domingo, enero 06, 2013

Stephen Spender en la Barcelona de mayo del 37



Spender apoyó a Bertrand Russel

En el Reino Unido, mientras que Churchill apoyaba cinícamente a Franco, y los laboristas daban discursos a favor de la República, una fracción muy importante de la vanguardia cultural del país, hacia su guerra de España por la Ciudad Ideal...
En el Reino Unido, mientras que Churchill apoyaba cinícamente a Franco, y los laboristas daban discursos a favor de la República, una fracción muy importante de la vanguardia cultural del país, hacia su guerra de España por la Ciudad Ideal. Entre los poetas británicos que conocieron “guerra de España”, seguramente (Harold) Stephen Spender (1909-1995), poeta, crítico literario, animador de revistas, novelista y cuentista, Spender descendía de una familia de estirpe liberal, su padre fue un destacado periodista, mientras que su madre, alemana de origen, le conectó con el romanticismo alemán, en particular con Hölderlin, sin el cual no se puede comprender su poesía. Educado en las más reputadas escuelas de la clase dirigente, Spender sufrió una doble crisis de identidad al principio de los años treinta.
En esta crisis tuvo no poco que ver su condición de homosexual, un factor que contribuyó a sentirse diferente en el mundo que le rodeaba -un factor que, por cierto, resultó decisivo en la conformación del espionaje prosoviético en Gran Bretaña-; de otro, su sensibilidad social que le llevó a replantear se las ideas que había heredado, sobre todo a la luz del espectáculo que ofrecía el liberalismo realmente existente ante el avance de los fascismos. Sus dudas aumentaron en un viaje a Berlín, donde pudo ver en directo cómo los demócratas oficiales preferían a Hitler a una eventual revolución comunista. Una revolución que -suprema paradoja de la historia- Stalin quería menos que nadie. Spender siguió la estela del grupo y se afilió al pequeño pero activo Partido Comunista británico, no sin serias dudas sobre su maniqueísmo -para los comunistas todo el mal se derivaba del sistema capitalista, en tanto que a la revolución no había que criticarla- y, sobre todo, su desprecio a la libertad de expresión individual.
Como buena parte de la intelligentzia británica de izquierdas, Spender se enroló entre los voluntarios que llegaron en 1936 a España a luchar contra el compadre de Hitler, pero siguió un curso distinto al de los comunistas, pero también al de George Orwell. En sus poemas sobre la guerra civil habla más de la gente sencilla, de la tropa que seguía al PCE, y de los horrores y desastres de la guerra. En 1937, Spender publica Fonward from Liberation, que algunos han descrito como una “marcha atrás hacia el liberalismo”... Esto no puede entenderse como una reconciliación con la gente de su clase, ni mucho menos. Spender se sintió horrorizado por el estalinismo -incluso llegó a describirlo como un peligro similar al del Tercer Reich-, pero no por ello dejó de reconocer el valor de los ideales socialistas ni de criticar el egoísmo nacional. Sus ideas sobre la cuestión las dejó muy bien explicadas en su contribución al libro colectivo El Dios que cayó o El fracaso de un ídolo (1) al que pertenecen las notas que siguen:
“Más siniestros todavía que la propaganda de los héroes eran los calumniosos ataques contra algunos grupos de la República no muy favorables hacia los comunistas. La liquidación de la organización trotskista POUM y los insultos a todos sus miembros, que eran calificados de fascistas, eran, a juicio de los no comunistas, una auténtica mancha sobre la República.
Después de la guerra un comandante español me dijo que la propaganda comunista había hecho a la causa republicana más daño que beneficio. Era una buena causa y podíamos habernos permitido el decir la verdad. Esta afirmación era muy acertada. La propaganda que pinta a los amigos completamente blancos y a los enemigos completamente negros convence solamente a los ya convencidos; para los demás es humanamente increíble. Pinta los hechos humanos como abstracciones que sólo pueden ser creídas por los que no tienen ojos y entristecen a los que sienten simpatía por la causa, pero con los ojos abiertos.
