sábado, abril 07, 2012

La crisis, cuatro años después. ¿Por qué es más bien Marx y no Keynes quien regresa?



Paradojas de la historia, que se suman a las recurrencias efectistas de cierta prensa norteamericana. El semanario Newsweek publicó hace unas semanas una amarga reflexión de Robert Samuelson a cuatro años de comenzada la crisis de las hipotecas subprime, titulada “Bye-Bye Keynes” (19/12/2011). Se trata del mismo medio que, hace algo más de veinte años, proclamaba alegremente en su tapa la muerte de Marx, embriagado por la avanzada de la restauración burguesa en los ex Estados obreros degerados de la URSS y Europa del Este. Este semanario disecciona ahora la impotencia de las recetas diseñadas desde los años treinta en adelante bajo inspiración de las teorías del principal economista del siglo XX, que como nadie trabajó en el empeño de crear líneas de acción para que el modo de producción capitalista lograra sobreponerse mediante la intervención pública a sus propias contradicciones. Piedra filosofal cuya búsqueda no podía más que resultar infructuosa, siendo finalmente la Segunda Guerra la única vía que permitió restablecer plenamente las condiciones para un nuevo boom capitalista bajo comando del imperialismo norteamericano, al precio de una formidable destrucción de fuerzas productivas, incluyendo millones de personas aniquiladas (ver al respecto Paula Bach, “Apuntes a propósito de Keynes, el marxismo y la época de guerras, crisis y revoluciones”, en Lucha de Clases nº 9).
Los primeros tiempos de esta crisis iniciada en 2007, y profundizada a partir de la quiebra de Lehman Brothers en setiembre de 2008, dieron mucho que hablar sobre una vuelta en simultáneo de Marx y de Keynes. Pero cuatro años de crisis han cambiado profundamente este panorama. Muchos vieron en los comienzos esta crisis como una falla del neoliberalismo, de la falta de Estado como regulador, lo que dio lugar al desenfreno e irresponsabilidad financieras. Se trataba entonces de restablecer el lugar del Estado como disciplinador, y todo volvería a ponerse en orden en poco tiempo. Estas ideas no sólo estuvieron presentes en sectores de izquierda o progres: el 28 de setiembre de 2008, el presidente de Francia Nicolás Sarkozy sostenía que era necesario repensar el modelo de Estados liberales puros, sin capacidad de intervención en el mercado. La crisis era el catalizador para el comienzo de una nueva época, el retorno a un paradigma de regulación económica, finanzas controladas, y hacia un nuevo patrón distributivo, menos regresivo. “Esta vez es diferente”, “hemos aprendido las lecciones de 1930”, son varias de las afirmaciones que se escucharon desde que los “brotes verdes” de una incipiente recuperación comenzaron a verse durante 2009.
Pero las esperanzas de que esto había sido suficiente para pasar el mal trago empezaron a caer bajo el agobiante peso de una crisis que desafía las ingenierías hechas para contenerla. Cierto: a pesar de la fuerte caída del comercio y la actividad económica en los primeros meses que siguieron a la caída de Lehman, los masivos planes de estímulo, y la hiperactividad de los bancos centrales para inyectar liquidez y reservas en los bancos, evitaron hasta el momento una depresión como la de los años ’30. No hay parangón con lo ocurrido en esta ocasión. Aunque la producción industrial mundial se redujo en un 13% entre fines de 2008 y la primera mitad de 2009, la caída de la misma había sido de casi un 40% en la década de 1930. Las tasas de desempleo de América y Europa se elevaron a algo más de un 10% en la reciente crisis, se estima que superaron el 25% en la década de 1930.
Pero hasta ahí llega la cosa. Control de daños y resolución de la crisis son cosas muy distintas. Y la crisis, lo estamos viendo, no puede resolverse a fuerza de estímulos. Las medidas de contención de la crisis, tomadas en 2008 y 2009, sirvieron para comprar tiempo. Pero el corazón de los problemas, vinculados a los activos “tóxicos”, “infección” que corroe a las instituciones financieras, permanece intacto. Una montaña gigantesca de activos incobrables sigue afectando los balances de las insituciones financieras de EEUU y Europa. Y, desde 2010, a esto se suma una nueva “infección” que corroe las finanzas globales: la crisis fiscal de numerosas naciones europeas, que no es otra cosa que el costo de socializar los quebrantos privados (los de los bancos, no los de los millones de individuos que perdieron sus casas y empleos, y en el mejor de los casos lograron un seguro por unos meses).
