de Estados Unidos, hasta el punto de que la negativa formal del gobierno de Eisaku Satō (el artífice del llamado “milagro japonés”) a poseer, producir o permitir la introducción de armas nucleares en Japón, fue rota en 1969 con la firma de un pacto secreto con Estados Unidos que permitía al Pentágono almacenar armas nucleares en Okinawa. En 1965, el portaaviones norteamericano USS Ticonderoga perdió una bomba atómica de hidrógeno, a poco más de cien kilómetros de la costa japonesa. Estados Unidos llegó a tener más de mil doscientas armas nucleares en Okinawa, en su base de Kadena. Mientras, el país se desarrollaba impulsando una economía capitalista que iba de la mano de la occidentalización de las formas de vida, severamente criticada por sectores de la derecha y que convivía con el rechazo de las influencias exteriores, cuyo modelo de acción y sacrificio sería protagonizado por Yukio Mishima, ya en 1970, con su intento de golpe de estado (¡apoyado sólo por un comando de tres personas!) y su posterior suicidio.
En esa dura posguerra estallan numerosas huelgas, pero MacArthur se apresura a poner orden, a prohibir la huelga general convocada en diciembre de 1947. Washington afirmaba defender la libertad frente al militarismo japonés de preguerra, pero estaba interesado, sobre todo, en implantar la versión nipona del capitalismo liberal norteamericano, mientras persigue a los comunistas japoneses, cuyo partido había sido ilegal desde su fundación, aunque MacArthur permite que se presenten a las elecciones: pese a los sabotajes que padece, el Partido Comunista Japonés conseguirá tres millones de votos en 1949. En la persecución a los comunistas, MacArthur se apoyó en los mismos sectores que habían sido juzgados en los Procesos de Tokio. Que pudieran presentarse a las elecciones del nuevo orden liberal, no implicaba que los comunistas pudieran actuar sin trabas: MacArthur inspira una campaña que dará lugar a una oleada de despidos de trabajadores comunistas, enviará a la policía y al ejército a hostigar y ocupar los locales del diario comunista Shimbun Akahata, acompañando sus decisiones de la prohibición de realizar cualquier actividad pública a los dirigentes del partido, operación que culmina, en la histeria desatada por la revolución comunista en China y la guerra de Corea, con su propuesta al gobierno de Truman para lanzar bombas atómicas sobre China, y con la prohibición del Shimbun Akahata y de todas las publicaciones comunistas, acompañada con la sistemática detención de los dirigentes comunistas japoneses.
Toda la estructura construida por el gobierno de ocupación norteamericano y por los herederos del poder anterior, primero con el barón Kijūrō Shidehara y después con Shigeru Yoshida, se vuelca con el Partido Liberal Democrático, que, a excepción del efímero gobierno de Tetsu Katayama dirigido por el Partido Socialista, dominará la vida de Japón hasta nuestros días. Fueron las fuerzas de ocupación norteamericanas quienes sugirieron la creación del Keidanren, agrupación de los principales empresarios del país, que subvencionará desde entonces al Partido Liberal Democrático, que se convirtió, en la práctica, en la organización subsidiaria de los grandes empresarios para dirigir el Japón de posguerra. Los años del pronorteamericano primer ministro Shigeru Yoshida, que cubren toda la posguerra hasta el fin de su mandato en 1954, culminan con el Tratado de paz de San Francisco, en 1951, y con la guerra en Corea, que los aviones norteamericanos bombardearon partiendo de bases japonesas, como lo harían con la agresión a Iraq en 2003. El Tratado terminó formalmente con la ocupación militar norteamericana, pero inmediatamente entró en vigor el acuerdo que, entre bambalinas, había aceptado el primer ministro Shigeru Yoshida: Estados Unidos impone a Japón un Pacto de seguridad por el que las tropas norteamericanas pudieron seguir en el país, camufladas como “fuerzas de seguridad”. La sombra siniestra de los aviones norteamericanos, que con tanta frecuencia fotografía Shomei Tomatsu, es constante.
