domingo, marzo 26, 2017

A 40 años del secuestro de Rodolfo Walsh



“Hay un fusilado que vive”.

Esa frase empezó a cambiarle la vida a Rodolfo Walsh. Se la dijo un hombre que se acercó a su mesa en un bar de La Plata. El hombre se refería a los fusilamientos de nueve civiles en un basural de José León Suárez entre en la noche del 9 al 10 de junio de 1956, a la vera de la ruta 4, junto a un club alemán.
Poco tardó Walsh en averiguar que no había un solo sobreviviente sino un pequeño puñado de ellos (uno era Julio Troxler, militante más tarde de las Fuerzas Armadas Peronistas, subjefe de la policía bonaerense durante la gobernación de Oscar Bidegain y asesinado por la Triple A en setiembre de 1974). Fueron meses de vértigo, en los que Walsh vivió casi clandestinamente en una casa del Delta del Tigre que había alquilado con nombre falso, tiempo en el que indagó, entrevistó vecinos, conocidos, posibles testigos.
Producto de ese trabajo sería un libro ineludible en la historia de la literatura y del periodismo argentinos: Operación Masacre, precursor del llamado “nuevo periodismo”, del periodismo de investigación que produciría grandes obras literarias de no ficción como A sangre fría, de Truman Capote.
Walsh escribió en uno de los prólogos de aquel libro:
“Esta es la historia que escribo en caliente y de un tirón para que no me ganen de mano, que después se me va arrugando día a día en un bolsillo porque la paseo por todo Buenos Aires y nadie me la quiere publicar y casi ni enterarse”.
Finalmente, la obra la publicó, en entregas, un pequeño diario nacionalista: Revolución Nacional, y luego la revista Mayoría, dirigida por un personaje histórico de la extrema derecha peronista: Marcelo Sánchez Sorondo. Esa derecha era parte sustancial de la llamada “resistencia” que dirigía el general Miguel Ángel Iñíguez, limitada a acciones conspirativas con sectores de las Fuerzas Armadas que derivaban después en represión contra la verdadera resistencia, la fortísima resistencia obrera. Pero ése fue el canal que encontró Walsh para publicar su investigación.
Hasta ese momento, Walsh poco o nada había tenido que ver con la política.
Nacido el 9 de enero de 1927 en Pueblo Nuevo (Lamarque desde 1942) de la colonia de Choele Choel, en Río Negro, descendiente de irlandeses. Se había educado en colegios religiosos para niños de ese origen (aquella experiencia con curas irlandeses lo impulsó a escribir tres de sus primeros cuentos). En Buenos Aires desde sus 14 años, aquí fue oficinista, obrero, lavacopas, limpiavidrios, vendedor de antigüedades y, finalmente, corrector en la editorial Hachette. Desde ahí llegó al periodismo y escribió tempranamente en las revistas Leoplán, Panorama y Vea y Lea. En 1953 publicó su primer libro, Variaciones en rojo, y enseguida Diez cuentos policiales argentinos; en 1956, Antología del cuento extraño.
Hasta entonces, como quedó dicho, no tenía que ver con la política activa salvo por su acercamiento, a sus 16 años, a la Alianza Libertadora Nacionalista, un agrupamiento filonazi. Más tarde diría de la Alianza que fue “la mejor creación del nazismo en la Argentina (…) antisemita y anticomunista en una ciudad donde los judíos y la izquierda tenían peso propio”.
Fue, además, un antiperonista decidido al menos hasta 1959, y celebró el golpe de 1955. Todavía en 1958 escribió:
“No soy peronista, no lo he sido ni tengo intención de serlo (...) Puedo, sin remordimiento, repetir que he sido partidario del estallido de setiembre de 1955 y no sólo por apremiantes motivos de afecto familiar −que los había−, sino que abrigué la certeza de que acababa de derrocarse un sistema que burlaba las libertades civiles, que fomentaba la obsecuencia por un lado y los desbordes por el otro. Y no tengo corta memoria: lo que entonces pensé, equivocado o no, sigo pensándolo…”1
La evolución política de Walsh fue ciertamente peculiar, pero se trataba entonces de un fenómeno mucho más habitual de lo que se supone. Es un poco la historia de Montoneros mismo: un grupo de militantes de la derecha católica se desliza por el plano inclinado de una particularísima situación política internacional y nacional, y termina por asumir posiciones de izquierda (en ocasiones, esa veta “nacional” y “antiimperialista” con que suele travestirse el fascismo facilita ese paso, como sucedió con el MNR Tacuara, que proveyó cuadros a Montoneros e incluso al PRT-ERP). Son cosas que ocurren en épocas revolucionarias, cuando nada está quieto.
Si aquel hombre que le dijo “hay un fusilado que vive” empezó a cambiarle la historia a Walsh (y al periodismo argentino) el paso decisivo lo dio en 1959, cuando, impulsado por sus amigos Jorge Masetti y Rogelio García Lupo (había conocido a ambos en la Alianza Libertadora), viajó con ellos a Cuba. Allí, con los otros dos y con Gabriel García Márquez, fundó la agencia Prensa Latina. Walsh permaneció en Cuba hasta 1961. Era otro tipo cuando volvió.
En Cuba, además, logró descifrar, con una simple criptografía, comunicaciones en clave entre la central de la CIA y algunos de sus agentes en Guatemala, en las que hablaban de la preparación del ataque a la Revolución Cubana en Playa Girón. Incluso, para averiguar más, Walsh se infiltró en la base de Guantánamo. Ese trabajo de inteligencia de Walsh resultó valiosísimo para rechazar la invasión. Walsh desarrollaría mucho más esas habilidades suyas cuando fue jefe de inteligencia de Montoneros.
