martes, octubre 30, 2012

Stefan Zweig en el páramo cultural franquista



Stefan Zweig fue uno de los pocos grandes escritores modernos que se editó en la oscura España, una…Tenía además otra virtud, ayudaba a leer a grandes escritores, y a comprender grandes personajes. Era un exquisito, pero también un introductor…
Inicialmente, mi antifranquismo fue cultural, luego todo se fue aclarando. Recuerdo muy bien haber leído –creo que en Simone de Beauvoir que se encontraba entre los libros de las trastiendas de las librerías-, que el franquismo temía que la cultura llegara al pueblo, ostia claro, claro. El texto venía a decir de alguna manera que habían hecho la guerra contra el pueblo porque –para ellos-, este comenzaba a saber demasiado, pues eso, eso.
Estas eran cosas que una había escuchado aquí allá, sobre todo entre los veteranos de los talleres y las fábricas, gente que mascullaba su derrota y su indignación, y que te contaban lo que nadie te había contado tan claramente. Fue por entonces cuando, entre en el mercado de las pulgas que los domingos por la mañana se desplegaba en las puertas del mercado de Coll-Blanch, L´hospitalet, me encontré los libros de Stefan Zweig en ediciones breves y muy baratas, y alguien me contó que, junto con el francés André Mourois y Emil Ludwig, mucho más conservadores, Zweig te permitía abrir la puerta a la una cultura que se le negaba al pueblo. Baste anotar que, entre nosotros, el concepto de biblioteca pública no ha sido veraz hasta fechas muy recientes.
Por entonces, a Zweig se le encontraba un poco en todas partes, en los escaparates de las escasas librerías de bario, y en las de “Top manta”, de larga tradición. Se le leía, aunque obviamente, menos de lo que se debiera. Una vez, con ocasión de una cosa llamada “el amigo invisible”, que se montó en la oficina en una oficina en la que trabajé ocasionalmente, y que consistía en intercambiar regalos entre una veinte de personas, se me ocurrió contribuir con El candelabro de siete brazos, una obrita de Zweig sobre las tradiciones judías, creyendo que era una buena idea. Luego comprobé que el afortunado se había enfadado de mala manera, pero lo pude arreglar cambiándoselo por el mechero que me he había tocado en suerte, a mí precisamente, que era el único que no fumaba.
Entre lecturas y conversaciones pude saber que Stefan Zweig era un judío al que la vida había tratado muy bien, hasta que llegó el nazismo. Provenía de casa bien, sus padres eran judíos de fortuna en la Viena de fines del siglo pasado. A Stefan le hicieron estudiar en aquélla ciudad y en Berlín, aunque él se gra­duó en Filosofía en Viena, a comienzos de este siglo. A los 16 años ya cultivaba la poesía Versos, que eran primorosos ecos de los poemas de Rilke, que conocía bien. También comenzó a escribir teatro, y seguía al res­pecto el ejemplo de los gran­des dramas simbólicos de Hofmannsthal. Por último, sus experiencias de narrador se iniciaron bajo la influen­cia de otro escritor austríaco que el aniversario reactualiza: Arthur Schnitzler (1862-1931), al que acabaría conociendo a través del cine gracias a un cineasta extraordinario Max Ophuls, responsable de obras maestras como La ronda (1950), el mejor Schnitzler jamás filmado (lo siento por Kubrick), y también del mejor Stefan Zweig del llamado Séptimo Arte, Carta a una desconocida, realizada dos años antes, una joya más conocida gracias en buena medida a sus dos protagonistas, Joan Fontaine y Louis Jourdan, a cual más inmenso. .
Durante una buena temporada me metí en el universo de las novelas cortas de Zweig tienen siem­pre rasgos schnitzlerianos, si bien de su producción juvenil sólo le quedó a Stefan Zweig algo esencial en un escritor afanoso de "profesionali­zarse": la conciencia aguda y omnipresente del papel deci­sivo que el estilo propio ha de desempeñar en su obra, así como de una exquisita preocupación por llegar a los lectores, incluyendo a los más zopencos. Pero, al menos durante casi toda su juventud, no fue la literatura lo que absorbió al inteligente y culto judío y viajero que fue Zweig. Antes que escritor fue un hombre de mundo, un buscador, un cosmopolita que residió en Francia, Ita­lia, Inglaterra, Bélgica. Tra­dujo a los simbolistas france­ses, Rimbaud, Verlaine, a Baudelaire, se hizo amigo de Verhaeren, estuvo en la In­dia, China, Canadá, África... y fue lo suficientemente inte­ligente y conocedor de sus propias limitaciones para no caer en la fácil tentación de hacer libros de viajes, un terreno suyo que desconozco.
