domingo, octubre 03, 2010

Miguel Hernández, poeta autodidacta y comprometido


"Por las calles voy dejando

algo que voy recogiendo:

pedazos de vida mía

venidos desde muy lejos.”

(Miguel Hernández)

Cuando uno se acerca a la figura de Miguel Hernández una de las cosas que más sorprende es, quizás, su compromiso con la sociedad, llevado a posiciones extremas de lo personal, de lo individual. Se nos presenta en este siglo como el poeta-cabrero que logró ensalzar la poesía íntima con el pueblo, la tierra, el amor, la muerte… Y es esta relación con sus orígenes -el pueblo- y su compromiso lo que hace de este hombre un poeta distinto a los de su tiempo.
Miguel Hernández nació en Orihuela (Alicante) el 30 de octubre de 1910 y, aunque sus orígenes no eran pobres -pero sí humildes-, sabía que le sería muy difícil seguir las consignas de su padre, que no eran otras que las de trabajar de cabrero, pues ése era el oficio familiar, y no ocuparse de “actividades improductivas” como la de ser escritor (en voz de su padre: “De padre cabrero, hijo cabrero”). Su contienda personal se traducía en estos términos: entendía su necesitada aportación a la economía familiar pero no solo no olvidó su gran pasión –la poesía- , sino que luchó por ejercerla como un oficio.
Posiblemente sea aquí donde encontramos la mayor diferencia entre Miguel Hernández y sus coetáneos. Los escritores de su generación como F. G. Lorca, L. Cernuda, V. Aleixandre, R. Alberti o D. Alonso disfrutaban de una situación económicamente acomodada. La mayoría de ellos recibió una educación superior y universitaria, incluso estudiaron en la Residencia de Estudiantes, mientras que Miguel Hernández no disfrutó de estas facilidades. Su educación consistió en los estudios primarios en la escuela del Ave María y, a los 12 años, pasó a cursar preparatoria superior en el Colegio Santo Domingo hasta los 15 años, momento en que su padre lo sacó del colegio. A partir de este momento su método educativo se basó en el autodidactismo. El poco tiempo libre que tenía lo dedicaba a leer libros que el entonces canónigo de Orihuela, Luis Almarcha, le prestaba de la librería del colegio. Leyó a Góngora, Calderón de la Barca, Cervantes y Garcilaso de la Vega, entre otros. Y de ellos, utilizando métodos de aprendizaje personales, extrajo la esencia de sus poesías, sobre todo el conceptismo y el retorcimiento sintáctico gongorino.
Intentó hacerse un hueco en el difícil panorama literario los años treinta, sabiendo que la relación con su padre se quebraría pronunciando aún más su desafecto paternal, y visitó Madrid en dos ocasiones. Allí tuvo la suerte de conocer a Pablo Neruda y Vicente Aleixandre, quiénes más se preocuparían por nuestro poeta en sus últimos días. Publicó en 1933 su primer libro de poemas Perito en Lunas, de resonancia gongorina, y tres años más tarde El rayo que no cesa, poemas de amor dirigidos algunos a su querida Josefina Manresa y otros a María Cegarra.
En 1936 –comienzo de la Guerra Civil- nos encontramos con la cara más comprometida, solidaria y revolucionaria de Miguel Hernández. Después de la muerte de F. G. Lorca en agosto de ese año y dejando a un lado sus discrepancias, Miguel Hernández decide incorporarse al 5º Regimiento de la defensa por la República. Entendió que su cometido como poeta era el de colaborar directa y estrechamente con su pueblo en la lucha contra el fascismo. He aquí cuando la palabra ‘pueblo’ adquiere esa carga romántica, proletaria y mítica que Miguel Hernández sintió en lo más profundo de sus huesos y que defenderá por encima de todo. Entiende que la Guerra Civil es una guerra contra el pueblo, contra sus intereses, esto es, una lucha de clases, y él, como poeta, utiliza la poesía como un arma, cual fusil cargado (recuerdo los versos de G. Celaya en “La poesía es un arma cargada de futuro”). Más aún: para el poeta de Orihuela “todo teatro, toda poesía, todo arte ha de ser, hoy más que nunca, un arma de guerra” para defender la democracia y la justicia.
Su actuación en el frente consistía, por un lado, en la construcción de trincheras y, por otro, escribir versos para enardecer el ánimo de las tropas y sembrar fe en el triunfo del pueblo, porque “la poesía es capaz de llegar al corazón de los soldados más que diez largos discursos”, como dijo E. Líster, comandante republicano. Todos estos poemas recitados en el frente fueron recopilados en un libro titulado Viento del pueblo, publicado en 1937. Encontramos poemas de diversa temática donde se vislumbran las motivaciones, ilusiones y críticas del poeta, por ejemplo: la nostalgia y la revaloración de los poetas en la “Elegía primera” (a F. G. Lorca); la lucha de clases en “Jornaleros”, “Las abarcas desiertas”, “Campesino de España” y “Aceituneros”; el reconocimiento a personalidades importantes en “Rosario”, “Dinamitera” y “Pasionaria”; el resurgimiento de la juventud en “Llamo a la juventud”, “Recoged esta voz”; etc.