La guerra de Corea impulsa el milagro económico japonés, de la mano de bajos salarios, y de una criminal actividad empresarial que ignoró por completo los estragos que causaba en la población: el fotógrafo William Eugene Smith, por ejemplo, documentó, en los años setenta, los efectos de la contaminación industrial entre los pescadores de Minamata, en la isla de Kyūshū, donde la gran empresa Chisso —hoy, JNC, ligada al banco japonés Mizuho, uno de los mayores del mundo— causó miles de muertos por sus vertidos de metilmercurio en las aguas. Unos empresarios que no dudaron en recurrir a la yakuza, la mafia japonesa, para amedrentar a quienes protestaban, y en acompañar al gobierno en una represión política que apartó a los comunistas de cualquier responsabilidad pública, mientras los viejos cómplices del militarismo fascista e incluso muchos criminales de guerra eran rehabilitados. Como el conflicto de Corea, la guerra de Vietnam impulsó la economía japonesa, que vendió materiales de construcción, armamento y petróleo refinado a las tropas norteamericanas que invadieron las tierras vietnamitas. El nuevo Japón se muestra ya en los Juegos Olímpicos de 1964 y en la Ōsaka Banpaku de 1970.
La americanización de la vida japonesa suscita rebeldía, como en la revuelta estudiantil de los años sesenta, pero también estimula la pasividad, la resignación, y una melancolía que surge del amargo recuerdo de la derrota y de una confusa sensación de pérdida de un pasado que nunca volvería, a la vista de un desarrollo que mimetiza muchas costumbres del país que había arrasado el Japón. Pese a que los comunistas y el resto de la izquierda combatieron el deliberado silencio y olvido del fascismo japonés y su responsabilidad en la derrota, así como la destrucción y la ocupación militar norteamericana de posguerra, la mayoría de la población no quería mirar atrás, aunque el horror atómico hiciese imprescindibles lugares para la memoria como el parque levantado sobre el devastado distrito de Nakajima, en el centro de Hiroshima.
En esos años sesenta, Estados Unidos impone a Japón la renegociación de un tratado militar de seguridad que hace permanentes las bases norteamericanas en el país, pese a la resistencia de una parte de la sociedad japonesa que vive una gran campaña contra el tratado, aunque el apoyo de los comunistas japoneses y del Gensuikyō no consigue anular la sumisión política y militar del gobierno ante Estados Unidos. Muchas de esas bases militares siguen existiendo hoy: más de cien en todo el territorio japonés, como en la Okinawa de Kunio Yanagita, desde donde partían los pájaros de la muerte que bombardeaban Vietnam. En esos años sesenta, el poder japonés impone el olvido del pasado, tanto del Japón fascista de Hirohito y Tōjō, como de las bombas atómicas norteamericanas; no en vano, todos los gobiernos japoneses desde el final de la Segunda Guerra Mundial han aceptado todas las imposiciones norteamericanas, hasta el punto de que, en los años sesenta, los militares estadounidenses llegaron a desarrollar pruebas de armas biológicas en Okinawa.
Sólo el Partido Comunista Japonés y otros grupos menores de izquierda se rebelaron contra ese poder que cambiaba el rostro de las ciudades y la piel del país. El trepidante Shinjuku de nuestros días surge entonces, con miles de nuevos edificios espiando la noche eterna de Kabukichō, con burdeles envueltos en neón y hombres silenciosos de la yakuza, escuchando el sonido inútil de las bolitas de acero de los pachinko y añorando la cultura tradicional que se conserva en las minúsculas tabernas de Omoide Yokochō o en los delicados jardines imperiales de Hamarikyu.

