“El mundo está harto de grandes soluciones.
Está cansado de gente que sabe exactamente
lo que hay que hacer. Está aburrido de
gente que anda con el portafolio lleno de soluciones
buscando problemas que encajen en esas soluciones”.
Manfred Max-Neef
Luego de 18 años de ausencia, un presidente norteamericano retornó al Foro Económico Mundial, fundado en 1971 por Klaus M. Schwab (profesor de negocios internacionales en Suiza). Entre otras actividades, el popularmente conocido “Foro de Davos” (por la ciudad que acoge al evento) reúne -en enero de cada año- a líderes empresariales, políticos, representantes máximos de organismos multilaterales, periodistas y a intelectuales seleccionados por sus organizadores, para analizar al mundo. Además de esa élite económico-política, al Foro llegan -cual mendigos- ministros de países proveedores de materias primas “suplicando” por inversiones o presidentes rastreros como el argentino (que, para sentirse más cercano a los capos del mundo, negó los orígenes indígenas y mestizos de su país). Y en este año se destacó un grupo de mujeres que en Davos “juegan al feminismo”, pero “que simbolizan -como anota Paula Ortega, en Diario El Salto- el poder y la 'emancipación' desde el individualismo y para sus carreras” en organismos multilaterales, como el FMI, u otros organizaciones políticas, económicas o sociales de poder mundial.
Con semejantes protagonistas, Davos -lugar donde Thomas Mann escenificó La montaña mágica- cada año atestigua charlas, talleres, discusiones y banquetes donde los poderosos del mundo -y sus súbditos- dizque buscan medidas a los problemas globales que ellos mismos crean… Problemas a los cuales aplican viejas recetas, imposibilitando cualquier auténtica solución. Y luego de una parafernalia inútil, prometen volver el próximo año a seguir pensando y discutiendo sobre esas grandes soluciones que ocultan sus reales intenciones.
Davos -el Foro- no ha perdido relevancia como creen algunos analistas, ni curará los problemas del mundo, como sugieren “ingenuamente” otros. La presencia simultánea de gobernantes de las grandes potencias, así como de gerentes generales de muchísimas transnacionales e inclusive de los “emprendedores sociales” -acolitados siempre por la gran prensa mundial- ratifica la significación de este espacio en el que confluyen los poderosos del mundo. Allí estaba ampliamente representado aquel 1% -33 millones- de personas que en 2017 acapararon el 82% de la riqueza producida en dicho año, mientas la mitad de los habitantes del planeta -3.600 millones- no obtuvo beneficio alguno, según el reciente informe de Oxfam. Y aunque duele aceptarlo, Davos pesa más que muchas cumbres de Naciones Unidas, incluyendo sus asambleas anuales (fiel reflejo de que los intereses del capital mundial pesan más que los intereses de las naciones del mundo).
Para valorar mejor lo que representa este espacio de poderosos cabe escudriñar sus entrañas y conocer sus reales objetivos. Si el Estado es el garante de la propiedad privada y sus negocios en los diversos países, el Foro de Davos -parafraseando a Carlos Marx y Federico Engels- solo es la junta “mayor” en la que se cuidan los negocios comunes de la burguesía global y transnacional, mientras hablan hasta por los codos de un interés general de la humanidad. Interés general que simplemente no existe…
Respecto al Foro de este año, quizá Donald Trump fue quien se llevó todas las luces, interviniendo con la frescura y la solemnidad propias de un vendedor ambulante. En efecto, Trump -quien recién cumplió un año en funciones- presentó al mundo el mensaje de que “ahora es el mejor momento para llevar su dinero, sus empleos y sus negocios a Estados Unidos” y “hacer negocios” en un país que, según él, estaría en franca recuperación (¿o en franca especulación?).
De paso, Trump aclaró algunas de sus posiciones que generaban recelo e incertidumbre en el mundo de los negocios. Por ejemplo, para tranquilizar a la fanaticada globalizadora del capital, planteó que “primero Estados Unidos no significa solo Estados Unidos”, pues “cuando Estados Unidos crece, también lo hace el mundo”. Eso sí reclamó, en paralelo, una aplicación más estricta de las normas comerciales, acusando a países que no mencionó de prácticas “desleales”, incluido el robo de propiedad intelectual y de ofrecer ayuda estatal a sus industrias. “Solo insistiendo en un comercio justo y recíproco podemos crear un sistema que funcione no solo para los Estados Unidos, sino para todos los países”, dijo Trump. “No podemos tener un comercio libre y abierto si algunos países explotan el sistema a expensas de otros. Apoyamos el libre comercio pero debe ser justo y recíproco” concluyó, al tiempo que dejó entreabierta la puerta para posibles acuerdos comerciales multilaterales, que serían negociables si benefician a los Estados Unidos.
