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lunes, octubre 11, 2010
Los barcos chocaron con América
La conquista de América es uno de los episodios más sangrientos de la historia universal, historia a la que no le faltan, precisamente, escenas terribles.
“Los hombres cuando sueñan son como dioses, cuando piensan bestias.”
Hölderlin
Los barcos de Cristóbal Colón chocaron con América un 12 de octubre de 1492; esto es, no la “descubrieron”. Para descubrirla, aun desde esta perspectiva cuadradamente eurocéntrica, era preciso buscarla. Nadie encuentra lo que no busca –no tiene cómo–, ya que falta el concepto específico. En este caso: otro continente.
Colón chocó con el continente, porque se interponía en su camino. Buscaba una nueva ruta para importar especies, navegando hacia el este llegaría al oeste, porque la tierra –ya lo sabían los griegos– era redonda, de modo que debía aparecer en su horizonte China e India. Para los europeos del siglo XV, en geografía, no había demasiado por descubrir. Por eso, Colón ni siquiera supo que había chocado con otra cosa. A tal punto “encuentra” lo que busca, la India, que los habitantes de la isla donde desembarca no pueden ser otra cosa que indios. ¿Una alucinación personal? Ni tanto ni tan poco: después de todo, aun para Hollywood se siguió tratando de indios. Y esa terminó siendo la fórmula genérica de los pueblos originarios: indios americanos.
América no se descubrió con barco. Con América chocaron Colón, los vikingos, los caminantes que la poblaron; todos enfrentaron una geografía sin mapa, una terra incognita. Para el siglo XV, el universo conocido era mucho más pequeño. Esto es, América no tenía lugar, y su aparición trastocó el orden conceptual existente. El plano del mundo había estallado, pero nadie se había dado cuenta.
Un cartógrafo, Américo Vespucio, sentado en cubierta navega siguiendo la costa con la mirada, mientras traza un croquis provisorio, y descubre, sextante en mano, un territorio que sale de ninguna parte. La distancia permite entrever el tamaño, y obliga suponer que no se trata de una isla insólitamente grande. Dicho de otro modo, el tamaño del obstáculo que se interpone con la India tiene otro rango. Descubrir un nuevo continente contiene para cualquier tiempo un problema límite. Un territorio para el cual todo lo que se sabe previamente resulta inadecuado. Esta es la característica fundamental del nuevo relato: una historia construida con instrumentos forjados para otra cosa, con explicaciones sacadas de quicio, por eso, todo termina sonando truculento, hueco, fantástico. Es que “descubrir América” supone pensar el mundo de nuevo, y como lo nuevo se piensa desde lo conocido, la diferencia remite a la falta. En América falta Europa, y en esa falta reside su problemática fundación conceptual. Es un problema para ellos, pero también para nosotros.
¿Cómo entender semejante novedad? Es útil leer gente menos capturada que Colón por la historia anterior. Hombres más modernos. El Voltaire del Diccionario Filosófico, por ejemplo, cuando tiene que hacer una descripción de la sexualidad de los indios americanos nos explica que son tan tenues, tan poco viriles, que solamente las indias haciendo ingentes esfuerzos logran que hagan lo que tienen que hacer. Esto no debe sorprender, ya que atribuye el origen de la sífilis al descubrimiento de América. Antes, sostiene, no se registra la etiología del mal. Error. Europa exporta esa enfermedad profesional. Pero para Voltaire, la verdadera constatación de la degradación biológica se verifica –siendo un autor no especialmente prejuicioso– en el león americano. Es que ese león no tiene melena. Otro escándalo conceptual: un león sin melena, un león americano. Por tanto, la duplicación europea en América fracasa. Medio siglo más tarde Hegel no piensa demasiado distinto, y la inexistente historia americana, a su juicio, sólo puede duplicar fallidamente la perfección europea. América replicará la Revolución Francesa, en lugar de ser la pieza que ensambla el flamante mercado mundial. Sin América, no hay capitalismo.
Ese es el punto. El abuso de la analogía lleva a una versión degradada de la mismidad, y no a un camino distinto, cuyo sentido es preciso inteligir. La enormidad de la distancia impone la especificidad de la reflexión. De lo contrario, la trivialidad derrapa en racismo, y el racismo, como toda teología de la diferencia, integra el problema e impide la comprensión. Dicho provocativamente: la relación entre Europa y América exige entender el nuevo sentido de una historia tendencialmente universal, no como duplicación más o menos fallida, sino como caminos específicos hacia el capitalismo atlántico global. Sin América, el recorrido de la historia universal hubiera sido otro.
Volvamos al comienzo. Colón no sólo choca, además comparte el relato fundante de la cultura occidental: la Biblia. En el Génesis se postula que el hombre creado a imagen y semejanza de la divinidad es el rey de la creación. Por tanto, los que no son sus iguales –las bestias– le están sometidas. Todas las operaciones de sometimiento parten de esa premisa, la diferencia no es otra cosa que un capitis diminutio. Basta correr la vara de la comparación para justificar cualquier cosa. Después de todo debatieron –durante el siglo XVI– si los indios tenían alma. La tuvieran o no, cambiaban muy poco las cosas, ya que el racismo sirve para justificar lo que se propone construir: la degradación del otro, el derecho del más fuerte, como base de todo el derecho, no puede ser amable. Y la conquista de América es uno de los episodios más sangrientos de la historia universal, historia a la que no le faltan precisamente escenas terribles.
Afinemos la puntería. Jean–Jacques Rousseau es, en el acertado juicio de Claude Lévi–Strauss, el primer etnólogo de la historia. Un relato formidable sale de su pluma: el buen salvaje incontaminado. En estado natural, el hombre es bueno, el Contrato Social lo pervierte. En lugar del pecado original, la bondad original; en lugar de la rígida jerarquía monárquica, la igualdad democrática. En la edad adánica, tuvimos un paraíso, lo perdimos. Pero este punto de partida permite marchar en otra dirección, y dejar de reproducir infiernos sociales para construir otra cosa. La osadía del pensador ginebrino es notable. En lugar del pesimismo teológico, el optimismo histórico. Claro que la impronta de su perspectiva no se abrió, no se abre, camino tan sencillamente.
En 1913, Faustino Rodríguez San Pedro, ex ministro de Alfonso XIII, construyó el Día de la Raza. Era el recordatorio del “choque cultural” que engarzó a España con América desde una perspectiva blanca. Las víctimas festejan con el verdugo el horizonte de la espada y la cruz. El presidente Yrigoyen, por su parte, adoptó en 1917 la denominación y el concepto. No era más que la continuación de la política seguida en el Centenario, con fastos imperiales subrayados por la presencia de la infanta Isabel de Borbón y Borbón, frente a la chusma de obreros inmigrantes y peones pata al piso; una oligarquía xenófoba que había repetido la masacre de los pueblos originarios, en la denominada Conquista del Desierto, reivindicó públicamente el método. Era una advertencia apenas velada, que en enero del año 1919 –durante la Semana Trágica– adquirió todo su sanguinolento sentido.
Y recién en el 2007, el Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (INADI) propuso cambiar esa abominable perspectiva. El Poder Ejecutivo envió al Congreso, en septiembre de 2010, un proyecto legislativo para poner fin al Día de la Raza, para transformarlo en Día de la Diversidad Cultural Americana. Ya era tiempo que la perspectiva del buen Rousseau anidara en suelo sudamericano, ya era tiempo.
Alejandro Horowicz
Tiempo Argentino 11/10/10
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