Esta peste de la modernidad de que es testigo una atónita mitad del mundo forzosamente enclaustrado, ha revelado la disimulada criminalidad de la espina dorsal de la civilización capitalista.
Antes de la asoladora enfermedad, amplios sectores de la humanidad ya padecían hambreados, enfermos, y morían todos los días de otras pandemias silenciosas como la pobreza o la guerra.
El coronavirus cumple su sorda y terrible finalidad de hospedarse en el ser humano para replicar su inane estructura química sin vida, no sin la complicidad de quienes, ante la falsa disyuntiva de salvar la salud o la economía, han optado por salvarse a sí mismos; al parecer inconscientes, pero solo en apariencia ciegos y sordos ante la evidencia de que, sin salud, no hay vida, y sin vida no hay economía.
El contraargumento de que sin economía tampoco podría subsistir la especie, la continuidad de la existencia, expresado con su vulgaridad de cuna, ha sido el pretexto del más troglodita de los millonarios actuales, en desafío de todo límite, en aras de su ambición de clase.
Pero ese silogismo esconde una premisa trucada. Y es que la economía que quieren salvar los que han optado por sacrificar a los ancianos, en nombre del futuro de sus nietos, es precisamente la economía que les pertenece, la que, desde su génesis, provoca que ahora los abuelos sean abandonados en nombre de sus descendientes; hijos y nietos que, de mantenerse como hegemónica en el futuro, también serán las víctimas que tendrán que morir cuando haya llegado la hora de otra pandemia o cataclismo mundial.
Las abuelas esquimales de El país de las sombras largas tomaban la trágica determinación de inmolarse cuando ya desdentadas no podían sostener la sobrevivencia de la familia esquimal. Sin aquella exigencia de su difícil entorno, los modernos asesinos de la humanidad retrotraen la dignidad de la especie a los tiempos más remotos, pero sin aquellas justificaciones.
Las otras pandemias previsibles
Con la misma indetenible celeridad que la curva mundial de infectados asciende, se van acumulando opiniones, análisis, ensayos y estudios de todo tipo acerca de las causas de la catástrofe.
Paralelamente, crece la avalancha de otra desgracia mundial: la infomedia; una epidemia mediática de información superficial, irresponsable o malintencionada de toda laya, que también agrega lo suyo a los desafíos que impone el control de la enfermedad.
Pero así como la probable ocurrencia de la actual pandemia fue advertida a tiempo por aquellas instituciones y especialistas con las herramientas necesarias para preverlo, también los analistas críticos de la economía capitalista neoliberal, desde mucho tiempo atrás, venían denunciando las condiciones creadas por el actual manejo de la economía mundial, para que incluso los estados que más riqueza disfrutan, fueran los cínicos abanderados de la maltusiana solución de abandonar, a su suerte, a una parte de la humanidad. Son los mismos protagonistas de las vandálicas acciones de piratería, disputándose, a dentelladas de dinero, los recursos sanitarios que no podían proveer a sus ciudadanos. Se ha llegado al punto de que naciones sancionadas, como la rusa o la china, tuvieran que tender la mano a sistemas agresores como el estadounidense; o que una isla asediada como en los tiempos feudales, desparramara a sus médicos por todo el mundo ante el aplauso mundial.
No ha sido, pues, la globalización, porque el término de la neolengua eufemística y manipuladora quiere hacer pensar, insidiosamente, que la supuesta riqueza mundial generada sería para todos, y que es algo apetecible aquello que nos abarca y une. Sin embargo, sí ha sido la mundialización del neoliberalismo, los tentáculos del capital extendidos por toda la geografía, los que han infectado y aniquilado las soberanías nacionales, estrangulando las estructuras estatales, obligándolos, a cambio de sus préstamos leoninos, a la aplicación de políticas de recortes fiscales que fueron mermando cada vez más los recursos dedicados a los servicios públicos; privatizando, entre ellos, señaladamente, los médicos y sanitarios, precarizando los públicos, y todo ello para el beneficio de un mínimo por ciento de poseedores cosmopolitas o nativos.
Pero con todas las naturales diferencias, en algo coinciden analistas de distintas tendencias ideológicas y especialidades: son las autoridades y estructuras estatales las que han estado en condiciones de afrontar con más probabilidades de éxito a la pandemia, incluso en los países capitalistas. Asistimos a la evidencia, dolorosamente tácita, de que la privatización es, por su esencia económica, incapaz de librarse de las ataduras de su finalidad estructural y de su antagonismo esencial con respecto al interés público.
La criminalidad del capital
Los ejemplos accidentales de actitudes filantrópicas son bienvenidos porque, al menos, teniendo injustamente lo mucho que la falta a tantos, tienden su mano en la urgencia. Pero ello mismo es una prueba de que, allí donde las instituciones estatales y sus organismos públicos han sido despojados de fuerzas suficientes para reaccionar ante catástrofes sobrevenidas, se forman esas fortunas que actúan con generosidad (cuando lo hacen) en los momentos en que es amenazada la fuente de sus riquezas, que es la salud y la vida de los más de este mundo.
Los que opinan que la propiedad privada es demonizada a priori por el pensamiento socialista, desconocen u olvidan que las expresiones propiedad y privada nada dicen por sí mismas, si no se tienen en cuenta sus distintos niveles de significación, ámbito y contexto de funcionamiento.
Es privada la propiedad del teclado con que escribe el comentarista, y ello le otorga la posibilidad y libertad de usarla, enajenarla, regalarla, o expresar sus criterios. Pero cuando es privada una dimensión crítica y determinada de riqueza, de manera tal que ello permite convertir en rehén de sus intereses la política y la economía, influir en la formación del imaginario social, controlar las fuentes de la información, dictar las reglas del mercado, o provocar guerras e imponer sanciones, todo en nombre de la sacralidad inevitable y la eficacia superior de ese tipo de propiedad, estamos asistiendo a la parte estructural de un tipo de tenencia que tiene que funcionar preso de las propias leyes que genera.
Todas las grandes pandemias que han azotado a la humanidad detonaron intensos sismos sociales y económicos. Se discute todavía hoy, por los especialistas, si una de las más devastadoras de la antigüedad fue causa de la caída del Imperio Romano. Fuere o no, esta peste de la modernidad de que es testigo una atónita mitad del mundo forzosamente enclaustrado –salvando las distancias–, ha revelado la disimulada criminalidad de la espina dorsal de la civilización capitalista, que no casualmente comenzó, chorreando sangre y lodo, con aquellos cercados de las tierras campesinas inglesas, y siguió con la expulsión, el éxodo o aniquilación salvaje de sus dueños; con la intrusión sin freno ni respeto del hombre en la naturaleza; con el hacinamiento de grandes masas precarizadas en las ciudades; con la sobreproducción enloquecida de mercancías necesarias o ficticias, que no encuentran su finalidad, mientras amplios sectores de la humanidad están hambreados, enfermos, y mueren todos los días de la pandemia silenciosa de la pobreza o la guerra, ante la cual no puede acudir al aislamiento salvador sino al consuelo de la muerte.
Ahora, desvalida y vencida por una minúscula cadena de químicos, la misma riqueza que le arrebatan le es negada en su orfandad. ¿Se necesitan más evidencias?
Carlos Luque | internet@granma.cu
20 de abril de 2020 00:04:16
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