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viernes, enero 04, 2013
Un siglo de Tarzán. Curiosidades pedagógicas
El cine de aventuras de Tarzán en una África que no se parecía en nada a real, permite numerosas consideraciones analíticas y pedagógicas. Ofrecemos algunos ejemplos que creemos de interés.
1. El estereotipo del "negro salvaje". En algunos países (como México, como España, pero se podría ampliar por casi todos los rincones del globo), existe una tradición de rechazo a los estereotipos nacionales creados por Hollywood, incluyendo no pocas obras maestras. Si esto ocurre –se ha dicho- sobre países con una historia cultural como la europea, ¿qué no será en relación a países “sin historia”?. De hecho, no es necesario salir de los Estados Unidos ya que durante décadas el cine norteamericano ha presentado a los norteamericanos genuinos (a los indios) como meros estereotipos, no hay más que ver los “apaches” que aparecen en un título tan brillante como La diligencia (1939). Una respuesta a estas quejas saldría de Hollywood, y en un paseo por los cines nacionales, nos encontramos, por citar un ejemplo cercano, el del cine español más convencional bajo el franquismo describía una gente absolutamente irreconocible en la calle. Con estos parámetros, no deja de resultar “natural” que Hollywood en general, y la “pelis” de Tarzán en particular, describiera unas tribus salvajes, así como unos porteadores nativos, tan vacíos de cualquier entidad humana que sus continuas muertes (los porteadores siempre son los primeros en caer por los precipicios, en ser devorados por las fieras, en ser atravesado por las flechas o sacrificados en los tormentos, en ser eliminados por Tarzán en sus tareas heroicas, en ser barridos por las balas de los “gángster” de la selva, etc), de manera que su destino nos dejaba completamente fríos, por supuesto mucho más indiferente que la muerte de algunos animales “amigos”.
No se puede hablar de los nativos como “seres humanos” en las películas de Tarzán, si acaso algún niño, naturalmente para salvar, es lo que ocurre, por citar un ejemplo, con el niño que se hace amigo en la primera aventura de "Boy", una vez la aventura ha terminado, hace mutis por el foro. No hay tribus con gente que trabaja y realiza quehaceres domésticos, y por supuesto no hay pobladores con historia y cultura. Las danzas y los cánticos podrían ser de cualquier parte con tal con que cumplieran su función. Cuando los nativos tienen un nombre, como es el caso de los llamados “gabonis”, concentran todos los estereotipos amenazantes, y de inferioridad, incluso en la talla. Son tribus perdidas destinadas a crear peligro, a esconderse entre la maleza, hacer sonar tambores de muerte, y se distinguen por sus atuendos y sus armas primitivas. Su respeto y su temor por Tarzán son propios de gente que reconocen la superioridad de un “rey” blanco escrito por un febril novelista para el que África era un escenario tan familiar como Marte, y que en ningún momento se planteó ninguna duda ética sobre el colonialismo y sus consecuencias. Su racismo era tan natural como el que profesamos en nuestra infancia.
2. Tribus perdidas. Como uno de los acendrados adictos a todas aquellas sesiones infantiles del domingo tarde a lo largo de los años cincuenta, servidor nunca tuvo más que una ocasión para ver “una de Tarzán”, lo cual no puede dejar de resultar sorprendente considerando que entonces nos llegaban hasta las más arcaicas series “del Oeste” con Ken Maynard o Bob Steele. Supongo que por las fechas, los de Weissmuller eran historias de los papas, y los de Lex Barker pasaron de largo, o a lo mejor ni me enteré, pero esto me resultaría sorprendente dado que mi adicción comprendía también un fervor por los carteles. De entonces recuerdo haber disfrutado con algunos de los tebeos de Hoggard, que eran muy caros para nuestros dos reales semanales.
Sin embargo, a pesar de esta ausencia, creo que la mayoría de los niños estábamos ampliamente familiarizado con el personaje aunque solo fuese “de oídas”, y los había quienes también creían que Tarzán y Weismuller eran la misma persona; lo digo porque recuerdo que mis amigos más campesinos no dudaban que era el propio Kit Carson el que aparecía en la pantalla contando su vida. Dos reales fue el precio del único Tarzán que nos llegó, concretamente el que se encuentra con las míticas mujeres guerreras, con las amazonas. Aquel domingo el cine de verano se quedó sin entradas, hasta cubrió ampliamente hasta los salientes de los patios adyacentes. Sin embargo, nada más empezar, justo cuando el impresionante Weismuller hacía su aparición para salvar a una frágil amazona, se fue la luz. Llovía sobre mojado porque unas semanas antes no nos dejaron ver a Errol Flynn en Kim de la India. Fue como despertar en medio de un sueño que no acababa más que comenzar, y el pequeño público persistió en sus asientos parloteando y dando algún que otro grito referido al “Chispa” de la localidad. Sin embargo, pasó más de una hora, y todo siguió igual.
Entonces, los más exigentes se plantaron en las taquillas reclamando la devolución de su entrada, pero el dueño consideró que esta era una exigencia inadmisible, años después emergió como el jefe local de “Fuerza Nueva”. Aquella nos pareció demasiado, e inopinadamente estalló un verdadero motín. Las víctimas propiciatorias fueron las sillas de madera plegables y los carteles que yo miraba como reliquias religiosas. Luego un apretado grupo irrumpió por la calle llamada “de la Victoria”, reclamando sus dos reales. Todo acabó con la aparición de los “hombres armados”, cuya reputación no era muy diferente a la que se índica en la película de John Sayles del mismo título. Fue algo tan intenso que durante años los niños del lugar, incluidos los que no podían saber lo ocurrido, gritaban las mismas consignas cuando se apagaba la luz, como algo que se dice tradicionalmente. Nunca había ocurrido nada semejante, ni volvió a ocurrir, y a mí no me cabe pensar más en no poca medida influyó la abrupta decepción de las expectativas creadas entre los niños por “una de Tarzán”, algo que no habría podido suceder con cualquiera otra, porque las otras nos gustaban después de haberla visto, y la de Tarzán ya nos gustaba desde antes.
