viernes, junio 23, 2017

La cena blanca de América Latina



Esta película es una sorpresa. El tema se presenta, de por sí, árido. Y en tiempos en que ya se ha dicho tanto, uno no espera algo diferente. Espera algo de calidad, si, porque conoce de antemano a sus autores. Y ya con esa calidad que los antecede, el film nos colmaría.
Pero ocurre algo inesperado. Los autores hicieron lo que nadie imaginaba: decidieron no hablar, ni opinar, ni juzgar. Hubiesen estado en todo su derecho de hacerlo. Y hubiesen dicho cosas valiosas.
En cambio, mediante un arte imposible de percibir -tal es la sutileza del trabajo- fueron al lugar de los hechos y generaron, en un acto poético, una confianza pura y verdadera, que hizo que todos dijesen lo que pensaban.
Y entonces el pueblo contó su historia. Al contarla, expresan el drama de Romina Tejerina con una potencia superior al propio drama individual. La del país en el que vivimos, creyendo que vivimos en otro. Un país que sólo existe, a veces, en nuestra imaginación. Creyendo que somos un país laico, cosmopolita, pleno de pensadores, de Borges, de Marechales, de Bioys y de universitarios agudos que asombran en La Sorbonne. Que tiene el primer (y hoy ya el último) subterráneo de América latina, que inventó la birome y perfeccionó el By pass. Un país donde lo demás no existe.
El film nos recuerda que, parafraseando al padre de Verbitsky, San Pedro también es América. Que el cura, la que pela los pollos, las chicas que llevan el bebé al baile, los que se ríen como idiotas cuando hablan del amor, son nuestros conciudadanos. Y es con y sin ellos que estamos debatiendo el país que querríamos que fuese.
Con una habilidad de obra maestra (sí, de obra maestra, y el tiempo confirmará esta afirmación) quienes hicieron el film han sabido dejar hablar a la realidad, sin inscribirse, afortunadamente, en el remanido "realismo".
Esa tremenda realidad, tan lograda, es la que hace, por sí misma, más destacado aún el triunfo que significa haber instalado la bandera de este caso doloroso. Demostrar que ninguna mujer, NINGUNA, quiere abortar, ni psicotizarse para matar, luego de una violación impune. Que pedir por el derecho al aborto significa luchar para que no ocurra esta barbarie en donde se mata o se muere porque un sector oscuro y viscoso, que vive en la Edad Media, pretende que seamos nadies; nadies, si, objetos dolidos y a repetición, lo que también incluye a los ejecutores, integrantes de su propia trampa miserable; a los jueces, fiscales, e intendentes dormidos en la piedra de sus corazones de también nadies, arrumbados en el rincón geográfico de su adormidera ficticia,
Todo esto, que indigna, que subleva, no lo digo yo; lo dice, suave, dulcemente, con la fuerza de lo que ya está cambiando, porque ha sido bellamente filmado y para siempre, la extraordinaria obra que recomiendo ir a ver, para verse.

Juan Carlos Capurro

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