Los estados capitalistas dependientes que, en América Latina tienen gobiernos llamados progresistas que se rehúsan a aplicar las políticas impuestas por el Consenso de Washington, están atrapados en un engranaje que devora continuamente los esfuerzos en pro de un cambio económico y social, mecanismo que reproduce y agrava el pasado, afirmando de paso las políticas neoliberales que esos gobiernos declaran rechazar.
Sus economías viven cada vez más de la exportación de commodities, sobre la base del cultivo de unos pocos productos exportables; además, necesitan inversiones extranjeras para impulsar una industrialización de base y la creación de infraestructuras porque el gran capital controla el ahorro nacional y lo exporta, y los grandes capitalistas extraen y se llevan legal o ilegalmente capitales y ganancias por cientos de miles de millones de dólares.
Los bancos, las grandes industrias exportadoras o productoras de alimentos y bienes de consumo e incluso buena parte de la tierra están, en efecto, en manos extranjeras y su producción y exportaciones son, en realidad, un comercio interno entre la matriz y diversas filiales de empresas transnacionales.
Los autos argentinos, por ejemplo, son Fiat, Ford, GM o de otras marcas similares; el acero argentino es de la transnacional Techint; los granos exportados, de Cargill, Bunge y Dreyfus, grandes transnacionales del sector, y la propiedad del gas, del petróleo y de la electricidad sigue en manos extranjeras, pues la cacareada renacionalización de YPF se limitó meramente al control del Estado de 51 por ciento de las acciones del ex socio mayoritario –Repsol–, que continúa formando parte de la empresa, la cual es mixta, no estatal; mientras, 68 por ciento de los yacimientos argentinos son explotados por otras firmas igualmente privadas, en su inmensa mayoría de otros países. Petrobras, por su parte, no es brasileña, sino una compañía mixta, y lo mismo sucede con la gran mayoría de las palancas de la economía boliviana o ecuatoriana.
Esos gobiernos, para sostener el alto nivel de ganancias de los inversionistas, deben mantener bajo control los ingresos reales de los trabajadores, lo cual impide un aumento mayor de la construcción de viviendas y del consumo de bienes esenciales y, por consiguiente, una importante parte de la población económica activa se encuentra en el sector llamado informal (de desocupación disfrazada), en el desempleo estructural y en la pobreza. Los cuantiosos subsidios estatales en realidad no tienen como principal motivación aliviar la pobreza y asegurar un mínimo de consumo sino, sobre todo, abaratar la mano de obra al reducir el precio de los servicios, en particular el del transporte, y de algunos bienes salario. Son subsidios al sector patronal porque el Estado contiene así las demandas salariales y asegura una fuerza de trabajo barata pero con alta productividad.
Esa política de sostén estatal a las ganancias patronales en los tiempos de crisis, como el actual, es insostenible y no puede impedir ni los despidos ni un nuevo aumento de la pobreza y tampoco el número de desempleados; ni siquiera traba la desindustrialización relativa porque, cuando la especulación se concentra sobre el sector de granos forrajeros o alimenticios (soya, maíz, trigo) es mucho más lucrativo poner los capitales en ese comercio que invertir a largo plazo en mercados asfixiados por la escasa capacidad de consumo de una gran masa de su población.
Por otra parte, los intentos de unificar esfuerzos, por ejemplo, en el contexto del Mercosur, son fructíferos sólo a mediano o largo plazo, pues por importantes que sean, no arrojan resultados inmediatos y no hay aún una estrecha cooperación financiera entre los países miembros ni una moneda común, y como dichos esfuerzos deben vencer los intereses particulares de cada nación, la coordinación y una posible unificación aparecen más como una meta que como una solución inmediata.
Eso lleva a recurrir desesperadamente a una nueva panacea: el desarrollo de la minería, para extraer oro y metales y tierras raras, cualquiera que sea el precio social, ambiental y político. También conduce a la reducción al máximo de los márgenes democráticos, para acallar las protestas de la sociedad y adoptar decisiones repentinas –desde arriba e inconsultas–, chocando así con la base social de esos gobiernos y pisoteando leyes e instituciones.
De este modo, gobiernos que fueron el resultado directo o indirecto de movilizaciones por la democracia y por un cambio social, restringen ahora los márgenes de la democracia y reproducen el viejo orden social, debilitándose.
No se sale de los males del capitalismo con más capitalismo. La solución a ese nudo gordiano nuevamente es la de Alejandro: cortarlo. Ahora bien, es imposible la autarquía y no es posible comerse la soya y prescindir del comercio exterior, pero éste podría ser monopolizado por el Estado, que vendería la producción a otros países pagando en pesos a los productores. Es posible igualmente dar prioridad al futuro, a las próximas generaciones, preservando el agua y el ambiente, en vez de regalarlos a las mineras extranjeras, y es factible comenzar a planificar la producción y los consumos, así como reconstruir el territorio, considerando en conjunto, con los países vecinos, los recursos, los medios, las necesidades.
Precisamente porque la crisis es profunda y duradera y, contrariamente a muchas fanfarronadas dichas hasta hace poco, nuestros países no están blindados contra ella; la alternativa es clara: seguir en este juego y hundirnos aún más o tomar medidas radicales que puedan ayudar a una transición fuera realmente de la lógica infernal del capital, contando con el apoyo y la movilización de los trabajadores y las poblaciones. Eso requiere dejar de lado la arrogancia de los ignorantes. No es tiempo para decisiones de gabinetes de tecnócratas, sino de discusión pública y democrática de lo que se debe hacer ante los grandes problemas.
Guillermo Almeyra
La Jornada
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