El Coronel Muammar al-Gaddafi es el centro de una campaña mediática que lo ha convertido en el personaje más ominoso de la actualidad.
Al mismo tiempo, se mueven los hilos de una conspiración en su contra que pretende criminalizarlo y enjuiciarlo en la Corte Penal Internacional, por solicitud de Estados Unidos, cuyos gobiernos han ignorado siempre la jurisdicción de esta Corte, con el visto bueno de la comunidad internacional, convencida ésta de la veracidad de las informaciones difundidas por las grandes cadenas noticiosas estadounidenses y europeas; del mismo modo que se procediera con el difunto Saddam Hussein antes de la invasión de las grandes potencias capitalistas a Iraq. Con ello en marcha, es difícil sustraerse a la idea que Washington y sus aliados de Europa estén ya en disposición de proclamar su respaldo inmediato a un gobierno paralelo libio y de desembarcar sus tropas en suelo libio para -supuestamente- devolver la paz y la democracia a dicho país, escondiendo hipócritamente sus verdaderos propósitos que no son otros que los de adueñarse totalmente de los ricos yacimientos de petróleo liviano allí existentes, ya en explotación por parte de algunas de las multinacionales occidentales del petróleo.
Así, de la noche a la mañana, Gaddafi volvió a ser el “perro rabioso del desierto”, tal como lo llamara el presidente Ronald Reagan, el enemigo de la civilización cristiana y occidental y aupador del terrorismo internacional. Atrás quedaba el hecho que este mismo Gaddafi fuera beneficiado en 2008 por el presidente George W. Bush al dejar sin efecto las retaliaciones estadounidenses contra Libia al removerla de la lista de “Estados que apoyan el terrorismo”, al igual que le fuera dada la bienvenida como un gran estadista durante la reunión del G-8 celebrada en Italia, por invitación del presidente Obama. Cuesta creer entonces que éste último, junto con sus colegas Tony Blair, Gordon Brown, Dmitri Medvédev, Nicolas Sarkozy y Silvio Berlusconi, entre otros, desconocieran por completo la situación interna libia.
Sin embargo, la conversión de Gaddafi no minimizó los planes acariciados desde hace tiempo por los regímenes estadounidenses y europeos de derrocarlo y de someter a Libia a sus designios, como lo demuestra lo afirmado por el comandante supremo de la OTAN, Wesley Clark, dos años atrás, que esta nación árabe se hallaba en el inventario oficial del Pentágono para ser subyugada luego de hacer lo propio en Irak, junto con Siria e Irán. Más recientemente, Paúl Wolfowitz, ex Subsecretario de Defensa de los Estados Unidos y artífice de la guerra contra Irak, recomendó al presidente Obama convertir a Libia en "un protectorado bajo el control de la OTAN", en nombre de la "comunidad internacional", recordando de algún modo el reacomodo del Medio Oriente bajo la hegemonía estadounidense, planeado por la administración Bush. Esto explicaría la atención prestada a Gaddafi y a Libia por quienes siempre han patrocinado intervenciones y desestabilizaciones en otros países sólo con el propósito de apoderarse de sus recursos naturales e imponerles su dominio político, económico, cultural y militar.
De este modo, independientemente de quién sea Gaddafi y de la situación real que se vive en la Gran Yamahiriya Árabe Libia Popular Socialista, lo que no debe permitirse es el descaro con que se está preparando una intervención militar en este país de parte de las grandes potencias industrializadas, dando por sentado que no se podrá hacer nada para evitarlo. Esto, especialmente en nuestra América, implica la defensa a ultranza del derecho inalienable de toda nación a su autodeterminación. De permitirse esta acción contra el Derecho Internacional, ninguna nación en el mundo estará libre de las pretensiones imperialistas y neo-colonialistas de Estados Unidos y de sus socios europeos, tal como se desprende del diseño de una posible acción militar en el país africano por parte de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), que sería legitimada por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.
Homar Garcés
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