lunes, abril 02, 2012

Defensa de la Revolución



La foto llegada por agencia quedó rodeada de las que habían pedido al archivo. El jefe de diagramación, con una enorme lupa, las cotejó: las cejas, la frente, la inserción del cabello. “Creo que es”, dijo. De todos modos, quedaba un margen: lo habían matado decenas de veces. Fue el anuncio oficial de Fidel el que ya no dejó dudas. A partir de su confirmación, la izquierda del continente comenzó la dura tarea de aceptar que había perdido al mejor de los suyos. Qué bien le cuadra a Guevara lo que Clara Zetkin escribió de Rosa Luxemburgo: “La ofrenda de su vida a la idea no la hizo tan sólo el día de su muerte; se la había ido dando ya, trozo a trozo, en cada minuto de su existencia de lucha y de trabajo. Por esto podía legítimamente exigir también de los demás que lo entregaran todo, su vida incluso, en aras del socialismo”.
La muerte, también para él, estaba dentro de la baraja, era un dato con el que se debía contar, un riesgo calculado para aquellos que alguna vez fueron llamados “muertos con licencia”, la contingencia no deseada de una actividad enriquecedora y hermosa como pocas. Los que jamás sintieron esa plenitud podrían hablar después, echando mano de la literatura o, lo que es peor, del psicoanálisis, del ideal generacional del fin temprano, de la muerte heroica, de la insidiosa seducción del suicidio. En suma, una suerte de alucinación sectaria –y acaso fascistoide– a la que sólo la impronta romántica y un aventurerismo de tintes malrauxianos diferenciaba de los ritos autosacrificiales de Waco o de Guyana. Esa estupidez desmesurada, mezcla de incomodidad y autojustificaciones, que ha propiciado textos de pretendido alcance teórico no es materia de discusión porque la reflexión sobre la muerte ocupa poco espacio en la literatura revolucionaria: la revolución, mal que les pese a los aprendices de filósofos, ya tiene bastante con ocuparse de la vida.
No eran por tanto su carácter de combatiente, ni la consecuencia, ni la entrega los que habían hecho del Che “el Che”. Esas virtudes, aunque se manifiesten con intensidad incomparable en ella, ni siquiera son patrimonio de la revolución. El Che era “el Che” porque le había devuelto actualidad a la revolución, había repuesto en el “orden del día” esa convulsión que abre las puertas a un nuevo orden, la recuperaba como razón de ser del pensamiento y de la acción. El futuro –por el Che y por Fidel y por la Sierra Maestra– era ya; en el hoy estaba inscripta la posibilidad del mañana y el mañana era inseparable de la toma del poder. Esa revolución que encarnaba el Che tenía un rasgo esencial: o socialista o caricatura de revolución. Así, el Che se alineaba de un lado de la polémica que enfrentaba modelos y dividía las militancias: si se trataba de una revolución antiimperialista, democrática o redondamente socialista con tareas de ambos signos. Era el Che quien estaba en lo cierto y por si quedaban dudas allí, muy cerca, Nicaragua se bañaría en las mismas aguas del fracaso argelino.
Esta es, para muchos, la importancia de Ernesto Guevara; otros, como Eric Hobsbawm, han preferido otorgarle el beneficio que se les da a los personajes menores, dos líneas en la Historia del Siglo XX, una treintena de palabras cargadas de sorna: el camarada “apuesto y errante” de Fidel. Un bello Vito Dumas, un coronel Lawrence latino. No suelen ser generosos los profesores con el Che. Es verdad que los profesores han sustituido a los teóricos y, últimamente, son proclives a sostener cosas extrañas: que ha surgido una manera de “cambiar el mundo sin tomar el poder. Porque pensar en la toma del poder implica posponer la revolución hasta el día mágico. Y el problema es que tal día mágico no existe. Por eso es postergar la revolución hasta quién sabe cuándo”; construir “un hacer diferente”; “una nueva forma de sociabilidad”, John Holloway dixit, en el mejor estilo de las tertulias televisadas donde el mundo se cambia con una mirada introspectiva y mejorando las cosas “cada uno desde su lugar”. ¿Y cuál es el lugar de cada uno?, habría que preguntarse. En la respuesta estaría siempre implícita la contestación del Che a quien lo indagaba sobre el rol de los intelectuales: “Vea, yo era médico”.
Pero, bueno, los estrados académicos entienden poco de magia y todavía menos de acción; son refractarios a la comprensión del vértigo, del “flash” que producen la caída de un mundo y el desafío caótico de edificar otro. Sólo los que forjan la revolución con sus miserias y sus grandezas conocen ese estado de incredulidad y ensoñación ante el espectáculo de la realidad subvertida, ante ese cuestionado “día mágico” en que “la suma conciencia teórica de la época se fragua con los actos más inmediatos de las masas más bajas, miserables y alejadas de la teoría. Esta unión creadora –expresaba Trotsky de manera admirable– de lo consciente y lo inconsciente es lo que suele llamarse inspiración. Las revoluciones son momentos de arrebatadora inspiración de la historia”.

Susana Viau

No hay comentarios.: