Una vida sin futuro
En aquellos días todos escribían sobre Iraq, pero es sorprendente la poca atención que los estadounidenses, incluidos los periodistas, prestaban al sufrimiento de los iraquíes. Ahora Iraq vuelve a aparecer en las noticias. Se acumulan las palabras, los homenajes y las retrospectivas y de nuevo a nadie le importa el sufrimiento de los iraquíes. Por eso volví a ese país antes del reciente décimo aniversario de la invasión del gobierno de Bush, además de porque me siento obligado a escribir algunas sombrías palabras sobre los iraquíes en la actualidad.
Pero comencemos por el pasado. Para ser exacto, es el 8 de abril de 2004 y estoy en un improvisado centro médico en el centro de Faluya mientras esta ciudad predominantemente sunní está sitiada por fuerzas estadounidenses. Alterno entre escribir breves observaciones en mi libreta y tomar fotografías de mujeres y niños heridos y agonizantes que son llevados a la clínica.
Una mujer llega repentinamente golpeándose el pecho y con su cara adolorida, gimiendo histéricamente mientras su esposo lleva el cuerpo inánime de su pequeño hijo. La sangre corre por uno de sus brazos. En pocos minutos habrá muerto. Es algo que se repite continuamente.
Una y otra vez veo que coches a alta velocidad saltan sobre el borde de la acera frente a esta mugrienta clínica que casi no tiene recursos médicos y frenan de repente. Familiares apesadumbrados salen rápidamente llevando parientes cubiertos de sangre –mujeres y niños– abatidos a tiros por francotiradores estadounidenses.
Uno de ellos, una muchacha de 18 años, ha recibido un tiro en el cuello y su familia jura que fue un francotirador estadounidense. Solo logra hacer ruidos a borbotones mientras los doctores trabajan frenéticamente para impedir que se desangre hasta morir. Su hermano menor, un niño pequeño de 10 años con una herida de bala en la cabeza y ojos vidriosos que miran al vacío, vomita continuamente mientras los doctores se apresuran a mantenerlo vivo. Después muere mientras lo transportan a un hospital en Bagdad.
Según el gobierno de Bush de esos días, el asedio a Faluya se llevó a cabo en nombre de la lucha contra algo llamado “terrorismo” y, sin embargo, desde el punto de vista de los iraquíes que yo estaba observando tan de cerca, el terror era estrictamente estadounidense. De hecho, fueron los estadounidenses los que comenzaron la espiral de violencia en Faluya cuando tropas de EE.UU. de la 82 División Aerotransportada mataron a 17 manifestantes desarmados el 28 de abril del año anterior frente a una escuela que habían ocupado y convertido en un puesto avanzado de combate. Los manifestantes simplemente querían que los estadounidenses desocuparan la escuela para que sus niños pudieran utilizarla. Pero entonces, como ahora, se calificaba de “terroristas” a quienes reaccionan ante la violencia aprobada por el gobierno. Esos términos se utilizan raramente para hablar de gobiernos.
Diez años después
Saltemos a marzo de 2013 y a este inminente décimo aniversario de la invasión estadounidense. Para mí eso significa que pasó hace dos libros y demasiados artículos desde que llegué por primera vez a ese país como el periodista menos “empotrado” para bloguear sobre una ocupación estadounidense que ya se salía de control. Ahora trabajo para el Departamento de Derechos Humanos de Al Jazeera English en Doha, Qatar. Y una vez más, tantos años después, he vuelto a la ciudad donde vi a todas esas mujeres y niños ensangrentados y agonizantes. Tantos años después estoy de vuelta en Faluya.
Sin entrar en demasiados detalles, Iraq es hoy un Estado fallido al borde de otro baño de sangre sectario y al que acosan un atolladero político crónico y el desastre económico. Su tejido social ha sido prácticamente destruido por casi una década de brutal ocupación de los militares de EE.UU. y ahora por el régimen de un gobierno iraquí plagado de luchas sectarias internas.
Cada viernes desde hace 13 semanas cientos de miles se han manifestado y ha orado en la carretera principal que une Bagdad y Amman, Jordania, y pasa por los alrededores de esta ciudad.
