lunes, septiembre 27, 2010

Imperialismo y barbarie imperialista


El imperialismo, su carácter, medios y fines, han ido cambiando según la época y el lugar. Históricamente, el imperialismo occidental ha ido adoptando las modalidades tributaria, mercantil, industrial, financiera y, en el período contemporáneo, una forma única de construcción del imperio “brutalmente militarista”. Dentro de cada “período”, “coexisten” con el modo dominante elementos de pasadas y futuras formas de dominación y explotación imperialista. Por ejemplo, en los antiguos imperios griego y romano, los privilegios comerciales se complementaban con la extracción de pagos tributarios. El imperialismo mercantil se vio precedido y acompañado inicialmente por el saqueo de las riquezas y la extracción de impuestos, en ocasiones referido como “acumulación primitiva”, donde el poder político y militar diezmaba a las poblaciones locales y extraía la riqueza, transfiriéndola obligatoriamente a las capitales imperiales. Cuando el ascendiente comercial imperial se consolidó, empezó a aparecer cada vez más, como co-participante, el capital industrial, que se vio apoyado por las políticas estatales imperiales de manufacturación de productos que acabaron con los fabricantes nacionales locales consiguiendo controlar esos mercados locales. El imperialismo impulsó la industria moderna, combinó producción y comercio, ambos complementados y apoyados por el capital financiero y sus instrumentos auxiliares: los seguros, el transporte y otras fuentes de “ingresos invisibles”.
Bajo las presiones de los movimientos nacionalistas y antiimperialistas socialistas, los imperios coloniales estructurados tuvieron que dar paso a nuevos regímenes nacionalistas. Algunos de ellos reestructuraron sus economías, diversificando sus sistemas productivos y socios comerciales. En algunos casos impusieron barreras protectoras para promover la industrialización. El imperialismo basado en la industria se opuso primero a estos regímenes nacionalistas, colaborando con los sátrapas locales para deponer a los dirigentes nacionalistas que se orientaban hacia la industria. Su objetivo era conservar o restaurar la “división colonial del trabajo”, la producción de base que se intercambiaba por productos terminados. Sin embargo, en la tercera parte del siglo XX, la construcción del imperio industrial empezó un proceso de adaptación “saltando sobre las barreras tarifarias”, invirtiendo en formas elementales de “producción” y en el trabajo intensivo en productos de consumo. Los fabricantes imperiales contrataron plantas de ensamblaje organizadas alrededor de productos ligeros de consumo (textiles, zapatos, productos electrónicos).
Sin embargo, esos cambios básicos en las estructuras políticas, sociales y económicas, tanto del imperio como de los antiguos países coloniales, llevaron por caminos imperiales divergentes a la construcción del imperio, lo que motivó actuaciones opuestas de desarrollo en ambas regiones.
El capital financiero anglo-estadounidense consiguió aventajar al industrial, invirtiendo en tecnología altamente especulativa, biotecnología, sector inmobiliario e instrumentos financieros. Los constructores del imperio japonés y alemán decidieron modernizar las industrias de exportación para asegurarse los mercados exteriores. Como consecuencia, se aumentaron las cuotas de mercado, especialmente entre los países emergentes en la industria, como los del Sur de Europa, Asia y Latinoamérica. Algunos antiguos países coloniales y semicoloniales evolucionaron también hacia formas más elevadas de producción industrial, desarrollando industrias de alta tecnología, produciendo capital e intermediarios, así como productos de consumo, desafiando la hegemonía imperial de Occidente alrededor suyo.
En los primeros años de la década de 1990 se produjo un cambio básico en la naturaleza del poder imperial. Esto llevó a una profunda divergencia entre las políticas imperialistas pasadas y presentes y entre los regímenes expansionistas establecidos y los emergentes.

