Cientos de personas asistieron ayer al funeral de Akai Gurley, de 28 años, ciudadano negro quien murió el pasado 20 de noviembre a manos de un oficial blanco en un complejo habitacional de Brooklyn, pese a ser totalmente inocente, admitió el jefe de la policía de Nueva York, Bill Bratton. Apenas el jueves pasado, un oficial de la policía de Phoenix disparó y mató a un hombre negro desarmado, de nombre Rumain Brisbon, durante un enfrentamiento; de acuerdo con lo que las autoridades dijeron, el agente creyó que el individuo tenía una arma de fuego. El hecho provocó que unos 200 manifestantes protestaron contra el homicidio con marchas y bloqueos.
Estos casos se suman al de Eric Garner, un hombre negro que murió asfixiado en julio pasado en Nueva York a manos de un oficial blanco, y al del adolescente Michael Brown, asesinado a tiros en Ferguson, Misuri, por un policía que a la postre fue absuelto por la justicia estadunidense, hecho que desencadenó una oleada de protestas, algunas de ellas violentas, en distintas localidades del país.
Además de la explosión de descontento y de los focos de ingobernabilidad que se han registrado en meses y semanas recientes en ciudades de Estados Unidos, la situación descrita deja ver la histórica e innegable orientación racista de las autoridades de ese país, en contra de su población negra, que se acentúa particularmente en las corporaciones policiales, las fiscalías y las autoridades carcelarias. El correlato de esa tendencia es una concepción paranoica de la sociedad por parte de los distintos gobiernos estadunidenses, proclives a poblar sus cárceles y eliminar a ciudadanos considerados peligrosos como medidas de control social.
Según puede verse, esas orientaciones no se han disipado con el arribo del primer presidente no caucásico a la Casa Blanca: antes al contrario, da la impresión de que esa aparente paradoja –la preservación de estructuras de violencia racial en un país gobernado por un descendiente de africanos– ha alcanzado niveles de hartazgo en la ciudadanía en general, como queda de manifiesto con las múltiples expresiones de descontento en ese país.
La circunstancia descrita se agrava por lo que parece ser un patrón de impunidad en beneficio de policías responsables del asesinato de ciudadanos afroamericanos en Estados Unidos. La recurrencia de fallos absolutorios en casos similares, ocurridos en un breve periodo, ha llamado la atención de la propia Organización de Naciones Unidas, cuyos relatores señalaron el pasado viernes que tales decisiones han dejado a muchos con la legítima preocupación sobre un patrón de impunidad cuando las víctimas del uso excesivo de la fuerza son de origen afroamericano u otras comunidades minoritarias.
Según puede verse, la impunidad proverbial de que han gozado las corporaciones de seguridad de Estados Unidos para cometer todo tipo de tropelías contra ciudadanos inocentes –un abanico de prácticas que van del secuestro y asesinato de presuntos terroristas hasta el espionaje ilegal de habitantes de ese país– ha comenzado a revertirse a las autoridades de ese país en forma de un rechazo político creciente.
Para contener ese descontento no basta con la criminalización de la protesta social que ha salido a relucir en estos días y semanas; se requiere un cambio estructural en el manejo de la seguridad y la justicia de la nación que se asume como la principal defensora de los derechos humanos y la legalidad en el mundo.
Editorial de La Jornada
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