Y no es que los cimientos -ideológicos y políticos- del edificio neoliberal no se hayan visto sacudidos. Como señala un artículo reciente del Financial Times, la crisis barrió “las certezas antiguas sobre la imparable marcha de los mercados” (Gideon Rachman, “Por qué me siento extrañamente austríaco”, 4/1/2012). El mismo artículo señala que durante los años de ofensiva burguesa (1978-2008) “a pesar de las diferencias nominales entre los comunistas de China, los capitalistas de Nueva York y la izquierda blanda de Europa, sus acuerdos eran más llamativos que sus enfrentamientos. Los líderes políticos de todo el mundo hablaban el mismo idioma sobre fomentar el libre mercado y la globalización”. Este consenso se ha hecho añicos, bajo los golpes de la crisis. Sin embargo, este lugar no ha sido reconquistado por los impulsores de políticas de tipo keynesiano. Como reacción a las ideas y políticas que orquestaron la ofensiva neoliberal, “no existe ninguna nueva teoría que haya establecido una ‘hegemonía’ ideológica, utilizando el concepto que hizo famoso Gramsci. Sin embargo, algunas ideas están cobrando una nueva fuerza. En términos generales, las cuatro tendencias más fuertes que están surgiendo son las siguientes: la tendencia populista de extrema derecha, la socialdemócrata-keynesiana, la hayekiana-libertaria y la socialista anticapitalista”.
Pero, incluso donde gobiernan los “socialdemócratas”, como Rachman considera que es el caso de EEUU con Obama, los keynesianos desesperan. Basta con leer las columnas de Krugman durante los últimos tres años (lo mismo podríamos nombrar a James Kenneth Gallbraith o algún otro), para ver la considerable distancia entre las políticas tomadas frente a la crisis y sus propuestas. El “keynesianismo” implementado para enfrentar la crisis tiene gusto a poco para estos economistas.
Esto autores ponen hincapié en las anteojeras ideológicas de los demócratas, o en el bloqueo político impuesto por los republicanos para explicar la pusilánime respuesta estatal frente a la depresión de los “animal spirits”. Sin duda, este es un factor en juego. La recuperación republicana en las elecciones de medio término y la ofensiva del Tea party han permitido acotar muchas iniciativas demócratas, y el año pasado casi empujan al default técnico por su negativa a aceptar una ampliación de los límites para el endeudamiento federal.
Pero el problema es bastante más profundo, y tiene mucho que ver con cambios duraderos que catalizó la crisis iniciada en 1929, aquella que fue una al calor de la cual Keynes terminó de ordenar las ideas que se plasmarían en la Teoría General… en 1936. Como señala Robert Samuelson, “cuando Keynes escribió la Teoría general del empleo, el interés y el dinero a mediados de los años ’30, los gobiernos de la mayoría de las naciones más ricas eran relativamente pequeños y sus deudas eran modestas. El gasto deficitario y la inversión para empujar la recuperación eran respuestas posibles a las depresiones económicas”. En cambio, en la actualidad, el peso de los gastos corrientes del Estado en la economía es mucho más elevado. El gasto público en EEUU, rondó en 2010 un 35% del PIB. Una primer implicación de esto, es que el aumento del gasto tendría que ser proporcionalmente mucho más considerable que en tiempos de Keynes para tener un efecto importante en la economía. La segunda es que, al gastar regularmente más, y financiar buena parte del gasto con deuda, los gobiernos “están por lo general cargados con deudas públicas masivas”. Para el autor, esto ultimo es de nodal importancia. “Los remedios keynesianos standard frente a las recesiones –más gastos y menos impuestos- presuponen la disposición de los mercados de bonos a financiar los déficit resultantes a tasas de interés razonables. Si los mercados se niegan, las políticas keynesianas no funcionan. Los países pierden control sobre sus economías”. Aunque esto no caracteriza la situación que afronta EE.UU. hoy, ya que a pesar de que el monto de la deuda supera holgadamente al monto de la producción anual, no han surgido problemas para financiarse mediante bonos, el planteo ilustra bien los problemas de las economías más débiles de la zona Euro, que hoy se han transformado en una amenaza de disolución de la misma. Para Samuelson “hay otras razones por las que las políticas keynesianas podrían fallar o verse debilitadas. Pero estas palidecen en comparación al potencial veto que hoy representan los mercados de bonos. Irónicamente, la pasada sobreutilización de los déficits públicos compromente su utilidad actual para combatir el elevado desempleo”. Cierto, no en todos los países se partía de una “sobreutilización” del déficit, de hecho España contaba con un importante superávit, y la carga de la deuda no es tan aplastante en países como España, que muestra una proporción deuda/PIB menor que Estados Unidos o Gran Bretaña. Pero el veto ocurre de todos modos, alzándose como una barrera a cualquier intervención estatal que no sea el recorte de gastos.