Pasado y presente del imperialismo económico

La construcción del imperio moderno de base industrial (IMI) se lleva a cabo asegurando las materias primas, explotando mano de obra barata y aumentando las cuotas de mercado. Esto se ha logrado en colaboración con gobernantes maleables, ofreciéndoles reconocimiento político y ayuda económica en términos que superaban a los de sus competidores imperiales. Esa es la senda seguida por China. El IMI se abstiene de cualquier intento de obtener posesiones territoriales, ya sea en forma de bases militares o de posiciones ocupantes “consultivas” en el núcleo de instituciones del aparato coercitivo. En su lugar, el IMI trata de maximizar el control a través de inversiones que consigan la propiedad directa o “asociación” con el estado y/o funcionarios privados en sectores económicos estratégicos. El IMI utiliza incentivos económicos en forma de subvenciones y préstamos concesionarios a bajo interés. Ofrece construir proyectos de infraestructuras de ferrocarriles, aeropuertos, puertos y autopistas a gran escala y largo plazo. Estos proyectos tienen el doble objetivo de facilitar la extracción de la riqueza y abrir mercados a las exportaciones. El IMI mejora también las redes de transporte para los productores locales a fin de conseguir aliados políticos. Es decir, que los IMI de China y la India dependen en gran medida del poder del mercado para ampliar o eliminar competidores. Su estrategia se basa en crear “dependencias económicas” para conseguir beneficios económicos a largo plazo.
En contraste, la barbarie imperial se desarrolla a partir de una fase anterior de imperialismo económico que combinó el uso inicial de la violencia para asegurar los privilegios económicos seguida del control económico sobre los recursos lucrativos.
Históricamente, el imperialismo económico (IE) recurrió a la intervención militar para derrocar a los regímenes antiimperialistas y asegurarse clientes políticos colaboradores. Posteriormente, el IE estableció bases militares frecuentemente y formó y envió misiones de asesoramiento para reprimir los movimientos de resistencia y asegurar una oficialía militar local receptiva al poder imperial. El objetivo era asegurar los recursos económicos y una dócil fuerza laboral dócil para maximizar las rentabilidades económicas.
Es decir, en esta vía “tradicional” de la construcción del imperio económico, el ejército quedaba subordinado a la necesidad de maximizar la explotación económica. La potencia imperial trataba de preservar el aparato estatal post-colonial y el equipo profesional, utilizándolos para el nuevo orden económico imperial. El IE busca preservar a las elites para mantener la ley y el orden como cimientos básicos de la reestructuración de la economía. El objetivo era asegurar una serie de políticas que se adaptaran a las necesidades económicas de las corporaciones y bancos privados del sistema imperial. La táctica principal de las instituciones imperiales era designar profesionales educados en Occidente para que diseñaran políticas que maximizaran las ganancias privadas. Esas políticas incluían la privatización de todos los sectores económicos estratégicos; la demolición de todas las medidas protectoras (“mercados iniciales”) que favorecían a los productores locales; la implantación de impuestos regresivos sobre los consumidores locales, trabajadores y empresas mientras reducían o eliminaban los impuestos y controles sobre las firmas imperiales; la eliminación de legislación laboral protectora y la ilegalización de las organizaciones independientes de clase.
En su apogeo, el imperialismo económico occidental llevó a la transferencia masiva de beneficios, intereses, royalties y riquezas espurias de las elites nativas de los países post-coloniales a los centros imperiales. En la medida en que el imperialismo post-colonial se adaptaba, los trabajadores, agricultores y empleados locales eran quienes soportaban los costes de administrar todas estas dependencias imperiales.
Aunque el imperialismo económico histórico y el contemporáneo tienen muchas similitudes, se aprecian varias diferencias importantes. Por ejemplo, tenemos el caso de China, el modelo principal de imperialismo económico contemporáneo, que no ha establecido sus “puestos de avanzada” mediante golpes o intervenciones militares, de ahí que no posea “bases militares” ni una casta militarista poderosa compitiendo con su clase empresarial a la hora de moldear la política exterior. A diferencia, el imperialismo económico occidental contenía las semillas para la aparición de una poderosa casta militarista capaz, en determinadas circunstancias, de afirmar su supremacía moldeando las políticas y prioridades de la construcción del imperio.
Esto es exactamente lo que se ha transpirado en los últimos veinte años, especialmente con respecto a la construcción del imperio estadounidense.

