En España, como en cualquier formación social burguesa moderna, está justificada la pregunta relativa a quién detenta el poder. A diferencia de formaciones históricas precedentes (feudalismo, esclavismo, etc), en las que la clase dominante ejerce directamente el poder político, ocupando físicamente sus magistraturas, en el capitalismo, la gran burguesía delega el poder de un crecido Estado en los miembros de las amplias capas medias de la sociedad, de los tradicionales sectores pequeño burgueses (profesionales, comerciales, propietarios de mediana base territorial, etc). Se crea con ello la apariencia de un poder “cuasi” popular; en cierto modo, hay que comprender que la burguesía, a diferencia de otras clases dominantes ya perecidas, se ve obligada a tejer una más complicada y compleja legitimación de su poder, implicando en el mismo a sectores sociales, como queda dicho, ajenos al núcleo del poder real. Por eso es necesario tener presente que el poder del gran capital es necesariamente un poder compartido y esta peculiar forma condiciona todos sus análisis, preferentemente, los de coyuntura.
La II República se proclama de la forma más pacífica imaginable; y es que para el 31 la gran burguesía española había agotado todas las fórmulas de posibles alianzas con los sectores pequeño burgueses, provocando la desafectación de los mismos para con el régimen monárquico; no había entonces quién, en la “arena política” (aparte, lógicamente, de la propia oligarquía), defendiera el régimen, y la abdicación real se precipita como fruta madura. Y es que la oligarquía, por sí sola, es incapaz de detentar y ejercer el poder político; necesita de sus clases subalternas y del régimen político que le es consustancial: la demagogia o democracia “pequeño burguesa”, aderezada de la fatuidad, el boato, la suntuosidad, el despilfarro; en fin, de todos los vicios de la “encantadora” y “discreta” pequeña burguesía.
Entre tanto, el gran capital realiza, con las más absoluta tranquilidad, sus negocios, parapetado tras la mil y un trincheras que, en la sociedad civil, ha entretejido con sus alianzas de clase; sus miembros pueden dedicarse, en cuerpo y alma, y sin mayores estorbos, a la reproducción del capital, ajenos a la crítica social y política, que, en su caso, se dirige, en exclusiva, contra sus auxiliares y subalternos, impidiendo que, en este nivel, el arma de la crítica pueda alcanzar carácter radical, encerrándose en los límites de lo políticamente correcto (o grotesco). Sin embargo, en épocas de profundas crisis (inevitables en el capitalismo), las clases subalternas del gran capital se ven conmocionadas; en el caso español, ocurrió en el 31, tal como hemos expuesto, posibilitando que el entero aparato de poder de la gran burguesía se disgregará casi súbitamente; aún así, ello fue fruto de un largo proceso de debilitamiento de las estructuras estatales y de las alianzas y compromisos de clases urdidos en torno a la oligarquía, que, al menos, se retrotrae a la dictadura de Primo de Rivera y que culminará en un total descrédito del sistema de partidos de la restauración canovista.
En la España de la restauración “suarista/felipista/carrillista” (si se nos permite este trinomio), la “democracia pequeño burguesa”, ha disfrutado de un envidiable estado de salud. El voto acumulado por los dos partidos del régimen hasta 2012 así lo atestigua. Pero lo mismo que su economía escondía una gran falsedad, puesta de manifiesto con la Gran Recesión 2008, el sistema político no ha tardado en resentirse seriamente. La ruina de amplios sectores de la pequeña burguesía, asfixiada por el crédito, ha debilitado su hasta ahora ingenua e irreflexiva (pero no por ello menos interesada) adhesión al sistema. Como era de esperar, la consecuencia ha sido una creciente desafectación respecto del sistema bipartidista. La irrupción de PODEMOS y, posteriormente, de CIUDADANOS ha sumido el régimen político de la transición en un auténtico caos. El rechazo generalizado en la ciudadanía a la corrupción política; la sombra de sospecha que recae sobre buena parte de la clase política (la "casta”) y la amenaza que sobre ésta pesa de no salir indemne judicialmente de tal desaguisado, añaden al caos tintes dramáticos.
La oligarquía española, nuevamente, empieza a quedarse sola ante la ingrata tarea de ejercer y detentar el poder político. De un lado, el aparato político por antonomasia de la misma, el Partido Popular, apenas alcanza un tercio del electorado; envuelto, además, en una maraña judicial, a resultas de los casos de corrupción avivados, y ejecutor, en estos últimos años, de las políticas de recortes y desregularización y precarización del mercado laboral, ha encontrado enormes dificultades para allegarse aliados para conformar una mayoría de gobierno y la que, finalmente, ha obtenido puede romperse en cualquier momento. Y, de otro, el Partido sustituto, PSOE, sorpresivamente, se resiste a cumplir el papel para el que fue reconvertido en Suresnes (1.974), esto es, administrar y, en su caso, apuntalar el régimen en caso de grave grieta.
Ciertamente, es muy probable que, como afirma Pablo Iglesias, aún no se haya llegado a una situación de empate catastrófico entre las élites de la oligarquía y la alternativa popular y ciudadana y que, en consecuencia, estemos lejos de una solución constituyente. Pero el escenario no puede ser más desolador; no hay empate pero sí un enorme vacío en el ejercicio del poder político. Y un Estado hiperendeudado, aquejado de un desequilibrio financiero descomunal, presionado por sus acreedores, el capital franco alemán, para que proceda a reajustes socioeconómicos, que profundizarán en la quiebra de la cohesión social, tras la que se asomará, sin ningún género de dudas, una mayor desafectación de amplios sectores de las clases subalternas.
Se impondrá, en cualquier caso, y, en breve plazo, como lógica aplastante, cualquier variante de gobiernos de concentración nacional, porque no se debe ignorar que el Estado Español es un deudor sistémico, y que cualquier desorden serio que le afecte desencadenaría una crisis financiera internacional de envergadura. Sin embargo, a aquellos le sucederá un cambio de régimen. Su naturaleza y plazos están todavía por escribir, pero dependerán de la audacia y pericia de los actores implicados. Y no soy optimista. Y, para endiablar aún más el panorama, el tema territorial enquistado. Quizá no sea época de solución constituyente; sin embargo, la situación política la exige a gritos. O asumir que España es un Estado fallido, territorial, política y financieramente, toda vez que sus burguesías jamás han manifestado un propósito serio de construir un Estado y Nación viables y sus pueblos resultan incapaces de hacer lo propio.
Lo preocupante de todo ello es que, ante la enorme complejidad del destartalado entramado político, la oligarquía, cada vez más sola y aislada, recurre siempre a los argumentos de fuerza, como ya avanzó con el golpe perpetrado en octubre pasado en el seno del PSOE y, como presumiblemente, ocurrirá ante el referéndum independentista en Cataluña.
Juan Jiménes Herrera
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