viernes, enero 04, 2013

El esplendor de Babilonia en el cine



Poco queda del lejano esplendor de la Babilonia. Aunque alejada de la llamada civilización occidental, dicho esplendor encontró su pequeño eco en el “peplum” antes de que los bárbaros de las Azores iniciaran su devastación.
Una de las mayores civilizaciones primigenias fue la de la Mesopotamía (=tierra entre ríos), que conoció siglos de esplendor prácticamente paralelo al egipcio, si bien su desarrollo resultó ser mucho más incierto, entre otras cosas porque los grandes ríos que le dieron vida, el Tigris y el Eúfrates, crecían y decrecían también de una forma mucho más irregular. Ocupada por los sumerios (entre 3200-2800), estos ya conocían el metal, fundaron ciudades. Sus templos se erigieron en centros políticos y religioso; el rey era a la vez el supremo sacerdote. Sus sacerdotes crearon las primeras escrituras, el sistema métrico sexagésimal para el cómputo del día (24 horas; 60 minutos; 60 segundos), y la división del círculo en 360 grados. El antiguo imperio asirio fue luego ocupado (entre 1728-1686) por Babilonia, cuyo rey, Hamurabi, se impuso sobre otras potencias regionales.
De su preocupación por sus súbitos dejó testimonio en su Código (compilación basada en la ley de talión; todavía vigente aunque sea con otros nombres), que mandó colocar en el templo del dios Sol de Babel con la intención de “disciplinar a los libertinos y a los malos e impedir que el fuerte oprima al débil”. De esta época datan los primeros títulos de la literatura mesopotámica (Epopeya de la creación del mundo y Epopeya de Gilgamés), cuya influencia en la Biblia es incuestionable, de ahí que una parte de las películas que evocan este antiguo mundo que ha sido comparado con Hollywood, hablen más del pueblo hebreo que de otra cosa, y que por tanto la reseñemos en el siguiente volumen.
Entre el 883 y el 612 se impone el nuevo imperio asirio bajo el mandato del más cruel de sus soberanos, Asurnasirfal, que derrota a los babilonios. Dos siglos más tarde (625-539), la hegemonía recae sobre el imperio neobabilónico hasta que el rey persa, Ciro II convierte el país (539) en una provincia del Imperio aqueménida, y todo acaba cuando Alejandro el Magno invade Babilonia (331)…Normalmente, cuando se habla de Babilonia se engloba todas estas fases, tomado de su nombre bíblico, Babel, que corresponde a “Babili”, traducción babilónica del nombre sumerio ”Puerta o torre de Dios”. Babilonia fue descrita por los griegos, y sobre todo por la Biblia con unos rasgos cuyas características básicas serían el culto a la riqueza y al hedonismo…Es un lugar que dio a la humanidad algunos de sus mayores logros en ciencias, derecho y literatura. Con todo, es entre todas las grandes civilizaciones de la Antigüedad, Babilonia el que cuenta con la filmografía más escueta con la particularidad que representa Intolerancia.
Las consecuencias del extraordinario éxito de El nacimiento de una nación (1913), llevaron a Griffith a plantearse el desmesurado proyecto de Intolerancia desde la triple faceta de guionista, productor –con una inversión de un millón setecientos cuarenta mil dólares, lo que la hace, considerando su contexto, el proyecto más ambicioso de la historia del cine, una audacia realizada además en plena Guerra Mundial, en medio de un esfuerzo militar por parte de los Estados Unidos- y de realizador, un cometido que significaba coordinar y supervisar un equipo de talentos de primera fila, algunos de los cuales permanecieron en el anonimato durante mucho tiempo, como es el caso del autor de los inmortales decorados del capítulo babilónico, apartado en el que habitualmente figuraba el nombre de Frank “Huck” Worthman como maestro de “obras”, que se atuvo al pie de la letra las trazas marcadas de los dibujos y modelos aportados por el propio Griffith, aunque en fechas recientes, un antiguo colaborador del cineasta, Karl Brown, desveló el nombre del auténtico autor. Éste se llamaba Walter L. Hall, y había hecho su aprendizaje como escenógrafo, y aunque al parecer no llegó a brillar en su profesión, si pasará a la historia por haber sido el creador del decorado más famoso de la historia del cine. No obstante, si nos atenemos a las indicaciones efectuadas por Paolo y Vittorio Taviani en la evocación efectuada en la mediocre Good Morning Babilonia (1987), buena parte de los méritos recayeron en los artesanos italianos Nicola y Andrea Bonanno, que contaron con la confianza de un majestuoso Griffith (Charles Dance).