El surgimiento y consolidación de la barbarie imperial

El doble proceso de intervención militar y explotación económica que caracterizó al imperialismo occidental tradicional fue evolucionando gradualmente hacia una variante del imperialismo dominante intensamente militarizada. Los intereses económicos, tanto en términos de costes económicos, beneficios y cuotas de mercado global, fueron sacrificados en aras a la dominación militar.
La desaparición de la URSS y la reducción de Rusia al estatus de estado roto, debilitaron a los estados que eran sus aliados, “abriéndoles” a la penetración económica occidental, haciéndoles vulnerables al ataque militar occidental.
El Presidente Bush (padre) percibió la desaparición de la URSS como una “oportunidad histórica” para imponer unilateralmente un mundo unipolar. Según esta nueva doctrina, EEUU reinaría de forma suprema a nivel global y regional. Las proyecciones del poder militar estadounidense operarían ahora sin ningún estorbo de disuasión nuclear alguna. Sin embargo, Bush (padre) estaba profundamente incrustado en la industria petrolera estadounidense. Por tanto, trató de alcanzar un equilibrio entre la supremacía militar y la expansión económica. De ahí que la primera guerra de Iraq de 1990-91 provocara la destrucción militar el ejército de Sadam Husein, aunque sin ocupar todo el país ni destruir la sociedad civil, la infraestructura económica ni las refinerías de petróleo. Bush (padre) representó un difícil equilibrio entre dos series de intereses poderosos: por una parte, las corporaciones petrolíferas ansiosas de acceder a los campos petrolíferos de propiedad estatal y, por otra, la configuración militarista del poderoso poder sionista dentro y fuera de su régimen. El resultado fue una política imperial que perseguía debilitar a Sadam identificándole como amenaza para los estados clientelistas estadounidenses del Golfo, aunque sin derrocarle del poder. El hecho de que siguiera en su cargo y continuara apoyando la lucha palestina contra la ocupación colonial del estado judío irritó muchísimo a Israel y a sus agentes sionistas en Estados Unidos.
Con la elección de William Clinton, el “equilibrio” entre el imperialismo económico y militar cambió de forma espectacular a favor del segundo. Bajo Clinton, se nombró a varios fervientes sionistas para muchos de los puestos estratégicos de política exterior de su Administración. Esto aseguró el bombardeo continuo e inmisericorde de Iraq que destrozó su infraestructura. Este brutal giro se vio complementado con un boicot económico para destruir la economía del país y no sólo “debilitar” a Sadam. De igual importancia es que el régimen de Clinton adoptó completamente y promovió el ascendiente del capital financiero nombrando a bien conocidos elementos de Wall Street (Rubin, Summers, Greenspan y demás) para puestos clave, debilitando el poder relativo de las industrias petroleras y del gas como fuerzas motrices de la política exterior. Clinton puso en movimiento a los “agentes” políticos de un imperialismo altamente militarizado, totalmente comprometido con la destrucción de un país en aras a su dominación…
El ascenso de Bush (hijo) amplió y profundizó el papel del personal sionista-militarista en el gobierno. Las explosiones inducidas que derrumbaron las torres del World Trade Center en Nueva York sirvieron como pretexto para precipitar el lanzamiento de la barbarie imperial y auguraron el eclipse del imperialismo económico.
Mientras la construcción del imperio estadounidense se convertía en militarismo, China aceleraba su giro hacia el imperialismo económico. Su política exterior se encaminó a asegurar las materias primas a través del comercio, las inversiones directas y las empresas mixtas. Fue ganando influencia mediante fuertes inversiones en las infraestructuras, una especie de imperialismo del desarrollo, estimulando el propio crecimiento y el del país “anfitrión”. En este nuevo contexto histórico de competición global entre un mercado emergente, dirigido por un imperio, y un atávico estado militarista imperial, el primero obtuvo inmensos beneficios económicos sin coste administrativo o militar prácticamente alguno, mientras que el segundo vaciaba su tesoro para asegurar efímeras conquistas militares.
La conversión del imperialismo económico en militarista fue en gran medida la consecuencia de la omnipresente y “profunda” influencia de políticos de credo sionista. Los políticos sionistas combinaron habilidades técnicas modernas con lealtades tribales primitivas. Su singular búsqueda del dominio de Israel en Oriente Medio les llevó a orquestar una serie de guerras, operaciones clandestinas y boicots económicos que han paralizado la economía estadounidense, debilitando las bases económicas de la construcción imperial.
La deriva militarista de la construcción del imperio en el actual contexto global post-colonial fomentó inevitablemente las invasiones destructivas de estados-nación relativamente estables y funcionales, con fuertes lealtades nacionales. Destructivas guerras convirtieron la ocupación colonial en conflictos prolongados con movimientos de resistencia vinculados a la población general. De ahí que la lógica y práctica del imperialismo militarista llevara directamente a la barbarie y adaptación generalizada y a largo plazo del modelo israelí de terrorismo colonial contra toda una población. Esto no fue una mera coincidencia. Los fervientes defensores sionistas de Israel en Washington habían “bebido profundamente” en la fosa séptica de las prácticas totalitarias israelíes, incluyendo el terrorismo masivo, las demoliciones de casas, el saqueo de la tierra, los equipos de asesinas fuerzas especiales en el exterior, los arrestos masivos sistemáticos y las torturas. Estas y otras prácticas brutales, condenadas por las organizaciones de derechos humanos del mundo entero (incluidas las existentes en Israel), se convirtieron en prácticas rutinarias de la barbarie imperialista estadounidense.

