Del Partido Comunista Argentino, al cual pertenecí durante años, puedo decir lo mismo que de mi hogar paterno: cosas buenas y cosas malas. Las buenas son aquéllas que me ayudaron en el mundo, las malas inútilmente me lo hicieron más difícil. Y estoy hablando en sentido personal como político, que ambos se entrecruzaron para dar lugar a la vida cotidiana de un militante perezoso, es decir, reflexivo.
Ahora bien, en términos de dirección nacional, el PCA era para mí tres personas. Victorio Codovilla, a él pertenecía la última palabra, a su muerte lo sucede, al menos formalmente, la segunda figura histórica, Rodolfo Ghioldi. Y tres, Héctor Agosti, el intelectual. Pertenecían a la generación que había roto con el socialismo reformista y abrazado la causa de la revolución rusa de 1917. Desde entonces, había corrido mucho agua bajo los puentes. La URSS, como los partidos comunistas que seguían su orientación, tal el PCA, se encontraban en otro mundo y en otra empresa: recuperar el socialismo reformista sin abandonar la tradición revolucionaria. Casi, casi, estoy a punto de escribir: misión imposible.
En fin, así estaban las cosas cuando coincidí con Rodolfo Ghioldi en París, allá por 1973. O tal vez, 1972. Venía de Moscú, acompañado de su mujer, Carmen. Varios días juntos y casi no tocamos estos temas polémicos, sino que los remplazamos por las referencias anecdóticas. Lo cual no deja de ser significativo.
Con la libertad que da encontrarse fuera del país, no sujeto a las obligaciones cotidianas, Rodolfo dispuso de su tiempo para el diálogo. Yo tenía en ese momento varios puntos a favor. La imagen de intelectual joven, de la siguiente generación, estudiando en París. Y luego, mis trabajos sobre historia de la revolución cubana. Precisamente, la publicación de uno de ellos había sido vetada por diferir de la visión que tenía el Partido Comunista Cubano, con el cual no se querían ahondar las diferencias. La decisión, que me fue comunicada por Fernando Nadra, había sido de Rodolfo Ghioldi. Todo eso, así lo sentí, lo predisponía a favor del diálogo conmigo, como si fuera deudor de una palabra más.
Estoy hablando de una estadía parisina en los primeros años setenta, cuando Beba, compañera de aquella aventura, y yo, partimos a doctorarnos en Historia. En aquel tiempo, presionaban mucho sobre el movimiento comunista ideas nacidas a su izquierda, se respiraba el mayo francés, en el Tercer Mundo proseguía la lucha revolucionaria, viva estaba la memoria del Che. El PCA quedó en posición difícil. Por ejemplo: de un lado, veía la fuerza de movilización que guardaba la figura del héroe caído en Bolivia, fiel a sus ideales. De otro lado, éstos, particularmente en cuanto hacían a los caminos de la toma del poder, no eran los del PCA. De modo que sí, pero no. Difícil resultaba hacerse entender. Y sentados en la recepción del hotel parisino, la cuestión fue brevemente evocada entre los tres comunistas argentinos:
-La figura del Che, que tanto representa para los jóvenes... –comentó Carmen.
Y entonces, mirando de reojo a Rodolfo, dije la frase que él esperaba escuchar de mí:
-Claro, es un ejemplo moral para todos pero, por favor, que no nos traigan el guevarismo al Partido...
Rodolfo asintió. Yo había aprobado el examen, se confirmaba: mis trabajos sobre la revolución cubana no me habían contaminado de sus subproductos ideológicos como el guerrillerismo, la teoría del foco y la revolución continental, los cuales habían llevado al Che a Bolivia.
Tema agotado, pasamos al de Jorge Luis Borges, más sencillo pero igualmente dual. Aún no recibía el homenaje de manos de Pinochet, pero nuestro compatriota ya estaba definido como un reaccionario en política. Lo cual no impedía que fuera un gran escritor. Ésta fue la posición de Rodolfo, que me sorprendió gratamente. Agregó que había tratado inútilmente de hacérselo comprender a Leónidas Barletta, director del semanario “Propósitos”, que en todo escuchaba al PCA, salvo en el tema. Rodolfo, bajo seudónimo, colaboraba en este periódico, yo también lo hacía, entonces desde París.