3. Las monas. El papel de Chita o “Cheeta” ha sido interpretado por varios chimpancés, y su popularidad es solamente inferior a la de Tarzán y Jane. Sus “números” hacían las delicias de los niños (de todas las edades), y durante décadas, mucha gente ha llamado a los chimpancés “Chitas”. Alguno de estos números resultan francamente sorprendente, y en ocasiones (como en Tarzán y su compañera, al lado de Barry Fitzgerald, sus piruetas etílicas tienen bastante ingenio; en no pocos casos, “Cheeta” es la que propicia la acción, provocando por ejemplo a una leona, pero en otras muchas, su actuación es primordial, a veces, dicha actuación ocupa parte del metraje como cuando en la citada entrega, tiene que recorrer numerosos peligros para avisar que Tarzán está herido; "Cheeeta" ”también resulta muy solidaria, y siempre que puede, no duda en abrir las jaulas de los animales capturados. Es amiga de juegos de “Boy”, y el contrapunto para muchas escenas románticas, y a veces para poner el broche con su actuación antes de poner el “The End”, el más chabacano es cuando un nazi la confunde con el “Führer”, algo totalmente inmerecido. Uno de los más famosos, que llegó a trabajar con Weismuller, vive hoy en día en una granja de California donde recibe visitas de curiosos y admiradores. Tiene 67 años y, según su cuidador, el secreto de su longevidad está en su afición a la cerveza, bebida de la que consume unos cinco litros al día. Cabe decir que también en este aspecto la serie inicial es el más activo y cuidado del celebérrimo chimpancé. No es abusivo suponer que “Chita” contribuyó a crear una corriente de simpatía por los chimpancés; algo que no se puede decir con otros familiares suyos como el “gorila” de Tarzán de los monos, que reproduce el estereotipo de monstruo de pesadilla.
4. Tarzanas. Animados por los sucesivos éxitos de Tarzán, Hollywood trató también de lanzar su "Tarzana", dando los primeros pasos de lo que vendrá a ser una suerte de subgénero que encontró inspiración en casos célebres como el de Luana, una niña perdida en la selva brasileña que se convirtió en diosa de una tribu salvaje del lugar, como la “diosa blanca” de Trader Horn. La primera que de alguna forma responde al esquema es La princesa de la jungla (The jungle princess, 1936), a través de belleza morena y tropical de Dorothy Lamour con una película de Lee Sholen, que tuvo una buena acogida de público, y en cuyo reparto se contaban además actores de la categoría de Ray Milland y Akim Tamiroff.
Otra “Tarzana”, o más precisamente una mujer-gorila fue Acquanetta, al menos en un par de ocasiones, la primera fue de la mano de un incipiente Edward Dmytryk, en Captive Wild Women (1942), con John Carradine en el papel de un “científico (que) transforma un rudo gorila en una bellísima jovencita, que sólo es capaz de recuperar su forma original cuando se ve dominada por los celos. La fórmula se repitió con Jungle Women (Reginald Le Borg, 1944), con Acquanetta junto con el torvo J. Carroll Naish, como el travieso científico. De alguna manera, también fue una "Tarzana", María Montez en La diosa blanca ("White Savage", 1943), de Arthur Lubin. Años más tarde, la italiana Femi Benussi, una de las pioneras del cine de “destape” que ya había trabajado en un primer “peplum” de signo erótico, será una vehemente Tarzana, sesso selvaggio (1969), que se inspira directamente en Burroughs sólo que cambiando el sexo, el rey es reina, además mucho más feroz que Weismuller, aunque a pesar de lo prometido, todo se limita a cuatro paseos por la selva acompañada por el hosco Ken Clark, y por otra chica (Franca Polesello), que es la que convence a la tarzana en cuestión para llevar una buena vida burguesa; la Benussi se emplearía más fondo en otras tentativas.
De italia también procedía Eva, la bella salvaje (Robert Morris, 1968), con una tal Esmeralda Barros y el “peplumita” Brad Harris; de la misma época data otra variante mucho más atrevida, Moana (1971) protagonizada por la reina del soft-core Edwige Fenech. Bastante olvidada está la rubia Luana Yarnall en una coproducción USA-España (1968), Eva en la selva, de Jeremy Summers, adaptación encubierta de la célebre historia de Luana, y que, a pesar de contar con un respetable elenco de característicos (Robert Walker jr, Herbert Lom, Christopher Lee, así como Maria Rohm y la mexicana Rosenda Montero); resulta bastante decepcionante; sin olvidar Eva Miller, una profesional del circo lo sería en la especialmente irrisoria, “La diosa salvaje” (Miguel Iglesias Bonns, España, 1974). Con un mayor nivel industrial se encuentra la popular Sheena, reina de la selva (Sheena, the queen of the jungle", 1984), con la estupenda pero desaprovechada Tanya Roberts. Se trata de la más ambiciosa de todas las variaciones, lástima que fuese dirigida por un insípido John Guillermin que lo mismo hacia películas interesantes que bodrios. Estaba basaba en un famoso "comic" norteamericano, y sobre la que se haría una lejana serie televisiva en los setenta, y más recientemente otra, emitida en el 2.001.
Pepe Gutiérrez-Álvarez
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