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lunes, enero 24, 2011
Elogio del Manifiesto Comunista.
El Manifiesto es de una sobriedad admirable. Consta de cuatro párrafos y una breve introducción. No voy a incurrir, demás está decirlo, en la redundancia de explicarlo, ni a intentar tampoco la tarea imposible de concentrarlo en pocas fórmulas. Para cada uno de vosotros, además, el Manifiesto Comunista-lo afirmaría sin vacilar-constituyó en la adolescencia una de esas lecturas juveniles que se quedan prendidas en el recuerdo con una gratitud emocionada. Pensado y escrito para un movimiento obrero que se incorporaba a la vida, el Manifiesto conserva cierta frescura de amanecer, cierta actitud de fruta joven. En una alianza admirable ha sabido reunir la austeridad de la doctrina con la nerviosidad de la polémica, el goce áspero del razonamiento con el otro más sutil de la ironía.
El párrafo primero –“Burgueses y proletarios”-es la más concisa, luminosa y certera filosofía de la historia que se haya escrito hasta hoy. Desde la línea del comienzo, imperativa y recia como un axioma : “ La historia de toda sociedad hasta nuestros días no ha sido sino la historia de la lucha de clases”, hasta aquella otra del final que anuncia a la burguesía sus propios sepultureros, como un redoble sombrío de tambores enlutados, toda la historia del mundo, con sus dolores y sus grandezas, va desfilando delante de nosotros. Pero la realidad histórica ha sido enfocada desde tan arriba, que nada distrae los ojos con detalles pueriles. La historia tradicional, que se detiene en la superficie de las cosas, daba del mundo la impresión de un caos, en que la voluntad de los dioses o la rivalidad de los príncipes lanzaban unas sobre otras a las muchedumbres abigarradas. Sin alterar la realidad en lo más mínimo, el panorama que abarca el Manifiesto es bien distinto : en donde hervía el tumulto, vemos ahora insinuarse la ley; y tras del capricho aparente, el puño de hierro de la necesidad. En un esquema vigoroso, en que las proposiciones se suceden con la elegancia y la fuerza de un teorema, el Manifiesto demuestra cómo la burguesía creció en el seno de la sociedad feudal y cómo al transformar los medios de transporte y modificar los instrumentos de producción se vio forzada a romper con la organización feudal que la cohibía.. Pero demuestra también que las mismas armas de que se sirvió la burguesía se vuelven ahora contra ella; late en su entraña la clase que habrá de derribarla y que , liquidando de modo radical la propiedad privada en que aquella se asienta, impondrá por la violencia las formas más adecuadas de la propiedad colectiva.
Pero en todo ese largo desarrollo no suena en el manifiesto una imprecación ni un lamento. La burguesía no triunfó porque así lo exigiera esta moral o aquel principio, sino porque las fuerzas productivas que su iniciativa arrancó de la naturaleza, impusieron la necesidad de instaurar un nuevo orden social. No hará otra cosa el proletariado cuando le toque cumplir su misión.
La objetividad rigurosa y calculada de este párrafo, de tan formidable trabazón dialéctica, da a la página primera del Manifiesto Comunista el ceremonial imponente de una sentencia a muerte. En un instante, sin embargo, corre por la prosa un temblor de emoción. Pero no es de rencor, sino de elogio. Como un triunfador generoso que presentara armas al enemigo vencido, ensalza a la burguesía por haber demostrado frente a la pereza del noble hasta donde puede llegar la grandeza del trabajo humano. Jamás una clase celebró en honor de otra un funeral tan solemne.
Muy distinta es, en cambio, la entonación dominante en el párrafo segundo. Tan distinta que, para muchos, provoca un cierto asombro. Verdad es que el título, “Proletarios y comunistas “, guarda cierta simetría con el título anterior y predispone a encontrar en este párrafo un tratamiento parecido. No es así, sin embargo, y ese viraje brusco en el tono y en la prosa respondía justamente a la secreta intención del Manifiesto. Cada forma social, antes de morir-había escrito Marx algunos años atrás-debe pasa por dos muertes sucesivas : la muerte trágica primero, la muerte cómica después. Los dioses griegos, mortalmente heridos por el “Prometeo encadenado “ de Esquilo, solo bajaron a la tumba después de los diálogos burlones de Luciano.
Como los dioses griegos, la burguesía pasa por dos muertes en las páginas memorables del Manifiesto Comunista : en el párrafo primero, la muerte trágica; en el párrafo segundo la muerte cómica. Si en aquel, íntegro está el Marx dialéctico, en este, íntegro está el polemista. Analizando una por una las acusaciones más en auge lanzadas por el movimiento social que él interpreta, salta de un sector a otro del frente enemigo con una agilidad inesperada : rompe aquí un sofisma, invierte ahí un argumento, descoyunta más allá un error. Y pone en cada réplica tan picante dosis de rapé voltairiano que aún parece resonar a lo largo de sus líneas aquella risa triunfal de Marx, adolescente, de la cual contaba Bruno Bauer que lo había hecho feliz nada más que escuchándola un instante.