El resto es todavía más anecdótico. Una de las mañanas en que pasaba por ellos al hotel, Rodolfo apenas hablaba y su compañera me explicó: se le han despegado los dientes postizos y no le gusta que lo vean así. Montamos el operativo dentista, y Rodolfo volvió a sonreír. Cuando le pregunté por sus memorias, si las iba a escribir, le causó risa, no sé si nerviosa, me constaba que lo habían presionado en ese sentido, yo me quería sumar, tal vez no fuera el mejor momento, tal vez Rodolfo sintiera memorias como sinónimo de jubilación.
Por ese entonces, Beba había dejado París, adelantando el regreso a Argentina. Terminada su tesis doctoral, los hijos la reclamaban. O mejor dicho, la tía Irma, cansada de cuidar el par de adolescentes. Yo me quedé a concluir mi tesis sobre la revolución cubana. Son todas explicaciones que debí dar al matrimonio Ghioldi y que hicieron exclamar a ella:
-Pobre, quedarse solo en París.
Y lo decía en serio.
Y lo peor, tenía razón. Lejos de la leyenda de un Gardel tirando manteca al techo en los cabarets parisinos, la Ciudad Luz, nublada y gris en invierno, donde la noche cae a las cinco de la tarde, es angustiosa para el solitario. A esa altura, lo que yo quería era tomarme un avión y reunirme con los míos. Mientras tanto, los Ghioldi eran un contacto fraternal que me hacía mucho bien, sin contar mi respeto por Rodolfo y Carmen.
Un día nos reunimos en el despacho de Georges Fournial, encargado de los asuntos latinoamericanos por el Partido Comunista Francés. En un aparte, Rodolfo, con picardía, me dijo: “está más flaco”, refiriéndose al compañero. Era el tenor de una broma que yo había escuchado en la escuela primaria y en el bachillerato, donde se aludía a la masturbación: se estaba más flaco por abusar de esa práctica. Le sonreí, cómplice de la broma y, más que eso, sorprendido de escucharla en sus labios y de la confianza que de hecho me brindaba. En otro momento, Rodolfo me contó que, al recibir una condecoración del gobierno soviético, Podgorny, entonces el número dos del Kremlin, lo tomó de una solapa y, agitando ésta bajo sus barbas, se la mostraba a Fidel Castro, también presente. No sé qué quiso decir Podgorny, me comentó Rodolfo. Por mi parte, creo que se trataba de un jocoso apoyo al PCA entonces en pleno pleito con el PCC, como diciéndole: mira, mira a quien condecoramos.
No tocamos temas serios, o casi. Nos llamaba el recuento anecdótico sin dejarnos caer en la nostalgia: estaba prohibida por derrotista. Rodolfo me contó que lo había entrevistado un periodista de una revista de actualidades de Buenos Aires. Deseoso de que la página saliera bien, le dijo: mire, voy a agregar un par de cosas para dar más color a la entrevista. Y así lo convirtió en fan del club de fútbol Platense, que corresponde a la zona donde vivía el entrevistado, y además echando mano a una botella de whisky para convidarlo, cosa que tampoco fue cierta. Esto divertía a Rodolfo. También evocó a Gregorio Berman, a quien yo conocía de mi natal Córdoba, con quien el PCA había roto relaciones. Dijo: morir tan solo... Y por un momento sus ojos anidaron en el vacío.
Volví a verlo dos veces más en Buenos Aires, una visitándolo en su casa. Lo primero que me dijo fue: ¿Por qué no me avisó que venía? Así quedamos ¿no se acordó? Lo habríamos ido a recibir al aeropuerto. De él, su encanto personal, su honestidad política. Fue de las cosas buenas de mis andazas en el PCA.
Marcos Winocur
25 de noviembre de 2003
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