En 1968, bajo la dictadura de Onganía, asumió la dirección del periódico de la CGT de los Argentinos (CGT-A), dirigida por Raimundo Ongaro. Aquella CGT, formalmente enfrentada al colaboracionismo del metalúrgico Augusto Timoteo Vandor, resultó incapaz de erigirse en una alternativa a la burocracia sindical por su dependencia de Perón, que sólo la utilizó para presionar a sus adversarios. Llegado el momento, Perón le ordenó a Ongaro disolver la CGT-A, en nombre de la unidad de las organizaciones obreras y frente a la amenaza del clasismo, cosa que el dirigente gráfico acató de inmediato.
Cuando Ongaro fue detenido y sus locales allanados en 1969, el periódico de la entidad empezó a editarse en la clandestinidad. Allí, seguramente, terminó Rodolfo Walsh de aprender el arte del clandestino. Terminada la experiencia de aquella CGT, ahora sí Walsh ya era, ante todo y sobre todo, un militante político. Tenía 41 años. (En esa época publicó sus libros de cuentos más conocidos: Los oficios terrestres, de 1965, y Un kilo de oro, en 1967; también estrenó sus dos únicas obras de teatro: La granada y La batalla).
En ¿Quién mató a Rosendo?, refiere al asesinato del sindicalista Rosendo García, de la UOM. En su investigación, Walsh concluye que aquel homicidio había sido ordenado por Vandor. En aquel libro Walsh emplea el recurso de croquis dibujados a mano para probar la trayectoria de los disparos: lo que hoy es la infografía. Con El caso Satanowsky (1958), ¿Quién mató a Rosendo? compone la gran trilogía de obras de investigación de Rodolfo Walsh.
En 1970, clausurada la experiencia de la CGT-A, Walsh comienza su historia definitiva al vincularse con el Peronismo de Base, brazo político de las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP), que en ese momento eran por muy lejos la organización guerrillerista más poderosa del peronismo. Después, las FAP habrían de disolverse sin haber sufrido ningún golpe militar decisivo: se disgregaron por sus disidencias internas entre lo que llamaban “trabajo de masas” en los sindicatos; y el denominado “frente militar”, las acciones foquistas. En 1973, después de una serie de debates, Walsh se incorporó a Montoneros, donde seria “Esteban”, “El capitán”, “Profesor Neurus”, o simplemente “Neurus”. Ese mismo año se integró a la mesa de redacción del diario Noticias, orientado por Montoneros, con Horacio Verbitsky, Francisco “Paco” Urondo, Juan Gelman y Miguel Bonasso. También en 1973 Jorge Cedrón llevó al cine Operación Masacre, donde Julio Troxler hizo de sí mismo.
Walsh formó parte del accionar foquista montonero, al servicio de recrear las ilusiones en el peronismo, luego del Cordobazo. Sus acciones estuvieron dirigidas a ese propósito y, por lo tanto, a sacar al activismo de la huella del socialismo revolucionario para colocarlo en la órbita del nacionalismo burgués, el mismo que poco después pariría a Triple A –se encargó de asesinar masivamente a militantes montoneros y de la izquierda− y prepararía el terreno para el advenimiento de la dictadura militar.
Sus diferencias de fondo con Montoneros −organización con la que nunca rompió− comenzaron en 1974, cuando la conducción de Mario Firmenich decidió pasar a la clandestinidad y abandonar los frentes de masas. Con otros oficiales escribió un Documento a la Conducción Nacional en el cual, entre otras cosas, decía que Montoneros debía “volver a integrarse al pueblo, separar a la organización en células de combate estancas e independientes, distribuir el dinero entre las mismas y tratar de organizar una resistencia masiva, basada más en la inserción popular que en operativos de tipo foquista”.
Con el paso a la clandestinidad, Montoneros sólo aceleró su propio derrumbe, provocado por la trampa que se había tendido a sí mismo: el intento de rescatar a Perón al denunciar un supuesto “cerco” organizado por la derecha en torno del viejo general: ese “cerco” y no Perón habría sido responsable de la política derechista del gobierno. Luego pasarían a la clandestinidad sin terminar de romper con Isabel Perón, a la que habían respaldado apenas la nueva jefa de la Triple A asumió el gobierno. Walsh critica aquella decisión y el “militarismo” de la conducción montonera, sin romper con ella.
Cuando en 1976 su hija Victoria murió en combate un día después de cumplir 25 años, Walsh escribió:
“En el tiempo transcurrido he reflexionado sobre esa muerte. Me he preguntado si mi hija, si todos los que mueren como ella, tenían otro camino. La respuesta brota desde lo más profundo de mi corazón y quiero que mis amigos la conozcan. Vicki pudo elegir otros caminos que eran distintos sin ser deshonrosos, pero el que eligió era el más justo, el más generoso, el más razonado. Su lúcida muerte es una síntesis de su corta, hermosa vida. No vivió para ella, vivió para otros, y esos otros son millones. Su muerte sí, su muerte fue gloriosamente suya, y en ese orgullo me afirmo y soy quien renace de ella”.
No pudo renacer.
Por el contrario, su Carta abierta a la Junta Militar, que escribió con acuerdo de la dirección nacional de Montoneros, lo llevó al secuestro, la desaparición y la muerte. La distribuyó él mismo porque el apagón organizativo de Montoneros ya era terminal, y en eso estaba cuando se tiroteó con un grupo de tareas en San Juan y Entre Ríos. Se lo llevaron malherido y sigue desaparecido.
Este 25 de marzo se cumplen 40 años de aquella tragedia.

Alejandro Guerrero

1 En revista Mayoría n° 79; 29/set/1958.

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