Es difícil anticipar el real alcance de estas declaraciones. Pero la experiencia histórica hace intuir que muchas veces estos discursos, en apariencia simplones, ocultan potenciales estrategias y acciones políticas de largo aliento. Un ejemplo “célebre” es el discurso del presidente Harry Truman el 20 de enero de 1949, cuando los Estados Unidos asumieron la tarea de superar el subdesarrollo en el mundo, lo que luego devino en una suerte de mandato global.
Además, semejante lírica trumpista omite el hecho de que nunca hay igualdad entre países y pueblos frente a los tratados comerciales internacionales. En una economía capitalista globalizada -como reconoció Trump- no cabe un comercio mundial libre y abierto. Si bien el comercio es uno de los motores de la civilización capitalista, como afirmó Rosa Luxemburg, éste nunca será justo ni recíproco mientras el capital se imponga en el mundo. No olvidemos que los países “desarrollados” como Inglaterra, Estados Unidos, Alemania, Francia o China, aseguraron y aseguran su participación en el mercado mundial con múltiples y complejos mecanismos de protección. La historia demuestra hasta la saciedad -como en 1841 anticiparía con absoluta claridad el alemán Friedrich List- que la estrategia de “desarrollo” ha sido la de “patear la escalera” para impedir que los países capitalistas empobrecidos -hasta por el propio comercio mundial- alcancen el pedestal siguiendo la senda de los países capitalistas industrializados.
Lo que sí cabe reconocer es que Trump sabe de lo que habla al invitar a hacer negocios y a fomentarlos. Nadie duda que él sabe de negocios pues domina las técnicas para acumular sea al crear o fusionar empresas, al quebrar empresas o al recuperarlas, sea al no pagar tributos o al explotar a sus trabajadores, al aprovecharse de los apoyos estatales o al escabullirse por las hendijas que dejan las leyes… en fin, sabe de los negocios en el mundo capitalista. Una economía en la que, como escribió carlos Marx en el tercer tomo de El Capital, citando a un banquero: “todo lo que facilita el negocio, facilita la especulación, los dos en muchos casos están tan interrelacionados, que es difícil decir, dónde termina el negocio y empieza la especulación”.
Trump y los poderosos reunidos en Davos ven a la economía no como espacio para satisfacer las necesidades humanas (¿alguna vez lo fue?), aceptando los límites biofísicos de la Naturaleza, sino como un campo en donde los negocios mandan. Eso mismo explicaría también su “ingenua” posición negacionista sobre el cambio climático.
En síntesis, Davos es un espacio poco formalizado y nada democrático -no el único- donde los poderosos del globo controlan la economía y política mundiales, para proteger sus privilegios y asegurar la acumulación de sus capitales, buscando siempre nuevos espacios de enriquecimiento vía nuevas tecnologías, vía formas cada vez más sofisticadas para exprimir a los mercados, o inclusive -de forma perversa- vía la obtención de ganancias hasta en la mitigación, la adaptación o la remediación de los efectos del cambio climático provocado por ese mismo mundo de los negocios capitalistas.
Superar estas confabulaciones mundiales es urgente para las fuerzas populares del mundo. Penosamente esfuerzos como el Foro Social Mundial perdieron fuerza, pues ese Foro fue ocupado por grupos afines a gobiernos progresistas, algunos de cuyos cuyos gobernantes corrieron a Davos a la vez que impulsaban “revoluciones” para modernizar el capitalismo en sus países…
Con más capitalismo no superaremos la civilización de la desigualdad y la destrucción, menos aún desde la lógica estrecha de los negocios. Es hora de respuestas radicales que aniquilen a uno de los más grandes poderes creados por la humanidad y que augura su propia extinción: el capital.
Alberto Acosta
El autor es economista ecuatoriano. Expresidente de la Asamblea Constituyente. Excandidato a la Presidencia de la República del Ecuador.
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