viernes, abril 15, 2011

César Vallejo y sus extrañas coincidencias


Hoy es viernes 15 de abril. Mejor hubiera sido un jueves, pero igual, este es un día importante. Un día que las amas de casas debieran circular con tinta roja en sus íntimos almanaques cristianos. Y el noticiero publicar al menos una breve reseña. Y las redes sociales congestionarse. Y los play off de la pelota suspenderse. Y los mendigos del mundo desnudarse y asaltar en tropel las casas lujosas, las tiendas nocturnas. Y los campesinos mirar al cielo. Mirar al cielo mientras se limpian el sudor de la frente con el dorso rugoso de la mano.
Hoy no debe estar lloviendo en París. Debe ser un día medianamente soleado, hermoso, agradable para caminar y deleitarse con los múltiples símbolos de la ciudad. Con su grandiosa arquitectura y su bohemia intransferible. Con su magia escurridiza y sus inquietas multitudes. El panorama asusta de solo mencionarlo: la Torre Eiffel, la Catedral de Notre Dame, la Avenida de los Campos Elíseos, el Arco de Triunfo, el Museo del Louvre. Pero en París, digo, hoy debe ser un día normal.
La capital francesa recibe al año 26 millones de turistas. Decenas de miles cada día. Personas que irán a los mismos lugares, a recorrer viejos caminos, a deslumbrarse con la caótica inmensidad de la urbe, a tomar espléndidas fotos, y a decir yo navegué en una gabarra del Sena. Es parte del ritual. El mito de las grandes ciudades. Del melodioso nombre que hasta cualquier individuo sin propósitos soltaría si le preguntaran cuál lugar preferiría conocer antes de morirse. Son hechos que en cierta medida están justificados. Pero este viernes 15 de abril -que mejor hubiera sido jueves-, seguramente alguien desvió la ruta. Pagó unos euros o unos francos de más y trocó el camino. Se distrajo un rato y siguió de largo. Después de visitar el Barrio Latino, la cúpula blanca de la basílica del Sacré Coeur y la leyenda finisecular del Moulin Rouge, dirigió sus pasos, sus lánguidos pasos, hacia el cementerio de Montparnasse.
Allí, lógicamente, encontró. Y leyó el inmutable epitafio de Georgette: “He nevado para que duermas”. Todo lo que el visitante haya hecho después, toda la secuencia posterior se antoja tristemente conmovedora. Si soltó algunas lágrimas o no. Si viró la espalda y echó a correr o si en cambio encendió un cigarro y fumó con displicencia encima de la tumba. Si dejó un soneto o un simple mensaje. Si no dejó nada y se mantuvo en el más inquebrantable silencio. Si tomó fotos u ofreció alguna. Cualquiera de las opciones hubiera sido una buena elección. Porque hace 73 años, o sea, una eternidad, desde el principio de los tiempos, murió César Vallejo. El monstruo poético. El engendro mayor. El alma, la entraña descubierta. Y el dolor. Y el dolor. Y el dolor.
Mi madre, temerosa, pregunta: “¿por qué no me dedicas un poema?”, y la verdad no lo comprendo, nunca le puedo responder. Ella mira, como solo saben mirar las madres, con esa humedad imprecisa y ese rostro discontinuo, y me lo perdona. Sabe que no ha ganado. Que no le pertenezco. Pero igual lo entiende, o al menos parece entender. Sabe que voy escurriéndome y que ya no soy aquel muchacho espantado, aquellos ojos inmensos y escrutadores que son todas las personas en algún feliz momento de sus vidas.
A veces me acerco a la cocina, recuesto el hombro a la pared, entrecruzo las piernas, abro un libro grueso de tapas negras y le largo un poema. A veces, como con pena, le leo a Vallejo. Y ella asiente. Dice que le gusta. Dice así, también como con pena, que le agrada, y dibuja una leve sonrisa y carga los platos y sirve la mesa. Ella sabe que Vallejo es peruano. Que fue comunista y estuvo preso. Que llegó a París un viernes de 1923, tal y como deben llegar los poetas, con una moneda de 500 soles, un águila de oro anudada en su pañuelo, sin amistades ni influencia alguna, ignorando el idioma, y con plena lucidez, con total constancia de la vida. Mi madre conoce esas simples coartadas, esas vagas anotaciones. Las sabe porque yo las sé. Y porque mis actos son pura consecuencia de su silencio, de sus réplicas tullidas, de su azoro femenino.
Dijo Thomas Merton, y en todos lados está, que “Vallejo es el más grande poeta universal después de Dante”. Yo pudiera decir algo mejor. Decir que con Los heraldos negros -solo con el poema, sin adentrarnos en el poemario, sin transitar ese arco profundo hasta salir por Espergesia-, le hubiera bastado. Decir que Trilce no es el humo ni la vanguardia, sino el verso que se devora, el caos magnífico, la esquina innegociable y temblorosa del alma.
