domingo, diciembre 11, 2011

Cuando a los agentes de la CIA nos pagaba Moscú


Una de las tareas importantes en la reconstrucción de los movimientos alternativos es desechar las excrecencias sectarias, las tradiciones que descalifican en vez de debatir abierta y honestamente.

En más de una ocasión, y en medio de alguna sobremesa o en cualquier tiempo muerto entre reunión, suele ser propio que los veteranos se cuenten algunas “batallitas” con más o menos sarcasmo, y entre ellas no han faltado las referencias sobre las veces que nos trataron como agentes de la CIA y cosas por el estilo…
No hay que decir que previamente todos habíamos sido tratados de “agentes de Moscú”, además pagado con el oro que se llevaron de España, la gran explicación para todas las miserias de la interminable posguerra. Como cualquier antifranquista, uno tiene aquí sus propias anécdotas. Recuerdo que simplemente era un muchacho un poco rebelde que comenzaba a cuestionarse todo aquello. Por una casualidad recabé en un extraño taller en el que se lijaban las guitarras en un horario interminable. Los patronos debían ser verdaderos “camisas viejas” por lo mal que trataban al personal. Cuando me despidieron en vez de decirme adiós me recomendaron que me fuera a trabajar a Moscú. Sólo un poco más refinado, el capellán castrense del cuartel de Sanidad en Ceuta, gustaba de preguntar a la tropa en sus sermones, si por casualidad, algunos de los presentes éramos hijos de la Pasionaria. Todavía, a principios de los años ochenta, en el curso de la presentación de un libro mío sobre la vejez obrera, uno de los entrevistadores, un tipo muy celebrado en la prensa del corazón, me espero al final de mi perorata para preguntarme si en Rusia los ancianos vivían mejor aquí, porque él tenía entendido que no, que todo era mucho peor, patatín, patatán,
No hay que decir que. Al final de cuentas esto era lo más normal. El franquismo era el vertedero donde desembocaban todas las basuras ideológicas, y todo estaba atravesado por el mayor cinismo, como el que les permitía hablar en nombre de dios y de España, y de escribir la historia a su antojo. Su anticomunismo venía de antes de la revolución de octubre, y resultaba tan zarrapastroso que, como sucedía en el caso de sus alegatos anticomunistas en la pantalla, su efectos comenzaba a ser contraproducente. Paradójicamente, servía en mucho casos para que la mayoría de la gente comprometida desconfiara de cualquier crítica a lo que se llamaba el “movimiento comunista internacional”, aunque después del cisma chino-soviético, de la “primavera de Praga”, y demás, esta actitud comenzó a cambiar incluso entre la propia militancia “del Partido”.
Lo que era menos de recibo fue la moda de tratar de agente de la CIA, a todo el que discrepara de línea oficial del PCE-PSUC, y por extensión, de los diversos grupos maoístas, que en no pocos casos eran todavía más ortodoxos. Pero se trataba de una prolongación de una de las mayores perversiones inoculadas por el estalinismo que se había cubierto de gloria tratando de “socialfascista” (o de anarcofascista, trotskofascista, etc), a la socialdemocracia de entonces, una historia que situada en el contexto de la Alemania prehitleriana, contribuyó decisivamente a causar el mayor desastre político jamás conocido. En el capítulo siguiente, el punto más álgido de esta “cultura” de tratar al adversario como encarnación suprema del Mal, alcanzó los niveles más delirantes en boca del fiscal Vishinski, y en tratados como la historia del Partido Comunista (bolchevique) de la URSS, que venía a consagrar a Stalin como el único verdadero compañero de un Lenin rodeado de traidores. Como dijo Bujarín, todo eso no habría sido más racional si hubieran presentado al Zar como el verdadero líder de la revolución. Esta obra fue considerada poco menos que “sagrada” por Mao, y su última edición castellana data de 1976 y fue realizada por Emiliano Escolar Editor, afín a la ORT. Es cierto que en el movimiento obrero tradicional se dieron en ocasiones sucesos graves, singularmente en el cuadro que sigue la “Gran Guerra”, con capítulos muy trágicos al final de la guerra civil rusa, y en el que las víctimas principales fueron los anarquistas. Aún y así, estos dramas hay que contextualizarlo en “aquel entonces”, y en ningún momento se trató a los adversarios como perros rabiosos ni otras cosas por el estilo.