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Ese es el país que fotografía Shomei Tomatsu. Japón se había sumergido en un miedo desconocido, que aplastaría durante años a sus habitantes. Muchos fotógrafos documentan ese Japón de posguerra, los años de vergüenza y temor. Antes, Tamoto Kenzō había documentado la vida de los habitantes de Hokaido, a finales del siglo XIX, abriendo el camino de la fotografía. Después, llegarían las imágenes de Kazuo Kitai, Kineo Kuwabara, Seiichi Motohashi, Daidō Moriyama, Takeyoshi Tanuma, Nobuyoshi Araki, Ihei Kimura, Hiroshi Hamaya, Ken Domon (que participó también en la propaganda del régimen fascista), que se convierten en las principales figuras de la fotografía documentalista japonesa, que cuenta con importantes fondos conservados en el TOP Museum de Tokio. Muchos de ellos conocían la fotografía europea y norteamericana, y fueron influidos por autores occidentales: al final de su vida, Tomatsu citaba a Eugène Atget y William Eugene Smith como los fotógrafos que le interesaban. El reportero de guerra Smith vio las mismas ciudades arrasadas que Tomatsu: acompañó a los marines norteamericanos durante la invasión de Japón.
Tomatsu, de quien pudo verse hace unos meses, por primera vez en España, una exposición de sus fotografías, había nacido en 1930, y con apenas quince años presenció en su Nagoya natal los bombardeos de los B-29 norteamericanos que lanzaban las bombas incendiarias del sanguinario general Curtis LeMay, convirtiendo a las principales ciudades (Tokio, Yokohama, Osaka, Nagoya, Kobe, Okayama, Kawasaki) en humeantes montañas de ruinas y cadáveres. Tomatsu se interesa por las nuevas costumbres, por el influjo americano que llega con la ocupación militar, por los supervivientes del horror atómico, y por las prostitutas de tiempos de desolación. También, años después, fotografía Afganistán, a cuenta de una revista; toma imágenes del tifón de Ise (donde se encuentra el santuario sintoísta más importante del país) en 1959, se interesa por la vida en las bases militares norteamericanas de Okinawa, de Yokosuka, Chitose, Yokota, Sasebo: recoge sus fotografías de la ocupación militar en una serie de título expresivo: Chicle y chocolate, en clara alusión al desenfado y despreocupación de los estadounidenses mientras veían el mar de ruinas y hambre de posguerra: “Nos moríamos de hambre, y ellos [los soldados norteamericanos] nos lanzaban chicles y chocolate”, apunta Tomatsu.
En sus fotografías, se ven los aviones y soldados, el merodeo de prostitutas, la insoportable humillación por las constantes violaciones de mujeres que protagonizaban los militares norteamericanos. Los supervivientes de Okinawa habían visto morir a doscientas cincuenta mil personas durante los días de la batalla en el final de la guerra, durante la apocalíptica lluvia de acero; habían presenciado los desesperados suicidios colectivos de centenares de personas, que recordaría Kihachi Okamoto en su película. Es allí donde Tomatsu descubre, a finales de los años sesenta, los rasgos del Japón tradicional que pervive y que soporta resignado la ocupación militar.
En 1960, por encargo del Gensuikyō, Tomatsu empieza a fotografiar Nagasaki, los rostros devastados de las víctimas, las quemaduras y cicatrices de los supervivientes, con objeto de publicar un libro, Hiroshima-Nagasaki Document 1961. El Gensuikyō (The Japan Council against A & H Bombs en su denominación en inglés, ligado al Partido Comunista Japonés) se había creado en 1955 tras las pruebas atómicas que realizó Estados Unidos en el atolón de Bikini, en marzo de 1954, con el objetivo de ayudar a los hibakushas, y conseguir la prohibición de las armas nucleares: la campaña logró más de treinta y dos millones de firmas en Japón. Tomatsu volvió muchas veces a la ciudad: su primer libro de fotografía llevará el título Nagasaki 11:02, por la hora del estallido de la bomba atómica. Ese mismo año, se publica La ira del pueblo. Crónica de las protestas en contra del Tratado de Seguridad entre Estados Unidos y Japón, donde participan Hiroshi Hamaya, Ihei Kimura, Shigeichi Nagano, además de Tomatsu.