Los medios y objetivos de la barbarie imperialista

El principio organizador de la barbarie imperialista es el concepto de guerra total. Total en el sentido de que 1) se aplican todas las armas de destrucción masiva; 2) toda la sociedad se convierte en objetivo; 3) se desmantelan, completamente, los aparatos civil y militar del estado y se reemplazan por funcionarios coloniales, mercenarios y sátrapas corruptos y sin escrúpulos. Se ataca a toda la clase moderna profesional por constituir una expresión del estado nacional moderno y se la reemplaza con bandas y clanes retrógrados de carácter étnico-religioso, bien dispuestos a los sobornos y a compartir cuotas del botín. Se pulverizan todas las organizaciones existentes de la sociedad civil y se las reemplaza con compinches del saqueo vinculados con el régimen colonial. Se desarticula la economía entera mientras se bombardean las infraestructuras elementales como las referidas al agua, electricidad, gas, carreteras y sistemas de saneamiento, junto con las fábricas, las oficinas, los lugares del patrimonio cultural, los campos cultivados y los mercados.
El argumento israelí de objetivos de “uso doble” sirve a los políticos militaristas como justificación para la destrucción de las bases de una civilización moderna. Desempleo masivo, desplazamientos de población y retorno a los intercambios primitivos característicos de las sociedades pre-modernas son los rasgos que definen la “estructura social”. Las condiciones sanitarias y educativas se deterioran y en algunos casos hasta desaparecen. La población se ve acosada por enfermedades que tendrían curación y las deformidades en los recién nacidos, como consecuencia del uso del uranio empobrecido, son las armas principales de la barbarie imperialista.
En resumen, el ascendiente del imperialismo brutal produce el eclipse de la explotación económica. El imperio agota su tesoro buscando la conquista, la destrucción y la ocupación. Incluso son “otros” los que explotan la economía residual: los comerciantes y fabricantes de estados colindantes no beligerantes. En el caso de Iraq y Afganistán, eso va referido a Irán, Turquía, China y la India.
El evanescente objetivo del imperialismo brutal es el control militar total, basado en la prevención de cualquier renacimiento económico y social que pudiera llevar a una recuperación del antiimperialismo laico enraizado en una república moderna. El objetivo de asegurar una colonia gobernada por compinches, sátrapas y señores de la guerra de carácter étnico-religioso –que proporcionan bases militares y permiso para intervenir- es fundamental en toda la concepción de la construcción del imperio de carácter militar. La eliminación de la memoria histórica de un estado-nación moderno, laico e independiente y de su correspondiente patrimonio nacional resulta de singular importancia para el imperio de la barbarie. Esa tarea se le asigna a los prostitutos académicos y publicistas afines que van y vienen entre Tel Aviv, el Pentágono, las universidades de la Ivy League y las fábricas de propaganda para Oriente Medio en Washington.