Solamente para las secuencias relativas Babilonia, Griffith mandó construir unos decorados que fueron mucho más allá de su principal referente, Cabiria. Se cuenta que sus macizas puertas de bronce eran tan pesadas que se necesitaban la fuerza de 24 hombres armados de palancas para abrirlas. Luego venían unos muros de 70 metros de alto y un corredor de 1.600 de largo por el que Baltasar cabalgó con su carroza. A cada lado había elefantes de alabastro –de clara influencia hindú- de 50 metros y el escenario seguía hacia el salón real. En cuanto a la superficie total consagrada a este escenario medía 13 kilómetros cuadrados. En la célebre secuencia de la bacanal –todo un precedente para lo que luego haría DeMille-, llegaron a figurar 15.000 extras. Solamente para filmar un par de travellings, Griffith llegó al extremo de hacer montar la cámara en un globo, ya que éste era el único medio posible para lograr el efecto adecuado. Lo cierto es que Intolerancia representa “el mayor esfuerzo cinematográfico hasta la fecha para reconstruir el esplendor del mundo antiguo, desde una perspectiva tirando a hipertrófica, pero con un rigor arqueológico encomiable. Los espectaculares decorados de las murallas de las murallas y el palacio de Baltasar, con su mezcla de elementos asirios, sumerios, persas e incluso indios (los elefantes), era una fiel trascripción de los conocimientos arqueológicos del momento, si bien que filtrados por las visiones artísticas ochentistas de Gustavo Doré o John Martin (concretamente el cuadro Belshazzar´s Feast, de 1823).
Aunque la película contaba cuatro historias entrelazadas por una cuna que se mece, la particular visión de Griffith sobre como “a través de los tiempos, el odio y la intolerancia han batallado contra el amor y la caridad”, y combina unas escenas de la vida de Jesucristo, un enfrentamiento entre católicos y protestantes en la Noche de San Bartolomé en la Francia de 1572, amén de la caída de Babilonia (538 a.C.) por obra de los peras guiados por Ciro y provocada por la traición del Gran Sacerdote contra Baltasar, cuya personalidad fílmica es presentada, por decirlo de alguna manera, no bíblica. En los diccionarios, Baltasar fue el último rey de Babilonia y su caída fue profetizada por Daniel, cuando una noche, mientras celebraba una de sus orgías, una mano que surgía de los vasos traídos de Jerusalén por Nabucodonosor, trazó en los muros una misteriosa frase que el profeta interpretó como una premonición de su caída, lo que sucedió inmediatamente. Griffith lo presenta como un rey ilustrado y partidario de la libertad religiosa, y atribuye su derrota en la primavera del 539 por un gobernador babilónico que había abrazado el partido de Ciro, rey de los persas, siendo éste el que ordenó su muerte al entrar triunfalmente en Babilonia. Considerando que los hebreos “cautivos en Babilonia” (en realidad, asentados como una colonia), consideran en el Deuteroisaías a Ciro como el prototipo de Mesías, y lo consideraron como un rey propio, la cuestión tiene su miga.
También la historia contemporánea contaba con sobrados motivos para escandalizar a los poderosos y a los conservadores por su alto contenido obrerista, al final estos dos últimos fueron los auténticos “clous” de una película que confundió al público de su tiempo “por efecto de la intercalación (que), se realiza más o menos al mismo tiempo que las escenas cuando Cristo inicia el calvario, cuando Baltasar es traicionado por sus sacerdotes y cuando los católicos recorren casa por casa para degollar a los hugonotes, constituyendo un conjunto ciertamente paralelo, pero que no parecía hecho para aclarar las ideas de la masa” (…) A pesar de que la experiencia pasó también por ser un fracaso de taquilla, el primero a gran escala en la historia del cine, y de que estuvo a punto de acabar con la carrera de su autor, lo cierto es que todavía tiene los suficientes atractivos como para seducir a los espectadores incluso delante de la pantalla pequeña. Tiempo después, Griffith añadió algunas escenas al material rodado y sacó dos largometrajes independientes, que estrenó en 1919: Tha Fall of Babylon y The Mother and the Law, lo que permitió resarcirse un poco de sus pérdidas económicas.
