La verborrea incesante de los observadores sobre los caprichos de Trump, la letanía mediática con respecto a su «imprevisibilidad» y su «inexperiencia», la focalización permanente en su afición al fanfarroneo, cuando no la franca especulación sobre su salud mental (como si el ganador de unas elecciones presidenciales pudiera ser un «retrasado mental»). En resumen, el parloteo que caracteriza la «trumpología» ordinaria presenta un gran inconveniente: impide a sus autores dedicarse a un auténtico análisis político.
La peculiaridad repetitiva de los comentarios dominantes, esa psicología de barra de bar, solo deja ver en la política de Trump, a lo sumo, un tejido de incoherencias, un batiburrillo sin sentido que únicamente permite detectar, en el peor de los casos, una deriva suicida, como si Estados Unidos se precipitase hacia el abismo conducido por un capitán al que se le fundieron los plomos.
Sin embargo, la cuestión fundamental que plantea la política de Trump es de otra naturaleza: Más allá de la personalidad excéntrica –o presuntamente excéntrica- del presidente, ¿de qué es síntoma?, ¿qué nos dice de la evolución de Estados Unidos y su papel en el mundo? Para esbozar una respuesta a esta cuestión hay que empezar por el principio. Desde 1945 Estados Unidos disfruta de un privilegio fuera de serie que empezó con su enfrentamiento al comunismo y se renovó después, en 1991, con el hundimiento de la URSS. Estados Unidos ocupa el centro de una economía-mundo de cuya moneda es dueño y señor, su PIB supera el de los demás países, su tecnología domina el planeta y finalmente su potencia militar no tiene rival. Para las élites estadounidenses ese estatus excepcional está en el orden de las cosas y marca cada vez más el «destino manifiesto» de la nación que proporciona a la rapacidad de esas mismas élites el «complemento sentimental».
Pero desde el fracaso de la intervención en Irak (2003-2007) y la caída de las ambiciones de los «neocons», todo sugiere el hundimiento de este «orden de las cosas». Golpeado por la adversidad, el «destino manifiesto» se escabulle y la ilusión de una hegemonía ilimitada en el tiempo y en el espacio se desvanece. Al atribuir el «declive estadounidense» a la inconsecuencia embarullada del presidente elegido en 2016, la mayoría de los observadores, en realidad, confunden la causa con el efecto. Lo que disloca a Estados Unidos no es la política de Trump. La relación es exactamente al revés: si la política de Trump es una política lamentable es, en realidad, porque Estados Unidos pierde terreno. Se podrían multiplicar los ejemplos. El candidato republicano ganó las elecciones atacando la globalización liberal. ¿Pero qué puede hacer una vez al mando? ¿Renegar de una globalización comercial sobre la que Wall Street ha construido su insolente prosperidad? ¿Renunciar a un modelo que Washington impone en beneficio de sus multinacionales desde hace medio siglo?
A este respecto, salvo la renuncia al “Transpacific Trade Partnership” (TTP), la política de la nueva Administración se limita a declaraciones de principios, a veces combinadas con amenazas dirigidas a Pekín, puramente retóricas y poco capaces de romper los muros de la Ciudad Prohibida. La Casa Blanca sabe que cualquier tipo de reintroducción del proteccionismo se traduciría en medidas de represalias que penalizarían a las empresas estadounidenses. Para un país cuya deuda federal está en manos de inversores extranjeros y literalmente disparada, jugar con fuego podría ser peligroso, sobre todo con respecto a un país acreedor de Estados Unidos a un nivel enorme (China, N. de T.). En el fondo la economía estadounidense está presa de una globalización de la cual fue durante mucho tiempo el motor entusiasta y la principal beneficiaria. Está claro que las tornas han cambiado. Pero es muy tarde para cambiar las reglas del juego por el hecho de que otros hayan aprendido a ganar a su vez.
China continúa su ascenso fulgurante seguida de la India, que accederá en 2018 al puesto de quinta potencia económica del planeta, relegando a Francia al sexto puesto. En respuesta a las críticas de Trump, Pekín se permite incluso el lujo de cantar las alabanzas del libre comercio. Es verdad que China es la primera exportadora del mundo y Estados Unidos el primer importador. La economía estadounidense posee todavía grandes ventajas, pero su parte en el PIB mundial disminuye. En 2025 China tendrá el 21 % y Estados Unidos el 16 %. En 2050 China tendrá el 33 % y Estados Unidos el 9 %. Cuando las sombras chinas oscurecen el horizonte, el «sueño americano» toma el aspecto de pesadilla. Dentro de 30 años, de tres trabajadores estadounidenses el primero será sustituido por un robot, el segundo por un trabajador chino y el tercero temerá acabar como los dos anteriores. La elección de Trump es el fruto de esta inquietud. Y es obvio que su política no podrá remediarlo.
