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lunes, agosto 20, 2012
El cine perdido: 1. La otra cara de Dios. Una digna película sobre Abelardo y Eloïs
No existe en la historia amorosa y cultural una romance tan hermoso, y al mismo tiempo tan luminoso, como el de Abelardo y Eloïsa. Una historia inmortal sobre la que existe una película que no merece el olvido.
Dejando de lado una desconocida producción gala, la aproximación más importante que el cine haya efectuado sobre la inmortal historia de Abelardo y Eloisa es La otra cara de Dios (Stealing Heaven, 1988).
Se trata de la adaptación de una excelente novela homónima de la escritora feminista británica Marión Meade, y resulta ser una curiosa coproducción anglo-yugoeslava cuya versión completa dura 115 minutos, algunos de los cuales desaparecieron en aras de su estreno en los EE.UU. para evitar su infame catalogación como película X. No sabemos sí por las dudas religiosas o por las (escasas) escenas eróticas de los amantes. Su autor fue el británico Clive Donner (Londres, 1926), antiguo montador que se dio a conocer en los años sesenta con una muestra menor del «free cinema» Fango en la cumbre (1962), sobre todo con una comedia bastante exitosa basada en un guión de Woody Allen, ¿Qué tal gatita? (1965).
Desde entonces, Donner se ha mantenido como un «correcto artesano», como uno de esos típicos directores «made in England» de ejercicios convencionales de cualquier tipo, incluido Alfredo el Grande (1969). De ahí que no sea difícil afirmar que Stealing Heaven es, con distancia, su mejor película en mucho tiempo, una categoría en la convergen la calidad de la historia y del guión (Chris Bryan), la convicción de los actores, la cuidada fotografía de Mikel Solomon que rememora el ambiente de entonces, sus luces y sus oscuridades, la esmerada adecuación de unos escenarios que reconstruyen el París medieval con sus populosas calles, sus monasterios, como el de Saint Denis cuyas ruinas todavía permanecen como un recuerdo en el que en los años sesenta fue el barrio más «vanguardista» de la ciudad.
La acción se inicia con unas secuencias casi paralelas entre las preguntas capciosas e inteligentes que Eloisa (una actriz desconocida, Kim Thompson, llena de vida y de fuerza interior) hace a una monja atribulada para «escándalo» de una abadesa (Rachel Kempson) que la anima privadamente, y una de las clases magistrales de Abelardo (el holandés Derek de Lint que bien parece un apuesto alter ego de Sartre no menos intelectualmente desafiante que el autor de La náusea) rodeado de estudiantes «contestatarios», un hecho verdadero que, por cierto, sería rememorado por algunos historiadores franceses en las postrimerías del mayo del 68 estableciendo una semejanza entre la efervescencia de un tiempo y otro. Los estudiantes razonan entorno a la Biblia, y respecto a las posibles interpretaciones de los preceptos del Evangelio en absoluta libertad, sus inquietudes son claramente heréticas, y las autoridades eclesiásticas recelan abiertamente de él. Sin embargo, Abelardo cuenta con la protección interesada del obispo de París (Bernard Hepton).
El encuentro entre Abelardo y Eloisa tiene lugar a raíz de un drama cotidiano. Ella se ha acercado para atender a la víctima, un niño atropellado por el caballo galopante de un soldado que apenas sí se ha detenido para dejar unas monedas que recoge él. Eloisa piensa que se las quiere apropiar cuando de hecho, está haciendo lo mismo, indignarse ante lo ocurrido. Una escena que ilustra como un cuadro sobre lo poco que valía la vida de un plebeyo, pero que se orienta hacia la pareja destinada a amarse. Se establece entre ellos una relación que es intelectual y sentimental al mismo tiempo, una relación que es como un encuentro entre la luz de la filosofía que se interroga sobre la verdad y sus apariencias y la autenticidad práctica de un sentimiento «prohibido» por quienes estaban negados al amor. En un principio, Abelardo creía en su condición de célibe debido a una costumbre que obligaba a los que se dedicaban a la enseñanza debían de hacer voto de castidad, voto en el que el contradictorio filósofo cree y que sus estudiantes ponen a prueba introduciéndole una seductora prostituta en su lecho. Una prueba que acaba en escándalo entre las autoridades eclesiásticas, pero que convencen al obispo la integridad de su protegido. Pero Abelardo acaba transgrediendo su voto, y consigue convertirse en el tutor de Eloisa llegando a albergarse en casa de su tío, un canónigo Fulberto corrupto entre los corruptos que vende reliquias como "el prepucio de Nuestro Señor", y al que pone rostro el magnífico Delhom Elliot que, por cierto, se hizo famoso con Donner en Fango en la cumbre en un papel de burgués cínico inolvidable.