Como EEUU no está en la situación crítica de Europa, keynesianos como Krugman o Gallbraith vienen insistiendo desesperadamente señalando la importancia de romper el cerco político republicano y encarar medidas de gasto más poderosas. Sin embargo, son varios los que ponen límites a la idea de que EEUU no afrontará problemas de financiamiento. El problema de la deuda norteamericana está estrechamente asociado al crónico déficit comercial de ese país. En los últimos treinta años (y sobre todo desde mediados de los ’90 cuando el dólar se volvió una moneda muy fuerte en la relación de cambio con otras divisas internacionales como el yen, la libra, el marco alemán y posteriormente el euro) este desbalance en el comercio con el resto del mundo comenzó a ser un factor de peso creciente sobre la economía norteamericana. Por los niveles que ha alcanzado, sumado al importante déficit fiscal que ocasionaron los recortes de impuestos a los ricos que hizo Bush en su primer año de gobierno, este drenaje resta márgenes para manejar la política norteamericana frente a la crisis. EEUU no sólo necesita financiar su gasto público, sino que debe hacerlo apelando a la venta de bonos en el exterior. Por eso los partidarios de la ortodoxia económica no dejan de señalar –a pesar de su anteojera neoclásica- algunos aspectos ciertos. Es el caso de Barry Eichengreen en su artículo “Los déficit norteamericanos futuros y fuera de control”, que señalan los límites para el crecimiento continuo de la deuda norteamericana:
Dadas las bajas tasas de interés y la persistente debilidad de la economía norteamericana, sería tentador para el gobierno de los EEUU seguir manteniendo déficits y continuar emitiendo más deuda. En algún punto, sin embargo, los inversores van a reconocer este comportamiento como el esquema Ponzi (1) que es. Entonces comprenderán que las alternativas reales al acertijo que entrentan los EEUU en última instancia se reducen a medidas para hacer caer el valor real de la deuda, presublemente mediante inflación.
Esta perspectiva podría, para este economista, ocasionar una reticencia a aumentar los activos de deuda norteamericana, aún antes de que se verifique un sendero inflacionista. Más aún, “los inversores extranjeros podrían directamente dejar de estar dispuestos a mantener títulos en dólares”, vendiendo sus colocaciones. La conjugación de ambos movimientos podría significar un rápido aumento de las tasas de interés. Pero además, esto podría repercutir en el terreno comercial, golpeando aún más el rol del dólar en el comercio mundial. “Anticipando una continua depreciación del dólar, los residentes de otros países no verán motivo para arriesgarse valuando sus exportaciones en dólares”. Finalmente, concluye: “si la historia sirve de guía, este scenario se va a desarrollar no gradualmente, sino abruptamente. Inversores previamente crédulos se levantarán una mañana y concluirán que la situación está más allá de la salvación. Se apresurarán a salir. Las tasas de interés en los EEUU se dispararán. El dólar caerá. Los EEUU sufrirán el tipo de crisis que experimentó Europa en 2010, pero magnificada”. Por supuesto así como Krugman minimiza el problema de la deuda para defender una política de mayor gasto, este economista ensombrece las perspectivas y exagera los tiempos. Pero el punto vale; el gobierno norteamericana, sin los apuros europeos, afronta sin embargo una fuerte reducción de sus márgenes de acción producto de los pasivos acumulados en el extranjero.
