Han pasado 25 años desde aquel mediodía del 25 de marzo de 1977 en que vi a Rodolfo por última vez. Nos separamos en Constitución, cada uno con las cinco primeras copias de la "Carta de un escritor a la Junta Militar". Yo me quedé en la esquina mientras él cruzaba la calle hacia las paradas de los colectivos. Parecía lo que él había querido parecer para no ser reconocido: un modesto jubilado, vestido con un pantalón marrón y una camisa de manga corta beige –hacía calor–, deslucidos por múltiples lavados, y un sombrero de paja que cubría su coronilla pelada. Se dio vuelta, levantó la mano y, sonriéndome, desapareció para siempre. Un Grupo de Tareas de la ESMA lo emboscó y acribilló en las inmediaciones de San Juan, entre Sarandí y Entre Ríos. Eran poco más de las dos de la tarde y el enjuto subcomisario Webber disparó los tiros fatales sin saber que ese hombre de cincuenta años que quedó tendido con una diagonal de sangre cruzando su pecho había nacido a esa misma hora, a las dos de la tarde del 9 de enero de 1927.
Han pasado 25 años desde aquel día y sin embargo, desde hace poco tiempo intento volver sobre la memoria con la mirada de un gran angular, buscando el hilo conductor, la lógica espacial y esencial de ese rompecabezas de imágenes, palabras y lugares con las que suele rearmarse el pasado cuando se ha sido contemporáneo de ese pasado. Porque las nuevas generaciones quieren saber y preguntan para entender quién fue Rodolfo y cómo fue su época, algunas veces desde una dimensión casi mítica que me distancia de mi propia memoria, y en la que me cuesta reconocer a ese hombre con quien viví hasta su muerte, que no quería ser un héroe sino un hombre que se anima. En 1969, después del Cordobazo, escribió: "Cuando cuarenta mil hombres y mujeres salen a la calle, como en Córdoba, un héroe es cualquiera". Aun en esos años agitados, en los que su vida había sido absorbida por la militancia en la CGT de los Argentinos, reflexionaba: "Hay algo de inhumano en esto, que viene dado por ese todo–o–nada. Ahora hay que vivir una vida más racional, pensando que todo esto va a durar diez años, veinte años, hasta que uno se muera; y que yo no soy el héroe de la historieta, sino uno más, alguien que pone un poco el hombro todos los días, y cuando es necesario, pone algo más que el hombro. Pero teniendo en cuenta que debo y puedo también actuar en otro terreno, sin enceguecerme en la pura acción. Debo pensar, sin retroceder, y volver a pensar, y usar sobre mí algo de mi inteligencia y cariño". Los atronadores años 70 no lo ensordecieron demasiado: fue un militante clandestino de la organización Montoneros, pero su péndulo interior entre el pensamiento y la acción mantuvo su coherente, acompasado –y muchas veces angustiado– único movimiento.
Han pasado 25 años y desde esa perspectiva no dejo de asombrarme por la sucesión de escenas y trabajos totalmente imbricados en lo que era nuestra vida cotidiana, que saltan en la memoria y adquieren otra dimensión. Como estar en 1971 muy entretenidos viendo un programa de televisión que podía ser un noticiero, la serie sobre la Segunda Guerra Mundial o un capítulo de "El Planeta de los Simios", y de pronto, el sintonizador del viejo aparato se desajusta y en la frecuencia de VHF aparece un voz que dice: "Atención, móvil 102, Comando llama". Un hecho fortuito que desencadenó el obsesivo empeño en la interceptación de comunicaciones y el descriptamiento de mensajes cifrados, uno de los principales soportes del Area de Informaciones de Montoneros. O recuperar el material usado para alguna nota periodística que Rodolfo después archivaba en un rincón o lo descartaba –como algunas cintas grabadas– y que hoy se han convertido en un testimonio histórico de su método de investigación o de su estilo de reportajes.
No es tarea fácil encontrar ese hilo conductor, esa mirada de gran angular sobre diez años en la vida de un hombre tan enraizado en la época en que vivió, como Rodolfo. Con tanto interés por estudiar el pasado argentino para entender mejor su propio tiempo, y con tantos oficios terrestres pulidos día a día para hacer más eficaces sus actos. El tránsito del mundo literario al mundo político sindical, la organización del periódico CGT, la investigación de ¿Quién mató a Rosendo?, la reescritura de Operación Masacre, la edición del Caso Satanowsky, las traducciones, las notas periodísticas, el compromiso militante, la intercepción de comunicaciones, la criptografía, la Villa 31, el servicio de informaciones de Montoneros, la agencia ANCLA, Cadena Informativa, los documentos críticos, la lectura permanente y la escritura casi permanente, los amigos y las hijas, el Tigre y las bogas, el cine y los juegos, San Vicente y las hormigas, las cartas polémicas, los cuentos perdidos, las memorias...
Y sin embargo, era un hombre tranquilo que dormía la siesta.
Lilia Ferreyra
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