George Orwell acuñó el útil término “nopersona” para personas a las que se niega personeidad porque no acatan la doctrina estatal. Podemos agregar el término “nohistoria” para referirnos a la suerte de nopersonas, expurgadas de la historia por motivos semejantes.
La nohistoria de las nopersonas es iluminada por la suerte de los aniversarios. Los importantes son usualmente conmemorados, con la debida solemnidad cuando es apropiado: Pearl Harbor, por ejemplo. Algunos no lo son, y podemos aprender mucho sobre nosotros mismos al extraerlos de la nohistoria.
Ahora mismo no conmemoramos un evento de gran significación humana: el 50 aniversario de la decisión del presidente Kennedy de lanzar la invasión directa de Vietnam del Sur, que pronto se convirtió en el crimen más extremo de agresión desde la Segunda Guerra Mundial.
Kennedy ordenó que la Fuerza Aérea de EE.UU. bombardeara Vietnam del Sur (en febrero de 1952, se habían realizado cientos de misiones); autorizó la guerra química para destruir cultivos a fin de hambrear hasta la sumisión a la población rebelde; y activó programas que terminaron por llevar a millones de aldeanos a tugurios urbanos y a campos virtuales de concentración, o “Aldeas Estratégicas”. Allí los aldeanos serían “protegidos” contra guerrillas indígenas a las cuales, como sabía el gobierno, apoyaban voluntariamente.
Los esfuerzos oficiales por justificar los ataques eran escasos, y en su mayoría fantasía. Típico fue el apasionado discurso del presidente ante la Asociación Estadounidense de Editores de Periódicos el 27 de abril de 1961, cuando advirtió que “en todo el mundo se nos opone una conspiración monolítica e implacable que se basa primordialmente en medios clandestinos para expandir su esfera de influencia”. En las Naciones Unidas, el 25 de septiembre de 1961, Kennedy dijo que si esa conspiración lograba sus objetivos en Laos y Vietnam “las puertas quedarán abiertas”.
Los efectos a corto plazo fueron mencionados por el altamente respetado especialista en Indochina e historiador militar Bernard Fall – que no era un pacifista, sino alguien que se preocupaba por la gente de los países atormentados.
A principios de 1965 calculó que unos 66.000 sudvietnamitas habían sido muertos entre 1957 y 1961; y otros 89.000 entre 1961 y abril de 1965, en su mayoría víctimas del régimen cliente de EE.UU. o “del peso aplastante del blindaje, napalm, bombarderos jet y finalmente gases vomitivos estadounidenses”.
Las decisiones fueron mantenidas ocultas, como las espantosas consecuencias que persisten. Para mencionar solo una ilustración: Scorched Earth de Fred Wilcox, el primer estudio serio del horripilante y continuo impacto de la guerra química sobre los vietnamitas, apareció hace algunos meses –y probablemente se sumará a otras obras de la nohistoria. El núcleo de la historia es lo que sucedió. El núcleo de la nohistoria es “desaparecer” lo que sucedió.
En 1967, la oposición a los crímenes en Vietnam del Sur había llegado a una escala sustancial. Cientos de miles de soldados de EE.UU. causaban estragos en Vietnam del Sur, y áreas fuertemente pobladas eran sometidas a intensos bombardeos. La invasión se había propagado al resto de Indochina.
Las consecuencias habían llegado a ser tan horrendas que Bernard Fall predijo que “Vietnam como entidad cultural e histórica… está amenazado de extinción… (mientras)… el campo literalmente muere bajo los golpes de la mayor maquinaria militar jamás desatada contra un área de ese tamaño.”
Cuando la guerra terminó ocho devastadores años más tarde, la opinión dominante estaba dividida entre los que la llamaban una “causa noble” que podría haber sido ganada con más dedicación; y en el otro extremo, los críticos, para quienes había sido “un error” que resultó ser demasiado costoso.