En varias ocasiones la propaganda comunista provocaba fuertes reacciones contra la República por personas que habían sido engañadas. En Valencia me encontré con un hombre que era un notable ejemplo de esta desilusión. Era un periodista norteamericano que escribía para un gran periódico británico y ciertamente uno de los más distinguidos simpatizantes con la República. Se sentó en el vestíbulo del Hotel Victoria leyendo su periódico y su indignación fue creciendo al ver que publicaba grandes informaciones de su corresponsal que estaba en la zona de Franco, mientras que sus reportajes eran dejados en nada. Un día este periodista, con la inocencia, que es a veces la cualidad típica de los americanos inteligentes, me preguntó si creía que varios asesinatos que habían sido descubiertos recientemente en Valencia y Barcelona habían sido realmente cometidos por los republicanos. Le repliqué que era de suponer que una guerra revolucionaria tenía que ir acompañada por actos de violencia. “En este caso, ¿por qué niegan lo que sucede? ¿No debilita esto la fe que siente usted en la República?” Le contesté que no y él me dijo: “Si yo creyera que estas cosas suceden y sin embargo se niegan, perdería toda la fe en la causa republicana”.
Unas semanas más tarde marchó a Barcelona cuando la liquidación del POUM. No aceptó la versión comunista de las actividades del POUM, abandonó España y dejó de apoyar a la República.
En julio de 1937 asistí a un Congreso Internacional de escritores que se reunió en Valencia y en Madrid. En esos días André Gide había publicado su libro Regreso de la URSS. Se trataba de un diario que si se hubiera referido a Inglaterra, América, Italia o Francia, hubiera despertado muy poco interés y ciertamente ninguna indignación.Pero como se refería a Rusia, y como Gide, a vuelta de algunos elogios, descubría la adulación a Stalin y la atmósfera de sospechas y terror que encontró repugnante, un escalofrío corrió por todos los comunistas del mundo, que protestaron como lo haría la madre de un niño mimado quien alguien hubiese empujado bruscamente en la calle. De ser el escritor más grande del mundo que había ido a rendir homenaje a la democracia más avanzada del Universo, Gide se convirtió en un fascista, un decadente, insultado por la Prensa comunista en términos que en aquel momento me parecieron increíbles.
Los delegados rusos que asistieron al Congreso impresionaban por su arrogancia y por su torpeza mental. Cuando pronunciaban discursos no decían casi nada acerca de temas literarios y, en cambio, atacaban a Trotsky y a Gide, alababan a Stalin y a los comunistas y se sentaban. Ilya Ehrenburg, Alexei Tolstói, Koltzov y los demás nunca decían nada ni en público ni en privado que pudiera provocar discusión entre los demás delegados. Koltzov improvisaba parodias del libro de Gide, pero esto no le salvó de desaparecer por completo a su vuelta a Rusia. En realidad, ninguno de ellos tenía opiniones propias.
En este Congreso pude notar la repugnancia del pueblo a creer lo que no quería creer, a ver lo que no quería ver. Fui de Valencia a Barcelona en un coche en el que viajaban también un poeta comunista, una señora novelista y una poetisa amiga suya. Me senté en la parte delantera con el chofer, que era un catalán hablador y violento que se vanaglorió de haber matado, a cinco personas a sangre fría en las calles de Barcelona en los días de la liquidación del POUM.
Mientras esperábamos en la frontera, la novelista, que tenía maneras muy correctas de institutriz y que explicaba sus deseos con frases como: “Creí que sería menos egoísta, camarada”, hizo notar que durante los diez días del Congreso y nuestro recorrido por España no habíamos visto ninguna prueba de conducta brutal por parte de los republicanos. No pude resistir, y le repetí lo que me había dicho el chofer. Entonces la novelista y la poetisa me miraron con indignada estupefacción, se miraron la una a la otra y se marcharon sin decir ni una palabra. Había en Madrid un escritor inglés que había llegado a ser comisario político. Era gordo y gesticulante y me explicó que su uniforme era un ejemplo típico de la improvisación del bando republicano, ya que debía llevar un uniforme de jefe de alta graduación. Este comisario-escritor solía darnos a las dos escritoras y a mí algunas explicaciones sobre la guerra en nuestro dormitorio del hotel. El tema de sus charlas era siempre el mismo: que los comunistas buscaban la unidad entre los divididos seguidores del Gobierno, en el ejército y en las Brigadas Internacionales, y que cuando conseguían la unidad dirigían y controlaban, si podían, estas fuerzas unificadas. Si en algunos casos tardaban en realizar esto, lo hacían por razones estratégicas.