Este panorama sombrío explica que la bancarrota neoliberal no haya podido significar más que una brevísima bienvenida a Keynes, a quien los medios ya le cantan sus adioses. Europa se debate entre los la férrea disciplina impuesta por Alemania, que con ciertos rasgos que emparentan a Merkel con los “austríacos” del artículo de Financial Times, muestra una disposición a salvar a la Europa de Maastrich, y a defender al Euro a fuerza de austeridad fiscal -o hundirla en el camino- (y mirando con horror la perspectica de mayores intervenciones del Banco Central que debiliten al Euro o masivos salvatajes a las naciones en quiebra) y el populismo de extrema derecha. El Partido de la Libertad en Países Bajos, los Auténticos Finlandeses, el Frente Nacional de Le Pen en Francia y la Liga Norte en Italia son sólo algunos ejemplos. Apuntando contra los acuerdos de la Unión Europea como causantes de la crisis, la globalización, y los inmigrantes, bajo el calor de la crisis todas estas alternativas empiezan a mostrar fuerza. La hostilidad hacia el islam vincula a estas fuerzas con partes del movimiento del Tea Party en Estados Unidos.
¿Y si miramos al sur? ¿Podemos decir que emerge Keynes en los emergentes? Un artículo reciente del The economist, “El ascenso del Capitalismo de Estado”, resalta -en un modo interesadamente exagerado- que allí esta surgiendo una “potente alternativa: el capitalismo de Estado, que busca fusionar los poderes del Estado con los poderes del capitalismo. Depende del gobierno seleccionar a los ganadores y promover el crecimiento económico. Pero también utiliza las herramientas capitalistas tales como cotizar en bolsa las compañías estatales y aceptar la globalización”. Para este artículo, esto está varios pasos más allá de la experiencia alemana bajo Bismark en la década de 1870, o el Japón desde 1950, tanto por la escala como por las “herramientas sofisticadas” que utiliza. Para este reporte, países como Brasil, Rusia y China, donde respectivamente la propiedad estatal en las empresas cotizantes en bolsa es de 38%, 62% y 80% respectivamente, “refleja el futuro más que el pasado” y se trata del “más formidable adversario que el capitalismo liberal ha enfrentado hasta ahora”, a pesar de que señala, con escepticismo que sus capacidades son más dudosas “cuando se trata de innovar más que alcanzar, y corregirse cuando ha tomado un rumbo equivocado”.
Sin embargo, indicar que acá está el futuro parece exagerado. Por empezar, porque el éxito en buena parte de los casos reseñados está asociado a las tendencias económicas globales que la crisis de 2007 ha dañado severamente. No sólo porque muchos de ellos, como es el caso de China, recibieron ingentes inversiones de las grandes multinacionales europeas, norteamericanas y japonesas. Como ha ocurrido en la mayor parte de las experiencias históricas, el “capitalismo de Estado” surge en estrecha asociación al mercado mundial; ya sea apropiándose de rentas vinculadas a la exportación de hidrocarburos o mercancías agrarias, o mediante la exportación de manufacturas baratas sobre la base de una fuerza de trabajo superexplotada, como es el caso de muchas naciones asiáticas. Cierto es que la bancarrota liberal ha operado en todo el mundo como un “piedra libre”, dando argumentos para la discrecionalidad estatal y desacreditanto los criterios de “disciplina” comandada por “los mercados”. La propia crisis obligó también a un salto en los niveles de intervención estatal en los países emergentes, para enfrentar la caída de la demanda externa, aumentando el gasto público, los créditos a tasas subsidiadas y la inversión pública en distintas áreas. Pero estos cambios se inscribieron en una tendencia previa; los casos de “capitalismo de Estado” reseñados por el artículo son un producto genuino del boom de la última década, en casos como el de Brasil, o de los años neoliberales, en casos como el de China. Otro punto sobre el que no debemos engañarnos: las defensas que las naciones “emergentes” pudieron oponer frente a la crisis desde 2008, no son producto de las virtudes de las políticas “anticíclicas” de los Estados intervencionistas, sino básicamente el correlato del enorme déficit de la economía norteamericana, que se tradujo en excedentes comerciales -especialmente para las naciones asiáticas- que engrosaron las reservas de los bancos centrales. Este crecimiento asiático liderado por las exportaciones repercutió en las economías del Cono Sur americano, que también pudieron amasar dólares de reservas que acolchonaron frente a la crisis, y que en muchos casos por la vía de impuestos permitieron engordar al fisco y reproducir en pequeña escala experiencias de “capitalismo de Estado”. Con las bajas perspectivas de crecimiento en Europa y los EEUU, estos “capitalismos de Estado” estrechamente asociados al crecimiento del mercado mundial enfrentarán fuertes disyuntivas.