Según declaraciones propias, Griffith trató con Intolerancia darle “una lección a aquellos que dijeron que El nacimiento de una nación era racista. Les demostraré que la discriminación y la segregación han sido desde el principio del tiempo, y le haré comer su asquerosa palabras” (cit. por Carlos García Brusco en David Wark Griffith o el nacimiento del arte, Dirigido nº 123). Esta sorprendente declaración (según la cual se puede entender que Griffith pretendía demostrar que los equivalentes del racismo venían desde lo más profundo de la historia, algo que puede “explicar” pero en modo alguno “justificar” su violenta exaltación de la supremacía blanca), no deja de resultar chocante por lo auténtica, sobre todo considerando que Intolerancia contiene dos alegatos incuestionablemente radicales. Uno se refiere a la denuncia del clero babilónico, de forma que como ha escrito España: “todavía impresiona el coraje de Griffith al denunciar el fanatismo religioso y el egoísmo del clero, en una forma no menos directa que la utilizada cincuenta años más tarde por Faraón…
Sobre todo “después de haber visto en el episodio contemporáneo como un innoble plutócrata, que gasta considerables sumas de dinero en fomentar lo que un grupo de puritanos entiende por moral y buenas costumbres, ordena tirar a matar sobre una manifestación de obreros” para cargar contra los ministros de Roma a base de asimilarlos a los del antiguo Egipto: no impresiona tanto después de haber visto el episodio contemporáneo. Otro es claro está, este mismo episodio que causó la natural impresión en los maestros del cine revolucionario soviético, si bien “Griffith pertenecía en esencia al siglo XIX, era un caballero victoriano –a pesar de que a veces criticase los propios planteamientos ideológicos que él mismo participaba—y aunque en algunos aspectos pudiese desear un cambio de este mundo, era, al mismo tiempo, muy consciente de que la evolución de la historia le dejaría a él en la cuneta” (idem). En otro lugar, Griffith asegura que había pensado precisamente “en aquella especie de desaliento que experimentara en ciertos momento Lincoln ante la violencia del hombre y su profundo envilecimiento, capaz de destruir todas las ilusiones que se había hecho hasta entonces sobre las tendencias naturales hacia el bien del corazón y del intelecto”.
Como ocurrió con las diversas adaptaciones del ciclo homérico, no fue hasta casi medio siglo después de su primer gran destello que el cine no se aproximaría nuevamente a la conquista de Babilonia por los persas, y lo hizo con un peplum que se sitúa como en otro planeta frente a la escala establecida por su antecesora aunque contacta con ella cuanto menos temáticamente. Se trata de El sacrificio de las esclavas, un peplum tardío (1963), cuyo título original fue L'Eroe di Babilonia, estuvo dirigido por el execrable “legionario” fascista Siro Marcellini. Al revés que Intolerancia, aquí el rey Baltasar (el menor de los hermanos Lulli, Piero), es, en línea de lo descrito en el relato de Daniel, un tirano abominable. Baltasar no duda, con la intención de complacer a la perversa sacerdotisa de Astarté (la menor de las hermanas Orfei, Moira), cuyo culto fue duramente reprobado por los profetas, en organizar periódicamente los sacrificios de doncellas que alude el título, y sobre las que no ofrece ninguna indicación las enciclopedias, pero que es habitual atribuir a las divinidades paganas como es notorio en Cabiria. Estas barbaridades entran en crisis cuando aparece el sobrino de Baltasar llamado Nippur (el ya experimentado Gordon Scott), que se ha enamorado de una de las esclavas (la modosita Genevieve Grad). El enfrentamiento por evitar tales desmanes es tal que Nippur no se arredra siquiera en buscar la ayuda del rey Ciro (el cantante de ópera Mario Petri), aquí visto casi como un Mesías. Con su ayuda consigue hacer caer su tío y la cruel sacerdotisa. Lástima de lo dudoso del contenido claramente “colaboracionista” porque se trata de un peplum que se puede ver con agrado si se recurre al humor y a la benevolencia
Desde los tiempos de la olvidada La regine de Ninive (también titulada La vergine di Babilonia) que realizó en 1911 Luigi Maggi para Arturo Ambrosio, el cine italiano le ha dedicado una cierta atención a la reina Semiramis, seguramente el personaje más popular entre nosotros de la antigua Mesopotamía. Semiramis es el nombre griego de la reina que corresponde al de babilónico Sammuramat. Esta fue una de las esposas del rey asirio Samsi-Adat, que a diferencia de las otras consiguió ocupar un puesto de cierta relevancia en el gobierno del país, siendo (810-806) regente durante la minoría de edad de su hijo, Adadnarari III, un período en que Babilonia consigue ocupar Damasco y reducir al vasallaje a Fenicia, Israel y Edom. Para al margen de la verdad histórica, esta mítica reina cuenta con una leyenda propia que ha servido de base, aparte de alguna que otra novela “histórica” poco relevante, para obras teatrales de Calderón de la Barca –La hija del aire-, y Voltaire.