Sunníes en Faluya y en el resto de la vasta provincia Anbar de Iraq están furiosos con el gobierno del primer ministro Nuri al-Maliki porque sus fuerzas de seguridad, todavía considerablemente compuestas por miembros de diversas milicias chiíes, han estado matando o deteniendo a sus compatriotas de esta región, así como en gran parte de Bagdad. Los residentes de Faluya se refieren ahora a esa ciudad como una “gran prisión”, tal como lo hicieron cuando estaba rodeada y estrictamente controlada por los estadounidenses.
Manifestantes coléricos han salido a las talles. “Exigimos que se ponga fin a los controles al rededor de Faluya. Exigimos que se permita entrar a la prensa. Exigimos que terminen los allanamientos y detenciones ilegales. ¡Exigimos el fin del federalismo y de los gánsteres y prisiones ilegales! Es lo que me dice Jeque Khaled Hamoud Al-Jumaili, uno de los líderes de las manifestaciones, antes de una de las protestas diarias. “Perder nuestra historia y dividir a los iraquíes está mal, pero eso, además de los secuestros y las conspiraciones y el desplazamiento de personas, es lo que está haciendo Maliki”.
El jeque sigue dando por hecho que millones de personas en la provincia Anbar han dejado de exigir cambios al gobierno de Maliki porque, después de años de espera, no se han cumplido ninguna de esas demandas. “Ahora exigimos un cambio de régimen, un cambio de la constitución”, afirma. “No detendremos estas manifestaciones. A ésta la hemos llamado ‘Viernes de la última oportunidad’ porque es la última posibilidad de que el gobierno nos escuche.”
“¿Qué pasará ahora si no os escuchan?”, le pregunto.
“Tal vez lo próximo sea la lucha armada”, responde rápidamente.
Como era predecible en vista de cómo el ciclo de violencia, corrupción, injusticia y desesperación se ha convertido en parte de la vida diaria en este país, ese mismo día un manifestante sunní fue abatido a tiros por fuerzas de seguridad iraquíes. El teniente general Mardhi al-Mahlawi, comandante del Comando de Operaciones Anbar del Ejército Iraquí, afirmó que las autoridades no dudarían en volver a desplegar soldados en torno a la manifestación “si los manifestantes no cooperan”. El día siguiente el gobierno de Maliki advirtió que el área se estaba convirtiendo en un “refugio de terroristas”, haciéndose eco del término favorito utilizado por los estadounidenses durante su ocupación de Faluya.
El Iraq actual
En 2009 estuve en Faluya visitando la ciudad en el BMW blindado del Jeque Aifan, el jefe de las milicias sunníes conocidas como fuerzas Sahwa, entonces respaldadas por EE.UU. El Jeque era un “contratista de la construcción” oportunista, extremadamente acaudalado y alardeaba de que el coche en el que viajábamos había sido construido especialmente para él a un coste de casi medio millón de dólares.
Hace dos mese, el Jeque Aifan murió en un ataque suicida, otra víctima más de una campaña implacable de insurgentes sunníes que atacaban a los que habían colaborado con los estadounidenses. Los recuerdos están presentes en Iraq y la venganza sigue estando en muchas mentes. Las principales personalidadesdel régimen de Maliki saben que si este cae, como es probable que suceda algún día, pueden sufrir una suerte similar a la del Jeque Aifan. Es un argumento convincente para perpetuarse en el poder.
De este modo, el Iraq de 2013 se tambalea en un clima de perpetua crisis camino a un futuro que solo puede traer más caos, más violencia y aún más inseguridad. Gran parte de esto se puede rastrear en la larga, brutal y destructiva ocupación de Washington a partir de la instalación del exagente de la CIA Ayad Alaui como primer ministro interino. Sin embargo, su poder se tambaleó rápidamente después que fuera utilizado por los estadounidenses para lanzar su segundo asedio a Faluya en noviembre de 2004, que llevó a la muerte de miles de iraquíes más y allanó el camino a una continua crisis sanitaria en la ciudad debida a los tipos de armas utilizados por los militares de EE.UU.