Fulberto quiere casar a Eloisa con alguien del más alto rango, detalle que la película recrea con viveza. La ardiente relación amorosa crea nuevas dudas en Abelardo que se pregunta sí no está traicionando al Dios que él cree le ha destinado al magisterio, «sí no está escupiendo en el rostro de su hacedor», por eso, cuando Fulberto se entera que la pareja ha contraído matrimonio, enfurecido por una relación que ha estropeado sus planes mercantiles con su sobrina, manda a unos sicarios a castrar a Abelardo --lo que en la película ocurre mediante un asalto callejero y en la realidad ocurrió mientras él dormía--, él piensa que, de alguna manera, se trata de un castigo divino.
A continuación, Abelardo tuvo que retirarse durante algún tiempo a la abadía de Saint Denis, pero la protesta y el clamor público por sus lecciones motivaron su retorno a la cátedra. Mientras que Abelardo se siente derrotado por las calamidades, Eloisa no cree que exista nada más limpio que su amor que trasciende a todas las contingencias y las miserias sociales. Se mantiene firme en todo momento y se enfrenta a su tío al que le echa en cara toda su hipocresía. Resulta memorable la escena en la que ella maldice todo lo que representa, y le desea toda clase de desventuras más el tiempo de vida suficiente para sufrirlas. Y por eso esconde en un crucifijo la pluma de la paloma que le recuerda sus momentos de máximo alborozo, como sí tratara de una auténtica reliquia sagrada, y no tiene inconveniente en besarlo amorosamente, gesto que los demás interpretan como un ejemplo de devoción. Al final de la película se les ve envejecer junto a pesar de los hábitos, y seguir alborozados el crecimiento de su hijo secreto, Astrolabio. La palabra fin aparece después de que se oye una voz en «off» que cuenta que Abelardo y Eloisa están enterrados en el cementerio parisino de Pere Lachâise en una tumba en la que durante los siglos raramente han faltado las flores, las ofrendas de los enamorados.
Como es propio en la mayoría de películas de «gran tema», Stealing Heaven es más interesante por lo que cuenta que por como se cuenta, y lo mejor que se puede decir es que su realización no estorba demasiado, orquesta una producto que sobrepasa el frío ejercicio --tan habitual en el cine «histórico»- académico. Donner se preocupa muy especialmente por realzar el mensaje, y ofrece un testimonio sumamente valioso sobre una época oscura en la que la Iglesia comenzaba su lenta decadencia, y en la que sus normas burocráticas y su dogmática (1) impedían algo tan hermoso como una pasión amorosa, una pasión además ligada al inicio de lo que más tarde se llamará el librepensamiento. En manos de un director más inspirado, la obra de Meade quizás podría haber aspirado a la condición de obra maestra...
En muchos de sus puntos Stealing Heaven nos recuerda a Paseo por el amor y la muerte (A walk with love and death, 1969), una curiosa producción anglofrancesa dirigida por John Huston entre La horca puede esperar (Sinful Davey, 1968) y La carta del Kremlin (The Kremlin letter, 1969) o sea más bien lejos de los temas que le dieron mayor prestigio. Paseo... no obtuvo mucho éxito internacional, pero tuvo una cierta repercusión entre los jóvenes con inquietudes «hippies» en su tiempo (curiosamente, en España sobre todo), seguramente atraídos por su mensaje sintetizado en una frase publicitaria que decía: «Puede que ellos necesiten hacer la guerra tanto como nosotros necesitamos hacer el amor».
Aunque la talla del autor de «Halcón maltés» no resiste comparación con la de Donner, una revisión de este popular título nos pone --antes que cualquier otra cosa- ente la evidencia de un ejemplo contundente de sobrevaloración. Esta evidente parábola sobre la juventud «contestaría» estuvo a punto de rodarse por los alrededores de París, pero los acontecimientos de mayo del 68 obligó al equipo a trasladarse a Austria porque las compañías de seguro se negaban a asumir los riesgos de la revuelta. Basada en una novela corta de Hans Koninsberger adaptada a la pantalla por Dale Wasserman --también productor asociado--, narra las vicisitudes de Héron de Foix (Asaf Dayan, hijo del famoso señor de la guerra israelí, y actor --bastante mediocre- por esta única ocasión), un estudiante-poeta parisino que parece escapado de una clase de Abelardo por su lucidez, recorre los caminos de Normandía buscando el horizonte utópico del mar-primavera en plena guerra de los Cien Años, allá por el año 1358.
