A fines del pasado año visitó La Habana un notable político europeo, de izquierdas y con una sólida formación académica. Como no cumplía con una invitación oficial, se movió a su aire por la ciudad, observó los cambios que son visibles, habló con ciudadanos de a pie. Ya casi al partir, confesó a un amigo que se iba muy preocupado. Lo visto en Cuba se parecía mucho a lo que había investigado sobre la transición al capitalismo en un país de Europa del Este. Este amigo común, que me contó la conversación, le respondió al político europeo que, al tiempo que aquí se consolidaba una nueva clase con un estatus económico muy superior a lo frecuente en la Isla, también había un pensamiento de izquierdas que se estaba actualizando, sobre todo en jóvenes intelectuales, y eso podía ser esperanzador. “No lo es”, contestó, tajante, el político, “porque no tienen el poder y nadie los va a tener en cuenta. El poder lo tienen otros”.
Algunos años atrás, en un college de Ohio, conocí a un profesor chino de filosofía, especializado en ética. Yo presentaba un ciclo sobre el cine de Tomás Gutiérrez Alea y él asistía puntualmente a todas las proyecciones. Estaba muy interesado en enterarse de primera mano qué estaba pasando en Cuba. Le importaba saber el valor que podían tener el arte y la literatura en la sociedad. Su respuesta a cada una de mis opiniones era la misma: “Así sucedía en China a fines de los 80”. La percepción que tenía sobre el rumbo que seguía su país era devastadora: “Los millonarios ingresan al Partido Comunista”, me decía, “el partido de los trabajadores se ha convertido en el partido de los directivos y los millonarios”.
Más allá de las diferencias que, por historia o cultura, nos separan de naciones europeas o asiáticas que pretendieron alcanzar una sociedad más justa, más humana (de forma equivocada, como verificó la terca realidad), los recientes debates en torno a la necesidad de limitar la concentración de la riqueza me han hecho recordar las dos anécdotas que he sintetizado antes.
Es revelador que, tanto en las sesiones en la Asamblea Nacional del Poder Popular como los artículos aparecidos con posterioridad en sitios digitales o blogs de orientaciones diversas, han hecho evidentes las tendencias en que se divide hoy la sociedad cubana, algunas de ellas enfrentadas por una polaridad esencial. Solo fijando dos extremos, en uno están quienes admiten las reformas que favorecen la propiedad privada y la explotación del trabajo de otros como un mal inevitable, porque en las condiciones actuales, de Cuba y del planeta, no hay otro modo de reanimar nuestra desfallecida economía. Es, al parecer, la idea que sostiene los documentos llevados a la Asamblea Nacional. En las antípodas están los que ven en las medidas adoptadas la posibilidad de que se inicie, a partir de ellos, la restauración del capitalismo, y quieren acelerar este proceso que también consideran irreversible, y despojarlo de todo límite, de todo control.
Por las escasas informaciones divulgadas tengo la impresión de que los debates en la Asamblea tuvieron un enfoque primordialmente económico. Es lo prevaleciente desde que en el VI Congreso del Partido se aprobaron los Lineamientos de la Política Económica y Social del Partido y la Revolución.
Sin embargo este es un problema que sobrepasa con creces la cuestión de la manera y las cuantías en que se deberá limitar la concentración de la riqueza, o de los métodos para redistribuirla entre los más empobrecidos. Ya me referí a ello en esta misma columna, meses atrás, pero las circunstancias me llevan a insistir en algunos matices.
En estos días también he conversado con Julia, joven estudiante cubana, sobre la nueva clase en formación (o sobre un sector de esa clase). Me cuenta que, en el coctel de inauguración de una exposición, reunida con un grupo de quienes fueron sus compañeros de preuniversitario, alguien se volvió hacia ella y le preguntó: “¿Pero tú no tienes carro?”. Es algo que no está ni en los sueños más optimistas de Julia, incluso una vez graduada como médico. Ella me asegura que en ese tipo de conversaciones se burlan de los que andan en un Geele, porque piensan que es un auto para personas mediocres. Es una actitud grupal que demuestra el menosprecio hacia los que menos tienen; la prepotencia del que casi todo lo puede.
Ante varios de los lujosos restaurantes que se han abierto en La Habana (algunos de los cuales, para colmo, se reservan el derecho de admisión) me he preguntado de dónde procedió el capital para la inversión inicial. ¿Cuánto cuesta la reconstrucción total de un inmueble? ¿Dónde se compraron o cómo se importaron esos enormes paños de cristales polarizados que dejan ver las grandes avenidas de la ciudad? A eso añádanse muebles, vajillas diseñadas especialmente para el sitio, equipos de cocina y bar…
En ciertos casos, imagino que el dinero ha llegado de la emigración y la lógica me hace suponer que una parte sustancial de las ganancias se va de Cuba: es un capital que se está acumulando fuera. Pero, sin la ayuda de familiares o amigos instalados más allá de nuestras fronteras, ¿cuántos cubanos podrían, con su salario, o con la venta de propiedades, acometer una obra que absorbe decenas de miles de CUC? Tales inversiones, ¿no son la prueba de que ya existe una apreciable acumulación de capital –apreciable, entiéndase, en términos cubanos? ¿Qué pasaría si llegan a fundirse, y a actuar desembozadamente, los que tengan la riqueza económica y los que ejerzan el poder?
Todo esto está ocurriendo no en un vasto territorio desbordado de riquezas naturales, ni en un pequeño Estado europeo. Somos una isla secularmente sometida por el subdesarrollo, con una economía que nunca ha podido sacudirse los lazos de dependencia, y que durante las últimas seis décadas se ha empeñado, mayoritariamente y a pesar de durísimas adversidades, en crear una sociedad distinta.
Esencialmente, estamos ante un problema que pertenece al campo de la ideología, y que definirá el futuro de Cuba. No se trata solo de evitar que la riqueza se acumule, sino de que esa burguesía retome un poder que hoy está solo nominalmente en manos del pueblo. Cada día se abre un abismo mayor entre ciertos discursos y la realidad. No basta con decir que estamos construyendo el socialismo. Hay que definir qué socialismo querríamos la mayoría de los cubanos (y tengo la esperanza de que aún la mayoría aspira a ello), y cuál es posible en las circunstancias actuales. No es suficiente calificarlo con los adjetivos próspero y sostenible. Hay que diseñar un modelo en el que la prosperidad sea para todos. No basta con decir que los medios de producción son de los trabajadores. Los trabajadores tienen que poseer un real poder de decisión sobre lo que producen. No basta con decir que hay democracia. Tenemos que construirla, desde las bases, para que la política sea un asunto de todos.
Arturo Arango
OnCuba
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