En 2006, después que Alaui perdiera su influencia política, el entonces embajador de EE.UU. en Iraq, el neoconservador Zalmay Khalilzad, recurrió a Maliki como nuevo primer ministro de Washington. La opinión generalizada entonces era que él era el único político a quien tanto EE.UU. como Irán podrían considerar aceptable. Como dijo sarcásticamente un funcionario iraquí, Maliki fue el producto de un acuerdo entre “el Gran Satanás y el Eje del Mal”.
Desde entonces Maliki se ha convertido en un dictador de facto. En la provincia de Anbar y en partes de Bagdad se refieren amargamente a su persona como el “Sadam chií”. Fotografías de su cara menos que fotogénica adornan ahora muchos de los innumerables puntos de control alrededor de la capital. Cuando veo su cara que vuelve a cernirse sobre nosotros mientras nos detenemos en el tráfico, comento a mi ayudante Ali que su imagen se encuentra ahora por doquier, tal como solía estar la de Sadam. “Sí, simplemente han cambiado el paisaje”, responde Ali y reímos. El humor negro ha sido una constante en Bagdad desde la invasión hace una década.
En el resto de Iraq ocurre prácticamente lo mismo. Las fuerzas de EE.UU. que derrocaron el régimen de Sadam Hussein se instalaron rápidamente en sus bases militares y palacios. Ahora, cuando EE.UU. ha dejado Iraq, esas mismas bases y palacios son ocupados y controlados por el gobierno de Maliki.
El país de Sadam Hussein era notoriamente corrupto. Sin embargo, el año pasado Iraq figuró en el puesto 169 de 174 países analizados según el Índice de Percepción de Corrupción de Transparency International. Es, efectivamente, un Estado fallido ya que el régimen de Maliki es incapaz de controlar vastas zonas del país, incluido el norte kurdo, a pesar de su voluntad de utilizar las mismas tácticas otrora empleadas por Sadam Hussein y después por los estadounidenses: violencia generalizada, prisiones secretas, amenazas, detenciones, y tortura.
Casi 10 años después de que tropas de EE.UU. entraran a Bagdad en llamas y mientras era presa de saqueos, Iraq sigue siendo uno de los sitios más peligrosos del mundo. Hay bombardeos, secuestros y asesinatos todos los días. El sectarismo instilado e interminablemente agitado por la política de EE.UU. se ha arraigado profunda y aparentemente de modo irrevocable en la cultura política, que amenaza regularmente con caer en el tipo de violencia típica de 2006-2007, cuando más de 3.000 iraquíes eran masacrados cada mes.
El número de víctimas mortales del 11 de marzo fue uno de los peores de los últimos tiempos y proporciona una instantánea de los crecientes niveles de violencia en todo el país. En total murieron 27 personas y muchas más resultaron heridas en ataques a lo largo y ancho del país. Un coche bomba suicida detonó en una ciudad cerca de Kirkuk y mató a ocho e hirió a 166 (65 de los cuales eran alumnas de una escuela secundaria kurda para niñas). En Bagdad unos hombres armados atacaron una casa donde asesinaron a un hombre y una mujer. El propietario de un negocio murió a tiros y un policía fue asesinado desde un coche en Ghazaliya. Un civil murió en el distrito Saidiya, mientras que un miembro de Sahwa murió a tiros en Amil. También fueron asesinados tres empleados del ministerio de gobernación en la ciudad.
Además de ello, unos pistoleros mataron a dos policías en la ciudad de Baaj, se encontró un cadáver en Muqtadiyah, donde una bomba al borde de la carretera también hirió a un policía. En la ciudad de Baquba, al noreste de Bagdad, unos pistoleros mataron a un herrero y en la ciudad norteña de Mosul un candidato político y un soldado murieron en incidentes diferentes. Un dirigente político local en la ciudad de Rutba en Provincia Anbar murió a tiros y el cuerpo de un joven con la cabeza aplastada se encontró en Kirkuk un día después de haber sido secuestrado. Unos pistoleros también asesinaron a un civil en Abu Saida.