Si yo protestaba, como a veces lo hacia, y decía que esto no era unidad, sino una traición a los otros Partidos, la novelista inglesa, que era tan altruista, me miraba con ojos de reproche. El comisario entonces me explicaba por centésima vez y decía que yo no acababa de ver las cosas claras. Lo que yo debía pensar era aproximadamente esto: históricamente no había más posición real que la de los comunistas, y cuando estaba hablando de unidad querían significar que tenían que realizar la unificación de varios grupos desviados para mostrarles el buen camino del desarrollo histórico. Para alcanzar este fin afirman que forman parte de la democracia y que desean que todas las fuerzas progresistas se unan. Decir que los comunistas al hacer esto traicionan a los otros partidos un argumento “fascista”. Los comunistas creen realmente que forman un frente del pueblo y que pensar de otra manera es ser un mal comunista. El comisario político utilizaba un argumento que era un ejemplo de lo que George Orwell llama en su novela Mil novecientos ochenta y cuatro “doble pensamiento”.
Otro ejemplo de este “doble pensamiento” era decir que los comunistas eran partidarios de la libertad, de la democracia y del Frente Popular y al mismo tiempo llamar fascistas a los liberales, socialistas o miembros del POUM que se les oponían, y ciertamente liquidarlos como fue liquidado el POUM en España.
En este momento yo llegué a una conclusión que, aunque quizá parezca obvia, era importante para el des arrollo de mi pensamiento en materia política. Se trata de que casi todos los seres humanos tengan una comprensión extremadamente intermitente de la realidad. Solamente unas pocas cosas que se refieren a sus propios intereses e ideas son reales para ellos; otras cosas, que son igualmente reales, aparecen ante ellos como abstracciones. Así cuando los hombres han decidido seguir una línea de acción, todo lo que apoya esta actitud parece vívido y real; todo lo que se opone a esta acción se convierte en una abstracción. Los amigos son aliados y, por lo tanto, seres humanos de carne y hueso. Los adversarios son tesis, aburridas, irrazonables, innecesarias, cuyas vidas son otras tantas declaraciones falsas que deberían ser suprimidas con una bala de plomo, como se tacha con un lapicero un párrafo equivocado.
El pensar en forma distinta requiere excepcionales cualidades y una imaginación muy comprensiva. Durante la guerra española me causó desazón el ver que yo pensaba también así. Cuando veía fotografías de niños asesinados por los fascistas me llenaba de furiosa piedad. Cuando los seguidores de Franco hablaban de las atrocidades rojas sentía indignación hacia las personas que decían tales mentiras. En el primer caso veía cadáveres, pero en el segundo caso sólo veía palabras. Sin embargo, nunca aprendí a prescindir de la crítica”
Se podría decir que Spender no pudo ser renegado de una idea que -de hecho- nunca compartió, su historia es -justamente- la de un hereje, -hereje moderado, pero coherente. Por ejemplo, permaneció en el consejo de redacción del Encounter hasta que en 1967 se enteró de que el Congreso para la Libertad de la Cultura era un montaje de la CIA --en la que participaron no pocos de nuestros exiliados más ilustres- y dimitió. Su nombre estuvo ligado al de Bertrand Russell en numerosas campañas pacifistas, lo que nos obliga naturalmente a no tratarlo de mero anticomunista, por más que nos pueda parecer que sus críticas al socialismo realmente existente no son las propias de un revolucionario, entre otras cosas porque -y esto conviene no olvidarlo- Spender fue ante todo un poeta, seguramente el más discontinuo de su generación, ya que su obra es mucho más dispersa.
Obviamente, como poeta, Spender fue muy superior al crítico social. Los lectores lo podrán comprobar leyendo la antología que publicó Vísor (Madrid, 1981), en traducción de Jorge Ferrer Vida!. Para Spender, .la poesía reside en la piedad.., por eso ha escrito poemas de un intenso temblor humano, algunos de ellos sobre los trabajadores, sobre los derrotados --en la guerra de España-, los niños, los humildes. Su poesía tiene mucho de interrogante personal, de búsqueda íntima y dolorosa, es una poesía en la que el estilo se confunde con la conciencia. No hace mucho, Muchnik editó su autobiografía Un mundo dentro del mundo- de la que el escritor estadounidense David Leavitt, lejos de sus mejores momentos de El silencioso lenguaje de las grúas, plagió descaradamente-. Los que no le prestaron la debida atención en su día tienen ahora el momento de conocer en detalle una de las conciencias poéticas más relevantes y ricas del terrible siglo XX. .

Notas

--1) Así se tituló la edición castellana de Unión de Editores Latinos, Buenos Aires, 1951, y en la que recogían los textos de con Arthur Koestler, André Gide, Richard Wright, Louis Fischer, Ignazio Silone, Frank Borkenau aunque aquí más el que el propio libro, acabó siendo mucho más conocida la templada pero resuelta crítica de Isaac Deutscher, Herejes y renegados, que dio título a una colección de sus ensayos publicadas por Ariel, Barcelona, 1970)

Pepe Gutiérrez-Álvarez

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