Como niño, su delirio consistía en ver pasar al tren.
Seleccionaba el lugar cercano a los raíles, escondido entre la hierba y quedaba quieto para que la velocidad del aparato lo estremeciera hasta hacerlo temblar y ver como todo a su alrededor se movía junto al ruido. Entonces la alegría florecía y el panorama se tornaba diferente.
El aire brotado por la velocidad oxigenaba su espíritu, y soñaba. Se imaginaba vestido de uniforme con chaqueta y botonera manejando aquel artefacto, descubriendo ciudades y saludando a la gente, a los árboles, a las casas, incluso al sol, la luna, la oscuridad y la lluvia.
No hablaba con nadie de su fantasía y menos de su conducta, el castigo de los padres podría llegar de una frase que lo delatara cerca del tren.
Tenía 11 años cumplidos aquel verano del año de 1958. La obsesión de Nelcito por los trenes lo hacía idear juguetes con cajas de fósforos vacías y amarradas por cuerdas. También con dibujos en los cuadernos de clases con los vagones acompañados por la locomotora.
Conoció cómo vivir entre la pobreza y la escasez desde que nació. Sus padres, campesinos de la zona de Bacuranao en la periferia de La Habana amanecían en el trabajo que sólo cubría el sustento de una comida al día con algunas viandas y hortalizas.
En su casa, -construida de madera, forrada con chapas de cualquier color o anuncio, con techo de yagua-, vivían cinco niños: un varón y cuatro hembras. La madre brindaba la borra de café al desayuno para asistir a la escuela, alejada en varios kilómetros de distancia.
El andar descalzo le proporcionó la deformidad en sus pies. Ese día vestía de short corto de mezclilla raído por las patas dejando los flecos colgados, llevaba una jaula con un pajarito para que adornara el rancho y por la claridad del día dedujo que de un momento a otro pasaría el tren.
Esta vez, quedó muy cercano al puente. Los arbustos que rodeaban las líneas facilitaban buena visibilidad y protección, con una proximidad suficiente para –luego- soñar en la hamaca, con el temblor del suelo al paso de los vagones y dormir, aunque no hubiese una digestión segura.
El tren se aproximó mucho y en su paso por el puente disminuyó la velocidad, entonces vio como tres jóvenes barbudos saltaron y corrieron hacia el monte en una carrera veloz, uno de ellos descubrió la presencia del niño y con el dedo índice en forma vertical sobre los labios le hizo la señal de silencio.
El niño un poco desconcertado, se alejó del lugar casi inmediatamente en que el tren desaparecía con su pitazo y su ruido.
Fue entonces que se pegó a la carretera y vio al yipi que frenó a su lado. Dos soldados con fusiles al hombro le preguntaron:
--¿Por dónde cogieron los que saltaron del tren?
El miedo lo paralizó al instante porque las historias de los abusos de la guardia rural se repetía entre las familias de la zona, conocía de atropellos y si algún vecino ponía resistencia, simplemente una bala perdida se sembraba en la piel y todo quedaba como la defensa ante un revoltoso contra la autoridad.
El niño no respondió a las interrogantes de los militares y la furia selló la violencia:
--Habla, pichón de comunista, ¿dónde se metieron?
Como no hubo respuesta, el filo cortante de la bayoneta del fusil se enterró en un costado del cuerpo infantil, que cayó sobre el pavimento y soltó la jaula escapando el pájaro. Ya en el piso una patada por el vientre lo hace rodar por la cuneta a una altura de casi un metro.
Luego de realizar la bárbara acción, los hombres se metieron dentro del yipi que a toda velocidad desapareció sin importar, en lo más mínimo, el daño causado.
La mano infantil se cubrió la herida por la que brotaba mucha sangre, se incorporó y corrió hacia su casa. Las lágrimas no eran de dolor sino de odio.
Nuria Barbosa León
* La autora es periodista de Radio Progreso y Radio Habana Cuba
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