La desolación de posguerra se plasma también en las fotografías de Ken Domon de las víctimas en un hospital de Hiroshima; en las de Yōsuke Yamahata: la solitaria torii en el vendaval de cascotes de Nagasaki, en el negruzco cadáver sobre las ruinas; en el niño confundido y triste, con la cara sucia de metralla, que sostiene una bola de arroz. Yamahata había fotografiado Nagasaki al día siguiente del bombardeo atómico, pero los ocupantes norteamericanos prohibieron durante muchos años las imágenes de los efectos del bombardeo, hasta el punto de que el país ignoraba las consecuencias: sólo los habitantes de Hiroshima y Nagasaki lo sabían. También se muestra la posguerra en el libro que publicó Tomatsu en 1967, Japón, donde junto a fotografías de la ocupación norteamericana se recogen otras de la naturaleza y de la vida. A finales de siglo, Tomatsu vivió en Nagasaki, y pudo presenciar de nuevo los rastros de la bomba: una de las tristes paradojas de la historia es que un hombre como él, empeñado en guardar la memoria del horror, podía ver a los soldados norteamericanos que paseaban por la ciudad, ajenos al apocalipsis que los suyos habían sembrado medio siglo atrás.

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Estados Unidos había empezado a castigar a Japón en el rostro de sus propios ciudadanos, desde marzo de 1942, encerrando en campos de concentración a más de ciento veinte mil personas de origen nipón en California y Arizona, en Colorado y Arkansas, en Idaho, Wyoming y Utah. Los internados en los campos se vieron obligados a vender sus propiedades a bajo precio, sus ahorros fueron confiscados por el gobierno y perdieron sus casas y sus tierras. Después, el deseo de arrasar las ciudades japonesas llevó a Washington a emular los crímenes de Auschwitz. En el Instituto de Enfermedades de Bombas Atómicas, en Nagasaki, se conservan para la investigación recipientes con órganos de personas afectadas por las bombas nucleares norteamericanas: son el testimonio del apocalipsis, del cuchillo fúnebre que Truman hundió en la garganta de Japón, como lo son esas escenas que Tomatsu fotografió: la niña que llevaba de la mano a un veterano de guerra ciego que caminaba con su bastón; el casco de un militar con restos fundidos del cráneo; los dos soldados norteamericanos que, riendo, acosan a una chica japonesa, que se encogía para huir. Todas hablan de un pasado atroz y un presente herido, de la gran ola de Kanagawa que dejó Hokusai como expresión del desastre apocalíptico, de la destrucción, de la muerte.
Estados Unidos encubrió el decisivo papel de Hirohito en la criminal aventura imperialista del Japón, e intentó ocultar su propia responsabilidad en los crímenes de Hiroshima y Nagasaki, perfectamente equiparables al horror nazi de Auschwitz. Sin embargo, los fantasmas de una época de cacerías y mentiras persisten. El poder japonés sigue negando las matanzas en China, el crimen de Nankín; sus gobernantes siguen visitando el santuario de Yasukuni que alberga los espíritus de los criminales de guerra, Tōjō entre ellos, y las hipotecas del pasado no han desaparecido: Rusia mantiene que Estados Unidos posee armas nucleares en sus bases de Okinawa, y entre la población local la convicción es general. Kadena, la mayor instalación norteamericana en la isla, es también un nido de borrachos, de frecuentes violaciones, de marines pendencieros, incluso de asesinatos, de ruido insoportable para quienes viven en Okinawa: ciento cincuenta aviones aterrizan o despegan cada día, porque la máquina de guerra norteamericana no descansa.
Además de Okinawa, Tomatsu fotografió también esas calles de Shinjuku donde la izquierda japonesa protestaba contra las bases militares norteamericanas, y contra los criminales bombardeos en Vietnam: sus imágenes tienen un sereno y contenido dolor, registran unos años sombríos, y son el recuerdo de la cicatriz oculta, de la humillación silenciosa que Japón sigue soportando. Las noches interminables de Shinjuku, con su educada contención, con su discreto perfume de degradación y delito, se reflejaban en la mirada turbia de quienes habían acompañado la sumisión y la derrota, las mentiras que salvaron a Hirohito, el fatalismo de un pueblo prisionero del fascismo nipón, la vergüenza de soportar a los verdugos de Hiroshima, el pasado militarista que sigue guardado en Yasukuni, ocultando un miedo desconocido que oprimió el triste Japón de la posguerra.

Higinio Polo
El Viejo Topo

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