Consecuencias y perspectivas

De forma muy clara, la barbarie imperial (como sistema social) es el enemigo más retrógrado y destructivo de la vida civilizada moderna. A diferencia del imperialismo económico, no explota el trabajo y los recursos, destruye los medios de producción, asesina trabajadores, agricultores y socava la vida moderna.
El imperialismo económico es claramente más beneficioso para las corporaciones privadas pero también coloca potencialmente las bases para su transformación. Sus inversiones llevan a la creación de unas clases trabajadora y media capaces de asumir el control en los momentos culminantes de la economía a través de la lucha nacionalista o socialista. En cambio, el descontento de la población asolada y el pillaje de las economías bajo la barbarie imperial han provocado la aparición de movimientos de masas pre-modernos étnico-religiosos, con prácticas retrógradas (terrorismo de masas, violencia sectaria, etc.). La suya es una ideología adecuada para un estado teocrático.
El imperialismo económico, con su “división colonial del trabajo”, extracción de materias primas y exportación de productos terminados, llevará inevitablemente a nuevos movimientos nacionalistas y quizá, posteriormente, socialistas. Aunque el IE destruye a los productores locales y desplaza, mediante las exportaciones industriales baratas, a miles de trabajadores de la industria, hace que aparezcan una serie de movimientos. China puede tratar de evitar esto a través de los “transplantes de plantas”. En contraste, el imperialismo brutal no es sostenible porque lleva a guerras prolongadas que drenan el tesoro imperial e hieren y matan a miles de soldados estadounidenses cada año. La población interna no puede aceptar inacabables guerras imposibles de ganar.
Los “objetivos” de la conquista militar y del gobierno sátrapa son ilusorios. Una clase política estable, “arraigada”, capaz de gobernar mediante consentimiento tácito o manifiesto es incompatible con los supervisores coloniales. Los objetivos militares “extranjeros”, impuestos a los políticos imperiales mediante la influyente presencia de sionistas en los puestos clave, han asestado un golpe fortísima en contra de la búsqueda de oportunidades de las multinacionales estadounidenses mediante políticas de sanciones. El recurso a la barbarie, impulsado arriba y abajo por los altos gastos militares y por los poderosos agentes de una potencia extranjera, tiene poderosos efectos en perjuicio de la economía estadounidense.
Es mucho más probable que los países que buscan inversión extranjera acepten empresas mixtas con exportadores económicos de capital que arriesgarse a atraer a EEUU con todo su ejército y sus clandestinas fuerzas especiales y otros muchos equipajes violentos.
Actualmente, el panorama global se muestra sombrío para el futuro del imperialismo militarista. En Latinoamérica, África y especialmente en Asia, China ha desplazado a EEUU como principal socio comercial en Brasil, Sudáfrica y el Sureste Asiático. Mientras, EEUU se revuelca en guerras ideológicas imposibles de ganar en países marginales como Somalia, Yemen y Afganistán. EEUU organiza un golpe en la diminuta Honduras, mientras China firma empresas mixtas por miles de millones de dólares en proyectos alrededor del acero y del petróleo en Brasil y Venezuela y de producción de grano en Argentina. EEUU se especializa en apoyar estados rotos como Méjico y Colombia, mientras China invierte fuertemente en industrias extractivas en Angola, Nigeria, Sudáfrica e Irán. La relación simbiótica con Israel convierte a EEUU en el aliado ciego de la barbarie totalitaria y de inacabables guerras coloniales. En contraste, China profundiza sus vínculos con las dinámicas economías de Corea del Sur, Japón, Vietnam, Brasil y las riquezas petrolíferas de Rusia y las materias primas de África.

James Petras

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