Su camino transcurre por un territorio asolado por la guerra, y Héron va conociendo personajes representativos del momento: campesinos huidizos, señores de la guerra que matan sin piedad, peregrinos con un celoso espíritu inquisitorial que no admiten más fe que la suya, vagabundos tan pícaros como Filberto que negocian con reliquias tan sagradas como la mismísima túnica en Cinemascope, inquietos comediantes de la legua. Un universo que en manos de Ingmar Bergman alcanza una profundidad y una autenticidad extraordinaria. Así hasta llegar a la figura de Robert L’Ainé, señor de Ermonoville (el propio John Huston «hustoniano» y declamatorio) un personaje que trata de sintetizar parte del contenido moral de la historia...Pero más allá de la descripción sumaria de los conflictos, lo que importa es la parábola que opone el amor a la guerra y a los fanatismos. Este amor lo encuentra Herón, por Claudia (una primeriza Angélica Huston bastante inexpresiva), y por ella Héron se aleja del mar cuando ya siente el sonido de las olas. Solo o con ella, Héron se niega a tomar partido, actitud que la película sirve equiparando --sin voluntad de matizar- a señores feudales y a campesinos sublevados, y escamoteando cualquier indicio de realidad que permita alumbrar el conflicto. Lo hará una sola vez visiblemente ofuscado (y al lado de los más fuertes) con el apoyo de Claudia, pero entonces tratará de borrar el horror a través de las aguas liberadoras de un río.
Por su parte, Claudia, que por educación la inclina al lado de los señores, comenzará una toma de conciencia cuando comprende el verdadero sentido de las prédicas eclesiásticas y no tiene inconveniente en robar los candelabros de la Iglesia para pagar su huida. Al final, la pareja será brutalmente separada por unos religiosos que ven en su amor la hydra del pecado. Y desprovistos de todo vínculo con la sociedad, los amantes esperan juntos la muerte. No hay nada en esta película que confirme el entusiasmo que pudo causar en su día. Lo que creímos ver porque abundaba en un mensaje que entonces movilizaba a la juventud contra el absurdo de la guerra, el consumismo y los tabúes amorosos, era más el espejismo de nuestra propia sed de confirmación, que entidad cinematográfica. Paseo... viene a ser una de las películas más flojas de Huston que se encontró en ella tan extraño como lo estaría en una superproducción como La Biblia. El mensaje «hippie» prima sobre la propia realidad de la historia, y los personajes son como marionetas al servicio de lo que se quiere confirmar.
Por lo mismo, los representantes sociales suenan a falso, las ideas se ofrecen a través de discursos obvios, y las resoluciones dramáticas resultan forzadas, hasta el punto que la película parece pensada para uno de aquellos debates de «La Clave». Además los actores no dan la talla, la fotografía y la música recuerdan más bien a un título de Claude Lelouch. Ni siquiera cabe hablar de «momentos», quizás del color o de los decorados. Incluso su mensaje resulta cuestionable. Sus protagonistas tratan de mantener un equilibrio siempre equidistante entre los «extremos», entre los señores, los campesinos de las «jacqueries» de tanta importancia en la historia social francesa (2), y los poderes religiosos --que obtienen la peor parte como falsos y fanáticos- para optar por la única opción limpia, la amorosa limpia. Víctimas de unos y otros, estos enamorados carecen de las dudas y complejidades que dieron un brillo excepcional a la historia de Abelardo y Eloisa.
NOTAS
---(1) Tanto en la película de Donner como en la de Huston, como en tantas otras que analizan críticamente el comportamiento de la Iglesia oficial entonces, ponen en evidencia un comportamiento que Lutero sintetizó en una frase sobre Roma donde -dijo- «sólo estaba prohibida la virtud». En este enfoque, el dogmatismo y la intolerancia no aparecen como una mera cerrazón mental, plausible en gente sencilla y sometida, sino como algo mucho más sutil, como una ley que se interpreta según los intereses de la jerarquía eclesiástica que en aquella época vendía indulgencias en el libre mercado, y que era capaz de exonerar a los poderosos de no importa que pecado. La intolerancia por lo tanto no era una cuestión de una fe estrecha sino de una política que se tornaba temible con los disidentes.
---(2) Nombre derivado de Jacques Bonhomme (Juan Buenhombre) que se remonta al siglo XIV. La primera «jacquerie» fue una insurrección rural en Beauvaisis provocada por la miseria causada justamente por la guerra (mayo-junio 1358). A pesar de su brevedad causó una gran impresión y se extendió por la Baja Normandia, al Ponthiu y a Picardia, y estuvo a punto de coincidir con la revuelta parisina de Etienne Marcel. Desde entonces la palabra se convirtió en sinónimo de las revueltas agrarias que culminaron en la de la Gran Revolución.
Pepe Gutiérrez-Álvarez
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