Centenares de migrantes indocumentados traspasaron ayer la cerca que rodea Ceuta –el enclave español situado en el norte de África y rodeado por el territorio marroquí– lo que provocó enfrentamientos con la policía española que dejaron un saldo de más de 150 heridos: 132 migrantes y 22 uniformados. Según la versión oficial, el grupo estaba compuesto por más de 800 personas y 602 de ellas consiguieron internarse en Ceuta. En tanto, en Italia, la policía inició el desalojo de centenares de gitanos de un campamento situado en Roma, a contrapelo de una directiva del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que a principios de esta semana pidió a las autoridades de ese país que suspendieran el operativo en tanto no tuvieran planes de reubicación.
Tanto la violencia desesperada de los viajeros en el enclave español como el accionar policial en la capital italiana son indicadores preocupantes de la creciente tensión entre los gobiernos europeos, dispuestos a convertir la eurozona en un bastión inexpugnable para los centenares de miles de individuos que escapan del hambre, la guerra y la inseguridad en África y Medio Oriente.
No debiera soslayarse el hecho de que entre los países ricos del norte, sitio de destino de las migraciones contemporáneas, y las naciones depauperadas del sur, que es donde se originan, hay viejas e inequitativas relaciones: los primeros han colonizado, saqueado y promovido escenarios de conflicto en las segundas y se han convertido en un componente histórico y presente de la inestabilidad política, la postración económica y la desintegración social. Tienen, por ello, una parte central de responsabilidad en la gestación de los fenómenos migratorios. Por lo demás, los organismos financieros y económicos internacionales han impuesto en los países pobres de África –al igual que en los de América Latina y Asia– recetas económicas cuya aplicación se ha traducido en una destrucción acelerada de los entornos sociales, y es innegable que los gobiernos occidentales ejercen un control casi total en esos organismos.
La Europa rica y desarrollada tiene ante sí el deber de acoger a quienes son expulsados de sus lugares de origen y de asumir de una vez por todas las consecuencias de sus propias políticas coloniales y neocoloniales. Porque, guste o no, los flujos migratorios son un subproducto irremediable de la globalización económica devastadora impuesta al mundo desde Estados Unidos y Europa Occidental.
Aunque así no fuera, el impulso migratorio es consustancial a la especie humana y el afán paranoico de reprimirlo o contenerlo por medio de fronteras, aduanas, alambradas o muros, no sólo resulta absurdo sino también cruel y muchas veces letal. La historia demuestra que las murallas son, en última instancia, ineficaces en tanto que mecanismos de contención. La alternativa más humana, sensata, pacífica y económica ante los migrantes consiste en dejarlos pasar.
Editorial La Jornada
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