En cierta medida, podemos decir que este embellecimiento de las perspectivas sobre las naciones emergentes, es otro episodio de la “vuelta de Keynes” que no se ha producido. Entiéndase: no decimos que el Estado no haya realizado ni vaya a seguir realizando fuertes intervenciones económicas, y mantener la administración de numerosas empresas. Cosas que -no nos engañemos- aún en los momentos en que más ensordecedor fue el discurso neoliberal, ocurrieron ampliamente en las últimas décadas2. Lo ilusorio es creer que estos regímenes que se conformaron en una relación simbiótica con el capitalismo liberal en el resto del mundo, pueden ser una alternativa, cabalgando las contradicciones de la crisis en vez de ser arrastrados por ellas.
Mientras medios como el The economist se encandilan con estas fusiones de Estado y mercado, cada día aumentan las señales de que las turbulencias iniciadas en Wall Street en 2007/2008 no dejarán a resguardo a ningún rincón del planeta. En el caso de China, las medidas tomadas desde 2008 para alimentar la demanda interna han generado numerosos efectos adversos, y la manera de enfrentarlos genera discusiones cada día más tensas entre los impulsores de distintas alternativas. Sobreinversión en infraestructura, explosión del endeudamiento a nivel de los Estados, sobrevaluación de las propiedades inmobiliarias, dificultades para crear un mercado solvente para los sectores productivos orientados hacia el alicaído mercado mundial, inflación, conflictividad laboral en las regiones del Este, donde la fuerza de trabajo es más costosa, y conflictos con las poblaciones agrarias desplazadas, son algunos de los puntos más complejos. Por eso, allí también “los debates políticos en China sobre la función del Estado en la reflación de la economía también enfrentaban a los hayekianos contra los keynesianos”. Lo que se ha visto en los últimos meses, es que el Gobierno ya ha tomado medidas para enfriar el envión de la economía. La restricción a los créditos es el mejor ejemplo del deseo de las autoridades chinas de ir pisando el freno. La inflación pasó del 1,5% en enero de 2010 a 6,5% en julio de 2011. Descendió a 4,1% en diciembre, lo cual está asociado a otras señales de desaceleración económica. Y planea la sombra de una probable caída del mercado inmobiliario.
Todos estos reacomodamientos “posneoliberales” tienen como raíz común la crisis, pero en la mayoría de los casos se trata de instancias en tránsito. Entendida la crisis como un proceso orgánico, catalizador de las contradicciones que caracterizaron la acumulación de capital durante la restauración burguesa, y no como una seguidilla de “episodios” disociados como tienden a hacer algunos análisis pretendidamente marxistas (como Rolando Astarita, quien cerró la crisis de 2008 con la declaración oficial de salida de la recesión, como si en ese mismo momento no fuera ya evidente que las medidas tomadas para sacar la economía de la depresión no atacaron las cuestiones de fondo, y generaron además nuevos problemas, que un análisis de las perspectivas debía problematizar aunque en lo inmediato pudiera reconocerse la salida de la recesión en EE.UU.) podemos entender por qué su desarrollo deja en el camino las alternativas que abrigan la esperanza de conciliar las contradicciones mediante la acción estatal. Esta idea, compartida por los que Financial Times define como “socialdemócratas-keynesianos” y por los “capitalistas de Estado” de The economist, cada vez encuentra menos resquicios para afirmarse, en una crisis que preanuncia para 2012 una nueva caída económica global, igual o peor que en 2008. Un punto común que unió a estas políticas, fue la idea de había que “pasar el chubasco”, tomar medidas de contención para volver a crecer como en los tiempos previos a la crisis.
