La riqueza acumulada por el uno por ciento está siendo blindada por una alianza entre las redes del narcotráfico y sectores del aparato estatal, que sirven a los intereses de las grandes multinacionales pero se han conformado, a la vez, como un importante factor de poder. Esta alianza opera despejando territorios para los emprendimientos minero-energéticos, de los que se beneficia creando amplios espacios bajo su control que utiliza para lubricar sus negocios ilegales.
Recién en años previos empiezan a publicarse análisis sobre esta realidad que, bajo el nombre de narcotráfico, designa un modo de dominación y control de las poblaciones. No deberíamos perder de vista que los narco-estados no son desviaciones de la tradición de los estados-nación, sino su nueva configuración a la medida del extractivismo/cuarta guerra mundial, lo que complejiza tanto las resistencias de los sectores populares como la lucha emancipatoria en general.
La conformación de narco-estados (y narco-instituciones) parece estar creciendo y no se restringe al espacio latinoamericano. En algunos países de Europa las mafias aliadas con políticos consiguen sentar sus reales en municipios y hasta en regiones enteras, llegando a influir de forma determinante en la configuración del mapa político, en particular en Italia.
En varios países de América Latina esta alianza opera junto a las iglesias evangélicas y pentecostales, sobre todo en Brasil y Colombia, donde apoyan a los partidos y candidatos de la derecha, aunque algunas de ellas llegaron a sostener durante años al gobierno de Lula para dar luego un brusco giro en sentido contrario.
En los meses recientes reapareció un violento conflicto por el control de la ciudad de Medellín (Colombia), que había sido colocada como paradigma de la pacificación de una de las ciudades más violentas, gracias a una gestión municipal que utilizó la arquitectura urbana para generar una cultura de paz. El rebrote de la violencia en esta ciudad-escaparate, muestra tanto los límites de las políticas públicas para controlar el narcotráfico, así como desnuda sus alianzas y modos de operar.
Un excelente reportaje del periodista Camilo Alzate sobre la guerra en curso en la Comuna 13, asegura que la ciudad de los prodigios económicos está bajo el control de las mafias y agrega una frase reveladora: El poder real que necesita el poder formal (goo.gl/6DKjTg). Luego de la gestión progresista del alcalde Sergio Fajardo (2004-2007) la ciudad se había convertido en la vidriera de la pacificación y cobijó foros internacionales de negocios para las élites globales.
En algunos países, como en Uruguay durante la presidencia de José Mujica, se puso a Medellín como ejemplo del combate exitoso a la delincuencia, que se resolvería construyendo espacios deportivos, bibliotecas públicas y lugares de encuentro donde los jóvenes descubrirían las maravillas de la vida y se alejarían de las bandas criminales.
La idea de fondo es que una buena gestión puede resolver las desigualdades estructurales sin tocar privilegios, incluyendo la corrupción endémica del aparato estatal. Se recuperó el concepto de acupuntura urbana que había funcionado décadas antes en la brasileña Curitiba, para resolver problema sociales mediante intervenciones puntuales en la ciudad.
Lo cierto es que aquella experiencia for export, fracasó sin que los responsables dieran la cara. Los dirigentes sociales de la Comuna 13 le dijeron a las autoridades: No confiamos en la institucionalidad, y sobre todo no confiamos en la policía. Y concluyen: Si la comunidad no puede confiar en la policía, ¿qué nos queda?.
Este es el punto central. No hay políticas sectoriales para resolver el problema del narcotráfico, porque ya se ha integrado en el aparato estatal, el verdadero poder que utiliza las instituciones. En Medellín hay centenares de amenazados y desplazados por las bandas criminales que impusieron un toque de queda permanente en las noches. La policía se limita a atacar a los jóvenes a los que considera siempre sospechosos, mientras protege a las mafias.
En varias visitas a Medellín pude comprobar cómo en las comunas este poder narco controla el transporte forzando a los choferes a pagarles cuota, así como a todos los comercios a partir de un límite territorial que ellos controlan. El negocio de las garrafas de gas, de los celulares y la televisión, están todos en manos de los narcos, en una amplia geografía que va desde Medellín a Río de Janeiro, pasando por buena parte de las ciudades del continente.
¿Cómo se desmonta este poder narco-estatal?
Imposible hacerlo desde adentro, como demuestran todas las experiencias conocidas.
Para los movimientos antisistémicos es un tema central, ya que este poder se dedica a destruir toda organización popular porque ambicionan el control completo de los territorios. Por lo que conocemos, sólo organizándonos al margen de estos poderes será posible construir movimientos emancipatorios sólidos y duraderos.
Raúl Zibechi
La Jornada
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