Todo esto fue remitiendo, la descomposición del estalinismo se fue acelerando, y el recurso de esta metodología quedó reservado a los restos de los diversos naufragios sectarios. Lo más singular quizás fuese que los “agentes de la CIA” o sus equivalentes, que los hubo, su jefe fue el siniestro Vernon Walters, pudieron actuar sin la menor dificultad trazando las líneas maestras sobre cómo se planificaba una Transición política. La misma que comenzó con un poderoso desbordamiento de masas organizadas, y que se “normalizó” con una victoria ideológica conservadora aplastante. Los entresijos de esta maniobra están recogidos en un libro, La CIA en España, de Alfredo Grimaldos (Editorial Debate, Madrid, 2006), que ofrece una información que hasta el momento no ha sido desmentida. Por decirlo de alguna manera, la política de la CIA pasó por carreteras muy alejadas del terreno de las acusaciones vertidas profusamente en los años sesenta-setenta. Sus “agentes” más implicados fueron, en primer lugar la propia monarquía, por supuesto la derecha, de manera que no se podrá escribir la mutación que llevó desde la UCD hasta el PP sin viajar por el Pentágono. También está demostrado el papel del PSOE “renovador”, un partido casi inédito en la mitad de los años setenta, y que unos años más tarde ganaba las elecciones por mayoría absoluta con un programa socialdemócrata que resultará finalmente invertido. Y lo más singular de toda esta historia es que, en los momentos de mayor gloria, el PSOE se brindaba para ser “la casa común” de las izquierdas.
Los agentes de esta proposición que venía a decir que no había comida fuera del pesebre, también tenían su propia versión sobre los “enemigos camuflados”, eran los comunistas trasnochados, los nostálgicos del “totalitarismo”, y aplicaron estas categorías contra la tentativa de romper el bipartidismo liderada por Julio Anguita. En esta época se constituyó EUiA, constituida por diversas izquierdas que apostaban por la reconstrucción de los movimientos, aunque, finalmente, cuando se vio que Felipe ganaba a Julio, la mayoría optó por olvidarse de los movimientos en aras de un programa mínimo que –apoyando a IC- les podría abrir algunas puertas en las instituciones. De por entonces me viene a la memoria una lejana polémica desarrollada en la revista de la izquierda alternativa vasca Hika, y en la que mis adversarios –Fernando Casares y otro antiguo líder del MCE- argumentaban que no había ninguna posibilidad a la izquierda de los socialistas. La réplica contó en su composición con un tono burlesco sobre el viejo revolucionario irredento que todavía seguía persiguiendo quimeras. Que les iba yo a contar a ellos que habían tirado por la borda una de las organizaciones más combativa de los ochenta –lo que no le impedía mantener una oscura vertiente sectaria y un esquema organizativo verticalista como era propio en la tradición- para instalarse en una nueva realidad en la que todo lo que habían dicho ya carecía de sentido.
Aunque servidor siguió moviéndose en lo que se movía, publicando aquí y allá sus alegatos sin tener el gusto de coincidir con este “camarada” que parece haber encontrado la verdad revelada, un lugar santo desde el que, sin necesidad de representar más que lo que él cree, se atreve a escupir sobre Esther Vivas, Gilbert Achcar, Michael Lowy –lo del chaleco de éste me ha hecho pensar mucho- y Santiago Alba Rico, así como a echar al vertedero de la historia a Revolea Gomal-IA, todos condenados por su actitud matizada ante el laberinto libio, y por si a este argumento le faltara peso: por preparar el camino a la intervención imperialista len siria. El método es el clásico de los agentes de la CIA, y similares, aunque justo es reconocer que en sus pasos por el delirio egocéntrico, Casares además de regalarnos citas de Pierre Bourdieu, de Jean Braudillard y Antonio Gramsci que por su divina gracia se convierten en argumentos, nos demuestra que el trotskismo sin Trotsky es una agente del imperialismo. Esta variación quedará sin duda para la inmortalidad, de todo lo cual se desprende algo lamentable, pero quizás también un honor. De carecer de la influencia que ha conseguido, estas furias no tendrían lugar.
Mientras escribo estas notas me asalta una duda: ¿vale la pena dar pábulo a alguien así?, ¿se publicaría algo así en otro lugar que no sean el asalto de los márgenes libertarios que permite Kaos?. Aunque como todo el mundo tengo en mucho mi filiación, aprecio las aportaciones críticas efectuadas desde otros ángulos, y algunas de ellas se pueden encontrar en nuestras páginas o en la revista Viento Sur. Pienso que el análisis autocrítico es un valor de primer orden, sobre todo por su escasez. Eso no tiene nada que ver con la guerra santa y particular de un señor que parece escribir desde el cielo por lo fácil que tiene mandar a todos el que le discuta a los infiernos. De dichas dudas me queda una certeza: no pienso dedicarle ni una sola línea más a Fernando Casares. Una sola vez y nada más, Santo Tomás.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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