Detrás del cobarde asesinato del maestro Galeano en La Realidad están las llamadas políticas sociales inspiradas en el combate a la pobreza pergeñadas por el Banco Mundial hace cuatro décadas, luego de la derrota militar de Estados Unidos en Vietnam. Esas políticas son uno de los ejes de la contrainsurgencia y de las guerras asimétricas diseñadas por el Pentágono para destruir movimientos antisistémicos.
El personaje clave de las políticas sociales fue Robert McNamara. Presidente de Ford primero, secretario de Defensa entre 1961 y 1968 y luego presidente del Banco Mundial entre 1968 y 1981, comprendió que las guerras no se ganan con armas ni con sofisticadas tecnologías. En ese sentido fue a contrapelo del pensamiento dominante entre los militares y dedicó todos sus esfuerzos a implementar nuevos modos de contrainsurgencia.
Con McNamara el Banco Mundial (BM) se convirtió en el principal centro de pensamiento del mundo y los análisis sobre la pobreza adquirieron estatuto teórico y político, desplazando el problema de la concentración de la riqueza, considerado hasta entonces –por lo menos en las izquierdas– como el núcleo duro de todos los problemas sociales, económicos y políticos.
Como señaló Michael T. Klare en La guerra sin fin (Barcelona, Noguer, 1974), la principal finalidad de la labor de contrainsurrección debe concretarse en influir en el comportamiento y la actuación del pueblo. Las políticas sociales fueron cambiando a lo largo del tiempo. De las preocupaciones iniciales, centradas en el crecimiento demográfico y la planificación familiar, se desplazaron hacia la urbanización de los barrios periféricos y más tarde hacia la cooptación de las organizaciones populares.
Luego de las experiencias del Pronasol en México y del Prodepine (Proyecto de Desarrollo de los Pueblos Indios y Negros del Ecuador), las políticas y programas sociales se focalizan cada vez más en la cooptación y domesticación de movimientos sociales y populares a través del fortalecimiento organizativo (política explícita del BM), actuando directamente sobre los dirigentes y las bases de los movimientos. El combate a la pobreza transforma movimientos dinámicos y combativos en organizaciones jerárquicas para hacerlas funcionales a la guerra contrainsurgente.
Se despliegan una gama de acciones que van desde talleres y cursos de formación hasta transferencias monetarias y prestación de servicios con el objetivo de desgajar organizaciones enteras del campo popular. Por supuesto, no se habla de contrainsurgencia sino de empoderamiento de los pobres, de participación, de movilización, y hasta de autonomía, cuando a finales de la década de 1990 los movimientos estaban rebasando las barreras del control estatal.
En ese periodo el Banco Mundial dejó de gestionar los programas sociales y trabajó para que fueran los movimientos quienes los ejecutaran. Las personas idóneas para gestionar las políticas sociales son las que provienen de las izquierdas y de los movimientos, porque los conocen por dentro, dominan los códigos y modos, saben a quiénes tocar, con cuáles dirigentes entablar relaciones y de qué forma abordarlos. En toda la región, sea bajo gobiernos progresistas o conservadores, suelen ser los ex izquierdistas los que están al frente de los ministerios de desarrollo social.
El zapatismo es el único movimiento rebelde que se niega a recibir programas sociales. No somos limosneros, dijo el subcomandante insurgente Moisés en el homenaje al compañero Galeano. Como los zapatistas no se doblegan ante las limosnas del gobierno, disfrazadas de combate al hambre, la política contrainsurgente convierte a las que fueron organizaciones populares en grupos paramilitares para enfrentar pobres con pobres. El objetivo de la guerra asimétrica es que llegue el Ejército a pacificar, a sangre y fuego.
Al colocar la dignidad en el timón de mando, el EZLN trabaja para que los pueblos y comunidades no se conviertan en objeto de las limosnas estatales sino en sujetos de la construcción de un mundo diferente. Si aceptaran políticas sociales los zapatistas estarían minando las autonomías. Construir de este modo, con base en los esfuerzos colectivos, es más digno que estirar la mano para recibir migajas. El zapatismo ha hecho de la dignidad colectiva su línea política y horizonte emancipatorio.
La vieja cultura política dice que la dignidad no es suficiente para defenderse de las balas y de la muerte del sistema. Que hacen falta recursos materiales para enfrentar los aparatos represivos y para construir el socialismo. Esos recursos estarían en el Estado; por eso la vieja cultura política se propone ocupar el Estado como atajo hacia el mundo nuevo. Esa cultura no admite que ese camino ya fue recorrido en muchos lugares y que no conduce al mundo nuevo sino a un mundo de corrupción.
Al rechazar las políticas sociales el zapatismo apuesta a los trabajos colectivos de los pueblos como motor de los cambios. El mundo nuevo no se puede construir sino expropiando los medios de producción y de cambio de los apropiadores. Pero no se reduce a eso. El mundo nuevo es fruto del trabajo, no del reparto. Sobre la tierra y las fábricas recuperadas, los trabajos colectivos son los creadores de lo nuevo.
El zapatismo ha optado por la paz, no por la guerra. No acepta enfrentar pobres con pobres. Esta es, también, una opción ética devenida en modo de hacer política. De algún modo, el zapatismo aspira a que los de abajo no se dejen manipular por los de arriba. Para la vieja cultura esto es algo imposible, que se resuelve convirtiendo en sujetos a las vanguardias. También parecía imposible que los de abajo construyan el mundo nuevo con sus solas fuerzas, con dignidad, como lo pudimos comprobar en la escuelita.
Aun así, resta una tercera y definitiva cuestión: ¿cómo se defiende el mundo nuevo de las agresiones armadas? Depende de lo que seamos capaces de hacer en cada lugar, en cada momento. La respuesta somos todos.
Raúl Zibechi
La Jornada
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