Pero Semiramis tiene sobre todo un arraigo italiano, no en vano es la protagonista privilegiada de una buen número de óperas –lo que nos ofrece una pista sobre como Babilonia se convirtió en un recurso habitual para este género musical--, la más famosa de las cuales es la Semiramis de Rossini. Se trata por lo tanto una mujer mítica donde las haya que vivió en el siglo VIII a.C. Su origen la convierte como no podía ser menos en hija de un mortal y de una diosa, pero que había sido abandonada y recogida por un pastor. Un día pasó por la humilde vivienda de éste un ministro que se prendió de sus encantos y la hizo su esposa. Semiramis enviudó pronto, y como Teodora, pronto acabó seduciendo del mítico rey Nino, al que por cierto, Herodoto le atribuye del linaje de Hércules. Una vez en el trono, Semiramis se convirtió en la dueña y señora de la Asiría. La leyenda dice que gobernó con tanta energía como sabiduría durante más de cuarenta años, hasta el día en que subió a los cielos en forma de paloma. A ella se atribuye nada menos que la construcción de los famosos jardines colgantes de Babilonia, una de las maravillas del mundo antiguo.
El caso es que su fabulosa historia inspiró al menos dos peplums de cierta entidad en los que se ofrece dos enfoques muy diferentes, el citado de Magni y Semiramis, esclava y reina (1954), un exótico espectáculo de aventuras que dirigió Carlo Ludovico Bragaglia después de haber trabajado con Rossellini en Orient-Express (1954). La ambición del proyecto se expresó en la contratación de dos estrellas menores de Hollywood: Rhonda Fleming con su exuberante cabellera pelirroja amén de otros encantos con un baño a lo Popea, y el famoso “latin lover” (y a veces magnífico actor) Ricardo Montalbán. No obstante, la película carece de importancia, y su base histórica se limita básicamente a la primera parte, cuando describe a una más que improbable Semiramis habitando en una choza del bosque. En este caso el enlace resulta ser Amal (Ricardo Montalbán) jefe caldeo que no ha querido aceptar la ocupación de Babilonia por las tropas del rey Assur (Ronaldo Lupi), y que ha escapado atropelladamente de la muerte. Semiramis se comporta como una buena samaritana, pero su belleza deslumbra al guerrero y surge el consabido idilio entre ambos. El romance es interrumpido por la llegada de los soldados del rey. Mientras ella es capturada y trasladada a Babilonia como esclava. Valiente y decidida, Semiramis rechazó las aviesas propuestas de Assur mientras espera una muerte cruel. Como la que le obliga a presenciar el cruel monarca cuando en la piscina del palacio real obliga a unos infelices caldeos a una pelea desigual con un grupo de caimanes. Pero al final, irrumpe en la escena Amal al mando de sus tropas, y al tiempo que libera a su amada, lo hace también con su pueblo oprimido. Vista actualmente todo suena a melodramático de pega y a convencional, sin el menor sentido del ridículo, como en cualquiera de las óperas olvidadas que le dedicaron. Aburrida de verdad, a lo máximo puede entretener para jugar sobre que rey auténtico puede esconderse detrás de Assur, ya que con mayor descaro que cuando se trataba del Antiguo Egipto, los guionistas (el “stajanovista” Ennio de Concini más el propio Bragaglia con otros dos más), nunca se preocuparon de establecer cualquier viso de rigor histórico. Quede quizás por reseñar que en el título original, Semiramis era una “cortesana”, y que algunas de las escenas en que aparece ligera de ropas causaron la natural perturbación en los censores franquistas decepcionando las expectativas de los espectadores deslumbrados por Rhonda Fleming en Jíbaro (1954), por ejemplo.