Y estos son los incidentes de los que se informó en los medios en un solo día. Otros no aparecen regularmente en la prensa.
El día siguiente Awadh, jefe de seguridad de Al Jazeera en Bagdad, estaba de un humor sombrío cuando llegó al trabajo. “Ayer dos personas fueron asesinadas en mi barrio”, dijo. “Seis fueron asesinadas cerca de Bagdad. Vivo en un barrio mixto y han vuelto las amenazas de muerte. La sensación es la misma que justo antes de la guerra sectaria de 2006. Las milicias están actuando de nuevo para expulsar a la gente de sus casas si no son chiíes. Ahora me preocupo cada día cuando mi hija va a la escuela. Le pido al taxista que la lleva que la deje cerca de la escuela, para que esté segura”. Luego se detuvo un instante, levantó los brazos y agregó: “Y rezo”.
“Esta es nuestra vida ahora”
Los iraquíes que tenían suficiente dinero y contactos para dejar el país huyeron hace tiempo. Harb, otro ayudante y querido amigo que trabajó conmigo durante gran parte de mi reportaje anterior desde Iraq, huyó a la capital de Siria, Damasco, con su familia por razones de seguridad. Cuando el levantamiento en Siria se volvió violento y se convirtió en el actual baño de sangre huyó de Damasco a Beirut. Literalmente, está huyendo de la guerra.
Recientes cálculos del gobierno iraquí indican el total de “personas desplazadas internas” en Iraq es de 1,1 millones. Cientos de miles de iraquíes siguen en el exilio pero, por supuesto, nadie los cuenta. Incluso los que se quedan viven a menudo como si fueran refugiados y actúan como si estuvieran huyendo. La mayoría de las personas que encontré en mi último viaje ni siquiera me permiten que use sus nombres verdaderos cuando los entrevisto.
Durante mi primer día de estancia en este viaje encontré a Isam, otro ayudante con el que había trabajado hace nueve años. Su hijo escapó por poco a dos intentos de secuestro y ha tenido que cambiar de casa cuatro veces por motivos de seguridad. Antes se oponía enérgicamente a abandonar Iraq porque siempre insistía en que “este es mi país y esta es mi gente”. Ahora está desesperado por encontrar un modo de salir. “Aquí no hay futuro”, me dijo. “El sectarismo está por doquier y las matanzas han vuelto a Bagdad”.
Me lleva a entrevistar refugiados en su barrio de al-Adhamiyah. En su mayoría huyeron de sus casas en barrios mixtos sunníes-chiíes durante la violencia sectaria de 2006 y 2007. Dentro de su casa improvisada de ladrillos con un techo de planchas galvanizadas sujetas con viejos neumáticos un refugiado se hace eco de las palabras de Isam: “No hay futuro para nosotros, iraquíes”, me dijo. “Nuestra situación empeora día tras día y ahora esperamos una guerra sectaria total”.
En otro lugar entrevisté a Marwa Ali de 20 años, madre de dos niños. En un país en el cual los apagones eléctricos son regulares, el agua suele estar contaminada y desechos de todo tipo ensucian los barrios, el hedor de la basura y de las aguas residuales sin tratar penetra a través de la puerta de su casa mientras las moscas zumban alrededor. “También tenemos escorpiones y culebras”, señala mientras me observa intentar dar manotazos a la plaga de insectos que me rodea instantáneamente. Y se detuvo cuando me vio observando a sus niños, un hijo de cuatro años y una hija de dos años. “Mis hijos no tienen futuro”, dijo. “Yo tampoco y tampoco Iraq”.
Poco después encontré a otra refugiada, Haifa Abdul Majid, de 55 años. Retuve las lágrimas cuando lo primero que dijo es lo agradecida que está de tener alimentos. “Encontramos algo de comida y puedo comer, y doy gracias a Dios por ello”, me dijo frente a su refugio improvisado. “Es lo principal. En algunos países, algunas personas ni siquiera pueden encontrar comida”.
Ella también había huido de la violencia sectaria y había perdido a seres queridos y amigos. Aunque reconocía las dificultades que está sufriendo y cuán difícil es vivir en esas circunstancias, siguió expresando su gratitud porque su situación no es aún peor. Después de todo, dijo, no vive en el desierto. Finalmente, cerró los ojos y sacudió la cabeza. “Sabemos que estamos en esta mala situación debido a la ocupación”, dijo de un modo cansado”. “Y ahora es Irán quien se venga contra nosotros utilizando a Maliki y ajustando cuentas con Iraq por la guerra [1980-1988] contra Irán. En cuanto a nuestro futuro, si las cosas siguen como están, solo se pondrá peor. Los políticos solo se pelean y llevan a Iraq hacia un abismo. Durante diez años ¿qué han hecho estos políticos? ¡Nada! Sadam era mejor que todos ellos.”
Le pregunté por su nieto. “Siempre me preocupo por él”, respondió. “Le pido a Dios que me lleve antes de que crezca, porque no quiero verlo. Ahora soy vieja y no me importa si muero, ¿pero qué pasará con estos niños?”. Dejó de hablar, miró lejos y luego al suelo. No tenía nada más que decir.
Escuché el mismo fatalismo incluso a Awadh, jefe de seguridad de Al Jazeera. “Bagdad está tensa”, me dijo. “En estos días no se puede confiar en nadie. La situación en la calle es complicada porque las milicias lo dirigen todo. No se sabe quién es quién. Todas las milicias se preparan para más combates y todos esperan lo peor.”
Mientras decía esto pasamos bajo otro cartel de un Maliki de aspecto furioso, hablando con un puño cerrado en alto. “El presupuesto del año pasado fue de 100.000 millones de dólares, no tenemos un sistema de alcantarillado que funcione y la basura está por todas partes”, agregó. “Maliki trata de ser un dictador y ahora controla todo el dinero”.
En los días siguientes mi ayudante Ali me mostró aceras nuevas y árboles y flores recién plantados, así como las nuevas farolas que el gobierno ha instalado en Bagdad. “Primero lo llamamos el gobierno de las aceras, porque era su única realización visible”, se rió sardónicamente. “Luego fue el gobierno de las flores y ahora es el gobierno de las farolas, ¡y a veces ni siquiera funcionan!”
A pesar de su cara animosa, su buen corazón y su actitud optimista, incluso Ali terminó por compartir conmigo sus preocupaciones. Una mañana, cuando nos encontramos para trabajar, le pregunté por las últimas noticias. “Lo mismo de siempre, lo mismo de siempre”, respondió. “Secuestros, asesinatos, violaciones. Lo mismo de siempre, lo mismo de siempre. Es nuestra vida actual, de todos los días.”
“La falta de esperanza para el futuro es ahora nuestro principal problema”, explicó. Siguió diciendo algo que también se considera misteriosamente otra versión de “lo mismo de siempre, lo mismo de siempre”. Había escuchado palabras semejantes a muchos iraquíes en otoño de 2003, cuando la violencia y el caos comenzaron a apoderarse del país. “Todo lo que queremos es vivir en paz, tener seguridad y tener una vida normal”, afirmó, “poder gozar del dulzor de la vida”. Sin embargo, esta vez ya no quedaba ni siquiera un indicio de su acostumbrado entusiasmo, ni siquiera una traza de humor negro.
“Todo lo que ha vivido Iraq durante estos últimos 10 años es violencia, caos y sufrimiento. Durante 13 años las sanciones [de la ONU y de EE.UU.] nos hicieron pasar hambre y privaciones. Antes de eso, la Guerra de Kuwait y antes, la Guerra de Irán. Por lo menos viví parte de mi infancia sin conocer la guerra. He conseguido un trabajo y tengo mi familia, pero mis hijas, ¿qué tendrán aquí, en este país? ¿Podrán vivir un día sin guerra? Lo dudo”.
Para muchos iraquíes como Ali, una década de la invasión de su país por parte de Washington no es el aniversario de nada en absoluto.
Dahr Jamail
TomDispatch
Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
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