Faltaban todavía los bombardeos de la remota sociedad campesina del norte de Laos, con tal magnitud que las víctimas vivieron en cuevas durante años para tratar de sobrevivir; y poco después el bombardeo de Camboya rural, sobrepasando el nivel de todos los bombardeos aliados en el teatro del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial.
En 1970, el consejero nacional de seguridad de EE.UU., Henry Kissinger, había ordenado “una masiva campaña de bombardeo en Camboya. Cualquier cosa que vuele sobre cualquier cosa que se mueva” – un llamado al genocidio de un tipo raramente encontrado en los archivos conocidos.
Laos y Camboya fueron “guerras secretas”, porque la información fue poca y los hechos todavía son poco conocidos por el público en general o incluso por elites educadas, quienes sin embargo pueden recitar de memoria cada crimen real o supuesto de enemigos oficiales.
Otro capítulo en los anales desbordantes de la nohistoria
Dentro de tres años podremos –o no podremos– conmemorar otro evento de gran relevancia contemporánea: el 900 aniversario de la Magna Carta.
Ese documento es el fundamento de lo que la historiadora Margaret E. McGuiness, refiriéndose a los Juicios de Núremberg, aclamó como un “tipo particularmente estadounidense de legalismo: castigo solo para los que pueden ser probados culpables mediante un juicio justo con una panoplia de protecciones de procedimiento”.
La Magna Carta declara que “ningún hombre libre” será privado de derechos “excepto por el juicio legal de sus pares y por la ley del país”. Los principios fueron posteriormente ampliados para aplicarlos a los hombres en general. Cruzaron el Atlántico y entraron a la Constitución y a la Declaración de Derechos de EE.UU., que declararon que ninguna “persona” puede ser privada de derechos sin debido proceso y un juicio rápido.
Los fundadores, claro está, no querían que el término “persona” se aplicara a todas las personas. Los americanos nativos no eran personas. Tampoco los esclavos. Las mujeres apenas eran personas. Sin embargo, concentrémonos en la noción central de la presunción de inocencia, que ha sido arrojada al olvido de la nohistoria.
Otro paso en el debilitamiento de los principios de la Magna Carta fue dado cuando el presidente Obama firmó la Ley de Autorización de la Defensa Nacional, que codifica la práctica Bush-Obama de detención indefinida sin juicio bajo custodia militar.
Semejante tratamiento es ahora obligatorio en el caso de los acusados de ayudar a fuerzas enemigas durante la “guerra contra el terror”, u opcional si los acusados son ciudadanos estadounidenses.
El alcance es ilustrado por el primer caso de Guantánamo que llegó a proceso bajo el presidente Obama: el de Omar Khadr, un ex niño soldado acusado del horrendo crimen de tratar de defender su aldea afgana cuando fue atacada por fuerzas de EE.UU. Capturado a los 15 años, Khadr fue encarcelado durante ocho años en Bagram y Guantánamo, luego llevado ante un tribunal militar en octubre de 2010, donde se le dio la alternativa de declararse inocente y permanecer en Guantánamo para siempre, o de declararse culpable y permanecer solo 8 años más. Khadr prefirió esto último.
Muchos otros casos iluminan el concepto de “terrorista”. Uno es Nelson Mandela, sacado de la lista de terroristas solo en 2008. Otro fue Sadam Hussein. En 1982 Iraq fue sacado de la lista de Estados que apoyaban el terrorismo para que el gobierno de Reagan pudiera proveer ayuda a Hussein después que invadió Irán.
La acusación es caprichosa, sin revisión o recurso, y refleja comúnmente objetivos políticos – en el caso de Mandela para justificar el apoyo del presidente Reagan a los crímenes del Estado del apartheid en su defensa contra uno de los “grupos terroristas más notorios” del mundo: el Congreso Nacional Africano de Mandela.
Más vale consignarlo todo a la nohistoria.
Noam Chomsky
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