Decir que Poemas humanos, por su parte, es la imagen arrancada del músculo, un labio y medio, el estornudo en la tormenta. Aquí, pasmosamente, todo tiene su causa. No hay nada parecido (no digo mejor o peor) ni en la literatura, ni en el cine, ni en la realidad, ni en la alegría, ni en el santísimo infierno. La angustia por la angustia y a su vez las temibles circunstancias, el raído ajuar de la pobreza. Y decir, por último, yo pudiera, que España aparta de mí este cáliz es lo anterior, pero en sentido inverso. Y más tarde, al límite de la noche, pudiera callarme, sabiendo que a la larga no he dicho nada.
Sin embargo, yo quisiera apuntalar lo único importante: esa sensación amarga de que afuera retumbaba un ejército feroz, de que la ventana era un recuadro frágil, el salto a otra lejana dimensión, de que la noche era un desasosiego inútil, una encomiable mentira. Así me figuraba el mundo cuando desconocía, y era fuerte, y bueno, y empezaba a tantear en el delirio, y a meter la mano y a tratar de entender y de pensar como piensan los muertos, con ideas rectas, sin equivocaciones, pero he aprendido que los muertos solo se dedican a molestar, con laboriosa paciencia, caídos en la cuenta (según dijo un cadáver memorable) de que ya van siendo la mayoría. Y Vallejo es un muerto donde los haya. Pero las cosas no funcionan de ese modo. De lo contrario nadie duraría tantos años, nadie soportaría tanto desgaste, tanta eternidad acumulada en los huesos.
Ahora sé que no voy a salir. Y que la poesía no está para explicar. Sino para crear una imagen imprecisa de una verdad imprecisa, una fuga de la distancia, una distensión en el tiempo. Lo verdaderamente sano, lo que dicta la experiencia, es empaparse de soslayo, a través de un tercero, como hace mi madre, más inocente y más perfecta que nadie, mientras sirve la mesa y ordena los cubiertos.
Existe una enigmática fotografía, un fulminante primer plano donde Vallejo medita con sumo interés. Está sentado encima de una tumba, posiblemente encima de su propia tumba, vestido con un elegante traje negro, con el codo de la mano derecha apoyado en un bastón, la cabeza a su vez apoyada en la palma de la mano, el sombrero de la época encima de la rodilla izquierda, la mirada de andino dolorosamente perdida, y ya ahí, en ese mínimo y último instante, no se puede saber si está mirando hacia el pasado o hacia el futuro, si está viendo lo que nadie más ha podido ver o si sencillamente está esperando el acta de defunción, el ridículo decreto de su inexistencia.
Era un hombre bello César Vallejo. Un hombre hermoso como no hay mujer, como solo son las madres, los tersos poetas. Y ante la nítida evidencia del retrato, sospecho que ese rostro incluye los antojos de una inefable profecía, las callejuelas lúgubres de Montparnasse. Pues Vallejo, que en un célebre poema previó su muerte, y la fijó en París para un jueves de aguacero, vino a fallecer un viernes. Un viernes 15 de abril. Un día igual a este, con las mismas señas. Pero todo eso en un plano puramente real. Porque en el otro, en el plano verdadero, el hombre murió un jueves, tal y como hoy, sepámoslo, también es jueves, y es este el idéntico, escurridizo y casi olvidado día del cual todos tenemos ya el recuerdo; es esa fuga de lo inalcanzable, de la misma manera que mi madre no es mi madre, sino un irrenunciable origen, el abismo en el abismo, y ahí dormita la razón de por qué yo no le puedo dedicar unos versos -en el mejor de los casos incautos-, porque ella aparenta el poema más absurdo, el signo más violento.
Siempre he pensado que las tumbas fungen como úteros. Son transitorias. Y hay muertos que nunca nacen, y hay otros que no se quieren morir.
Cuando César Vallejo apareció en la planicie de este mundo, por Santiago de Chuco, a 3500 metros de altitud, en 1892, hubo un cielo cerrado, gris, y poco, poquísimo aire batiendo sobre el lugar. El cadáver, siempre hambriento, siempre al límite de la pobreza, acompañado por Georgette, a las nueve y veinte de la mañana, de aquel viernes santo otoñal, en la oscura Europa de 1938, fue pura simulación. Meses después Stalin volvía a traicionar. Franco ganaba en España. Hitler invadía Polonia. Un fortuito médico, el doctor Lejard, no supo que Vallejo estaba muy cansado. Que murió de un renovado paludismo.

Carlos Manuel Álvarez

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