En 1937 Miguel y Josefina se casan y pronto tienen un hijo. Mientras tanto él sigue en el frente voluntariamente. Alguno podría preguntarse qué es lo que hizo que se implicara tanto en esta causa. La explicación puede encontrarse en su origen, en sus raíces. Él se declaró siempre como el poeta del pueblo, porque en ese ambiente se sentía cómodo. Supo qué era el hambre, el trabajo del monte, el sacrificio, la pobreza, el analfabetismo y la carencia de cultura. Antes de la guerra, Miguel Hernández formó parte de las Misiones Pedagógicas, impulsadas por la Institución Libre de Enseñanza, que, junto a otros intelectuales, ayudaron a la realización de proyectos educativos a través de la creación de bibliotecas y de la lectura, centrando su interés en los adultos más marginados y apoyando a las escuelas rurales de España. Todo su empeño estuvo orientado siempre al cuidado del pueblo.
Y aunque puede decirse que Miguel Hernández dedicó su vida a cumplir su sueño: el de ser poeta, entendiendo la poesía como un oficio; no puede obviarse, de ninguna manera, la tarea humanitaria y solidaria que realizó por los demás durante su vida. Cuando descubres la vida de este hombre te das cuenta de que estuvo haciendo más por los demás que por él mismo. Una vez en la cárcel, gracias a la intervención de dos amigos falangistas, R. Sánchez Mazas y J. Mª de Cossío, se le propone a Miguel Hernández arrepentirse de sus actuaciones y renunciar a sus ideales a cambio de salir de la cárcel y de exiliarse. La respuesta fue negativa. Es más, se enfadó con ellos por creer que se vendería. También en la cárcel, actuó siempre mirando por el bien común, por la colectividad. Se repartían los alimentos y otros utensilios de manera equitativa, y si alguien no lo hacía así era recriminado por Miguel Hernández, que también enseñó a los campesinos a leer y escribir.
Acabada la guerra, Miguel Hernández fue encarcelado varias veces en distintas prisiones, hasta que el 28 de marzo de 1942 muere de tuberculosis en la cárcel de Alicante. Antes, le dio tiempo a publicar El hombre acecha (1937-39), una obra pesimista y de resentimiento contra el fascismo, y, post mortem, un libro titulado Cancionero y romancero de ausencia (1938-41) donde encontramos compilados los poemas escritos durante su etapa en la cárcel. Poemas escritos desde el corazón, la esperanza, la nostalgia… quizás, la obra más hermosa, sincera y dramática de Miguel Hernández. Antes de morir, en la cárcel, volvió a casarse con su mujer, Josefina Manresa -esta vez por la iglesia puesto que los matrimonios civiles de la República quedaron invalidados con el franquismo-, para asegurarle un futuro económico estable. En una carta le dijo a su mujer: “ten cuidado con los manuscritos que van a ser nuestro pan.” Ya se preocupaba por el futuro de su familia que, con o sin él, tendrían que sobrevivir a la terrible posguerra.
Es por estos ejemplos y por otros tantos que la figura de Miguel Hernández no pasa desapercibida. Era un hombre con muchos defectos, pero sumamente solidario, humanista y sacrificado. De todos los poetas de la Generación del 27, sus contemporáneos, fue el más implicado en la guerra civil. No soportaba a los “señoritos” republicanos que desde su tribuna observaban cómo se desarrollaba la contienda, aportando únicamente un apoyo moral a distancia. El poeta debía implicarse activamente en la sociedad ayudando al pueblo porque éste necesita de los poetas, de los conductores de almas: "Los poetas somos viento del pueblo: nacemos para pasar soplando a través de sus poros y conducir sus ojos y sus sentimientos hacia las cumbres más hermosas. Hoy, este hoy de pasión, de vida, de muerte, nos empuja de un imponente modo a ti, a mí, a varios, hacia el pueblo. El pueblo espera a los poetas con la oreja y el alma tendidas al pie de cada siglo". En palabras de su gran amigo Vicente Aleixandre: “era un alma libre que miraba con clara mirada a los hombres. Era el poeta del triste destino, que murió malogrando a un gran artista, que hubiera sido, que ya lo es, honor de nuestra lengua”.
No he conocido todavía la vida de un poeta tan entregada a los demás. Como profesor de secundaria me gusta enseñar a los alumnos la vida de un gran ser humano, que luchó, apenas sin recursos y con métodos autodidactas, por cumplir el sueño de ser poeta, sin olvidar su procedencia y sus valores humanos. En otras palabras, como advierte el biógrafo Eutimio Martín: “reivindicó el oficio de poeta y lo dignificó hasta límites heroicos al asumir con el pago de su vida el compromiso contraído consigo mismo y con el pueblo español”. Ahora, que se cumplen cien años del nacimiento de Miguel Hernández, nos toca honrarle dignamente por su gran labor por la literatura y por su ejemplar actuación social, y dejemos a un lado las ideologías y mostremos la vida de las grandes personas de nuestro tiempo.

Javier Navarro Gálvez

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