La cuestión no es saber si Estados Unidos cederá el primer puesto, eso está claro. Tampoco se trata de saber cuándo, puesto que es inminente. La única cuestión es saber en qué condiciones se efectuará esa transición inevitable. La imprevisibilidad manifiesta de Trump, su agitación febril, su comportamiento histriónico, en suma, es como un síntoma neurótico. Traduce la angustia de una superpotencia que siente que el suelo se abre bajo sus pies y busca conjurar las señales de su hundimiento multiplicando las ocurrencias. Se vislumbra una fuerte tendencia, ¿el lento declive de la producción material «made in USA» podría ser detenido por un sobresalto geopolítico? Trump intenta asumir ese desafío, pero siempre choca contra los límites objetivos. Esta impotencia da seguramente a su política un aire de déjà-vu mientras intenta a toda costa desmarcarse de sus predecesores y restaurar la imagen del regreso de un «gran Estados Unidos».
Afirma, por ejemplo, que quiere romper con la lamentable manía de jugar a enmendar los errores, pero al mismo tiempo sigue sermoneando a todo el mundo. Fustigando a Rusia, China, Irán, Corea del Norte, Cuba y Venezuela, persevera en la vía de la injerencia en todas sus formas encadenando acusaciones absurdas («Irán apoya el terrorismo») y provocaciones estériles («el veto a los musulmanes»). Con él lo viejo emerge siempre sobre lo nuevo. Invoca alegremente a la «comunidad internacional» y el derecho del mismo nombre, pero ofrece al ocupante sionista el regalo prometido a Netanyahu bajo la presión del lobby: el reconocimiento de Jerusalén anexado como capital de Israel. Exalta los «derechos humanos» para estigmatizar a los estados que le desagradan mientras fortalece una alianza con Riad que firma la sentencia de muerte de los niños yemeníes hambrientos por el bloqueo y aplastados bajo las bombas. Bajo su reinado, la fórmula del príncipe de Salina de El Gatopardo se aplica perfectamente a la diplomacia estadounidense: «Hay que cambiarlo todo para que nada cambie».
Cierto, el Pentágono aprendió la lección del doble fiasco iraquí-afgano y no ha emprendido ninguna operación militar de envergadura desde hace un año. Trump no es George W. Bush y su relación con los «neocons» es compleja. Se dice a veces para excusarle que él querría hacer otra política, pero la influencia del «Estado profundo» se lo impide. Esta interpretación, si fuera verdad, supondría al actual presidente una ingenuidad desconcertante. ¿Ignoraba la influencia de las estructuras del Estado profundo antes de tomar las riendas de la administración estadounidense? ¿No tenía idea de la influencia conjunta y tentacular de las multinacionales del armamento y las agencias de seguridad? Que la dirección de ese gran país sea un ejercicio de equilibrista parece más ajustado a la realidad, con el Estado profundo, por su parte, contribuyendo a los arbitrajes esenciales en la medida de su influencia –exorbitante- en las esferas dirigentes. Trump no es el rehén involuntario de un mecanismo oculto y todopoderoso, sino el colaborador más expuesto de ese mecanismo, el mandatario designado de una oligarquía cuyo «Estado profundo» representa al mismo tiempo la capa más influyente y menos transparente.
Aunque esa relación ha experimentado algún vaivén (como la reciente caída en desgracia de Steve Bannon), la permeabilidad de la presidencia a la influencia del Estado profundo explica la relativa continuidad de la política extranjera -una presidencia tras otra- en los asuntos de interés estratégico. En Siria, por ejemplo, Washington continúa ejerciendo su capacidad de importunar utilizando unas veces la carta terrorista y otras la carta kurda. El secretario de Estado Rex Tillerson acaba de justificar la presencia de 2.000 militares en ese país con el fin de favorecer «la salida de Assad» y «contrarrestar la influencia de Irán». Esta referencia explícita al «cambio de régimen» es reveladora, lo mismo que la hostilidad declarada a Irán, caballo de batalla de Donald Trump. Pero hay pocas posibilidades de que esta expedición colonial en miniatura obtenga el resultado deseado. Mientras el ejército sirio habrá reducido las últimas bolsas takfiristas y partirá a la reconquista del este sirio los yanquis, como de costumbre, harán el equipaje. Washington querría destruir el Estado sirio, pero ese es un fracaso anunciado. Trump debe tragar la poción amarga de este fracaso y su política presenta el aspecto de un combate de retaguardia.
Presa del Estado profundo, el inquilino de la Casa Blanca garantiza el servicio posventa de una política de cuyas premisas no puede renegar sin dar la impresión de claudicar. Al no poder utilizar la artillería pesada lanza banderillas a todo lo que se mueve. Ayer al conglomerado takfirista, hoy a las «fuerzas democráticas sirias», incluso provocando a un aliado turco que acaba de invadir el enclave de Afrin para saldar su cuenta con las milicias kurdas armadas por Washington. Increíble fábrica de cajas de truenos, la política estadounidense decididamente habrá ensayado todo en Siria. Eliminados sus apoderados unos tras otros, Estados Unidos ya está condenado a quedarse quieto mientras Rusia dirige el baile. Así, USA lanza tizones a un brasero que otros –Assad, Rohani y Putin- acabarán apagando para promover el desarrollo de sus países país y no –como Estados Unidos- para machacar la vida de las otras naciones. El Pentágono tiene un presupuesto de 626.000 millones de dólares y Estados Unidos sale vencido de la principal confrontación del decenio.
Acorralado en el asunto sirio, sin embargo Donald Trump intentó, a principios de enero de 2018, ejercer su capacidad de fastidiar en otro frente. Las manifestaciones en Irán le ofrecían una nueva oportunidad, el millonario de la Casa Blanca la agarró inmediatamente movilizando todos los recursos de la desestabilización y tuiteando con frenesí su apoyo a «un cambio de régimen» que afortunadamente no duró mucho. Como la obsesión norcoreana, la obsesión iraní de la presidencia de Trump está destinada a alimentar las mismas crispaciones y las mismas decepciones. Los iraníes no tienen la intención de destriparse para dar gusto al inquilino de la Casa Blanca. En cuanto a los norcoreanos han tomado medidas suficientes para exponer a Washington y sus aliados a represalias terroríficas en caso de agresión. Dado que Trump no está loco ni es un débil mental se puede pensar razonablemente que sus imprecaciones contra Pionyang están dedicadas a permanecer en el estado ridículo de “flatum vocis” (expresión que se podría traducir como “pedo verbal”) ya que no puede –por suerte- convertirlas en un champiñón atómico.
En definitiva se rinde demasiado honor al personaje al hacerle responsable de un declive del cual únicamente es un síntoma. Su énfasis retórico y su propensión a la bufonada son efectos cuyas causas están en otra parte. Lo que condena al inquilino de la Casa Blanca a una política absurda no tiene nada que ver con su ecuación personal. Es el vuelco del mundo y Trump (igual Hillary Clinton si estuviera en su lugar) no puede hacer nada. El problema del actual presidente, en cambio, es que ha prometido una cosa que es incapaz de ofrecer: un remedio milagroso que proteja a Estados Unidos de un declive irreversible. Su paradoja es que fustiga una globalización que arruina a Estados Unidos aplicando las mismas reglas con las que lleva amasando su fortuna desde hace medio siglo. Puede multiplicar las operaciones de diversificación, estigmatizar a las cabezas de turco (Putin, Assad, los demócratas, la prensa, los inmigrantes) pero no hace más que verbalizar su impotencia. Si Trump ladra pero no muerde, si prefiere la imprecación a la acción, es porque no dispone de los medios para actuar a su manera. Como cualquier otro presidente de Estados Unidos forma parte interesada de un sistema que le reclama tasas de beneficio y créditos militares y será juzgado por su capacidad de dárselos.
Bruno Guigue
Oumma
Traducido del francés para Rebelión por Caty R.
Bruno Guigue, antiguo alumno de la École Normale Supérieure y de la ENA, alto funcionario de Estado de Francia, escritor y politólogo, profesor de filosofía de educación secundaria, encargado de cursos en relaciones internacionales en la Universidad de La Reunión. Es autor de cinco libros, entre ellos Aux origines du conflit israélo-arabe, L'invisible remords de l'Occident, y de cientos de artículos.
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