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sábado, julio 28, 2018
30 años de “Akira”, un clásico de la animación japonesa
Parte de la “edad de oro” del género, el film futurista recogía los traumas de la bomba atómica y de las décadas de posguerra.
Con un hongo nuclear absorbiendo la ciudad de Tokyio, dejando a su paso solo un cráter, silencio y un título. De esta forma comienza Akira (1988), film que cumple 30 años y que representó uno de los hitos más importantes de la animación y la cultura pop y en la expansión cultural nipona por fuera de sus barreras nacionales.
Akira –adaptación de una historieta (manga) de mismo autor, con una trama mucho más extensa- forma parte de una “edad de oro” de la animación japonesa en los ’80, signada por una gran inversión en la industria y por una poderosa experimentación. Fue lanzada el mismo año que otros dos clásicos, Mi Vecino Totoro y La tumba de las luciérnagas, pero a diferencia de estas –marcadas por la nostalgia de la niñez o de un tiempo previo a la Segunda Guerra-, la épica de ciencia ficción del escritor y realizador Katsuhiro Otomo pone el acento en el futuro, trazando un paralelo con la propia historia de Japón de una manera frenética y caótica.
La trama se desenvuelve en 2019 en la ciudad de Neo Tokyo. En contraste con los protagonistas de gran parte de la ciencia ficción norteamericana, que procuran evitar una hecatombe, los de Akira actúan en un mundo ya devastado –en este caso el de la vieja Tokyo, demolida por una explosión décadas atrás. El ultramoderno futuro distópico de Neo Tokyo –con calles desiertas, copadas por la violencia y atravesadas por la marginalidad- se nos presenta a través de nuestros dos protagonistas, Kaneda (líder de una banda de motociclistas juveniles) y su amigo de la infancia, Tetsuo -quien luego de un encuentro con un experimento del gobierno, obtiene poderes que escapan a su control.
En la búsqueda de Kaneda por su amigo, y en la exploración de los poderes de Tetsuo, iremos viendo una sociedad marcada por conflictos de poder, por los excesos del gobierno y la ciencia deshumanizada al servicio de los intereses del Estado capitalista.
El aniversario de la película, que hace foco en la barbarie del belicismo y la militarización bajo regímenes capitalistas, cobra una renovada vigencia en la situación actual de Japón. En los últimos años, y al calor de tendencias nacionalistas, el gobernante Shinzo Abe viene promoviendo el rearme del país –a contramano de la Constitución de 1947, sellada en el marco de la ocupación norteamericana. Ello, en un escenario de fuertes disputas inter-imperialistas en la región y del recrudecimiento de la cuestión coreana.
Traumas
Otomo ha señalado que tomaba los elementos que comienzan a aparecer en Japón en su entorno -los movimientos políticos, los gánsteres, la juventud, la pobreza- y los proyectaba al futuro.
En la tradición crítica de otros antecedentes, como el film Godzilla, Akira recoge los traumas de la Segunda Guerra, de los criminales bombardeos de Hiroshima y Nagasaki; así como la desmoralización de buena parte de la sociedad con los gobiernos de la posguerra, sometidos a los dictados del imperialismo norteamericano, y con la conformación de Japón como “potencia tecnológica” sobre la base de una intensa precarización laboral.
Así, el de Neo Tokyo es el gobierno de una burocracia de políticos corruptos e incompetentes, que reprime violentamente las manifestaciones en su contra, centradas en la oposición popular a los crecientes impuestos. En tal escenario, la película presenta un tinte más bien pesimista, con una “resistencia” alternativamente consumida por el fanatismo religioso, por la utilización sin mayores perspectivas de la violencia –quizá una referencia velada a grupos foquistas, maoístas, que actuaban en el período- o como títere de los poderes en pugna.
El film hace foco en una juventud sin futuro, que transita en escuelas abarrotadas y descuidadas, sufre el disciplinamiento violento de las autoridades escolares y la persecución policial, y busca establecer sus propias leyes a partir de la conformación de bandas violentas. La ciudad, con sus luces de neón y sus pasadizos, generan una sensación de encierro y de alienación que se ven reflejados en la idea de Tetsuo de escapar de la ciudad.
La tecnología aparece bajo una doble cara: están allí los productos reverenciados por la juventud –es el caso de las estilizadas motocicletas- pero ante todo los experimentos peligrosos, deshumanizantes e incontrolables del gobierno con niños, que eventualmente provocarán catástrofes –en lo que se ve el eco de la bomba atómica lanzada en Hiroshima, apodada justamente “Little Boy” (pequeño niño).
A medida que el poder de Tetsuo aumenta, su cuerpo comienza a expandirse, a mutar, a absorber más materia para contener el poder que posee, a la par de las alucinaciones y efectos psicológicos que le genera. El uso de este sub género del horror, el “body horror” u horror biológico, recuerda a los terribles síntomas sufridos de los “hibakusha” –término utilizado para los discriminados sobrevivientes de los bombardeos atómicos.
Imágenes de la barbarie
Akira recoge el pesimismo tecnológico del género del “ciberpunk”, mostrando los riesgos de un desarrollo tecnológico puesto en función de la explotación capitalista y del desarrollo militar de los Estados de ese régimen. Es, finalmente, una historia de destrucción que amenaza constantemente con repetirse. El primer volumen del manga que le dio origen fue publicado en 1982, en el contexto de la Guerra Fría, y marcó su impronta: la de un futuro incierto que parecía ir hacia la catástrofe nuclear.
A 30 años de su lanzamiento, y en el contexto de nuevos enfrentamientos bélicos, este film convertido en un clásico sigue llamándonos la atención, no solo por su calidad artística, sino porque muestra la amenaza siempre presente de la barbarie del capital.
Santi Gonzalez (@_santigr)
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