Levantaron su propia prisión para sobrevivir a una brutal campaña de exterminio. Si decirse turcomano en Iraq es todo un desafío, en Tuz Jormato es casi una sentencia de muerte.
Ahmed Abdula Muhtaroglu se desahoga junto al retrato de su hermano asesinado el año pasado, en un atentado que también se llevó a otros 13. “No me atrevo a decirle quiénes fueron sus asesinos pero sí que su objetivo somos nosotros, los turcomanos”, explica el líder local del Frente Turcomano, el principal partido político de este pueblo en Iraq.
Muhtaroglu vive en Tuz Jormato, un distrito a 170 kilómetros al norte de Bagdad donde la etnia turcomana es mayoría. Hablamos de un pueblo que desciende mayoritariamente de las tropas desplegadas en Mesopotamia durante el mandato otomano. Tras árabes y kurdos, conforman el tercer grupo étnico del país, con una población que oscila entre los 500.000 según fuentes internacionales, y los cerca de tres millones según las de la propia comunidad.
“No hay peor lugar en el mundo para un turcomano que Tuz,” continúa Muhtaroglu. “Tan solo el año pasado alrededor de 500 familias turcomanas huyeron del distrito,” añade.
Si los desplazamientos de población son una triste moneda de cambio en un país que se desgarra por la violencia sectaria, en esta ciudad de 60.000 habitantes el horror adquiere una nueva dimensión.
El último ataque mortal en Tuz se produjo el 28 de abril: “Seis policías muertos en un ataque suicida”, apuntaba la base de datos Iraq Body Count. Fue a la entrada de un colegio electoral dispuesto para los comicios del pasado miércoles.
Pero el más brutal hasta la fecha aquí fue el de enero de 2013, cuando 42 miembros de esta comunidad murieron en un ataque suicida durante la celebración de un funeral.
Durante el mandato de Saddam Hussein, Tuz Jormato pasó de pertenecer a la provincia mayoritariamente kurda de Kirkuk -a 230 km al norte Bagdad- a la principalmente árabe de Salahadin, en el marco de una campaña de arabización de la región. Tanto Kirkuk como Tuz son dos de entre los llamados “territorios en disputa”, y cuyo estatus habría de definirse en un referéndum que lleva aplazándose desde 2007.
Hanna Muhamed concurría a las elecciones del pasado miércoles como única candidata del Frente Turcomano por Tuz. Nadie sabe con exactitud cuando se conocerán los resultados finales, pero sí que muchos de los votantes potenciales de Muhamed se encuentran en el barrio turcomano de su localidad.
“Vaya usted allí y véalo con sus propios ojos”, dice Muhtaroglu. “Verá cómo hemos tenido que levantar nuestra propia prisión como única forma de sobrevivir”.
Voces desde el matadero
No hay pérdida; imposible pasar por alto los muros de hormigón levantados en la céntrica zona del bazar. La empalizada –de alrededor de un kilómetro de perímetro- es únicamente accesible a través de los puntos de control gestionados por policías locales como Samir. Este joven que prefiere no dar su nombre completo explica que fueron ellos, los residentes, los que empezaron a construirla hace dos años para evitar coches bomba como el que mató a su hermano hace tres. Sigue sin ser suficiente.
A pocos metros de allí, Mohamed Hamid señala el lugar exacto en el que perdió a su hija el pasado septiembre. Hanna, de diez años, murió sepultada bajo el muro que rodea la entrada de su casa, pero la explosión se produjo en la de enfrente. Pertenecía a una familia turcomana de la que dos miembros resultaron heridos. Hamid es árabe suní pero también se define a sí mismo como “víctima colateral de una campaña de exterminio” contra sus vecinos.
Desde su taller a escasos cien metros de allí, Mohamed Hussein Ashad se esfuerza para reemplazar cuanto antes las ventanas rotas. Pocos oficios habrá más lucrativos que éste en el Iraq post-Saddam.
El carpintero habla de “más de mil turcomanos chiíes asesinados en los últimos dos años”. Una cifra que no es fácil de verificar con otras fuentes.
Las calles aquí no están asfaltadas por lo que a Ahmed, también residente, no le resulta demasiado difícil cavar una zanja en la suya. El objetivo es soterrar un tubo por el que canalizar el agua pútrida para evitar el olor y, sobre todo, que sus dos sobrinos enfermen mientras juegan al aire libre. Son los hijos de su hermano muerto en una explosión hace seis meses. Zohaila, madre de Ahmed, sigue desconsolada:
“Ofrecimos a Ahmed a la viuda de su hermano pero ésta no aceptó, y yo apenas puedo hacerme cargo de todos con los 150.000 dinares mensuales –unos 90 euros- que me pagan por cachear a las mujeres a la entrada de la mezquita”, explica la anciana turcomana en riguroso luto.
Zohaila trabaja en la mezquita del Imam Ahmed, donde la iconografía chií es omnipresente: desde los retratos del imam Alí, sucesor legítimo de Mahoma para los chiíes, hasta los de Moqtada Sadr, líder político y religioso y una de las figuras clave en el Iraq post-Saddam. Tampoco faltan las fotografías de los muertos en los numerosos atentados.
Masud, uno de los policías a la entrada, culpa del desastre a “terroristas que no tienen ni raza ni religión”, una respuesta que parece una frase hecha entre muchos residentes.
Durante una reunión con el embajador estadounidense, Robert Stephen Beecroft, el pasado mes de octubre, el ministro para los Derechos Humanos, Mohammed Shyaa Sudani, admitió que “la definición legal de genocidio es aplicable a las minorías iraquíes como los yezidíes, los turcomanos y los shabak”.
En su informe de mayo de 2013, el Instituto para la Ley Internacional y los Derechos Humanos (IILHR) habla de un “serio deterioro de la seguridad en la zona, debido a las crecientes tensiones entre el Gobierno kurdo y el de Bagdad”. Asimismo, la organización, que tiene sedes en Bagdad, Washington y Bruselas, habla de una creciente actividad de grupos armados de diverso corte étnico y religioso, a la vez que recoge las denuncias de miembros de la comunidad turcomana presuntamente intimidados por las fuerzas de seguridad kurdas, dominantes en la zona.
Arsad Salihi, uno de los siete parlamentarios turcomanos en Bagdad, suscribe el análisis del IILHR. “Nuestro sufrimiento se debe a que nos encontramos entre árabes y kurdos; llegar a un acuerdo con unos significa enfrentarse a los otros”, explica Salihi en su residencia en Kirkuk.
Este parlamentario culpa de los asesinatos a “terroristas de todos los colores”, aunque reconoce que no descartaría una eventual integración del territorio en la Región Autónoma Kurda. Para ello, dice, “debería ponerse fin a las continuas arbitrariedades sobre la comunidad a manos de los kurdos.”
Dichas supuestas irregularidades son tajantemente negadas por Jalid Shwani, parlamentario en Bagdad por la Unión Patriótica de Kurdistán (PUK). El diputado saliente apuesta por llegar a “acuerdos directos con árabes y turcomanos.” “En el caso de Tuz, éste volvería a Kirkuk y Salahadin podría quedarse con Hawija –una localidad de mayoría árabe al suroeste de Kirkuk”, sugiere.
Pase lo que pase, Ihmat Altun, residente, dice que no lo verá:
“Mañana me marcho con mi familia a Estambul. No me quedaré a esperar a que nos sacrifiquen en este matadero”, asegura este albañil desde su desvencijada camioneta, justo antes de que el guardia a la entrada levante la valla de acceso.
Karlos Zurutuza
Mediterráneo Sur
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