Jon Solomon cita Queen of Baylone (1956), pero no ofrece más datos (ni yo los he encontrado); igualmente cita la primera versión de El hijo pródigo (1925), que dirigió Raoul Walsh tomando la parábola del Nuevo Testamento y una obra teatral, y que transcurre en Babilonia donde “asiste a las festividades de Ishtar (la principal diosa de Babilonia) y pierde todo su dinero por culpa de los dados cargados de Tola (Hersent Torrence). También aquí puede verse una transparencia del famoso zigurat, además de las divinidades en forma de toro con alas y cabeza humana descubierta por los arqueólogos en Khorsabab (Irak). Después de una larga orgía, la destrucción de la ciudad supone el climax del film” (2002; 243).
Años después nos llegaría Duelo de reyes (1962), de Primo Zeglio, casi un especialista en aventuras de piratas y de capa y espada de los años cincuenta que, al igual que Bragaglia, pasó por el peplum con más penas que gloria. No obstante, en este caso se nota un esfuerzo de producción, la fotografía es en Cinemascope, la música corresponde al muy valorado Carlo Salvina, y también se prueba una pareja protagonista de cierto fuste. Se trata de una modesta pero cuidada recreación de la historia de la ambiciosa reina mesopotámica Semiramis (Ivonne Furneaux), presentada como la regente en su trono de la ciudad de Babilonia, que no duda en aplastar a cuantos le hacen sombra en su camino hacia el poder absoluto, empezando por su marido. Su romance con Kir (John Ericson), jefe de una tribu enemiga que se halla esclavizada, la conducirá por un laberinto de pasiones e intrigas que culminarán en un clímax final de morbo y violencia. La acción se sitúa al final del reinado de Semiramis, una antigua esclava que había llegado al trono gracias a su consorte, el anciano rey (Renzo Ricci). Desde entonces, su ambición no tiene límites, pero comete el error de enamorarse de Kir. Este no puede olvidar que forma parte de una tribu sometida a la esclavitud, y por lo tanto, aunque ama a la reina, también quiere la libertad de los suyos. Semiramis es obligada por los intrigantes de la corte a envenenar a su amante, pero también ella muere a manos de uno de los rebeldes. Al final el fuego quemará los cuerpos de los amantes. Sin ser nada del otro jueves, se trata de una película que se deja ver, y que incluso goza de un cierto prestigio.
El escueto conjunto filmográfico babilónico se cierra con Le sette fulgori di Assur (1962), una producción de la misma época, y que no llegó a estrenarse aquí (aunque si lo ha pasado la TV autonómica). Fue dirigida por otro prolífico realizador italiano, Silvio Amadio, y también apostó comercialmente por un par de “guest star” que le dieran el toque de Hollywood como Howard Duff (recordado sobre todo por La ciudad desnuda, de Jules Dassin) y la exuberante británica Jackie Lane, una de las innumerables émulas de BB que antes de casarse con un aristócrata que parecía extraído de La dolce vita, paseó sus encantos por algunos títulos menores del cine de aventuras. Vista como las anteriores en un pase nocturno televisivos, se puede decir que Le sette… está bastante por encima de los otros peplums babilónicos. Su referente histórico es Asurbanipal (Sardanápalo para los griegos), que llegó hasta invadir Egipto y destruir Tebas (628-626), pero que tuvo que retroceder para resistir el levantamiento de su hermano al que logra vencer. Conocido por su crueldad, Asurbanipal también será recordado por el impulso que le dio a la cultura (durante su reinado se construye la gran biblioteca de Ninive con más 22.000 tablas de arcilla que incluye las culturas cercanas), y al comercio. Aunque la película se toma sus naturales licencias y convierte en el motor de la trama la pasión del rey por Mirra, una muchacha de la tribu de las montañas como lo fue Constance Talmadge en Intolerancia, lo que cuenta tiene una cierta relación con los hechos. Además se muestra un mayor esfuerzo en la producción. Las escenas más espectaculares están rodadas con oficio.
No en vano el responsable de este aspecto fue Antonio Margheretti, más conocido como “Anthony Dawson” que inició su desigual carrera en el peplum. Finalmente aclaremos que los “fulgores de Assur” se refieren al dios Assur, dios supremo de los asirios, y aunque era belicoso también se le consideraba misericordioso.

Pepe Gutiérrez-Álvarez

No hay comentarios.: