sábado, septiembre 11, 2010

El legado de Allende: construir Izquierda


Hace cuarenta años, el 4 de septiembre de 1970, Salvador Allende ganó las elecciones presidenciales, aunque debió esperar ser ratificado por el Congreso Pleno. El triunfo de Allende se constituyó en un hito histórico y en una lección política que no deben olvidarse. La incansable lucha por forjar una identidad de Izquierda orientada hacia el socialismo, por fin había dado frutos. Nunca una elección presidencial en Chile alcanzó tanto dramatismo. Los ciudadanos estaban conscientes de que el país se jugaba cuestiones trascendentales que determinarían su futuro. El enfrentamiento básico era entre la Izquierda y la derecha, representadas por el senador Salvador Allende Gossens y por el ex presidente y empresario Jorge Alessandri Rodríguez. Había un tercer candidato, Radomiro Tomic Romero, de la Democracia Cristiana, con un programa que planteaba el “socialismo comunitario”, lo cual lo acercaba a las posiciones de Izquierda.
La acorralada derecha buscaba fórmulas desesperadas para defender sus intereses. No descartaba nada. A fines de 1969, un alzamiento en el regimiento Tacna, encabezado por el general Roberto Viaux, tuvo al gobierno de Frei Montalva al borde del precipicio. Grupos ultraderechistas levantaban cabeza. En el plano político, la derecha postulaba la “Nueva República”, que esbozaba elementos neoliberales y un firme autoritarismo para cerrar el paso a la Izquierda. Por su parte, la Unidad Popular, alianza amplia en torno a socialistas y comunistas, integraba al Partido Radical y a sectores cristianos desgajados de la DC que formaron el partido Mapu, y a laicos y progresistas que se definían de Izquierda. La candidatura de Salvador Allende emergía con posibilidades de triunfo. La Izquierda venía ganando terreno y un sólido movimiento sindical, organizado en torno a la Central Unica de Trabajadores, se extendía al campo a través de sindicatos agrícolas movilizados y de gran convocatoria. El movimiento estudiantil, mayoritariamente de izquierda, era potente y de alcance nacional. El movimiento de los sin casa campeaba en las principales ciudades. Existía así una amplia base social para el movimiento político que planteaba un programa centrado en la nacionalización de las riquezas básicas, en la profundización de la reforma agraria y en la constitución de un área social de la economía, conformada por la banca, los principales monopolios y empresas estratégicas. Se proponía asimismo una nueva Constitución y una institucionalidad acorde con las transformaciones que se impulsarían, una ampliación de la democracia y la real vigencia de los derechos y libertades individuales y colectivos. Era, en síntesis, lo que se conoció como la “vía pacífica al socialismo”, un proyecto inédito en la historia de la Humanidad.
Internacionalmente eran los tiempos de la Guerra Fría; la Unión Soviética y el socialismo aparecían compitiendo exitosamente con el imperialismo. En América Latina -a partir de 1959 con la Revolución Cubana- había avances populares que Estados Unidos miraba con preocupación. No quería “una nueva Cuba” en su patio trasero. Con ese pretexto había invadido República Dominicana para derrocar al gobierno democrático de Juan Bosch y en 1964, respaldó el golpe militar en Brasil que derrocó al presidente Joao Goulart. Sin embargo, no cesaba el avance de los pueblos. En Bolivia, luego de la muerte del comandante Ernesto Che Guevara en una operación dirigida por norteamericanos, se producían avances democráticos con el gobierno del general Juan José Torres (1970-71), mientras en Argentina el peronismo impulsaba el retorno de su líder, y en Perú el general Juan Velasco Alvarado se empeñaba en reformas antiimperialistas e integradoras de la población indígena. En Uruguay la situación, asimismo, era inquietante para la oligarquía. Para Estados Unidos, Chile era una pieza clave en su ajedrez de dominación regional. Ya en las elecciones de 1964 había apoyado sin tapujos la candidatura de Eduardo Frei Montalva y su “revolución en libertad”. Enormes flujos de dólares financiaron una impresionante campaña de terror contra Salvador Allende y la izquierda. El presidente Kennedy -que impulsaba la Alianza para el Progreso- imaginaba que la Democracia Cristiana en Chile podía levantarse como alternativa a la Revolución Cubana. La trayectoria de Salvador Allende como parlamentario y líder popular era impecable. Había sido ministro de Salud del gobierno del Frente Popular (1938-41) y como senador un invariable demócrata, antiimperialista y partidario del entendimiento socialista-comunista, de la unidad de la clase obrera y de los más amplios sectores sociales explotados por el capitalismo. Valiente defensor de la Revolución Cubana, memorables habían sido sus luchas contra la Ley de Defensa Permanente de la Democracia, paradigma del anticomunismo, y su constante denuncia de los manejos del imperialismo y del despojo que cometían las empresas norteamericanas Anaconda y Kennecott con el cobre chileno. Allende era un líder respetado y querido por el pueblo, que sabía que no sería traicionado por él. En muchos aspectos era un educador y un organizador notable, de ejemplar perseverancia en la lucha por la unidad de la izquierda.
En el país, la sociedad se convulsionaba. Surgían los “cristianos por el socialismo”, los estudiantes de la Universidad Católica se tomaban la casa central para imponer profundas reformas y denunciaban las mentiras de El Mercurio; se produjo la toma de la Catedral de Santiago por sacerdotes, religiosas y laicos que pedían mayor compromiso de la Iglesia con el pueblo. El país esperaba grandes cambios en el marco de un nuevo período histórico cuajado de promesas de justicia e igualdad. La campaña electoral fue muy dura. La derecha se lanzó a fondo, reeditando -corregida y aumentada- la campaña de terror de 1964. Intensificó su presión hacia las fuerzas armadas, en las cuales buena parte de la oficialidad había pasado por las escuelas de formación antisubversiva del Pentágono. El financiamiento de la CIA volvió a afluir a través de la ITT, que controlaba el monopolio telefónico. Con todo, las elecciones fueron tranquilas y, sobre todo, estrechas. Allende obtuvo algo más de un millón de votos, ganando por 40.000 mil preferencias a Alessandri, y obteniendo 36,3% del total de sufragios. Tomic obtuvo 27,84%, con más de ochocientos mil sufragios. Como buena parte de su votación era antiderechista, estaba claro que la izquierda contaba con un apoyo muy superior a la derecha.
Los resultados se conocieron en la tarde del 4 de septiembre y de inmediato Tomic reconoció el triunfo de Allende. Esa misma noche, luego de momentos de tensión -cuando tanques del ejército fueron desplegados en la Alameda- hubo una enorme manifestación frente a la Federación de Estudiantes de Chile. Decenas de miles de personas llegaron desde las poblaciones periféricas para celebrar el triunfo. Parecía que nunca el pueblo se había sentido tan alegre y esperanzado. El discurso de Allende fue emotivo y profundo. Recordó las luchas populares, los esfuerzos cotidianos del pueblo para subsistir y luchar, y asumió su triunfo como una continuidad con el Frente Popular, y antes, con el gobierno del presidente José Manuel Balmaceda -empujado a la muerte por la oligarquía- y con la lucha incansable de Luis Emilio Recabarren, organizador de la clase obrera chilena. Los sesenta días siguientes, hasta el momento en que el nuevo presidente debía asumir el mando, fueron conmocionantes. La derecha entró en pánico. Agustín Edwards, dueño de El Mercurio, voló a Estados Unidos para pedir al gobierno norteamericano que interviniera en Chile a fin de impedir que Allende llegara a La Moneda. En Washington encontró oídos receptivos en el presidente Richard Nixon y su gobierno. Se inició así una ola de actos terroristas por parte de grupos de ultraderecha (ver páginas 4 y 5 de esta edición), que recibían aliento, dinero e instrucción terrorista desde el exterior.
El 3 de noviembre de 1970, sin embargo, derrotando las maniobras y actos criminales como el asesinato del general René Schneider, comandante en jefe del ejército, Salvador Allende asumió el mando. Comenzó así el gobierno más progresista, liberador y popular de la historia de Chile. En medio de la férrea oposición y conspiración de la derecha junto con el gobierno de Estados Unidos, Allende consiguió logros notables como la nacionalización del cobre, la profundización de la reforma agraria, las políticas de salud, educación y vivienda, y avances gigantescos en el plano cultural. Se desataron las fuerzas creadoras del pueblo al influjo de un programa socialista y democrático. Los pobres de la ciudad y del campo alcanzaron el protagonismo y participación que durante decenios se les había negado. En el ámbito internacional, Chile logró un reconocimiento mundial que valorizó el intento de avanzar al socialismo en libertad. Pero este noble propósito se vio frustrado por la conspiración interna y externa, sin negar los errores de la propia Unidad Popular, que culminaron con el golpe militar del 11 de septiembre de 1973. El presidente Salvador Allende, fiel a su juramento, prefirió morir en La Moneda a traicionar la confianza del pueblo.
Hoy -como en los años que precedieron al triunfo de Allende- sigue vigente alcanzar el requisito que gestó la victoria de 1970. Aludimos a la unidad del conjunto de la izquierda, hoy atomizada. Es el paso indispensable para construir su propia identidad ideológica y programática y, desde allí, avanzar a acuerdos políticos y sociales más amplios. En América Latina hoy se abren paso tendencias revolucionarias que con sus diferentes particularidades están haciendo el camino que se intentó en Chile. De alguna manera los procesos de Venezuela, Bolivia y Ecuador reivindican la vía pacífica al socialismo, que proclamara con resuelta convicción democrática el presidente mártir Salvador Allende. Se reinician tiempos de revolución que en las condiciones contemporáneas hacen volver la mirada a la senda que abriera con su sacrificio el presidente Allende.

Manuel Cabieses Donoso / PUNTO FINAL|11-09-2010

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