Los mismos liberales que creyeron en el Putin reformista hasta anteayer le acusan ahora de devolver al país a los tiempos soviéticos. Yerran o mienten. El único credo de Putin es el Estado. Y por él ha sido capaz de todo, al punto de convertirse en un experto en el oportunismo político
La aplastante victoria de Putin en las presidenciales apuntala más si cabe la preminencia de este personaje político en la Rusia del siglo XXI. Su regreso al Kremlin -de donde realmente nunca salió- hasta 2018, e incluso hasta 2024 si se presentara a una cuarta reelección, permite su comparación con figuras «eternas» de la reciente historia del país más extenso del planeta como Josef Stalin, Leonidas Breznev o, más cerca en el tiempo, como su mentor Boris Yeltsin.
En contraste con ello, Putin, capaz de suscitar tanto adhesiones religiosas como el odio más feroz en el seno incluso de la población rusa -no digamos nada de la aversión que genera en Occidente-, es un gran desconocido cuya biografía aparece repleta de tópicos y de lagunas.
Vladimir Vladimirovich Putin es el prototipo de hijo de la guerra. Sus padres sufrieron el asedio nazi sobre Leningrado, uno de los más salvajes que recuerda la historia de la Humanidad con un millón de civiles muertos en 872 días y noches de sitio. La supervivencia de su padre, Vladimir, resulta tanto más milagrosa cuanto que luchó en misiones suicidas en la retaguardia alemana.
El hombre fuerte de Rusia nació cuando sus padres tenían ya una edad avanzada. Hay rumores de que fue realmente adoptado y una mujer georgiana llegó a reivindicarlo como hijo -sería una paradoja muy rusa que el «carnicero del Cáucaso» fuera, como Stalin, oriundo de esa convulsa región-.
De lo que no hay duda alguna es de que creció entre las ruinas de la guerra en un típico y gris apartamento de la época soviética en el extrarradio de la ciudad-desembocadura del Neva.
Que su infancia no fue fácil lo testimonia él mismo al reconocer que era un «pequeño matón». Su difícil carácter le costó incluso la expulsión de los Jóvenes Pioneros, organización infantil-juvenil soviética. Su biografía no muestra una particular querencia del joven Putin por ingresar y hacer carrera en el Partido Comunista.
Por contra, ya a los 16 años pidió su ingreso en el KGB, servicio secreto ruso por el que sintió desde muy niño una gran admiración. Y es que es la fidelidad religiosa al Estado (entonces la URSS), más allá de cuestiones ideológicas, la que marca al personaje. Y dentro de la URSS, el KGB era el paradigma máximo de servicio al país.
Las malas lenguas atribuyen a la supuesta condición de reservista del mismo servicio secreto de su padre la facilidad con la que un estudiante mediocre como Vladimir Vladimirovich fuera admitido en la prestigiosa Universidad de Derecho de la entonces Leningrado. Fue entonces cuando conoció como alumno al hombre que marcará, tras la desintegración de la URSS, su entrada en la política rusa, el reformista y alcalde de la rebautizada San Petersburgo Anatoly Sobchak.
Antes de ello, y tras estudiar alemán durante la carrera (domina también el inglés), Putin fue cooptado por el KGB y destinado a un insulso y gris trabajo en Dresde, la ciudad alemana que fuera bombardeada con saña por los aliados en la II Guerra Mundial y con la que más de uno comparó la en su día devastada -por el propio Putin- Grozni, capital de Chechenia.
Más allá de paradojas, lo realmente indiscutible es que quien no pudo medrar en el sistema soviético encontró su oportunidad con su desintegración.
La manera como logró convertirse en el segundo del reformista Sobchak en la Alcaldía de San Petersburgo sigue siendo un misterio. No pocos lo explican por su condición de agente del KGB en la reserva activa. Pero los que lo hacen, siempre a años vista, no ocultaron entonces su fe tanto en Sobchak como en el credo reformista de Putin.
Tras su derrota en las municipales de 1995 -acusado de infinidad de corruptelas y de enriquecimientos ilícitos que arruinaron a la ciudad-, Putin fue llamado por Yeltsin al Kremlin. Trabajó en la poderosa Administración Presidencial del Kremlin y fue nombrado jefe del FSB, heredero del KGB.
Pero seguía siendo un desconocido. Hasta que un Yeltsin cada vez más debilitado lo nombró en agosto de 1999 primer ministro. Incendiar el Cáucaso fue su bautismo de fuego. Y los mismos oligarcas que formaban el círculo íntimo del Kremlin decidieron dar un paso más y auparle a la Presidencia rusa.
Agradecido, Putin garantizó la impunidad hasta la muerte de Yeltsin y de los suyos. Y se marcó como bandera el fortalecimiento, en el interior y en el ámbito internacional, del Estado ruso, personificado en él mismo y en su clan de políticos-funcionarios de San Petersburgo. Frente a todo el que se atreviera a salirse del guión.
Lo acaecido desde entonces hasta ahora no es historia. Es presente. Un presente en el que la oposición liberal acusa a Putin de haberse infiltrado hasta la cúspide de la Rusia reformista para, finalmente, dinamitarla desde dentro. Cuando, acaso, estemos simplemente ante un caso más simple. El de un defensor del Estado con mayúsculas: en su día, y sin gran entusiasmo, de la URSS; hoy, desde la cúspide del poder, político y económico, de la Gran Rusia.
Dabid Lazkanoiturburu
Gara
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