Más la aparente ligereza del párrafo segundo ha arrasado de tal modo las débiles defensas de la burguesía, que no causa sorpresa escuchar al Manifiesto, en ese instante, los diez puntos famosos que el proletariado impondrá a la sociedad el día mismo que tome entre sus manos el poder. El Manifiesto no emplea la expresión “ dictadura proletaria”, que Marx usará solo dos años más tarde.; pero las repetidas alusiones a la “destrucción violenta” y a la “violencia despótica”, así como el carácter resuelto de las medidas que propone-sin una sola reforma democrática-, subrayan la orientación entrañablemente revolucionaria del programa.
El Manifiesto, con todo, no termina ahí, implacable en su ardor combativo, persigue todavía al enemigo sobre el campo doctrinario para batirlo también en sus reductos teóricos. Se acostumbra decir que este párrafo tercero ha perdido desde hace mucho tiempo todo valor de vida, como si las doctrinas que él pasa revista no representaran para nosotros más que recuerdos desvaídos. Nada más falso en mi opinión. No hay una sola de las corrientes aludidas en el párrafo tercero, desde el socialismo “clerical” al socialismo “burgués”, desde el socialismo “verdadero” al socialismo “utópico”, que no tenga actualmente, pertinaces aún, sus herederos más o menos disfrazados. Bajo las formas declamatorias del pacifismo y de la filantropía, del mutualismo y de la colaboración entre las clases, por ahí andan con sus jeremiadas apuntalando a la burguesía en su desastre.
El socialismo “clerical” de ahora ya no enarbola como antes la alforja del mendigo para atraer al pueblo tras sus pasos; pero en la propaganda insistente del diario y de la cátedra, del púlpito y del libro, sigue afirmando todavía que podrá solucionarse este enorme “malentendido” entre las clases si se aconseja a los ricos un poco más de generosidad, si se predica a los pobres un poco menos de impaciencia.
El socialismo “burgués” de que habla el Manifiesto, hechura anticipada del reformismo de hoy, ¿no anda también por ahí, desesperado por frenar a las masas, para conquistar así dentro del orden y el respeto, sus migajas de legislación social, sus regateos de postulante insistente?
El socialismo “pequeñoburgués”,que tuvo en Sismondi su máxima figura, tan luminoso en la crítica de la sociedad capitalista como tibio y encogido en los medios, ¿no vuelve todavía sus ojos al pasado buscando una “tregua de invenciones” o en una nueva destrucción de máquinas, la única solución factible en ese instante? El Spengler desolado en los días actuales, que acusa a los hombres actuales por haber divulgado entre seres “inferiores”los secretos de la técnica,¿no confiesa también el derrumbe de Occidente y lo aguarda resignado, con “indignante melancolía”?
Y el socialismo “alemán” o “socialismo verdadero”, tan distante en apariencia de las cosas de hoy que algunos modernos editores no tuvieron escrúpulo alguno en suprimir las líneas que el Manifiesto le dedicaba, ¿no renace también en nuestros días en esa misma Alemania de la postguerra, con su escolástica vergonzante y su religiosidad apenas encubierta? Aquellos Carlos Grün y Moisés Hess que no dejaban pasar casi un instante sin hacer flamear a todo trapo, la “enajenación del ser humano” o la “abolición del imperio de lo general abstracto”, ¿no son acaso los mismos que hoy andan a tientas en la cerrazón del pensamiento germano, campeones todos de la libertad en abstracto y de los “bienes de la cultura”, pero sumisos todos, como Windelband o Gentile, al primer déspota que les eche sobre sus hombros la casaca?
Desde los cimientos a la cúspide, el Manifiesto Comunista forma, pues, un edificio magnífico en el cual no se advierte hasta hoy una sola grieta que lo amenace. Aunque empinado hacia el porvenir, lleva en sí, como no podía dejar de llevar, las huellas de la hora en que nació. La revolución del 48, que siguió en pocos días a la aparición del Manifiesto, no pudo realizar-no podía realizar-la misión trascendental que el Manifiesto le asignaba. Marx cometió entonces, lo cometería muchas veces, el error de la impaciencia. Humano error que acompaña siempre a la esperanza ardiente, y que da al Manifiesto Comunista el estremecimiento de las obras humanas. Aquel cerebro lúcido, aquel observador insobornable, tenía también un corazón generoso, y no podía por eso resignarse a las limitaciones que impone la fugacidad de nuestra vida.
Voltaire conoció también la amargura de esperar, y en una carta fechada veinticinco años antes de la Gran Revolución, le escribía al Marqués de Chauvelin, estas líneas dolorosas: “Todo lo que veo arroja las semillas de una revolución que llegará ineludiblemente y a la cual no tendré la alegría de asistir. Los hombres jóvenes son más felices; verán cosas hermosas”. Ni Marx ni Engels tuvieron tampoco la alegría de asistir. Pero un discípulo genial, que sabía el Manifiesto de memoria y que había ahondado en el marxismo como nadie lo había hecho antes que él, tuvo la dicha de dejar a medio hacer uno de sus libros más profundos, porque “es más agradable y útil-dijo-vivir la experiencia de una revolución que escribir acerca de ella”.
ANIBAL PONCE.
-Resumen de una conferencia pronunciada el 5 de mayo de 1933 en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de La Plata con motivo del cincuentenario de la muerte de Carlos Marx.
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