En las antípodas, Alemania busca llevar a la Europa de los 26 (sin Gran Bretaña) por el camino de la austeridad, en la expectativa de que esta reestructuración -cuyo principal blanco de ataque son las conquistas obreras y remanentes del “Estado benefactor”- pueda mejorar el panorama de Europa en relación a los polos competidores. Las iniciativas impulsadas, como una ampliación del tratado de Maastrich que extienda la disciplina fiscal a los países de la Unión que no estaban en la zona Euro (con la autoexclusión de Inglaterra), buscan profundizar la cohesión y la integración, y en lo inmediato han creado condiciones para una mayor intervención del Banco Central Europeo comprando deuda de los países e inyectando liquidez a los bancos. Sin embargo, con la profundización de la depresión económica en las naciones más comprometidas, las medidas de austeridad podrían tener un efecto contrario al esperado, impidiendo cerrar las cuentas, empujando a esos países a la quiebra y amenazando por lo tanto la integración europea. Podría terminar entonces como una gran aventura con consecuencias catastróficas.
El resultado es que la gestión de la crisis, que los capitalistas y sus representantes gubernamentales pueden seguir intentando gracias a que las respuestas obreras y populares no han logrado desbaratar los ataques capitalistas (en lo cual el peso de direcciones sindicales conciliadoras tiene una responsabilidad de primer orden), se encuentra enredada en un laberinto, sin ninguna estrategia sencilla que pueda prometer éxito. En este entuerto, se hace también cada vez más difícil de sostener las iniciativas coordinadas. Si muchos se ilusionaron con “un nuevo gobierno mundial” del G-20 para mantener iniciativas coordinadas, lo que allí se discute es cada vez menos relevante. El avance de los populismos de derecha es una de las amenazas más visibles para las relaciones económicas internacionales. Pero esta avanzada se ve fortalecida por la recurrente comprobación de que es poco lo que la “coordinación” puede ofrecer. Cuando se trata de barajar y dar de nuevo, de reestructurar la economía global -eso es lo que pone en juego esta crisis histórica- no hay manera de arbitrar pacíficamente quien gana y quien pierde. El camino hacia la autarquía, el proteccionismo, y con ellos las tensiones geopolíticas más agudas, está pavimentado. Contrariamente a la idea todavía dominante en varios ámbitos (Ver por ejemplo Claudio Katz, Bajo el imperio del capital, Luxemburg, Buenos Aires, diciembre de 2011) la integración creciente del espacio económico mundial, hace más, y no menos ríspidas las tensiones entre los actores. Esto puede permanecer relativamente velado en un contexto de expansión y donde las fracciones del capital se cohesionan contra el trabajo y los sectores populares. Pero una crisis histórica como la que estamos viviendo, que plantea como necesidad cambios profundos en las relaciones internacionales (y un seguro “downsizing” del rol norteamericano en el mundo) tiende a ponerlo en el centro de la escena.
Desde el punto de vista estratégico, entonces, todos los intentos de intervenir desde el Estado para poner razón en la irracionalidad característica de este modo de producción, están destinados al fracaso. Por eso, podemos decir, que es Marx y no Keynes quien regresa. Estamos presenciando una nueva comprobación de que los planteos de tipo keynesiano no son una alternativa a la barbarie del capital, sino apenas una de las herramientas en su arsenal. Marx pone de relieve un conjunto de contradicciones que caracterizan el desenvolvimiento del modo de producción capitalista, entre las que se destacan aquella se se produce entre la socialización creciente de las fuerzas productivas y apropiación privada de los frutos de la producción; entre el afán capitalista de producir como si un hubiera límite para acrecentar la ganancia y la base estrecha para la realización de las mercancías que imponen las relaciones de producción capitalistas; entre la presión competitiva que lleva a los capitalistas a reemplazar trabajo vivo por maquinaria, y el resultado al que conduce esto a nivel agregado, que es la reducción de la tasa de ganancia. Ese conjunto de contradicciones desplegadas a lo largo de El capital, explican por qué la crisis y sus consecuencias para los explotados son un resultado necesario de este modo de producción, y que sólo pueden superarse aboliendo la causa de origen: las relaciones de producción capitalistas, la separación entre sujeto y objeto del trabajo que se impone con la propiedad privada de los medios de producción y la transformación de la fuerza de trabajo en una mercancía sometida al comando del capital.
