lunes, octubre 10, 2011

Mayo 68 como Ave Fénix


A lo largo del 2008, algunas de las voces del sistema insistieron en que había que enterrar mayo 68, y de su importancia nos dice algo el hecho de que Sarkozy escogiera este punto para el discurso final de su triunfal campaña electoral. El piadoso deseo fue retomado por la corte de tribunalista, y no faltó desde la izquierda institucional quien hablara de “las cenizas del mayo”. No se trataba de un mero ajuste de cuentas histórico, entre otras cosas porque no faltaban quienes (Joseph Ramoneda, filósofo, consejero de Maragall y militante del PSUC) interpretaban el mayo como el inicio de un ciclo histórico que anunciaba la marcha triunfal de la “revolución neoconservadora” de 1989; quizás no sea de extraña semejante interpretación por alguien que, refiriéndose a la Transición, declaró aquello de "menos mal que no ganamos”.
A mi entender, se trataba ante todo de insistir en aquello de “no hay alternativas”, en que se acabaron las expectativas, y por lo tanto, no habría que temer nubes negras en el horizonte del triunfal-capitalismo…
No es otro el discurso que domina el pensamiento en la izquierda transformada. Para “nuestros” socialistas que insisten en que la única discusión importante es la que ellos tienen con el PP, y que por lo tanto, no hay donde ir que no sea fuera de la razón, si acaso, por los caminos de la “movilización permanente”, como ironizaba Cándido Méndez. Éste “líder sindical” es uno de los tantos arquetipos de esa izquierda que ruega que por favor, por favor, no desmantelen (más) el “Estado del Bienestar, y que arguyen que Keynes tenía razón. El problema es que el “Estado social” que se acabó imponiendo en Europa y parte del mundo después de la II Guerra Mundial no fue el producto de ningún debate teórico. Fue ante todo y sobre todo un acuerdo –un “empate” decía un Marcuse un tanto idealista que los veía desde los Estados Unidos- por el miedo a la revolución, y al “comunismo”, y obviamente, a las consecuencias de sus propias crisis cíclicas.
Cuando después de la caída del Muro, y del espectáculo de la descomposición de la burocracia en los países mal llamados socialistas, con su consiguiente secuelas devastadoras en el países sometidos, la involución de la II Internacional en la que se sentaron y siguen sentados verdaderos sátrapas, de la consiguiente “debacle” de lo que se había llamado el “movimiento comunista internacional”, y de la marginalización de lo que en la prensa llamaban “los últimos románticos”, que el triunfal-capitalismo adoptó un proyecto de hegemonía que, en alguna medida, suponía una inversión de las concepciones marxistas. O dicho de otra manera, asumía para sus propios fines los propósitos de una “contrarrevolución permanente” en nombre de la libertad –en oposición a los “totalitarismos”-, con todo un despliegue de elaboraciones estratégicas y de adecuaciones tácticas en las que, por citar algunos ejemplos, comprendía la asimilación de los profesionales de la política, de los medias, del empleo como antídoto de intelectuales “comprometidos” con el mercado (los Bernard-Henry Levy, Vargas Llosa, etcétera, etcétera), del empleo de una legión de propagandistas y legitimadores introducidos hasta en las emisoras de radio más modestas…
El capitalismo global ha funcionado como el “partido” de la contrarrevolución liberal, con sus polisburos, sus comités centrales, nacionales, locales, de tal manera que hasta el concejal más apartado recibía sus seminarios, sus lecturas obligatorias de obras como El libro negro del comunismo, y todos, hasta el último sindicalista partidario de la externalización (privatización en el argot conservador), sabía que su porvenir estaba garantizado siempre que se mostrara fiel con el sistema. Así, hasta en la última empresa que no podría oponerse a las normas impuestas por los pilares de la economía mundial.
Esta lógica dominante explica que detalles como el siguiente que me explicaba un conocido que trabaja como técnico en la Generalitat. Él como muchos de sus compañeros, iba a comer al mediodía a un restaurante bastante grande cuyos camareros eran de casi en su totalidad emigrante. Durante cierto tiempo, mi amigo, una persona especialmente sociable, trabó cierta amistad con los empleados, e incluso con el dueño que era una persona afable con sus empleados. A los pocos meses, llegó un día en que mi amigo se encontró que los camareros seguían siendo emigrantes, pero ahora eran de otra nacionalidad. Extrañado, fue a preguntarle al dueño que le contó, no sin cierta congoja, que él por su parte no habría tenido problema con aquellos muchachos que lo hacían muy bien, y esto aunque prolongar su contrato hubiera significado en el momento unas pequeñas ventajas a favor de estos. Pero, le contó a mi amigo con cara de perplejidad, le llamaron desde el servicio jurídico del ramo para advertirle que de emplear el despido estaba comprometiendo a otros como él, y que por lo tanto tenía que despedirlos…
Esta es la verdadera cara de la globalización, la existencia de una línea política que, primero logró una victoria sin precedentes contra los países llamados socialistas, y por lo tanto, contra todo lo que significaban de contrapoder, de punto de apoyo para el “Tercer Mundo". Luego se impusieron con una línea que combinaba por igual la amenaza militar y la presión, y así arrinconaron a las viejas izquierdas, ya en crisis en el mayo del 68. Esto lo hicieron como parte de un proyecto de “contrarreforma” progresiva (fabiana al revés), en la que los derechos sociales conquistados por innumerables luchar parciales, huelgas generales y en ocasiones, por crisis revolucionarias como la del 68 que, entre otras cosas, permitieron mejoras salariales y en las condiciones de trabajo, aunque, claro está, lo hicieron siguiendo la vieja táctica de recular para mejor saltar. Estas últimas décadas han sido de transición, de una realidad social que todavía tenía un pie en las mejoras y conquistas del pasado pero que se estaba haciendo a otro tiempo. Un tiempo en el que se acelera a marchas forzadas la privatización de los servicios públicos, a veces incluso dejando atrás lo que se aceptaba en la primera mitad del siglo XX como era el servicio del agua, y se comienza a atacar lo que el vaticanista (catalanista) Duran i Lleida llama “la cultura del subsidio”.
El problema es que esta aceleración está despertando al gigante dormido. Y cuando el gigante se despierta, sucede como en el mayo del 68, la Francia que ayer se aburría se despertaba al día siguiente con diez millones de huelguistas. Un detalle este que, por cierto, se descuidan los refinados analistas que hasta hace dos días sentenciaban sobre la muerte del mayo del 68. Pero, con todo lo que está pasando en la calle (y que mañana pasará en las fábricas, solo hay que hacerlo un poco bien lo que también en abril del 68 parecía totalmente utópico), nos está obligando a ver el mayo del 68 de otra manera. No como el preludio de lo que llegó en 1989, con el “no hay alternativa”, “el final de la historia” y todo eso, sino como el último combate en el que el pueblo trabajador y la juventud conmovieron buena parte del mundo. Cierto es que, se quedaron en puertas. Fue lo que sucedió especialmente en Francia, Italia, y luego en Portugal de los claveles y en la España de la Transición. ¿Qué sucedió?, pues que los partidos comunistas que por abajo reunían a los sectores más combativos de la clase trabajadora pero que por arriba temían más a la revolución que al pecado, se erigieron en la última barricada del orden existente.
Evidentemente, impedir que algo así vuelva a ocurrir debe de ser el gran objetivo de las izquierdas que hayan aprendido las lecciones de antaño…

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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