Cierto es que como un buen autor de los tiempos del cine, a Zweig le sucedía lo que a muchos personajes cultos y viajeros: cultivaba en sí toda una sutil mitología del desarraigo en la que la ausencia, la fuga, el viaje eran conceptos y reali­dades centrales. En 1912 co­noció a la que fue su esposa, la también escritora Friederike Marie von Winternitz, que se separó de su anterior marido para unirse a él. Los viajes le sorprendieron en 1917 en Suiza, en plena gue­rra mundial, de esta fecha y de este país hay mucho en el capítulo que le dedicó a Lenin en Momentos estelares de la humanidad, uno de sus libros que recomendé a todos los que no desdeñaban “perder el tiempo con la lectura”, o sea la mayoría. La forzada in­movilidad de su estancia lejos de la odiosa guerra interimperialista (un concepto que Zweig no habría utilizado), la aprovechó para estrenar en Suiza un drama antibélico Je­remías y entablar una larga amistad con otro escritor pa­cifista, el novelista francés Romain Rolland, famoso por su opción neutralista y pacifista en la onda de Lev Tolstói, un escritor y un personaje no menos apreciado por Zweig.
Después de los desastres de la guerra, Zweig se estableció en Salzburgo. Fue su época más fecunda de es­critor, la que va de 1918 a 1934. Publicó entonces no­velas cortas: Amok (1922) Confusión de sentimientos (1926) y empezó a trabajar en abundantes ensayos de base psicoanalítico-freudiana sobre: Holderlin, Kleist, Nietzsche (La lucha con el demonio, 1925), Balzac, Dickens, Dostoyevski (Tres maestros, 1919). Frente al rechazo del psicoanálisis freudiano por parte de autores de su generación como Robert Musil, Hermann Broch, Hugo von Hofmannsthal e incluso de su otrora admirado Rilke, Zweig era y fue siempre un freudiano preparadísimo.
Zweig fue lo suficiente­mente agudo para ver clari­videntemente el campo de posibilidades literario-biográficas que ofrecían las teo­rías del Dr. Freud sobre la relación "sique"-destino in­dividual. No se olvide que el mismo Freud confesaba (el lamentable fascista pero gran escritor Giovanni Papini, nos lo recuerda en su li­bro Gog) haber tenido gran­des ambiciones literarias. Zweig vino a constituirse en el realizador capaz de tales ambiciones. Y ello funda­mentalmente con la serie de libros que conocemos de él en España: las biografías his­tóricas: María Aritonieta (1933, que ha conocido una revalorización reciente, pero al que nunca presté atención porque ya por entonces la señora me interesaba menos que los personajes turbios como Fouché (1931)…
Creo que mi primera lectura fue Erasmo de Rotterdam (1934) del que había leído el Elogio a la locura, un lejano precedente del surrealismo, y a las que le siguieron unas tras de otra hasta llegar a la última de la serie: Americo Vespucio (1942). Estos li­bros habían sido precedidos por el tomo Tres maestros: Casanova, Stendhal, Tolstói. Y toda esta obra le había ayudado a verse a sí mismo como escritor europeo culto, hijo de una cultura mori­bunda, la burguesa europea, cuya decadencia significaba también la tragedia íntima de su vida. Desde 1934, Zweig emprende una serie de viajes, vive en Inglaterra (su libro sobre María Estuardo lo terminó allí) por último, en 1935, se va a Brasil y a Argentina. A su vuelta, vive en Italia algún tiempo. Aquellos años son para él de difícil adaptación a una crisis interior que afecta también su vida afectiva: en 1938 se divorcia de Friederike von Winternitz para unirse a Lotte Altmann, su secretaria, si bien sigue manteniendo una buena amistad con su ex esposa.
A Zweig la descomposición de la Austria de su juventud y el apogeo de la barbarie fascista le amargara los últimos años de vida, tanto es así que en 1940 deja su muy amada Europa –la Europa de Erasmo y de Freud- para emigrar como tantos otros y otras a los Estados Unidos que no los recibe precisamente con los brazos abierto, y finalmente al Brasil. Por esta época escribe un libro que será una especie de testamento intelectual suyo: El mundo de ayer 1946). Son unas memorias en que va asomando un desencanto cada vez mayor, una pérdida creciente de las esperanzas depositadas en el poder de la cultura y del elemento racio­nal en la historia, que a él, como judío alemán culto, le parecían una conquista de las masas y a la vez, baluarte y garantía contra el avance de la barbarie. Al cabo de dos guerras mundiales (1914 y 1939) ve que todas estas es­peranzas no han servido para nada. Quiere huir de ese de­sengaño y se refugia en la novela: Impaciencia del co­razón (1945), conocida en­tré nosotros por La piedad peligrosa, una intensa y sensible aproximación al mundo de la piedad, en concreto hacia las personas disminuidas, y los problemas que comporta el paternalismo.
La huida a lo largo de la geo­grafía mundial no le parece suficiente garantía contra el avance de las fuerzas de la barbarie. La vida, es en la vida, en cual­quiera de sus rincones, donde está implícito el riesgo. En su novela vuelve por última vez al mundo de la Austria de 1914 que es también el de la confusión de sentimientos previo a la irrupción de algo que está devorando la vida del escritor, que le persigue vaya donde vaya... El 23 de febrero de 1942, en Petrópolis, localidad del Brasil, se suicida Stefan Zweig culminando así una vida de creación, viajes, es­peranzas, en el peor mo­mento de un mundo que pa­recía derrumbarse entonces por todos lados. Una muerte que será sentida por todos aquellos lectores que tanto tenemos que agradecer a este vienés que tanto nos ayudó en unos tiempos en los que encontrar a una persona leyendo en el metro en el Bus era una rareza.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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