El capitalismo afronta su mayor crisis de legitimidad desde los años ’30. La bancarrota ideológica es de tal magnitud que hasta las elites financieras llegan a cuestionar la eficacia del capitalismo, como hemos visto en el Foro de Davos. El propio fundador del Foro Económico Mundial, Klaus Schwab, sostuvo que “el sistema capitalista en su forma actual no encaja en el mundo de ahora”.
Que entre las cuatro tendencias surgidas de la debacle de la ideología neoliberal un medio como Financial Times identifique un sector anticapitalista-socialista, es indicativo del descontento que empieza a generar en millones en todo el mundo, las alternativas que presenta este sistema a los explotados. Si 2010 se inició con la primavera árabe, que muestra especialmente en los procesos revolucionario de Egipto y Tunez un importante vigor a pesar de los intentos de contenerla y desviarla, durante este año hemos visto la emergencia de los indignados en el Estado Español, cuyo ejemplo fue retomado en otros países, y Occupy Wall Street. También se puede ver en Grecia un fuerte crecimiento en la intención de voto a los partidos de izquierda anticapitalista.
Por supuesto, esta constatación no debe llevarnos a ninguna conclusión facilista. Estos movimientos empiezan a poner de relieve que amplios sectores empiezan a considerar insoportable vivir bajo el capitalismo, pero no marcan aún una perspectiva de sociedad alternativa. La burguesía, en cambio, no vacila: va a defender al capitalismo con el mayor empeño, llevándonos a una lucha despiada, imponiendo donde sea necesario dictaduras fascistas y dirimiendo sus disputas con nuevas matanzas imperialistas, precedidas por las querellas económicas cuyos primeros esbozos hemos visto en los últimos años, con la “guerra de divisas” y otros escarceos de “baja intensidad”. La disyuntiva “revolución socialista o barbarie capitalista” promete adquirir contornos dramáticos.
La construcción de alternativas afronta el desafío de superar el peso de la frustración que significó la degeneración de los Estados obreros y la caída de la URSS y de las derrotas sufridas durante las últimas décadas de ofensiva capitalista bajo la restauración burguesa. En los últimos años vimos también el rumbo liquidador de numerosas organizaciones centristas, que organizaron partidos amplios anticapitalistas (como el NPA en Francia, Refundazione Comunista en Italia y el PSOL en Brasil), que significaron un “grado 0” de estrategia revolucionaria, y el abandono de las lecciones estratégicas que había dejado más de ciento cincuenta años de lucha obrera por la revolución y el socialismo. Y que dejaron a estas organizaciones en la impotencia para responder a los ataques capitalistas, lo que explica su debacle frente a la crisis.
La única salida progresiva a esta crisis desde el punto de vista de los explotados puede pasar por una revolución obrera y socialista que nacionalice los recursos centrales de la economía para planificarlos democráticamente en función de satisfacer el conjunto de las necesidades humanas. Una planificación democrática sobre la base la base a una democracia de los consejos de trabajadores, superior a cualquiera de las formas políticas que existieron hasta ahora, que permitirá la deliberación y decisión de las más amplias masas en la determinación de su propio destino, abriendo lugar a las condiciones para la más amplia independencia y creatividad del hombre. Todo lo contrario de un régimen burocrático y totalitario, como aquel en el que degeneró la Unión Soviética. Sólo si la clase obrera acaudilla al conjunto de los explotados para avanzar en esta perspectiva podremos derrotar las variantes reaccionarias de salida a la crisis que hoy adelantan las ideologías y programas desplegados por la burguesía que señalamos más arriba. Es para luchar por esto que hace falta construir partidos revolucionarios y la reconstrucción de la IV Internacional.

(1) El esquema Ponzi es una operación fraudulenta de inversión que implica el pago de intereses a los inversionistas de su propio dinero invertido o del dinero de nuevos inversionistas. Esta estafa consiste en un proceso en el que las ganancias que obtienen los primeros inversionistas son generadas gracias al dinero aportado por ellos mismos o por otros nuevos inversores que caen engañados por las promesas de obtener, en algunos casos, grandes beneficios. El sistema sólo funciona si crece la cantidad de nuevas víctimas.

Esteban Mercatante

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